sábado, 5 de enero de 2013

El espejo



Shirakua y Crisantemo llevaban una vida muy mísera, tanto que un día Shirakua decidió marcharse a la ciudad en busca de fortuna. Abrazó a su joven esposa y rompiendo un espejo en dos, le dio uno de los pedazos y le dio uno de los pedazos y le dijo:
-Aquí tienes este fragmento en recuerdo mío, yo me guardo el otro. Cuando los dos pedazos se reúnan, también nosotros nos reuniremos.
El esposo partió  y la joven se quedó sola. Se pasaba las noches en vela, esperando, y los días sumida en llanto. El tiempo pasaba lento y triste, y su marido no volvía. Ya  había llegado el otoño, cuando una tarde el murmullo del viento trajo la noticia de que Shirakaua  era rico y poderoso.
-¡Ay de mí!-suspiró la mujer-;  ¡Las olas del río Yoshimo van y vienen sin descanso, mas él no volverá jamás!
Teniendo en la mano el fragmento de espejo, que ya no era terso y brillante como antes, sino que se había vuelto opaco y empañado, inclinó la cabeza y estalló en sollozos. He aquí que una urraca, volando por el cielo azul, vino a rozar con una de sus alas las cejas de Crisantemo, como para enjuagarle el llanto; voló y revoloteó en torno a la mujer, y su vuelo era como una danza de alegría. De improviso, con un grito de felicidad, se transformó en espejo y fue a soldarse al fragmento que Crisantemo tenía en la mano. El espejo se volvió redondo como antes y brillante, igual que la luna llena, dando una luz intensa y magnifica.
El corazón de la mujer se llenó de alegría. En aquel preciso instante la puerta se abrió y en el umbral apareció Shirakaua, radiante de felicidad y de amor.

jueves, 3 de enero de 2013

La piedra de Cinco colores


La montaña Shu seguía vomitando fuego y llamas, y los ríos de lava amenazaban con invadir todo el Japón. Por la violencia de la erupción, la base de uno de los pilares que sostenían el firmamento se quebró y un ángulo del cielo cayó sobre l tierra. A causa de este desastre. El sol y la luna no pudieron pasar por los senderos del cielo con sus carros ardientes, de modo que el mundo quedó envuelto en una noche continua.
La emperatriz Jouka corrió en busca del remedio. La oscuridad obsesionaba a su gente; y la buena emperatriz, para romper las tinieblas, mandó encender grandes hogueras en las alturas. Obteniendo así cierto vislumbre que calmo los asustados ánimos, la soberana ordenó que todos sus súbditos recogiesen piedras de cinco colores: azul, anaranjado, rojo, blanco y negro. Cuando hubo reunido una gran cantidad de ellas, las puso a hervir, junto con unos polvos finísimos de porcelana, en un enorme caldero, obteniendo así  una pasta húmeda y reluciente. Lllamó entonces a una nube que navegaba por el cielo. La nube descendió dócil a sus pies. La emperatriz subió en ella, y se hizo llevar arriba allá donde el cielo  estaba roto.
Con gran paciencia y precisión. Valiéndose de la pasta que ella misma había fabricado, reconstruyó el ángulo de cielo que faltaba. Luego volvió a bajar a la tierra, y con la concha de una enorme tortuga construyo un nuevo pedestal para el pilar deteriorado.
Mas aunque ahora todo estuviese en su sitio en el cielo, la oscuridad reinaba todavía en el mundo; ni el sol de día ni la luna de noche aparecían en el firmamento.
La emperatriz, extrañada de este hecho, convocó  a todos los sabios del imperio y pidió su consejo sobre qué debía hacer en semejante caso. El más anciano de la asamblea, dijo:
-Probablemente el sol y la luna, habiéndose encerrado en casa en el momento del desastre, no saben  que los caminos del firmamento han sido reparados. Es necesario mandar un embajador que  se los comunique. Todos aplaudieron tan sabias palabras, y la emperatriz decidió enviar inmediatamente un embajador al sol y a la luna, montado en el caballo más veloz que había en sus caballerizas.
Sus majestades la Luna y el Sol concedieron enseguida la audiencia solicitada por el mensajero terrestre; y cuando se enteraron de las reparaciones hechas por Jouka, se mostraron muy satisfechos. Salieron enseguida con sus carrozas de fuego del palacio en que habían permanecido tanto tiempo encerrados y volvieron a surcar el viejo camino, iluminando al mundo.
El cielo, después de los sabios retoques, tenía una luminosidad más suave, una belleza delicada y más nítida. Diéronse cuenta de ello, el sol en su viaje diurno, y la luna en su ronda nocturna, y para demostrar su gratitud a la que había dado un nuevo encanto a su patria celeste, pusieron todo el empeño por dar aún más viva luz de la que se beneficiaban la tierra y sus habitantes.
Los hombres se alegraron al volver a ver los dos grandes luminares celestes y alzaron cánticos de bendición y alabanza a la sabia emperatriz, a quien tanto debían. Pero los honores y las loas no ensoberbecieron a Jouka. La alegría de su pueblo, el amor y la gratitud de sus súbditos dieron para ella el premio más grande y más agradecido que consoló por largos años su corazón bueno y honrado.

