martes, 2 de abril de 2019

LA MAGIA, LA GUERRA Y EL DERECHO Ódinn, Týr

El inventario desnudo de lo que la tradición literaria informa acerca del dios Ódinn seria una faena larga. Debemos limitarnos a establecer divisiones suficientes para que no se escape nada esencial y, en cada una, a recordar los datos más característicos. Es importante notar que no hay diferencia sensible, en todo caso no hay contradicción, entre las imágenes de Ódinn que se forman leyendo los diversos poemas éddicos y los libros de Snorri, y que el Ódinn de Saxo y de las sagas tanto históricas como novelescas se explica sin esfuerzo a partir de aquél.

  Ódinn es el jefe de los dioses: su primer rey, como se ha visto, en las narraciones historizantes que lo hacen vivir y morir en el mundo; su único rey hasta el fin de los tiempos en la mitología y, por consiguiente, el dios particular de los reyes humanos y el protector de su poder, aun si se jactan de descender de algún otro; el dios, también, que a veces exige su sangre en sacrificio, pues es a él a quien casi exclusivamente se ve que le “ofrezcan” los reyes cuya virtud no basta para que prosperen las cosechas. En su calidad de jefe de los dioses, es él quien resiente más profundamente el gran drama de la historia divina, la muerte de su hijo Baldr, que previo, no pudo impedir, lamentó como padre y amo del mundo, y dio ocasión, de su parte, a una confidencia al oído del muerto cuyo misterio han respetado los textos. En fin, es padre de todos los dioses, en tanto que su propia ascendencia lo vincula a los gigantes primordiales.

  Es el vidente. Semejante don le fue garantizado, y se expresa simbólicamente, por una mutilación, voluntaria al parecer: es tuerto, por haber dado uno de sus ojos en la fuente melosa de toda ciencia. —Yo sé —dice la bruja de la Völuspá[21]—.

 
    … ¡bien sé, Ódinn, dónde está hundido tu ojo!

    Sé que el ojo de Ódinn está escondido

    en la célebre fuente de Mímir.

    Mímir bebe el hidromel, cada mañana,

    sobre la prenda de Ódinn…
 

  A rasgos más generales, es el alto mago. Se sometió a una dura iniciación, a una “casi muerte”, que ha sido plausiblemente interpretada[22] a la luz de las prácticas chamánicas de Siberia:

  —Yo sé —dice el propio Ódinn en los Hávamál[23]—.

 
    Yo sé que colgué del árbol batido por los vientos

    nueve noches enteras,

    herido de venablo y sacrificado a Ódinn,

    ¡yo mismo a mí mismo!

    No me dieron pan ni hidromel,

    aceché debajo de mí.

    Hice subir las rimas, lo hice llamándolas,

    y entonces caí del árbol.

    Tomé nueve cantos poderosos…
 

  Las runas, magia de las letras y de los más poderosos secretos, son en efecto cosa de Ódinn. Merced a ellas sabe más que nadie en el mundo —salvo cierto gigante, a quien una edad aún mayor ha cargado de experiencia y con el cual, según un poema éddico, va un día a confrontar su ciencia (Vafprúdnismál). Pero, aparte de las runas, Ódinn dispone de todas las formas de la magia. Vale la pena recordar aquí, en la narración historizante de la Ynglingasaga[24], la idea que se hacían de sus talentos a fines del paganismo:

 
    6. Cuando el Ódinn de los Ases vino con los Díar a las comarcas del norte, es cosa cierta que fueron ellos quienes trajeron y enseñaron las artes que los hombres ejercieron en adelante. Ódinn era el más descollante de todos y fue de él de quien aprendieron todas las artes y oficios, pues era el primero en conocerlos y más que todos los demás. Hay que decir asimismo que, si tan altamente venerado era, la razón fue la siguiente: era tan bello, tan noble de faz, cuando se sentaba entre sus amigos, que el corazón le reía a cada quién en el cuerpo. Pero si andaba en expedición guerrera, aparecía entonces terrible a sus enemigos. Es que tenía el arte de mudar de apariencia y de forma a voluntad. Por lo demás, hablaba tan bien y bellamente que todos los que lo escuchaban pensaban que sólo su palabra era verdadera. Lo expresaba todo en verso, como sigue haciéndose aún hoy en el arte que llaman poesía…

    Ódinn tenía el poder de cegar y ensordecer a sus enemigos en la batalla, o como de paralizarlos de espanto, y sus armas no cortaban entonces más que si fueran bastones. En cambio, los hombres de él iban sin coraza, salvajes como lobos o perros. Mordían sus escudos y eran fuertes como osos o toros. Mataban a los hombres y ni el fuego ni el acero podían hacerles nada. Era lo que se llamaba Berserksgangr.

    7. Cuando Ódinn quería cambiar de apariencia, dejaba su cuerpo en tierra, como dormido o muerto, y él mismo se tornaba pájaro o animal salvaje, pez o serpiente. Para sus asuntos, o los ajenos, podía llegar en un abrir y cerrar de ojos a comarcas lejanas, Por añadidura, sin más que su palabra, podía extinguir el fuego y aplacar el mar y hacer que los vientos soplasen efe donde él quisiera. Tenía un barco llamado Skídbladnir en el cual surcaba el vasto mar, y que podía plegar como mi pañuelo.

    Siempre tenía a su vera la cabeza de Mímir, que le comunicaba muchas nuevas de los otros mundos. A veces evocaba los muertos del seno de la tierra o se sentaba debajo de los colgados. De ahí que lo llamasen jefe de los Espíritus y jefe de los Colgados. Tenía dos cuervos a los que había enseñado a hablar. Volaban lejos sobre las tierras y le traían muchas informaciones.

    Gracias a todo esto, se volvió extraordinariamente sabio. Todas estas artes las enseñó por las runas o por los cantos que hoy son llamados galdrar, “cantos mágicos”. Por eso eran los Ases llamados “forjadores de galdrar”.

    Ódinn conocía y practicaba el mismo el método que más potentes efectos tiene y que se llama seidr. Era gracias a él como podía saber el destino de los hombres y los acontecimientos aún no consumados, y también causar a los hombres muerte o desgracia o enfermedad, a más de quitar a los hombres inteligencia o fuerza para dársela a otros. Mas esta magia, cuando se la ejerce, va acompañada de tan grande afeminamiento que los hombres (uiri, Männer) no juzgaban que pudieran entregarse a ella sin vergüenza, y así era a las sacerdotisas a quienes era enseñada.

    Ódinn sabía dónde estaban sepultados todos los tesoros. Conocía los cantos para que se abriera ante él la tierra, las montañas, las rocas, los túmulos funerarios, y, con puras fórmulas, sabía expeler todo lo que habita dentro; entraba entonces y tomaba lo que quería.
 

