A-Tu, la mujer
creada por el señor del mundo, era bellísima, inteligentísima y sabia. Y no
temía al tiempo, ya que la vejez no debía ofuscar nunca su mente, no debía
jamás destruir su gracia.
Traía consigo
m por todos los caminos de la tierra, su alegría, fresca y perenne. Un día, el
espíritu del aire se presentó a A-Tu.
-El señor del
mundo te ama. Por eso mismo te confía las bestezuelas inocentes que tienen
necesidad de ayuda. Ve a buscarlas. Busca los pajaritos heridos, las mariposas
cansadas de volar, gusanos que no tienen un refugio seguro; busca los pequeños
animales del bosque que quedan solos e indefensos cuando la madre va a
procurarles un poco de comida. Donde vayas con tu sonrisa, con tu bondad, harás
renacer la confianza, ahuyentaras el mal. El señor del mundo renovará de
continuo tus energías, y serás como el agua del río que corre bienhechora y
alegre sin descansar jamás.
A-Tu escuchó
con respeto y agradecimiento el divino mandamiento.
-Obedezco-dijo.
Y empezó su
sublime obra de consuelo y de salud. Velaba por los nidos donde yacían
abandonados los recién nacidos; recogía en su propia alojamiento los tiernos
animalitos fatigados; alejaba con el milagro de su sonrisa, la furia del viento
para que las tímidas lagartijas pudiesen llegar sanas y salvas a su refugio.
Pero una
tarde, olvidando el mandamiento divino, se detuvo a la orilla del río Azul,
Sentose y se encantó mirando al agua luminosa que se deslizaba a sus pies. Vio
su propia imagen entre las ondas y admiro su belleza, Su cabellera parecía una
nube negra asaeteada por los rayos del sol, sus ojos tenían el brillo de los
astros, su boca rojeaba en el agua como un capullo de rosa.
No se daba
cuenta de que su inteligencia, cual un líquido de una botella abierta e
inclinada, caía al agua, se disipaba entre los remolinos de plata. En su
cabeza, que iba vaciándose de pensamientos nobles, danzaban fútiles imágenes abigarradas.
Mas sentíase satisfecha de la propia hermosura, se sonreía a sí misma. De repente
le pareció que su rostro, en el río, palidecía. Los ojos ya no brillaban, los
cabellos eran una mancha opaca, la boca se ensanchaba en una mueca dura. Se levantó con un grito de doloroso asombro.
El señor del
mundo le envió el espíritu del aire.
-Mujer, has
desobedecido. En castigo, has sido desposeída del inefable tesoro de la
inteligencia. Y ahora perderás la belleza.
-¡Oh, no!-
imploro la mujer. ¡La belleza, no! El espíritu aconsejó:
-Por lo
contrario, deberías resignarte a perder la belleza, y suplicar al Señor del
mundo, que te restituyera la inteligencia. Es esta la llama sobrehumana de la
que mana la verdadera alegría, la alegría del pensamiento.
La mujer insistió,
terca:
-Quiero la
belleza, me es absolutamente necesaria la belleza.
-Verás
satisfecho tu estúpido deseo. Pero ten en cuenta que la belleza que pides está
hecha de elementos caducos. El tiempo la ultraja, la dispersa, la anula.
A-Tu no
razonaba. Ahora era una mísera criatura hecha solamente de carne.
-Dale las
gracias al señor del mundo- dijo el espíritu del aire.
Luego contempló
su imagen en el agua. La juzgo muy graciosa y sintiose contenta.
Pasaron los días,
pasaron los años. A-Tu vio poco a poco desvanecerse su gracia. Ya no sabía sonreír,
sentía el corazón grávido de añoranzas.
Tarde, demasiado tarde, cuando llegaba al umbral de la muerte, comprendió que había
sido presuntuosa, que había despreciado un tesoro inestimable a cambio de una
pequeña cosa inútil. Y se propuso entonces hacer el bien a las demás mujeres,
cuando estuviera en el reino de oro de la eternidad.
Dícese en efecto,
que, desde hace milenios, A-Tu, convertida en espíritu, llama al corazón de las
mujeres para darles sabios consejos. Pero pocas mujeres la escuchan. Porque la
complacencia en la propia belleza las ilusiona, las domina, las pierde, impide
que escuchen la limpia voz de la verdad.
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