La emperatriz Jouka


El dios del fuego
Bajo el reinado de la emperatriz Jouka, hubo una rebelión capitaneada por Kotai, un hombre ambicioso que conocía a fondo los secretos de la magia. Cuando en una batalla contra el ejército imperial llevaba las de perder, ponía en práctica  su encantamiento por el cual el campo de batalla era de improviso por aguas que arrollaban a los enemigos, mientras que él y sus secuaces lograban ponerse a salvo.
De este modo ningún general, por hábil y valeroso que fuese, lograba dominar la rebelión. La emperatriz estaba apenada por ello y no tenía un momento de tranquilidad. Una noche en que atormentada por sus preocupaciones no podía conciliar el sueño, se le apareció un anciano de luengos cabellos blancos y frondosa barba.
-Soy el dios del fuego-dijo el viejo-, y apiadado de tus penas, vengo a ofrecerte mis serivicos. De ahora en adelante socorreré a tus generales y lograre vencer con mi poder las artes mágicas de Kotai.
La emperatriz se prosternó a los pues del dios, llena de agradecimiento, y apenas despuntó la aurora, envió un nuevo ejército contra los rebeldes. El general que lo mandaba, Heijo, uno de los más hábiles del imperio, iba esta vez acompañado del dios del fuego en persona, que había tomado el aspecto de un guerrero.
Los dos ejércitos se encontraron en una extensa llanura y lucharon encarnizadamente durante una larga jornada. Hacia el anochecer, las fuerzas rebeldes fueron dispersadas. Entonces Kotai recurrió a su viejo truco de la inundación, pero imaginad la cara que pondría cuando vio abrirse  las ondas respetuosamente ante un guerrero altísimo e imponente que avanzaba seguido de todo el ejército. Esta vez su arte mágica había sido vencida. Heiko y sus soldados se lanzaron en persecución de los sorprendidos rebeldes que en breve tiempo fueron muertos o hechos prisioneros.
Kotai, viéndose solo y vencido, loco de desesperación , se arrojó de cabeza contra el muro rocoso del monte Shu, muriendo al instante.
Pero la fuerza con que su cráneo chocó contra la roca fue tal, que la montaña se incenidió y de sus entrañas brotó fuego y humo, y ríos de lava ardiente, que corriendo a lo largo de sus flancos, invadieron la llanura sumergiendo ciudades y pueblos.
La muerte de los que profesan las artes diabólicas es siempre seguida de espantosos fenómenos de destrucción. La prudente Jouka, no desesperó ante la nueva catástrofe que caía encima de ella y de su pueblo, precisamente en el momento en que se veían libres de su enemigo. Su inteligencia le aconsejó mantenerse en calma, para difundir a su alrededor la luz benigna de la esperanza. Y no pudiendo frenar las fuerzas ciegas desencadenadas por el mago moribundo, esperó serenamente el fin del cataclismo.