  Esta ciencia misteriosa de Ódinn, ya se ve, es inseparable de la no menos misteriosa inspiración poética: en el anterior capítulo se leyó cómo fue producido el hidromel de sapiencia y poesía que, finalmente, gracias a las astucias que le permite su poder de metamorfosis, cae en su poder exclusivo. De hecho, el genio poético depende de él: es él, por ejemplo, en una sombría historia, quien lo confiere al héroe Starkadr[25], al mismo tiempo que la energía del alma: Starcatherum… non solum animi fortitudine, sed etiam condendorum carminum peritia illustravit.

  Una parte de los talentos que enumera Snorri se aplican especialmente a la guerra: parálisis del combatiente enemigo, “furor” que decuplica los recursos normales del combatiente amigo. Las sagas lo muestran con frecuencia, por lo demás, como arbitro de los combates, arrancando con un gesto la victoria a quien cree tenerla, condenando a muerte al guerrero cuya arma toca con la suya; lo exhiben también lanzando sobre el ejército que será vencido un venablo que decide su destino. Sagas más tardías le atribuirán artefactos sorprendentes, una especie de artillería de cuerdas, de proyectiles multiplicados, con la cual se instala discretamente detrás de los batallones que favorece. “Sus hombres” se reparten entre dos representaciones: por una parte, las bandas de guerreros berserkir, que pasan por participantes de sus dones de metamorfosis, de su magia, y que, degenerados, ya no serán en las sagas más que tropas de bandoleros sin moral y sin vergüenza, terror de campesinos y campesinas, terror también de los pobres lapones, que sin duda los fijaron en uno de los tipos más temidos de genios de su folklore, los stalo (“hombres de acero”); por otra parte, nobles, caballerescos, seductores, los héroes llamados “odínicos”, de quienes el Sigurdr del ciclo escandinavo de los Nibelungen es el más preclaro ejemplo.

  A estos héroes no los abandona a la hora de la muerte. Por principio de cuentas, a menudo es él quien, en el campo de batalla, elige a los que van a caer —y figurar en semejante cosecha es lo contrario de una desdicha. Sus emisarios femeninos, las Valquirias (valkyrjor, las que eligen, kjósa, los muertos del combate, el val), los recogen en seguida y los trasladan a una morada que no es subterránea, donde llevan adelante por la eternidad la única vida que vale a sus ojos, la vida de los combates. Los Grimnismál[26] describen la residencia del dios y de sus favoritos, que son en adelante einherjar, los “combatientes únicos, por excelencia”. Se llega a esta Valhöll después de atravesar un río ancho y sonoroso y pasar la “reja del Val”, la vieja reja cuya cerradura pocos hombres saben manejar:

 
    Quinientas puertas y cuatro decenas

    hay en la Valholl, según creo;

    ochocientos saldrán por cada puerta

    cuando partan a luchar contra el Lobo.
 

  En espera de esta batalla desesperada del fin del mundo, los héroes libran constantemente, entre ellos, duelos sin consecuencia, en vista de que las heridas no los matan y que sólo los interrumpen para suculentos festines. Sin duda estas representaciones del más allá, y así también la de Ódinn cabalgando su montura de ocho patas, el demoniaco Sleipnir, son origen de creencias modernas, atestiguadas sobre todo en Dinamarca y el sur de Suecia, según las cuales “Oden” conduce la Caza fantástica. En los tiempos a que se refiere Snorri, la esperanza de la Valhöll fue motivo de una costumbre ritual que la asegura a poco precio, puesto que puede, en el último momento, hacer del más casero de los hombres el igual de los héroes: para “ir a Ódinn” en el más allá, basta con dejarse marcar, antes de la muerte, con el signo de Ódinn, es decir un corte hecho a punta de lanza. Lo mismo de eficaz, y más meritoria, es otra vía: a imagen del amo, basta con colgarse. Así hizo, entre otros, el héroe Hadingus.

  El carácter de Ódinn es complejo y poco tranquilizador. Disimulado el rostro debajo de la capucha, en su manto azul oscuro, circula por el mundo, amo y espía a la vez. Hay veces que traiciona a sus fieles, a sus protegidos, y en ocasiones parece gozar, como al principio de la saga de los Völsungar, sembrando los gérmenes de discordias fatales. Es por excelencia, en las sagas —trátese de Ynglingar desafortunados o, más gratuitamente, del rey Víkarr—, el dios que recibe, que exige sacrificios de hombres inocentes —y el detalle es antiguo, puesto que Tácito señala que los gerjuanos reservan las víctimas humanas a Mercurius— *Woþanaz y aplacan a sus otros dos grandes dioses, Hercules y Mars, con víctimas animales. Además, los pocos poemas dialogados de la Edda donde ctuiden los sarcasmos, los Hárbardsljód que lo oponen a Þórr y la Lokasenna donde sufre, como todos los dioses, las biliosas alusiones de Loki, dejan entrever otros rasgos poco gloriosos o ambiguos del dios, notablemente en el orden de la lascivia.

  Hay que descender hasta el moderno folklore para hallar el fantasma de Ódinn ligado con certidumbre a prácticas o creencias concernientes a la vida rural o agrícola, por ejemplo en las costumbres y los nombres del “último haz”. De lo antiguo no hay sino irnos cuantos sobrenombres del dios, de interpretación incierta, algunos topónimos en que su nombre figura compuesto con el del “campo”, los reyes sacrificados —pero se trata de reyes— en caso de mala cosecha y, por último, la mención única de un sacrificio til gródrar, “para el crecimiento”, para obtener buenas cosechas. En la Heimskringla[27], Snorri afirma formalmente que, durante las libaciones solemnes, los paganos ofrecían a los distintos dioses brindis de intenciones diferentes: bebían la copa de Ódinn “para que concediese al rey victoria y poderío”, luego la copa de Njördr y la de Freyr para obtener “buena cosecha y paz”: la distinción de las funciones era nítida, pues, y sin duda no se enturbió hasta la descomposición del paganismo.

