La bíblica Salomé tiene una
aparición fugaz y fulgurante en dos Evangelios. Nada sabemos
de ella sino que era hija de Herodías y que pidió, a instancias
de su madre, un precio extraño por su danza ante Herodes: la
cabeza de Juan el Bautista. Sin embargo, ese breve episodio ha
tenido una enorme repercusión literaria y Salomé ha pasado a
la literatura como el símbolo de una mujer fatal.
El episodio de la decapitación de Juan el Bautista lo relatan,
en paralelo, los evangelistas Marcos (vi, 14-29) y Mateo
(XIV, 1-12). Cuenta, pues, Marcos:
Y en el día de su cumpleaños, Herodes dio un banquete a sus magnates,
a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la
misma Herodías, danzó y gustó mucho a los comensales. El rey entonces
dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le
juró: «Te daré lo que quieras, hasta la mitad de mi reino». Salió la muchacha
y le preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?». Y ella le dijo:
«La cabeza de Juan el Bautista». Entrando luego apresuradamente
donde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en
una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista». El rey se llenó de tristeza,
pero no quiso desairarla, a causa del juramento y de los comensales.
Y al instante despachó a uno de sus guardias con la orden de traerle
la cabeza de Juan. Y éste se fue y lo decapitó en el calabozo y trajo su
cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la
dio a su madre.
Ésa es la escena escueta del triunfo de Salomé. Antes el mismo
texto cuenta que el tetrarca Herodes había mandado apresar
a Juan, porque le reprochaba en público el haberse casado
con Herodías, que había sido antes la mujer de su hermano.
Después de la decapitación, dice el evangelista, «al enterarse
sus discípulos (de Juan), vinieron a recoger el cadáver y le dieron
sepultura».
Tanto en uno como en otro evangelista, el relato acerca de
la muerte de Juan el Bautista se introduce por una frase de Herodes,
quien al enterarse de la creciente fama de Jesús como
profeta, exclama: «Aquel Juan, al que yo hice decapitar, ha resucitado
». La muerte del precursor de Jesús es una escena de
cuatro figuras: el despótico Herodes, la rencorosa Herodías, la
bailarina (que sólo es llamada «la hija de Herodías») y el profeta
degollado en el calabozo. Por medio anda, personaje mudo,
el soldado con la bandeja que porta la barbuda cabeza del bautista.
(Un detalle que nos recuerda otras bandejas con una carga
mítica semejante, como el Grial o la de algún relato celta.) El
breve drama está bien contado. Herodes se resigna a cumplir
su juramento, aunque le angustia, Herodías es implacable, Salomé
dócil y el parlero Juan no puede comentar nada. El relato
concluye con el gesto de la muchacha que le pasa la sangrienta
cabeza a su madre.
Notamos la rara inocencia de esta Salomé. Sólo más tarde
se la confundirá con la adúltera Herodías, o se le atribuirá una
pasión amorosa por Juan. Eso no aparece en los textos antiguos.
El primer escritor que da nombre a Salomé, hija de Herodías
y de Herodes Filipo, es el historiador judío Flavio Josefo,
que narra la muerte del Bautista de otro modo. Según él,
Juan fue asesinado por Herodes por motivos políticos y no alude
a esa decapitación tan espectacular.
Se ha pensado que en la creación de la escena que comentamos
ha podido influir una anécdota antigua. Dos siglos antes,
un gobernador de las Gallas, Lucio Flaminino, hizo decapitar
en medio de un banquete a un prisionero para complacer a un
amante suyo, que no había presenciado nunca una decapitación.
Cicerón, Tito Livio, Séneca el Viejo y Plutarco cuentan la
anécdota, que le valió a Flaminino la censura de Catón en el Senado
romano. (Algunas versiones ponen a una amante en lugar
de un efebo, lo que acerca el modelo a nuestra escena, y el parecido
se acentúa cuando una nos dice que la cortesana y el
procónsul bailaron luego una danza desvergonzada frente a la
cabeza del prisionero muerto.) A los cristianos antiguos les impresionaba
esta muerte violenta de Juan el Precursor, testimonio
de la ferocidad del despótico Herodes.
