martes, 2 de abril de 2019

La retribución del mundo

Hermann Hesse

Había una vez un caballero que luchaba con todas sus fuerzas y de sol a sol por
la retribución del mundo: honor, esplendor y servicio a las mujeres eran las obras por
las que se preocupaba durante toda su vida, y todo lo alto y magnífico que hacía se le
devolvía en forma de fama y alabanza; pues todas las lenguas lo elevaron muy por
encima de sus congéneres y lo ensalzaban como el mejor hombre de todos los países
alemanes. Él pensaba y conocía bien el mundo, y había aprendido muy temprano
cómo elevarse a los ojos de los hombres y conquistar honores y dignidades. Nada le
faltaba para conseguir las alabanzas, parecía perfecto en sus palabras y acciones,
vivía generosamente, llevaba ropas escogidas, cazaba con perros y con halcones,
jugaba al ajedrez y tenía los más preciados instrumentos de cuerda, participaba
asiduamente en los torneos y lizas y amaba tanto a las mujeres que todas se le volvían
devotas y elogiaban su cuerpo y su fidelidad. Su nombre era: Wirnt von Grafenberg.
Un buen día estaba sentado en su aposento y leyendo gozoso un libro en el que se
describían toda suerte de aventuras amorosas. Con esto se distrajo todo el día hasta el
atardecer, cautivado por el dulce lenguaje del libro. De pronto entró una mujer, más
bella que cualquiera que hubiera visto antes, perfecta, con hermosos pechos y más
preciosa que Venus y que Pallas y que todas las diosas que antaño estaban dedicadas
al amor. Su rostro estaba iluminado como un espejo, su belleza irradiaba un reflejo
tan claro y variopinto, que todo el palacio resplandecía con su cuerpo, y sus túnicas y
su corona eran tan ricas, que no había oro en el mundo para equiparársele. Asustado
con su impresionante aspecto, el señor Wirnt empalideció. Temblando y pálido saludó
a la hermosa y le dijo con dulce voz:
—Bien venida a Dios, señora, jamás he visto a nadie como vos.
—Querido, ¿por qué te asustas de mí? —replicó la resplandeciente—. Soy la
misma mujer por la que has jugado desde siempre con tu alma y tu vida. De mí te
surgía el sentido, de mí has hablado y cantado cuando se te ocurría algo dulce. Eres
como un ramo de mayo, que floreces con todos los bellos colores de la Tierra, tuya es
la corona del honor desde tu niñez. Siempre me has servido, y tu ánimo era fiel y no
se apartaba de mí. Por eso vengo aquí para que puedas observarme por completo y te
des cuenta de cuán hermosa soy y cuán perfecta más allá de todo deseo; pues todo
esto lo obtendrás como retribución y será tuyo, lo que tus ojos vean en mí.
Este discurso le resultó muy extraño al señor: pues la mujer dijo que él le había
servido, pero jamás la había visto antes.
—Alta señora —le dijo—, si me queréis como siervo, os serviré hasta mi muerte.
Pero realmente no sé nada de que haya sido vuestro criado, pues mis ojos jamás os
han visto. ¿Quién sois, hermosa? ¿De dónde venís y cómo os llamáis? Decídmelo,
para que sepa si en mis días he sentido alguna vez vuestras palabras.
—Así se hará —repuso la mujer maravillosa—. Te diré mi muy alabado nombre.
No necesitas avergonzarte de que seas mi súbdito. Pues a mí me sirve todo el que
vive en la Tierra, emperadores y reyes están bajo mi corona, condes, duques y
marqueses se han arrodillado delante de mí y obedecen mis mandamientos. No temo
a nadie salvo a Dios, pues él es el único que tiene poder sobre mí. Me llamo señora
Mundo, a la que tanto has perseguido. Sé pues retribuida por mí, como te he de
mostrar. ¡Mira!
Le volvió la espalda: allí vio que estaba lleno de horribles víboras, sapos y
serpientes. Pestes y horribles tumores cubrían la piel, moscas y hormigas se alojaban
en ella, y las larvas habían carcomido la carne hasta los huesos. Un olor terrorífico
salía del repugnante cuerpo, y el rico vestido de seda parecía triste y gris cual ceniza.
Con estas palabras desapareció. Pero poco después Wirnt von Grafenberg ciñó la
cruz y viajó a Tierra Santa, para conquistarse la salvación eterna como luchador de
Cristo.

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