jueves, 7 de marzo de 2019

El Príncipe que Conquistó las Verdes Islas

GOBERNABA el Imperio del Tahuantinsuyo el Inca Pachacútec.
Uno de sus hijos llamado Túpac Yupanqui era un príncipe muy bueno
y valeroso. Supo el ¡oven que Pachacútec se preparaba para ir
a la guerra y entonces se dirigió donde él.
El rey se hallaba sentado en su trono, rodeado de la guardia.
Las paredes del gran salón estaban cubiertas de láminas de oro y
en el suelo se extendía una inmensa alfombra, hecha con la piel de
mil vicuñas escogidas entre las más hermosas del reino.
Tupac Yupanqui inclinándose ante el inca, le habló así:
Padre mío, sé que alistas tus tropas para luchar con nuestros
enemigos del Norte y como ya estoy en edad de guerrear, quiero
ser yo quien marche contra esos hombres.
El rey respondió:
Hijo mío, toma todo mi ejército. Volverás triunfante pues nadie
te iguala en valor.
Retiróse el príncipe del gran salón forrado en oro, y poniéndose
a la cabeza de- las tropas, partió hacia el país enemigo.
No había caminado mucho, cuando llegó la noche. El ¡oven
mandó parar la marcha, retiróse a descansar a una cueva solitaria
y púsose a rezar a su dios, el Sol.
Estaba en ¡o mejor de la oración, cuando notó que la cueva
se iluminaba de pronto. Alzó la cara y, ¡oh sorpresa!, vio delante
de sí una figura bellísima. ¿Quién era? Nada menos que el Sol;
quien había bajado misteriosamente en medio de la noche y, ocultándose
entre una cortina de nubes, había penetrado en la cueva,
sin que nadie lo descubriera. El rostro del dios brillaba con una luz
que jamás había visto ningún hombre. Entonces el Sol le alargó
un arco hermosísimo y un escudo de oro adornado con piedras
preciosas.
—Hijo mío, díjole; toma estas armas, con ellas vencerás a
tus enemigos y si te proteges con este escudo, nadie te podrá dar
muerte. Escucha otra cosa: pronto tendrás que atravesar campos
donde sentirás terrible sed y donde no descubrirás a simple vista,
ni un poco de agua; pero no morirás. Al pie de un cerro negro como
la noche hay unas piedras blancas como la nieve,- entre ellas encontrarás
un manantial. Y dicho esto, desapareció.
A la mañana siguiente emprendió el príncipe la marcha y
no tardó en llegar a un lugar donde él y sus soldados sintieron sed
mortal y donde no se veía ni una gota de agua. Cuando el joven y
sus guerreros iban a perecer, apareció de pronto ante sus ojos un cerro
negro como la noche. Acercóse a él Yupanqui y descubrió un
manantial.
Entonces el príncipe y todo el ejército, bebieron y, ¡oh prodigio!,
apenas tomaron el primer sorbo, desapareció como por
encanto, no sólo la sed, sino también el terrible cansancio que tenían.
Aquellas aguas eran mágicas y el que las bebía no volvía a sentir
fatiga ni sed en el resto de su vida, aunque trabajara de día y de
noche, sin parar.
Cogieron luego sus armas y siguieron adelante.
Al llegar al país enemigo encontraron a los terribles soldados
que defendían aquella tierra. Eran guerreros enormes y feroces y
peleaban con larguísimas lanzas y terribles flechas. Pero el príncipe
los atacaba con su arma mágica y se protegía con su escudo de oro.
Lucharon durante semanas y semanas y al cabo, los hombres
del Norte empezaron a sentir cansancio, mientras los soldados del
príncipe seguían tan frescos como el primer día.
Por fin llegó una tarde en que los enemigos del joven desfallecían
de fatiga y de sed. De pronto, un general que estaba dando
una orden, empezó a restregarse los ojos, soltó su escudo y sin poder
tenerse en pie más tiempo, cayó sobre un montón de hierba y púsose
a roncar. Un trompetero el cual tocaba con todas sus fuerzas la
señal de ataque, comenzó a bostezar de tal manera que, por más
que quería seguir tocando, no podía hacerlo, pues su boca se abría
y se cerraba sin parar, dando un bostezo tras otro; hasta que la
trompeta se le escapó de entre las manos y él fue a caer profundamente
dormido, sobre una piedra, sin que el golpe lo despertara.
Un valiente arquero que no había cesado de disparar, perdió las fuerzas
en tal forma, que ni siquiera conseguía colocar las flechas en el
arco. Por fin, recostóse en un árbol y cerró los ojos. Y así fueron
durmiéndose todos uno tras otro.
A la media hora se escuchaban en el campo ronquidos tan
fuertes, que el rey de los hombres del Norte salió de su tienda de
campaña a ver de dónde provenía ese terrible estruendo y, cuál no
sería su asombro, al contemplar que todos, desde los generales hasta
el último soldado raso, dormían a pierna suelta, roncando como unos