El hombre de los crisantemos


Vivía hace tiempo en el Japón un hombre llamado Kkikuo, al que gustaban muchísimo las flores y sobre todo los crisantemos. Los cultivaba en su jardín, los cuidaba con cariño, les decía palabras tiernas y los trataba como si hubiesen sido sus propios hijos.
Los crisantemos, fuese que el hombre poseía algún secreto sobre el modo de cultivarlos, fuese que se sintieran estimulados y vivificados por el amor del jardinero, crecían hermosísimos y, según los rumores de la gente, eran los crisantemos más bellos de todo el Japón.
Pasaron los años. Kikuo se hizo viejo y decrépito, y un mal día cayó enfermo. Yacía solo y abandonado en su pobre yasija, pensando con añoranza en su hermoso jardín, que en aquella época del año estaba florido, y en sus amados crisantemos.
-¡Si muero, tendré que abandonaros!-murmuró, mientras una lágrima resbalaba por sus marchitas mejillas.
En aquel momento oyó un rumor de voces y un ruido de pisadas. La puerta se abrió y entraron en la estancia numerosos muchachos, pintorescamente vestidos de muchos colores, y todos ellos hermosísimos. Los visitantes rodearon el lechi, se inclinaron sobre el moribundo y dijeron:
-Somos los espíritus de los crisantemos que han plantado. Nos apena muchísimo verte en este estado y por eso hemos venido a hacerte compañía-.
El anciano sintiose confortado; una sonrisa triste apareció en su rostro pálido; y casi a pesar suyo, murmuró estas palabras:
-¡Cómo me apena dejaron, florecitas mías! Mas ¿Cómo es posible que me acompañéis?
-Kikuo- dijeron a una voz los muchachos-; has sido un gran amigo para nosotros; más que un amigo; un padre; nos has dado toda la ternura de tu corazón, y nosotros no somos ingratos. En el mismo momento en que mueras, también nosotros moriremos y te seguiremos al cielo. Te lo prometemos solemnemente.
Al cabo de unos días. Kikuo murió; cuando llegaron los vecinos a rendir los honores póstumos a sus restos mortales, vieron con asombro que todos los crisantemos que el muerto había plantado, yacían en el  suelo, marchitos.

