HABIA una vez, hace muchísimos años, una ciudad muy her-
• I mosa llamada Pariallá. Sus caminos se hallaban siempre
llenos de flores y sus casas de piedra primorosamente labrada, estaban
adornadas con alfombras y tapices de tan brillantes colores
que jamás se han vuelto a ver otros tan bellos.
Habitaba esta ciudad gente muy trabajadora, hombres y
mujeres tejían preciosas telas con hilos de oro y plata.
Un buen día llegó a Pariallá, un anciano. Caminaba apoyado
en un bastón, su espalda se encorvaba tanto, que e! hombre se
hallaba casi doblado en dos, sus viejos vestidos estaban ya hechos
jirones.
Los niños que jugaban en la plaza, al ver aparecer a aquel
desconocido, empezaron a burlarse del infeliz. Unos iban tras él, imitando
su manera de andar, otros le tiraban de sus viejos vestidos y
algunos, hasta le insultaban. Mas el anciano seguía caminando muy
tranquilo, sin hacer caso de aquellos malvados chicuelos.
Anduvo largo rato, seguido de los niños, atravesó la ciudad
y cuando ya se hallaba cerca de la salida del pueblo, introdujo la
mano en una gran alforja y sacando de ella un lindo tambor dióselo
a los muchachos, sin decirles una sola palabra.
Los chiquillos lo recibieron encantados y dirigiéndose al cerro
donde jugaban siempre, comenzaron a tocar el instrumento con manos
y pies.
¡Brun bun buun!; resonaba el tambor y el ruido repercutía entre
los cerros y llegaba hasta las casas donde se hallaban las personas
grandes.
¡Bruun buun buun!; a cada momento retumbaba más fuerte
y los muchachos encantados palmoteaban y decían:
—¡Qué viejo tan zonzo; habernos hecho este regalo, después
de que nosotros lo hemos insultado!
¡Burrumbun, buuun, buuun!, sonó de pronto, con tal estruendo,
que todos los que tejían dejaron el trabajo, asustados y dijeron:
—¿Qué será eso?
No habían acabado de hablar, cuando el muchacho mayor
de la partida dio un puntapié al instrumento e hizo un hueco en uno
de las redondelas de cuero. En el mismo instante, se oyó un ruido espantoso
como si hubieran sonado cien truenos y comenzó a salir del
tambor agua y más agua. El líquido brotaba en cantidad tan grande
que parecía una inmensa catarata. Pronto anegó las calles, entró
en el interior de las casas, inundó todo el campo y fue subiendo,
con tal rapidez, que en un dos por tres cubrió el pueblo, las chacras
vecinas y el cerro donde se hallaban aquellos malvados palomillas.
Aquel anciano había sido un poderoso mago y su tambor
estaba embrujado. El viejecillo quiso entrar en Pariallá disfrazado
de mendigo para probar si la gente que allí vivía tenía buen corazón.
Los viajeros que pasan hoy por ese lugar, contemplan maravillados
una laguna azul como el cielo y transparente como el cristal,
rodeada de verde hierba y de hermosas flores. En el fondo del lago
se encuentra la ciudad de Pariallá, completamente cubierta por las
aguas.
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