  Hasta el último cuarto del siglo último, ni el conjunto ni ningún elemento del expediente de Ódinn había sido motivo de crítica seria: los manuales se limitaban a tomar nota de su posición eminente y de sus múltiples actividades. En 1876 un pequeño trabajo de 139 páginas, la tesis de doctorado del joven danés Karl Nikolaj Henry Petersen (1849-1896), Om Nordboernes Gudedyrkelse og Gudeiro i Hedenold, en antikvarisk undersögelse, abrió una crisis que desde entonces no ha hecho más que agravarse, Petersen era arqueólogo; si consagró prudentemente el resto de su carrera a escarbar en ruinas de castillos e iglesias y a estudiar sellos medievales, no por eso dejó de tener, en el primer momento, una intuición revolucionaria que supo apoyar en argumentos abundantes y llamativos: Ódinn era —pensaba— un advenedizo en las religiones del norte. Con un punto de vista diferente que más tarde Bernhard Salin, estimaba de paso[28] que “las leyendas sobre la migración de Ódinn pueden contener un meollo de verdad”. Esta tesis causó profunda impresión en el mundo de los sabios, «scholars being —dice agudamente Jan de Vries— particidarly inclined to any hypothesis which attacked the originality of heathen deities». Desde entonces, con muchas variantes, la “reducción” de Ódinn se ha vuelto en los estudios germánicos un tema usual de ejercicio, que desembocó en 1946 en el libro de Karl Helm Wodan, Ausbreitung und Wanderung seines Kultes. Los unos, radicales, continúan sosteniendo que Ódinn no es indígena en Escandinavia, que penetró allí tardíamente, llegado del sur. Los otros admiten que puede tratarse de un dios tanto escandinavo como alemán, pero sus comienzos, en los dos dominios, habrían sido humildes, casi insignificantes, y sólo tarde ya, en algún lugar, habría disfrutado de una pasmosa promoción que rápidamente se extendería a la mayor parte del mundo germánico. Ninguno de los fundamentos de esta tesis parece estar firmemente asentado.

  Es inverosímil —se afirma o se deja entender— que los germanos, entre quienes la realeza no tenía envergadura y que vivían desmenuzados en gran número de tribus, concibieran por su cuenta un dios–rey poderoso y un dios soberano universal; esto no pudo hacerse de no ser a imagen de los amos de los grandes imperios vecinos, Roma o aun Bizancio. Si es verdad —se agrega— que esta evolución ya había comenzado en tiempos de Tácito, como lo indican, en el capítulo 9 de la Germania, el Mercurius— *Woþanaz presentado como el dios que más honras merecía y, en el capítulo 39, el regnator omnium deus de los semnones, no se trataba sin duda más que de hechos estrictamente localizados, en el Rin y entre el Elba y el Oder, o sea cerca del Imperio romano. Nada de esto es firme. Numerosos son los ejemplos de pueblos, atrasados o muy reducidos, que conciben no obstante uno o varios dioses muy poderosos y de competencia universal: es frecuente la desproporción entre la realidad política, el poder restringido del jefe local, y su trasposición mítica, el poder ilimitado del jefe cósmico; las tribus védicas, por ejemplo, que concebían el soberano universal Varuna y lo celebraban en términos que han hecho pensar en el Dios de los Salmos, no estaban menos fragmentadas que los germanos y no atribuían a sus reyes mayor poder. Por lo demás, Ódinn no tiene de ninguna manera los caracteres ni los modos de acción de un César ni de un Basileus, sino un tipo sui generis, el de un rey brujo. Asimismo, pese a la ingeniosa comparación de Magnus Olsen, la Valhöll y sus einherjar no tienen gran cosa en común —como no sea la multiplicidad de las puertas y el sangriento destino del edificio— con el Coliseo y sus gladiadores.

  Se ha hecho hincapié en que el nombre de Ódinn— *Woþanaz no es germánico común sino sólo véstico y nórdico. ¿No es extraño —se pregunta—, si este dios existía también entre los godos y ocupaba para ellos el mismo lugar eminente de que disfruta en los poemas éddicos y entre los pocos germanos occidentales donde lo señala Tácito, que ninguno de los autores que hablan de los godos lo haya mencionado? Y si los godos lo desconocían o no le concedían realce, ¿no es señal de que no pertenecía, al menos con su rango, a la estructura primera de “la” religión germánica? Tal argumento exagera la importancia de los nombres en los estudios religiosos. Ódinn, que en Escandinavia tiene innumerables apelativos secundarios, claros unos, los otros oscuros, muy bien pudo ser designado de ordinario entre los godos con otro vocablo que el derivado de la Wut; por añadidura, merced a uno de esos apelativos escandinavos, Gautr, y por la localización en los dos “Götland” de la mayoría de los topónimos que contienen su nombre, el Ódinn escandinavo se manifiesta precisamente en particular vinculación con los godos; por último, es de fijo este Gautr, o sea Ódinn, al que hay que reconocer en el Gapt que, según Jordanes, abría la genealogía mítica de los Amales, familia real de los godos, como Ódinn en Escandinavia, tanto como Woden en Inglaterra, es origen de varias dinastías.

  En contra del dios se echa mano asimismo de tres datos negativos: la escasez relativa en el suelo escandinavo —y aun, en Islandia, la ausencia completa— de topónimos formados con su nombre; la ausencia paralela, casi completa, de antropónimos “odínicos”; la falta, en fin, de un correlato seguro de Ódinn (ya que la explicación de Rota por Ódinn, propuesta en 1911 por W. von Unwerth no ha corrido con suerte) en la mitología que los lapones han tomado de los escandinavos y que sólo pone en primera fila a Þórr, Freyr y Njördr. Estos hechos de peso son exactos, pero toleran otras justificaciones plausibles que no sean el carácter tardío, ya del dios, ya del puesto que ocupa en el panteón nórdico. Si Ódinn fue cu todo tiempo el dios de los jefes, de la función del jefe, y el gran brujo escandinavo, no era nada probable que lo adoptasen los lapones, quienes, dominados y colonizados, conservaban la magia suya, diferente originalmente de la de sus emprendedores vecinos: el dios del trueno bienhechor, el dios de la fecundidad animal y vegetal, el dios del viento y la navegación —arte que tomaron de los escandinavos— tocaban en cambio sus intereses inmediatos. Incluso en Escandinavia se comprende que granjas, conglomerados, santuarios de campesinos y de marinos recibieran más a menudo el nombre de alguno de los dioses que patrocinaban la prosperidad rural, la navegación, el temporal y sus felices consecuencias, que el del gran dios jefe y brujo; atinente a la cabeza de las sociedades —es decir, en volumen, poca cosa—, este último figuraba menos densamente en la toponimia; el hecho islandés confirma este punto de vista: es natural que emigrados huidos de Europa y que en su nueva residencia fundaron una auténtica república de ricos campesinos no tuvieran oportunidad de poner el nombre del dios-rey a ninguna de sus nuevas fundaciones. Por último, la extrema rareza de los nombres de hombre que contienen el de Ódinn puede explicarse por el carácter del dios, inquietante y terrible a ciertos respectos: por una reserva parecida, los archivos de los diversos pueblos indoiranios nos han trasmitido antropónimos que contienen los nombres divinos Mitra– (Miqra–) e Indra–, pero ni uno que contenga el de Varuna.

