Hace muchos, muchísimos años vivían en una cabaña a la entrada
del bosque, dos viejecitos, marido y mujer, los cuales a duras penas lograban
ganarse el sustento trabajando de sol a sol. Pero además de la miseria, sufrían de otra congoja, la de no
tener un hijo que les hiciese compañía en los últimos años de su vida.
Un día la mujer cogió del huerto una gruesa calabaza; y
cuando se disponía a cortarla con el cuchillo, se abrió sola y salió de su interior
un gracioso niño. El asombre de los dos ancianos fue indescriptible.
-Los dioses- explico el niño han tenido compasión de vuestra
soledad y me han enviado para que sea vuestro hijo.
Mujer y marido, felices, abrazaron al pequeñuelo y le
pusieron el nombre de Momotaro, que en japonés significa “hijo de la calabaza”.
El tiempo paso veloz. Momotaro crecía sano y fuerte, y se
pasaba el día entero correteando por el campo, seguido de tres animales que
eran sus únicos amigos, un papagayo, un perro y una mona. Cuando hubo cumplido
los quince años, fue a su padre adoptivo y le dijo:
-Habeís sido muy buenos conmigo y me habéis tratado como si
de verdad hubiese sido vuestro hijo. Nunca me ha faltado nada y habéis
trabajado duramente para mantenerme. Ha llegado la hora de que os recompense.
He sabido que en una lejana isla habitan terribles bandidos, los cuales hacen
continuas expediciones a la isla vecina, saqueando las ciudades y matando a sus
habitantes. Quiero ir hasta su cueva y castigar tantas atrocidades. Cuando les
haya matado a todos, me apoderaré del tesoro que han acumulado y os lo traeré.
Así seréis ricos y ya no tendréis necesidad de trabajar. Os pido licencia para
partir en este instante y para llevarme conmigo el perro, la mona y el pájaro.
Los dos ancianos lloraron mucho por tener que separarse de
su adorado hijo; pero éste, a pesar de su juventud, se mostraba tan decidido y
seguro de la riqueza que la victoria le
procuraría que no se atrevieron a retenerlo.
Momotaro partió, pues, hacia la isla de los bandidos, con
sus tres amigos. Caminaron y caminaron, atravesaron montes, valles, llanuras y llegaron
finalmente a la orilla del mar. Allí Momotaro derribó un tronco de árbol muy
grande, lo vació y en aquella frágil embarcación se lanzó a la travesía de las
traidoras aguas del mar.
Pero los dioses le protegían. El viaje se realizó sin ningún
contratiempo y al fin apareció en el horizonte
la isla de los bandidos. En la cumbre de los peñascos cortados a pico
sobre el mar, se levantaba el castillo donde habitaban los piratas, una especie
de fortaleza inexpugnable.
Pero Momotaro no se descorazonó por ello. Y dijo al pájaro:
-Vuela hasta allá arriba y declara la guerra en mi nombre s
los bandidos; trata luego de distraerles de algún modo; mientras tanto, yo y
los demás buscaremos el camino de subida menos abrupto.
El pájaro ejecuto la orden. Desplegó las alas multicolores y
voló velozmente hacia el castillo; al llegar allí se posó en la cresta de la
explanada y, con voz tonante, hizo su valiente declaración de guerra. Los
bandidos salieron todos al aire libre y cuando vieron que el desafío prevenía
de nada más que de un pájaro presuntuoso, estallaron en una risotada que los
ecos repitieron siniestramente. Luego, queriendo castigar al insolente, se
lanzaron hacia la explanada, blandiendo nudosos bastones. Pero ninguno de ellos
igualaba al papagayo con agilidad y
astucia. Volaba de acá para allá; divirtiéndose de lo lindo; tan pronto estaba
en el hombro de un bandido, como sobre la cabeza de otro, o entre la barba de
un tercero, y desde allí se lanzaba al precipicio, gorjeando alegremente. Al
cabo de un momento volvía al ataque, repitiendo sus acrobacias. Los bandidos,
no logrando cogerlo, se enfurecían cada vez más y descargaban golpes de ciego a
tontas y a locas, golpeándose mutuamente, siempre con la esperanza de alcanzar
al endiablado pájaro, Y como quiero que los palos eran gruesos y los brazos que
los manejaban muy robustos, aquellos que por error recibían los golpes caían al
suelo sin sentido; de este modo muchos de ellos estuvieron en breve tiempo fura
de combate; y los pocos que sólo habían sufrido alguna lesión sin importancia
estaban extenuados y deseaban descansar. Pero entonces precisamente empezaba lo
bueno. Ya que, con un grito de guerra, salieron de detrás del castillo los
otros tres, que habían logrado encontrar un sendero para subir hasta allí, y se
lanzaron sobre los sobrevivientes. Bajo los golpes, los mordiscos y los
arañazos de Momotaro, del perro y de la mona , los bandidos, creyendo que se
las habían con una banda de diablos,
tomaron las de Villadiego, y así los asaltantes bien pronto fueron los dueños
del campo de batalla y de la isla entera,
Entonces entraron en el castillo, donde hallaron alhajas,
oro y piedras preciosas en gran cantidad. Con toda aquella bendición de Dios
tomaron el camino de su casa, donde fueron acogidos con alegría por los dos
ancianos.