miércoles, 2 de enero de 2013

Momotaro


Hace muchos, muchísimos años vivían en una cabaña a la entrada del bosque, dos viejecitos, marido y mujer, los cuales a duras penas lograban ganarse el sustento trabajando de sol a sol. Pero además de  la miseria, sufrían de otra congoja, la de no tener un hijo que les hiciese compañía en los últimos años de su vida.
Un día la mujer cogió del huerto una gruesa calabaza; y cuando se disponía a cortarla con el cuchillo, se abrió sola y salió de su interior un gracioso niño. El asombre de los dos ancianos fue indescriptible.
-Los dioses- explico el niño han tenido compasión de vuestra soledad y me han enviado para que sea vuestro hijo.
Mujer y marido, felices, abrazaron al pequeñuelo y le pusieron el nombre de Momotaro, que en japonés significa “hijo de la calabaza”.
El tiempo paso veloz. Momotaro crecía sano y fuerte, y se pasaba el día entero correteando por el campo, seguido de tres animales que eran sus únicos amigos, un papagayo, un perro y una mona. Cuando hubo cumplido los quince años, fue a su padre adoptivo y le dijo:
-Habeís sido muy buenos conmigo y me habéis tratado como si de verdad hubiese sido vuestro hijo. Nunca me ha faltado nada y habéis trabajado duramente para mantenerme. Ha llegado la hora de que os recompense. He sabido que en una lejana isla habitan terribles bandidos, los cuales hacen continuas expediciones a la isla vecina, saqueando las ciudades y matando a sus habitantes. Quiero ir hasta su cueva y castigar tantas atrocidades. Cuando les haya matado a todos, me apoderaré del tesoro que han acumulado y os lo traeré. Así seréis ricos y  ya no tendréis  necesidad de trabajar. Os pido licencia para partir en este instante y para llevarme conmigo el perro, la mona y el pájaro.
Los dos ancianos lloraron mucho por tener que separarse de su adorado hijo; pero éste, a pesar de su juventud, se mostraba tan decidido y seguro de la riqueza  que la victoria le procuraría que no se atrevieron a retenerlo.
Momotaro partió, pues, hacia la isla de los bandidos, con sus tres amigos. Caminaron y caminaron, atravesaron  montes, valles, llanuras y llegaron finalmente a la orilla del mar. Allí Momotaro derribó un tronco de árbol muy grande, lo vació y en aquella frágil embarcación se lanzó a la travesía de las traidoras aguas del mar.
Pero los dioses le protegían. El viaje se realizó sin ningún contratiempo y al fin apareció en el horizonte  la isla de los bandidos. En la cumbre de los peñascos cortados a pico sobre el mar, se levantaba el castillo donde habitaban los piratas, una especie de fortaleza inexpugnable.
Pero Momotaro no se descorazonó por ello. Y dijo al pájaro:
-Vuela hasta allá arriba y declara la guerra en mi nombre s los bandidos; trata luego de distraerles de algún modo; mientras tanto, yo y los demás buscaremos el camino de subida menos abrupto.
El pájaro ejecuto la orden. Desplegó las alas multicolores y voló velozmente hacia el castillo; al llegar allí se posó en la cresta de la explanada y, con voz tonante, hizo su valiente declaración de guerra. Los bandidos salieron todos al aire libre y cuando vieron que el desafío prevenía de nada más que de un pájaro presuntuoso, estallaron en una risotada que los ecos repitieron siniestramente. Luego, queriendo castigar al insolente, se lanzaron hacia la explanada, blandiendo nudosos bastones. Pero ninguno de ellos igualaba al papagayo con  agilidad y astucia. Volaba de acá para allá; divirtiéndose de lo lindo; tan pronto estaba en el hombro de un bandido, como sobre la cabeza de otro, o entre la barba de un tercero, y desde allí se lanzaba al precipicio, gorjeando alegremente. Al cabo de un momento volvía al ataque, repitiendo sus acrobacias. Los bandidos, no logrando cogerlo, se enfurecían cada vez más y descargaban golpes de ciego a tontas y a locas, golpeándose mutuamente, siempre con la esperanza de alcanzar al endiablado pájaro, Y como quiero que los palos eran gruesos y los brazos que los manejaban muy robustos, aquellos que por error recibían los golpes caían al suelo sin sentido; de este modo muchos de ellos estuvieron en breve tiempo fura de combate; y los pocos que sólo habían sufrido alguna lesión sin importancia estaban extenuados y deseaban descansar. Pero entonces precisamente empezaba lo bueno. Ya que, con un grito de guerra, salieron de detrás del castillo los otros tres, que habían logrado encontrar un sendero para subir hasta allí, y se lanzaron sobre los sobrevivientes. Bajo los golpes, los mordiscos y los arañazos de Momotaro, del perro y de la mona , los bandidos, creyendo que se las habían  con una banda de diablos, tomaron las de Villadiego, y así los asaltantes bien pronto fueron los dueños del campo de batalla y de la isla entera,
Entonces entraron en el castillo, donde hallaron alhajas, oro y piedras preciosas en gran cantidad. Con toda aquella bendición de Dios tomaron el camino de su casa, donde fueron acogidos con alegría por los dos ancianos.