  Al ilustre arqueólogo sueco Osear Montelius corresponde la paternidad de otro argumento, varias veces invocado, Ódinn, decíamos, es el gran dios de las runas, de la magia de las runas. Ahora bien, la escritura rúnica es algo relativamente reciente; ninguna inscripción es anterior a la era cristiana; es cosa importada, del sudeste según unos, del sur según la opinión más y más admitida. De este hecho resultaría, para el “dios de las runas”, un terminus a quo posterior a la era cristiana y a la influencia de peso de la Romanía sobre la Germania. Tampoco esta razón es apremiante. Si Ódinn desde antes, desde siempre, era el más alto mago, se comprende, por el contrario, que las runas, por recientes que se las suponga, hayan sido reconocidas como de su propiedad: nuevo y particularmente eficaz instrumento de las labores mágicas, entraban por definición, sin discusión, en el dominio del dios. Por lo demás, rúnar es una vieja palabra germánica (*runo) y céltica que designaba en un principio los secretos mágicos, que en gótico (runa) no tiene aún sino el sentido de “secreto, decisión secreta”, lo mismo que, en antiguo irlandés (rún), el de “secreto, misterio, intención secreta”, y que en runo, préstamo al finlandés, no pasa de vincularse a los cantos épicos o mágicos: Ódinn pudo ser el amo, el poseedor por excelencia de este poder temible que es el secreto, la ciencia secreta, antes de que el nombre de tal ciencia se tornase, técnicamente mas sin perder su antiguo valor más amplio, el apelativo de los signos a la vez fonéticos y mágicos que llegaban de los Alpes o de otra parte.

  Contra la antigüedad de Ódinn o de su función, los críticos no habrían dado crédito, sin duda, a estos argumentos precisos pero frágiles, si no los hubiesen apoyado, explícitamente o no, en dos razones mucho más generales.

  Una reside en la amplitud misma y en la diversidad de los dominios donde opera Ódinn, amplitud y diversidad que parecen atestiguar directamente un desenvolvimiento, un crecimiento: rey de los dioses y gran mágico, dios de los guerreros y dios de una parte de los muertos —es todo esto, por no hablar del ingrediente agrícola que ha sido extraído una que otra vez de las costumbres folklóricas de la gran fiesta de invierno. ¿No es demasiado para un solo dios, sobre todo si se tiene en cuenta que ningún otro As o Van dispone de semejante gama de acción? ¿No estaríamos pues ante el efecto de extensiones, de anexiones, que debe de ser posible explorar, remontando los tiempos y la civilización, hasta llegar, en suelo escandinavo si no es que en alguna parle de la Germania occidental, a un punto de partida más humilde, de donde habría salido progresivamente el resto, o al cual el resto se habría agregado? Se han propuesto varios modelos de semejante desenvolvimiento: para míos, el dios no habría sido en un principio más que un duende o un diosecillo brujo; para otros, un dios de los muertos; para otros más, un dios de la fecundidad.

  La otra razón, complementaria, deriva de consideraciones indoeuropeas. Aun en lo más hondo de la sima en la que se desplomaron los estudios de “mitología comparada” —por reacción contra las ilusiones generosas y los excesos inteligentes de la escuela de Max Müller—, sobrevivió una correspondencia onomástica, sólo una —tanto más respetada cuanto que su mismo aislamiento permitía declarar que constituía, en materia de personal divino, la totalidad del legado indoeuropeo, dejando libre el campo a las empresas de las “mitologías separadas”. Esta correspondencia es aquella en la que convergían el dios védico del Cielo, Dyauh (gen. Divah), el Zeus griego (gen. Divos), el Jup-piter latino (gen. Jouis), y el personaje germánico cuyo nombre se volvió en antiguo escandinavo Týr y en antiguo alto-alemán Zio. He aquí de fijo “el” dios más antiguo, en vista de que era ya indoeuropeo, y un “gran dios”, se añade, como lo prueba, si no su heredero védico, un tanto borroso, cuando menos la posición eminente de sus dos herederos mediterráneos. Ahora, si este gran dios subsiste entre los escandinavos como entre los demás germanos, no tiene —por tanto “ya” no tiene— la importancia, la primera parte indivisa que se considera justificado atribuir a su prototipo; pálido, sin muchas aventuras, subordinado a Ódinn al igual que todos los otros dioses, está visiblemente al término de un prolongado retroceso en la época de nuestros documentos. ¿Y no constituye una inapreciable indicación sobre el lugar —la frontera renana de la Galia romana— donde se inició esta sustitución el que, en el capítulo 9 de la Germania de Tácito, lo veamos, con el nombre de Mars, ocupando todavía un muy honroso segundo rango, al nivel de Hercules—*Þunraz, ocupado el primero ya por Mercurius—*Woþanaz?

  Estas dos “evidencias” ocupan el centro del problema. Pero ¿son evidencias o son prejuicios? Ea primera ya es sospechosa a causa de la multiplicidad de los puntos de partida y de las vías hipotéticas por las cuales se ha intentado precisar su imagen: esas etapas sucesivas, esas “estratificaciones”, por mucho que se presenten en el lenguaje tranquilizador de la historia, no pasan de ser puntos de vista que se contradicen rotundamente irnos a otros, probando con ello mismo que ninguno es satisfactorio. Por supuesto que se puede, en el papel, suponer que un dios de los muertos, o de la fecundidad, o un diosecillo brujo haya sido promovido a todo lo demás, y a fin de cuentas al nivel supremo, pero en la realidad ¿cómo representarse tal crecimiento y sobre todo su remate, su culminación? A fin de cuentas queda uno reducido siempre a suponer una influencia extranjera, el desencadenamiento de las imaginaciones, a orillas del Rin o en los fiordos, por el espectáculo, o el rumor, del poder imperial de Roma o de Bizancio —y esto, como dijimos antes, tampoco es probable, puesto que el rey de los Ases no tiene nada de un Trajano, un Constantino o siquiera un Nerón; su omnipotencia es de otra forma. Por el contrario, si se resigna uno a pensar que la cúspide de esta pirámide de funciones ha existido desde el principio, a su aluna, si se admite que los valores solidarios de jefe de los dioses y del mundo y de gran mago son fundamentales y originales en el dios, el resto se deduce sin artificio, todos los desarrollos y precisiones son plausibles, ya que, en verdad, la “función de soberanía” es la única que confiere virtualmente las otras y puede fácilmente actualizar estas virtualidades. Los reyes terrestres, humildes correlatos de Ódinn, ¿no tienen, como reyes, que ser sigrsæll tanto como ársæl, “afortunados en victorias” y “afortunados en cosechas”? El Júpiter romano ¿no es, en la práctica capitolina romana como en las leyendas de Rómulo —Stator, Feretrius—, donador de victoria por soberano? Y los moribundos védicos ¿no esperan reunirse no sólo con Yama, el especialista, digámoslo así, de la vida post mortem, sino también con el gran dios soberano Varuna? —Avanza —le dice al difunto una estrofa del ritual funerario[29]—,

  avanza, avanza por los antiguos caminos por donde se fueron los padres que nos precedieron. A los dos reyes que gozan en plena libertad los has de ver: ¡Yama y el dios Varuna!