Los Padres de la Iglesia, con imaginación calenturienta,
añadieron que la danza fue muy indecente y excitó la lujuria
del tetrarca. Los textos primitivos dicen sólo que le gustó el
baile. Los comentaristas imaginaron los lúbricos y sensuales
contoneos de la núbil danzarina excitando al monarca de mirada
concupiscente. Ahí apuntaba provocativa la danza de los
siete velos.
Otros lectores fijaron su atención en el destino de la cabeza
de Juan. En la época de la búsqueda de reliquias, he ahí una
atractiva cuestión. ¿Adonde fue a parar el santo cráneo, con
bandeja o sin ella? ¿La tiraría Herodías enseguida, o se la guardó
como trofeo memorable? En pos de su rastro surgió una leyenda
y a los interesados en saber cómo la testa de Juan llegó a
Constantinopla, en tiempos del emperador Honorio, les remito
al texto de La leyenda dorada donde encontrarán cumplida
información.
Volvamos a la mítica Salomé, que imaginamos en esa escena
de sabor oriental surgiendo —como su nombre de inicial sugestiva—
sinuosa, seductora y sensual, suscitando silbidos y susurros
en el suntuoso y siniestro sarao de Herodes, para convertirse
en la protagonista de esa estampa que la tradición
recogerá en múltiples pinturas y relieves. Como en un relieve
románico de la catedral de Chartres (donde la verá siglos después
Flaubert) o en el mosaico brillante de San Marcos de Venecia,
donde aparece revestida de lujosas pieles y portando la
cabeza de Juan en un plato sobre su cabeza, como una alegre y
juncal pescadera que llevara un salmón. La Salomé de estas estampas
medievales preludia la fascinante figura de fem m e fatale
que atraerá a los escritores simbolistas del siglo pasado.
Hay, en los escritores románticos y simbolistas, una fascinación
por el tema de la dama apasionada que reclama la cabeza
de su amante, en venganza o como premio de un baile. Pero se
tiende a eliminar o a Herodías o a Salomé, pensando en una
mujer apasionada hasta el extremo. En los textos de Heine,
Flaubert, Mallarmé y otros, está sola Herodías. En los de Laforgue
y Oscar Wilde sola Salomé. Salomé o Herodías, la danzarina
con la cabeza del amado es una imagen obsesiva de la fem m e
fatale en la poesía europea del XIX (como analizó muy bien Mario
Praz en La carne, la muerte y e l diablo). Heine la vio como
una digna pareja del Judío Errante, en un poema de su Atta
Troll (1841), medio siglo antes de la Salomé de O. Wilde.
Sostiene siempre en las manos
la bandeja con la cabeza
de Juan, y de mirarla
y de besarla nunca cesa.
Pues la amó. La Biblia
nada dice acerca de esto.
Pero entre el pueblo circula
siempre fresca la noticia.
Si no, no se explicaría
tal deseo de la dama.
¿Puede ansiar una mujer
la cabeza de quien no ama?
Hubo muchísimas poesías sobre el tema de Salomé. (Un estudio
de 1912 contaba nada menos que 2.789, y el libro de Mireille
Dottin —S comme Salomé. Salomé dans le texte et l’image
de 1870 à 1914, Toulouse, 1985—, analiza 338 obras. En España
R. Cansinos Assens publicó en 1920 su libro Salomé en la literatura
donde analiza los relatos más destacados de su tiempo.) No
podemos pasar revista a los más notables, si bien merece destacarse
sobre todos la Salomé de Oscar Wilde. Pero podemos acabar
con un raro y breve poema de Rubén Darío (en Cantos de
vida y esperanza, de 1905) que se hace eco de la boga modernista
del tema, y lo trata con cierta ironía y atención a su encanto:
En el país de las alegorías
Salomé siempre danza,
ante el tiarado Herodes, eternamente.
Y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve.
Pues la rosa sexual al entreabrirse
conmueve todo lo que existe,
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.
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