benditos.
Entonces, no teniendo ya más que hacer, se rindió.
El príncipe lo tomó prisionero y entró triunfante en la ciudad.
Estaba muy tranquilo un día, cuando llegaron unos marinos
y enseñándole unas piedras preciosas, le dijeron que allá lejos, en
medio del mar, había unas islas donde podía encontrar grandes tesoros.
Pero él no les creyó con tanta facilidad y llamando a un brujo
cuyo nombre era Antarqui y que tenía el poder de volar lo mismo
que las aves, le ordenó que fuera a las islas y viera lo que había en
ellas.
El mago esperó que anocheciera y cuando salió la luna y el
cielo se cubrió de estrellas, el mago extendió los brazos como si fueran
alas y fue elevándose por los aires, cual un gigantesco pájaro, hasta
que desapareció tras las nubes.
Pasaron muchas horas y Antarqui no volvía. El Príncipe empezaba
ya a inquietarse cuando, al amanecer, oyó un ruido. Salió
rápidamente de su tienda de campaña y vio al brujo que descendía
moviendo lentamente los brazos que sonaban: plac, plac, plac; al
batir el aire.
—¡Brrr!, dijo el mago en cuanto puso pie en tierra, ¡qué frío
tan terrible hace allá arriba!
—¿Qué polvo blanco es éste que te cubre todo el cuerpo?;
preguntó el príncipe.
—i Brrr, respondió el brujo tiritando, es la nieve de la altura!
—¿Qué luz tan extraña brilla en tus ojos?
—La luz de las estrellas que he visto de cerca, allá en el cielo.
—¿Por qué tienes las manos tan calientes, cuando todo tu
cuerpo está frío?
Entonces Antarqui abrió el puño izquierdo que traía cuidadosamente
cerrado y mostró al príncipe una piedra brillante, que
lanzaba chispas, como un carbón encendido. En seguida frotóse con
ella el cuerpoy, al instante, toda la nieve que lo cubría se derritió,
quedándole la piel completamente seca y bien calentita.
—Esto es un aerolito que pasó delante de mí, cuando retornaba
de las islas, dijo el brujo.
—¿Y qué has visto allá?; preguntó el joven.
—¡Oh príncipe, respondióle, |amás he contemplado islas más
bellas. Sus bosques son verdes como esmeraldas, en sus mares nadan
peces que brillan como si fueran de plata y en el palacio del rey
se encierran riquezas maravillosas!
Inmediatamente embarcóse Túpac-Yupanqui seguido de su
ejército, en dirección a aquella tierra.
Pasaron los meses y los años, el ¡oven no regresaba y el inca
y la reina lloraban sin consuelo en el palacio del Cuzco, creyendo
muerto a su hijo.
Una tarde en que el monarca se hallaba paseando tristemente
en sus jardines de oro, llegó corriendo hasta él un hombre
cubierto de sudor y ya casi sin fuerzas. Aquel chasqui sólo pudo
decir estas palabras: ¡Majestad, el príncipe vuelve!; y cayó desmayado
por la larga carrera.
El inca, seguido por los nobles y por todo el pueblo, salió
inmediatamente a las afueras de la ciudad, a recibirlo.
Entró Túpac-Yupanqui sentado en sus andas de oro; en la
mano derecha llevaba el brillante escudo adornado con piedras
preciosas y en la izquierda, el cetro que había arrancado de manos
del rey de las Verdes Islas. Su padre lo recibió llorando de felicidad
y lo condujo a palacio donde se encontraba la reina.
Entonces el príncipe les dijo:
—Quiero enseñaros los regalos que he traído para vosotros;
y ordenó que entraran los esclavos negros, naturales de las islas.
Eran tres hombres enormes. Avanzó el primero, conduciendo
un cofre y el ¡oven extrajo de él joyas bellísimas que brillaban despidiendo
rayos dorados, rojos, amarillos y verdes.
En seguida llamó al segundo esclavo. Este era más alto que
el anterior y sus brazos y piernas, tan gruesos como troncos de
árboles. Mandó el príncipe que sacara lo que llevaba en el cofre.
Entonces el criado abrió la gran caja y extrayendo de ella la piel de
un animal, la extendió en el suelo.
—Esta es, padres míos, dijo el joven; la piel de un animal
extraño que el monarca de las Verdes Islas tenía ante su silla.
En seguida se acercó el tercer esclavo; era tan alto como un
edificio y sus piernas y brazos, tan grandes y fuertes como las torres
de las fortalezas. Abrió el gigante el cofre enorme que traía sobre
los hombros y de su interior sacó un sillón de oro: el trono del
rey de las islas.
Entonces el inca exclamó-.
—Querido Túpac-Yupanqui, yo te escojo entre todos mis hijos
para que me sucedas en el trono cuando yo muera.
Luego ordenó que se celebraran fiestas durante ocho días y
que se sirviera un banquete para todo el pueblo, en la plaza principal,
con d fin de festejar así, el triunfo del valeroso príncipe.

No hay comentarios:

Publicar un comentario