  A nadie se le ha pasado por la cabeza deducir, por un proceso de evolución, toda la actividad de Júpiter de su papel en las guerras, ni del patrocinio que ejerce sobre las fiestas de la vid. A nadie se le ha ocurrido tampoco explicar el personaje de Varuna a partir de la esperanza de los agonizantes. Semejantes operaciones no son más recomendables en el caso de un homólogo en las religiones germánicas. Añadamos —luego del gran hincapié de J. de Vries[30]— que el nombre mismo de Ódinn, que no es oscuro, impone el situar en el centro de su ser una noción espiritual que funda la acción más eficaz: la palabra escandinava antigua de que deriva, ódr, y que Adán de Bremen traduce excelentemente por furor, corresponde al alemán Wut, “furor”, y al gótico wóds, “poseído”; sustantivo, designa tanto la embriaguez, la excitación, el genio poético (cf. anglosajón wõp, “canto”), como el movimiento terrible del mar, del fuego, de la tempestad; adjetivo, significa ora “violento, furioso”, ora “rápido”; fuera del germánico, las palabras indoeuropeas emparentadas aluden a la violenta inspiración poética y profética: latín wates, ant, irlandés faith. Es pues, de cierto, un dios considerable, del “primer nivel”, el que, fundamentalmente, semejante nombre estaba destinado a señalar, En cuanto a las consecuencias de cronología relativa que son deducidas de la ecuación Dyauh = Zeus = Juppiter = germánico *Tiuz (suponiendo exacta la ecuación: hay razones para derivar más bien Týr, Zio, de *deiwo–, nombre genérico de los dioses en indoeuropeo), se basan en una interpretación simplista y errónea de esta ecuación, y en general en una concepción falsa del papel y los derechos de la lingüística en tal materia. De hecho, en distintas provincias del conjunto indoeuropeo una misma función divina puede ser atribuida —y pueden ser aplicados mitos ilustrativos de tal función— a dioses de nombres diferentes, y a la inversa, dioses que aquí y allá tienen nombres emparentados o idénticos, pueden, por evoluciones particulares que no implican grandes mudanzas en la estructura de las religiones, haber sido adheridos a funciones diferentes. La grata conformidad fonética de Zeus, de Juppiter y de Dyauh, inapreciable para el lingüista, no adelanta gran cosa al mitólogo, pues al comparar sale a relucir en seguida que los dos primeros dioses y el tercero no hacen en absoluto la misma cosa: el védico, sin gran actualidad, apenas pasa de la materialidad del cielo luminoso que, tomado como apelativo, significa su nombre; Júpiter y Zeus, por el contrario, no son el cielo divinizado (lo cual es onomásticamente el abuelo de Zeus, Urano), sino el rey muy actual, muy personal, de los dioses y de los hombres y el dios fulgurante. Así que si se quiere compararlos funcionalmente con algunas figuras del panteón védico, habrá que dirigirse a los soberanos Varuna o Mitra por un lado, al fulgurante Indra por otro. En otros términos —por no hablar de Zeus, ya que la mitología griega escapa a las categorías indoeuropeas—, si nos remitimos al marco de las “tres funciones” definido en el precedente capítulo, se ve que en él ocupa Júpiter el primer nivel, el de la soberanía, en tanto que, en la India, Dyauh permanece fuera del marco, mientras el primer nivel es ocupado por Varuna y por Mitra. En las mismas condiciones es posible, pues, que el viejo nombre indoeuropeo *Dyeu–, bajo su forma germánica supuesta *Tiuz, no se aplique al dios funcionalmente homólogo de Dyauh —ni acaso, por lo demás, de Zeus y de Júpiter—, y que las funciones de estos últimos las asegure, entre los germanos, un dios que lleve otro nombre, un nombre nuevo, propiamente germánico; puede ser, a la vez, que *Tiuz —de haber *Tiuz— haya coexistido en todo tiempo con otro dios, *Woþanaz, indoeuropeo en cuanto a la función y en cuanto a su posición en la estructura tripartita, pero no en el nombre. En 1939, en la primera redacción del presente libro, fue adelantada una solución de estas seudodificultades, y el trabajo ulterior la ha confirmado. Fue adelantada, sí, pero con una diferencia que define mi rasgo característico de la evolución germánica, por la consideración de la pareja de dioses védicos que acabamos de mencionar repetidamente, Varuna y Mitra.