Yamato Take


El emperador Yamato Take era un soberano guerrero; sólo se sentía feliz entre el fragor de las batallas y el relampagueo de las armas, y era el terror de sus enemigos. Tenía por mujer  la princesa Otaquibana, que le amaba tiernamente, pero el emperador estaba siempre ocupado en guerras y conquistas, y raramente permanecía en casa al lado de la fiel esposa, tanto que un día ésta decidió seguirle en sus expediciones. Se puso una armadura de puro acero, subió a un caballo de guerra y partió con el esposo. La hermosa soberana soportaba en silencio todas las fatigas de aquella vida guerrera y ocultaba su miedo  y su ansiedad tras una sonrisa dulcísima, que iluminaba el oscuro cielo de las batallas t daba nuevo  coraje y nueva fuerza a los soldados.
En cierta ocasión, queriendo Yamato declarar  la guerra a unos enemigos que habitaban al otro lado del mar, se embarcó con todo el ejército en numerosas naves y desplegó las velas con rumbo a alta mar. Al anochecer, subió al puente de su nave e, inclinándose sobre las aguas que comenzaban a agitarse  bajo el soplo del viento, dijo con el orgullo que había adquirido como consecuencia de las numerosas y estrepitosas victorias logradas:
-Agitaos, levantaos, olas, que por grande que sea vuestra violencia no lograréis vencer al invencible Yamato.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando el cielo se nublo y un viento huracanado se desencadenó, rugiendo terriblemente y levantando las olas a alturas vertiginosas, mientras el trueno retumbaba con fragor infernal. La nave se alzaba sobre aquellas montañas de agua, luego se precipitaba en los abismos que se abrían, pronto a tragársela. El rey del mar, habiendo oído la bravata de Yamato, quería castigar así su excesivo orgullo. Los marineros, aterrorizados, corrían de una parte a otra del puente como locos, sin saber lo que hacían; entre tanto, la tempestad aumentaba  en violencia, los rayos se sucedían  con lívidos resplandores, cielo y mar se sucedían  con lívidos y resplandores, cielo y mar se confundían en el mismo color plúmbeo; entonces salió al puente la hermosísima princesa Otaquibana, tranquila, serena; y con emocionada voz, pronuncio decidida estas palabras:
-Todo esto sucede porque el emperador ha provocado la cólera del rey del mar con sus palabras altaneras. Pero yo, Otaquibana, aplacaré su ira. El dios del mar desea la vida de mi marido; yo  le ofrezco a cambio la mía.
Y con estas palabras se arrojó al agua espumosa, que inmediatamente se cerró sobre ella. En el mismo momento la tempestad cesó y se calmó el mar, que se torno liso e inmóvil como balsa de aceite. El dios marino estaba aplacado.

martes, 1 de enero de 2013

La fuente de sake


En la isla de Hondo, en el Japón, por la ladera de una montaña, desciende, cantando su alegre canción, una límpida cascada, llamada Yoro; nombre que significa “consuelo de los viejos”.
Hace muchos a y muchos siglos, esta cascada no existía y, adosada a los muros rocosos, había sólo una mísera cabaña, donde habitaban dos leñadores, padre e hijo. El padre, ya muy anciano, había dejado de trabajar y esperaba pacientemente su hora, teniendo una única pena: la de no poder beber todos los días unos vasos de saké, la bebida preferida de los japoneses. El hijo trabajaba toda la jornada sin descanso, pero, por más que se afanase, no lograba ganar lo bastante para poder satisfacer el deseo paterno. Esto lo angustiaba mucho, y rogaba continuamente al dios de la montaña para que le concediese los medios de comprar un poco de saké, a su venerado padre.
Una tarde, al anochecer, el joven leñador regresaba fatigado a su cabaña, cuando su pie tropezó con una piedra,  que fue rodando pendiente abajo. Y del suelo, donde la piedra había permanecido  durante siglos, manó un agua limpia y transparente que se hecho a correr hacia abajo por los flancos del monte, saltando  y cantando alegremente como una colegiala cuando sale de la escuela. Como quiera que tenía sed, el joven se inclinó  para beber, mas imaginaos su asombro cuando, al  primer sorbo, se dio cuenta que no se trataba en absoluto de agua, sino de saké, de la mejor calidad. En seguida, muy contento, llenó un odre en la nueva fuente y la llevó a su padre, que vio realizado su gran deseo.
Desde aquel día, cada noche el hijo llevaba a su casa una buena cantidad de saké, y el anciano no se cansaba de beber, y cuanto más bebía de aquel milagroso líquido más sentía que recobraba sus fuerzas. Su cerebro era ahora más claro, sus miembros se volvían más agiles, el  rostro, surcado por las arrugas, se alisaba, y los cabellos, antes blancos, tornábanse brillantes y negros. El leñador rejuvenecía a ojos vistas.
La fama de aquel milagro se esparció por todo el valle, se propagó por el pueblo y llegó hasta la ciudad. El mikado entonces decidió visitar el lugar, para comprobar directamente la verdad de lo que se decía. Partió, pues, con un numeroso séquito hacia la montaña y , después de un día entero de camino, llegó a los pies de la cascada argentina  que borbotaba bajo los rayos del sol. El poderoso señor y todos los hombres del séquito se bajaron de los caballos y bebieron largamente del benéfico licor; sus  cabellos blancos tornáronse negros como las alas del cuervo, sus piernas flacas y pesadas se hicieron esbeltas y musculosas, su cerebro, algo tardo y nublado por los años, se volvió lucido.
Convencido del milagro, el Mikado comprendió que aquella portentosa fuente era un don que el dios de la montaña había hecho al hijo devoto. Por esta razón quiso premiarle también él: le mandó llamar a su palacio, le hizo noble y le nombró señor de la provincia.

