Hubo un tiempo
en que los pájaros carecían de alas. Tampoco las mariposas las tenían. Los pájaros
no gorgojeaban; las mariposas eran gusanos grisáceos, feísimos. Y las voces de
los hombres tenían un sonido áspero y ronco, molestaba incluso a los animales.
Ocurrió
entonces que un espíritu del aire tomo forma humana. Para ver la tierra bajo a
la orilla de un río; la hierba le gusto. Era un espíritu ingenuo y feliz, y expresó
su entusiasmo con una suavísima canción. Jamás había resonado en este mundo una
voz tan dulce, tan musical. Los hombres la oyeron y corrieron hacia ella,
abandonando sus labores en el bosque, en los campos, olvidándose todos sus
cuidados. Pero el espíritu del aire no espero la muchedumbre entusiasta. Llamó
a una nube se metió en ella y elevose hacia el cielo. Y cantaba, cantaba
siempre, oculto en su muelle escondite.
De este modo,
los hombres hechizados por la divina melodía, no le veían. Pero comprendieron
que el misterioso canto subía, abandonaba la tierra. Y tras un largo silencio
de éxtasis, se ingeniaron para hacer más
dulce la propia voz. Las mariposas, los pequeños gusanos grises, suplicaron a
Buda que los empujara hacia arriba, al menos un poco, hacia la voz melodiosa. Y
también los pájaros, todos los pájaros del bosque, hicieron la misma apasionada
súplica. Buda concedió el don de las
alas a las mariposas ya los pájaros, que enseguida levantaron el vuelo.
Pero la blanda nube, que envolvía al espíritu
del aire alcanzó el sol se sumió en la luz.
Los pájaros
volvieron a la tierra llenos de añoranza. Y probaron de imitar al misterioso cantor con sus
gorjeos. Pero las pequeñas mariposas comprendieron que la voz celeste sólo podía
ser privilegio de los elegidos de Buda, y envolvieron en humilde silencio su
propia melancolía.
Buda, para
consolarlas, transformó las mariposas que le habían elevado su ruego, en pétalos
de suntuosas flores crecidas en sus jardines.
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