  En el documento mitaniano del siglo XIV antes de nuestra era y en la mitología del RgVeda tanto como en la lista de dioses funcionales que el zoroastrismo traspuso a Arcángeles, el primer nivel, el de la soberanía, no está ocupado por mi personaje único como el segundo (Indra) ni, como el tercero, por una pareja de gemelos apenas discernibles (los Nãsatya), sino por dos personajes distinguidos desde el nombre y de caracteres diferentes, complementarios; Varuna y Mitra. La doctrina está claramente expuesta en múltiples formas cu los tratados rituales védicos, pero cierto número de pasajes de los himnos la supone ya expresamente, pese a que las más de las veces el carácter y el destino de estos poemas empujen a los poetas a confundir los dos dioses en una alabanza común, atribuyendo indistintamente las virtudes de cada uno de los dos términos a la pareja que forman y hasta a veces al otro término. Para ser complementarios en sus servicios, Varuna y Mitra son antitéticos; cada especificación de uno acarrea una especificación contraria del otro, hasta el punto de que mi texto puede decir: “Lo que es de Mitra no es de Varuna”[31]. Estas oposiciones múltiples apuntan todas en igual sentido y es fácil, luego de familiarizarse con unas cuantas, prever sin falta qué término, en tal o cual fórmula, será de Varuna y cuál de Mitra. Mitra es “este mundo”, y Varuna “el otro mundo” (un himno védico pone ya al primero del lado de la tierra, al segundo del lado del ciclo, y otros asimilan a Mitra las formas visibles y usuales del luego o del soma, sus formas invisibles y míticas a Varuna); Mitra es el día y Varuna la noche (a lo cual sin duda alude ya un himno); a Mitra pertenece lo que se rompe solo, lo cocido al vapor, lo bien sacrificado, la leche, etc., y a Varuna lo cortado con hacha, lo “apresado” por el fuego, lo mal sacrificado, el soma embriagante, etc. Más allá de estas menudas expresiones producidas al azar de las circunstancias, las naturalezas profundas de los dioses, tales como las definen (en el caso de Mitra) su nombre mismo o (para Varuna) sus atributos distintivos y mitos célebres, se sitúan con claridad la una con respecto a la otra; la palabra Mitra, formada mediante el sufijo de los nombres de instrumento sobre una raíz que significa “intercambiar regularmente, pacíficamente, amistosamente” (la del latín munus, communis, así como la del antiguo eslavo mena, “intercambio”, y miru, “paz, orden”), no tiene otro sentido que el de “contrato”; se trata —decía A. Meillet en un artículo que hizo época (1907)— no de un fenómeno natural sino de un fenómeno social divinizado; más precisamente, divinizado, un tipo de acto jurídico con los electos que acarrea, el estado de ánimo y de hecho que establece entre los hombres. El nombre de Varuna carece de etimología segura, pero su carácter queda bastante definido por los medios ordinarios de su acción; por una parte, es por excelencia el amo de la mãyã, o sea de la magia ilusionista, creadora de formas[32]; por otra parte, material y simbólicamente, desde el RgVeda y hasta en la epopeya, tiene por arma los nudos, los lazos con los que apresa al pecador —así sea su hijo Bhrgu— instantáneamente y sin resistencia posible; hay en él —ya se confronte o se separe su nombre del de Vrtra— afinidades demoniacas. A riesgo de endurecerlas y empobrecerlas, he propuesto reunir estas enseñanzas en las fórmulas: Mitra, “dios soberano jurista”, Varuna, “dios soberano mago”.

  La teología romana parece haber conocido una repartición tal de las faenas soberanas, con un Dius Fidius portador de la fides en su nombre, en un principio distinto de Juppiter pero después absorbido por la imperiosa persona del dios capitolino. Es sin embargo la epopeya, la historia legendaria de los orígenes de la Ciudad, la que, en las figuras de los dos fundadores, el semidiós Rómulo, acompañado de su cortejo de “ligadores”, beneficiario de los auspicios y de las intervenciones espectaculares de Júpiter, y después el humanísimo Numa, institutor de las leyes y devoto particular de la diosa Fides, expresa mejor la oposición y complementariedad de los dos modos igualmente necesarios de la soberanía. Este paralelismo de la teología indoirania y de la epopeya romana, que se deja ahondar con gran detalle, garantiza que la “bipartición de la soberanía” formaba parte del capital de ideas de que vivían los indoeuropeos.

  Hay razones para pensar que es la misma estructura de dos términos la que, torcida en un sentido muy interesante, reside en el origen de la dualidad de Ódinn y Týr: desde el punto de vista germánico, ni el uno ni el otro es “el más antiguo”: ambos prolongan divinidades indoeuropeas.

  La correspondencia de Ódinn y de Varuna es impresionante. Los dos son fundamentalmente magos y, sí la magia nórdica exhibe caracteres propios cuya equivalencia sería vano buscar en la India, el don de metamorfosis tan característico del primero coincide con la maya que aplica con profusión el segundo. El apresamiento inmediato e irresistible por Varuna, expresado por sus vínculos y sus nudos, es asimismo el modo de acción de Ódinn que, en el campo de batalla, no solamente tiene el don de cegar, ensordecer, embotar a sus adversarios, sino de literalmente atarlos con un vínculo invisible. Semejante procedimiento es el que Brynhildr evoca en el sueño-maldición que narra a Gunnarr después de haber sido muerto Sigurdr[33]: —Me parecía —cuenta—

  que tú, príncipe, cabalgabas, despojado de gozo, atado con ligadura, en el ejército enemigo.

  Esta atadura es el her-fjöturr, “el vínculo de ejercito”, el encantamiento que paraliza al combatiente. Pues bien, los poetas han personificado esta noción en el nombre de una de las valquirias, es decir tma de las diosas secundarias que asisten directamente a Ódinn: Herfjötur[34].

  A los aspectos ambiguos, inquietantes, casi demoniacos de Varuna responden rasgos de Ódinn, y ya hemos traído a cuento antes algunos: sus antepasados gigantes, su amistad particular ton el demoniaco Loki, con quien concluyó fraternidad. Y Varuna, en leyendas célebres, no es menos ávido de sacrificios humanos que Ódinn y que el Mercurius— *Wöþanaz de Tácito.

  Así como el mâyin Varuna es rey, rajan, y aun samraj, el mago Ódinn es el rey de los dioses y el protector de la realeza. Así como Varuna, dice el SatapathaBrãhmana, es el ksatra, poder temporal y principio de la clase guerrera (en tanto que Mitra es el brahman), o, en el lenguaje de los himnos, tiene afinidad hacia los pocos, los nobles, el ari (mientras que Mitra está más cerca del jana, de la masa[35], del mismo modo un texto celebre de los Hárbardsljód[36] hace decir al dios mismo;

  Ódinn posee los jarlar (nobles) que caen en el combate, y Þórr tiene la raza de los prælar (sirvientes).

  Por último, si los héroes caídos en el combate pertenecen a Ódinn y continúan en la Valhöll una vida de festines inagotables y de duelos que no son ya más que juegos, y si este feliz destino es extendido con facilidad a quienquiera que, antes de morir, haga que lo marquen con el signo de Ódinn, hemos visto cómo el ritual funerario hindú promete a su vez a los muertos arya —a todos los muertos arya, a lo que parece—, al término de su viaje, la morada donde verán a los dos reyes, Varuna y Yama, “gustando del placer a sus anchas”.

  Entre los vastos dominios del uno y del otro hay, ni que decir tiene, numerosas diferencias, poca cosa la mayoría de ellas y que se explican sin esfuerzo considerando los decorados, los medios y las condiciones de vida de donde fueron practicadas las dos religiones: Varuna no es el poeta, el patrono de los poetas que es el uates Ódinn; carece de auxiliares animales que recuerden los lobos y los cuervos que rodean a Ódinn, y del gusto del dios nórdico por los colgados (fundado sin duda en prácticas chamánicas). Estas diferencias son del orden esperado de magnitud. Pero hay una mucho más considerable, reveladora de una de las originalidades de las antiguas civilizaciones germánicas.