La piedra de la muerte


En el corazón del Japón existía una landa desierta y árida, siempre cubierta de una niebla gris y uniforme. Ni un zarzal, ni un árbol, ni un ser viviente animaban aquella penosa soledad. Únicamente en el centro del páramo se levantaba una roca negra, amenazadora, llamada la piedra de la muerte. En efecto, si un viandante fatigado se sentaba a sus pies, moría misteriosamente.
Los japoneses explicaban el misterio contando que aquella rosa, era la montaña de un espíritu condenado; allí precisamente habíase refugiado el alma de un hombre malvado.
Genno, un sabio y santo sacerdote, oyó este relato y en la infinita bond de su alma, sintió piedad por aquel ser desgraciado y culpable, y decidió llegarse hasta allí con el propósito de redimirle. Caminó  horas y días sin descanso, sostenido por la esperanza y una tarde, al anochecer, se encontró en el inmenso desierto de la muerte; todo era gris en tornos suyo, todo era opaco, pero él avanzaba guiado por la luz de la fe que guardaba en su corazón. Un viento fortísimo aullaba como fiera cogida en una trampa, mas el sacerdote seguía avanzado, siempre avanzado. Cuando estuvo junto a la piedra negra, se le apareció un fantasma espantoso que agitaba ferozmente los largos brazos, diciendo:
-Vete de aquí, huye lejos de esta landa condenada, de esta piedra de la muerte, ¡No me tientes insensato, vete!
-¿Y porque debo irme?-dijo el sacerdote, con dulcísima voz. Donde tú estas, también puedo estar yo. ¿No oyes como silba el viento? ¡Hace un frío glacial!Y solo te cubres con una blanca sabana. Toma mi capa y abrígate.
A aquellas palabras, el viento ceso de repente, un silencio solemne reinó en landa, como si la misma tierra se parara para escuchar el eco de las buenas palabras que por primera vez resonaban en aquel paraje. La piedra de la Muerte se resquebrajo y dejó escapar espesas nubes de humo. Luego  un trueno retumbo en lontananza, el horizonte se iluminó de reflejos rojos que aclararon la llanura. Poco  a poco los rayos rojos se apagaron. Y cielo y tierra confundiéronse en las mismas tinieblas. La piedra se cerró de nuevo, un perfume de incienso se esparció por el aire, y el fantasma condenado cayó de rodillas ante el sacerdote implorando perdón. El milagro se había cumplido; el alma del delincuente, gracias a aquel acto de bondad, había sentido remordimientos por sus fechorías, habíase arrepentido de sus pecados. El desgraciado  pasó  toda la noche a los pies del santo varón, el cual, con los ojos vueltos hacia el cielo, rezaba con fervor por su perdón, por su salvación.
Con las primeras luces del alba, la niebla desapareció; millares y millares de flores se abrieron en el desierto, cuajadas de rocío; los pájaros cantaban, trenzando sus alegres vuelos; la primavera, por primera vez, reinaba en aquella desolada región. Purificada por el arrepentimiento, el alma del pecador, finalmente serena, subió a las altas esferas celestiales, irradiando esplendentes rayos de sol.