  Si se da el caso de que Varuna sea invocado en la guerra y para obtener victoria, no es éste uno de sus oficios ordinarios sino una prolongación natural de su posición soberana. El dios combatiente es Indra, y varios textos rigvédicos distribuyen con exactitud las tareas. Un grupo de himnos del libro VII que les son dirigidos conjuntamente (82-85) contiene excelentes definiciones diferenciales:

 
    Uno de vosotros [Indra] mata a los “vrtra” en los combates,

    el otro [Varuna] vela constantemente sobre las leyes. (83. 9)

    El uno [Varuna] mantiene en orden los pueblos asustados,

    el otro [Indra] bate a los vrtra invencibles. (85, 3)

    Y, con un matiz:

    ¡Así nos libremos del enojo de Varuna!

    ¡Que Indra nos procure un vasto dominio! (84, 2)
 

  Llama la atención, por el contrario, la amplitud de las relaciones de Ódinn con las batallas y los combatientes, en este mundo y en el otro. En persona, rara vez es combatiente, salvo en la historización de la Ynglingasaga[37], donde es definido como her-madr mikill, “gran hombre de ejércitos”, y va de conquista en conquista; pero está presente en las luchas, decide la victoria en el sitio, expresa su veredicto con gestos precisos y aplica al enemigo armado —parece que a él sólo— el “vínculo” paralizante que comparte con Varuna; sean del tipo alocado de los berserkir o tengan el tipo elegante de un Sigurdr, los combatientes sobresalientes le pertenecen, participan de sus naturalezas diversas; por último, son exclusivamente los muertos del campo de batalla, o quienes son asimilados a ellos merced a una herida simbólica, los que acoge en la Valhöll. En una palabra, si es claro que actúa en todo esto de un modo conforme a su definición de soberano, señor de los destinos, y a menudo por acción puramente mágica o interior, no es menos cierto que la guerra es una de las principales circunstancias de dicha acción; por otra parte, si deja a Þórr el cuidado de usar el rayo de Indra, enriquece su tipo “varuniano” con varias cualidades que la India védica reserva al dios a la vez fulgurante y guerrero, al dios del segundo nivel: las valquirias han hecho pensar, y con razón, en los Marut, compañeros de Indra, y los héroes odínicos de la Edda y de las sagas recuerdan a Arjuna, hijo de Indra, a quien la epopeya traspuso la mitología de su padre.

  La explicación de esta particularidad de Ódinn es inmediata: en la ideología y en la práctica de los germanos, la guerra lo ha invadido todo, lo tiñe todo. Cuando no se están batiendo, aquellos de quienes Cesar fue el primero en presentar el primero e impresionante bosquejo no piensan más que en los combates venideros: uita omnis in uenationibus alque in studiis rei militaris consistit, y esto desde la más temprana edad, a paruis labori ac duritiae student (VI, 21, 3); si desdeñan la agricultura, si rechazan la distribución permanente del suelo, es en primer lugar ne assidua consuetudine capti studium belli gerendi agricultura commutent (22, 3). ¿Cómo el dios soberano —que la ausencia de todo cuerpo sacerdotal y el estado rudimentario del culto señalados también por César (21, 1) privaban de una parte de la base social sobre la cual descansaba su homólogo védico—, cómo *Wöþanaz no habría experimentado, en su equilibrio interno, el efecto de esta hipertrofia del interés germánico? De cabo a rabo de nuestra información, el cuadro apenas varía en los matices: a igual título que a “Marte”, es a “Mercurio” —o sea a *Wöþanaz a quien los Hermunduri dedican de antemano el ejército al que se van a enfrentar, quo uoto equi uiri cuncta uicta occidioni dantur[38]; en Upsala, en el siglo XI, Wodan —dice Adán de Bremen— bella gerit hominique ministrat uirtutem contra inimicos.

  Este mismo carácter de las sociedades germánicas explica la evolución, el corrimiento —considerable en otro sentido— del equivalente germánico del otro término de la pareja Mitra-Varuna. Verdad es —la cuestión sigue siendo controvertida— que a lo mejor el *Mitra indoiranio, aunque dios de los contratos —o por ventura por serlo—, tuvo más interés en la guerra del que muestra su heredero védico: quienes así opinan se fundan sobre todo en el Avesta posgáthico, donde Miqra es “el” verdadero dios guerrero, de quien Vereqragna, genio de la victoria, no es sino el auxiliar. Personalmente, en esta promoción veo más bien lui efecto de la reforma zoroasiriana que, después de condenar el genero demasiado autónomo de guerreros que patrocinaba Indra y de degradar a este gran dios a archidemonio, confió su temible función al dios mismo del derecho, por no deber ser ya el guerrero más que el auxiliar sumiso y disciplinado de Ahura Mazda y de su iglesia. A esta opinión me atendré aquí; es claro que si se adopta la otra, la explicación que propongo del “Marte” germánico será aún más fácil de defender.

  En efecto, la dificultad cabe en unas palabras: es como Mars como Tácito y varias inscripciones vierten el nombre del dios que, entre los germanos continentales, debía equilibrar a Mercurius—*Waþanaz, y que es sea *Tiwaz, sea *Tiuz; asimismo el Týr escandinavo es ante todo definido como un dios de la guerra:

  Hay aún —dice Snorri[39]— un As que se llama Týr. Es muy intrépido y muy valeroso y tiene gran poder sobre la victoria en las batallas. De ahí que sea bueno que los hombres valientes lo invoquen.

  No obstante, algunos hechos limitan y orientan esta definición. Primero, para prepararse a los actos heroicos del combate, no es a “Mars” a quien cantan los guerreros de la Germania de Tácito (3, 1), es a “Hercules”, con otras palabras a *Punraz, el equivalente de Þórr: fuisse apud eos et Herculem memorant primumque omnium uirorum fortium ituri in praelia canunt. Por otra parte, en toda la literatura escandinava se buscaría en vano (salvo en la escatología, donde todos los dioses, en principio, combaten) una escena en que apareciese, actuase Týr en el campo de batalla, y las contadas relaciones particulares que se ha querido establecer entre Týr y ciertas armas se fundan en etimologías falsas o hechos mal interpretados[40]. El solo ejemplo que da Snorri de la intrepidez del dios es cosa muy distinta de una escena guerrera: es el sacrificio deliberado que hace de su mano derecha, en las fauces del lobo Fenrir. Por último, la epigrafía y la toponimia atestiguan un nexo importante de Mars-Týr con el þing, o sea con la asamblea del pueblo, donde se debaten y resuelven los procesos y todas las dificultades jurídicas; “Marte” es calificado, en efecto, de Thingsus en una inscripción redactada a principios del siglo in en Gran Bretaña por un contingente de frisones, y, en Dinamarca, en Seelandia, Tislund era de fijo un lugar de asamblea; por lo demás la traducción de “Martis dies, martes”, que es, por ejemplo, en antiguo escandinavo týsdagr (cf. inglés Tuesday, etc.), “día de Týr”, es en medio bajoalemán dingesáach, en medio neerlandés dinxendach (hol. dinsdag), “día de Ding”, y tal vez sea el mismo primer elemento el que figura, alterado, en el alemán Dienstag. Estos hechos —salvo el último, que no admite— inspiraron a J. de Vries reflexiones excelentes[41]:

  Por regla general ha sido puesto demasiado en primer plano su carácter de ellos de la guerra, y se ha reconocido insuficientemente su significación para el derecho germánico. Hay que tener en cuenta el hecho de que, desde el punto de vista germánico, no hay contradicción entre los conceptos de “dios de las batallas” y de “dios del derecho”. La guerra, en efecto, no es sólo la sangrienta contienda del combate, es una decisión obtenida entre las dos partes combatientes y garantizada por reglas de derecho precisas. Por eso frecuentemente el día y el campo de una batalla son fijados exactamente de antemano; al provocar a Mario, Boiorix le deja elegir el lugar y la ocasión (Plutarco, Mario, 25, 3). Así se explica también que el combate entre dos ejércitos pueda ser sustituido por un duelo judicial, en el cual los dioses manifiestan la parte a la que reconocen el derecho. Palabras como Schwertaing [“el þing de las espadas”, perífrasis por “batalla”] o el ant. escand. vapndomr [“juicio de las armas”] no son figuras poéticas sino que corresponden exactamente a la antigua práctica.

  Razones inversas se añaden a éstas y disminuyen aún más la distancia. Si la guerra es un þing sangriento, el þing de tiempos de paz evoca también la guerra: el pueblo que delibera tiene el aire y los modos del ejército combatiente. Tácito describe estas asambleas[42]: considunt armati… nihil neque publicae neque privatae rei nisi armati agunt…, y para aprobar agitan sus frámeas, pues la muestra más honrosa de asentimiento es armis laudare. Algunos siglos más tarde, Escandinavia ofrece el mismo espectáculo: sean las que fueren la santidad y la “paz” del Þing —referirse a los textos reunidos por W. Baetke,[43]—, los asistentes van armados y, para aprobar, blanden el hacha o golpean el escudo con la espada. Y no sólo el decorado y el protocolo recuerdan la guerra: el þing es una prueba de fuerza, de prestigio, entre familias o grupos, y los más numerosos o amenazantes tratan de imponer sus preferencias. A despecho de célebres, íntegros e impávidos juristas, el procedimiento mismo no es sino un arsenal de formas de que se echa mano, que se tuercen para negarle razón a quien la tiene. Bien utilizado, el derecho garantiza el equivalente de una victoria, elimina al adversario mal guardado o más débil: el desdichado Grettir, y otros muchos, conocieron la experiencia.

  Tal es por lo demás la lección que se desprende del único episodio mítico del que Týr es el héroe, merced al cual Snorri ilustra su intrepidez y que está ligado al carácter mismo del dios ya que, dice Snorri, fue a consecuencia de esta aventura como Týr “quedó manco y no es llamado pacificador de hombres”. La leyenda ha dado ocasión a reflexiones más vastas que sólo brevemente puedo recordar aquí. Se vio más arriba que ódínn es un mutilado voluntario y que compró su ciencia de lo invisible, fundamento de su poder, perdiendo un ojo. Týr es también un mutilado voluntario, o al menos consentidor: en el principio de los tiempos, cuenta Snorri[44], cuando nació el lobezno Fenrir, los dioses, sabedores de que habría de devorarlos, decidieron atarlo; Ódínn mandó hacer una atadura mágica tan sutil que era invisible, pero resistente a toda prueba; propusieron entonces al pequeño Fenrir que se dejara enredar con aquel lazo inofensivo, para jugar, para que se diese el gusto de romperlo. Más desconfiado de lo que suele serse a su edad, el lobo aceptó, pero a condición de que uno de los dioses metiera una mano en sus fauces durante la operación, en prenda, at vedi, de que todo aquello iba sin falsía. Ningún dios quiso dar su mano hasta que Týr tendió la diestra y la metió en la boca del lobo. Claro está, el lobo no pudo soltarse: mientras más se afanaba, más se atiesaba el vínculo mágico ~ y así ha de seguir hasta el fin de los tiempos, hasta los sombríos días en que se liberarán todos los poderes del mal y destruirán el mundo con los dioses. “Los Ases rieron entonces —dice Snorri—, menos Týr, que perdió la mano”. La función del dios del þing y su mutilación están en relación tan nítida como la función de videncia y la mutilación de Ódinn; es la pérdida de su mano derecha, en un procedimiento fraudulento de garantía, de dar en prenda, lo que lo califica como “dios jurista” —en una visión pesimista del derecho—, enderezado no a la justa conciliación de unos y de otros sino al aplastamiento de los irnos por los otros: Týr “no es llamado pacificador de hombres”. Tales imágenes han permitido, en la exploración comparativa de las ideologías indoeuropeas, una observación importante que, de rechazo, garantiza la antigüedad de las mutilaciones simbólicas de los dos dioses. En 1940 señalé un paralelismo romano extraído, como de costumbre, no de una inexistente mitología divina sino de la epopeya. Durante la primera guerra de la República, Roma, en el mortal peligro que le hacen correr Porsena y sus etruscos, es salvada sucesivamente por dos héroes, uno de los cuales es tuerto, en tanto que el otro se queda manco. Horacio el Ciclope y Mucio el Zurdo. El primero, en tanto que el ejército romano se repliega en desorden por el puente sobre el Tíber, tiene a raya el ejército enemigo mediante una actitud que lo desconcierta y en particular lanzándole miradas terribles, circumferens truces minaciter oculos, dice Tito Livio. El otro, penetrado en el campamento enemigo para apuñalar a Porsena y capturado al equivocarse de lugar, se quema la mano derecha en el brasero del rey para, con esta prueba de heroísmo, hacerle creer —lo cual quizá no es cierto— que trescientos jóvenes después de él, tan resueltos como él, habrán de repetir el intento, y disponerlo así a aceptar una paz honrosa para Roma. He aquí mi comentario de la correspondencia italo-escandinava en la Revue de Paris de diciembre de 1951[45]:

  Es claro que los resortes de las acciones de Cocles y de Scævola son respectivamente los mismos que los de las acciones de Ódinn y de Týr: fascinación del enemigo por una parte, persuasión mediante prenda en un procedimiento de juramento por otra parte; es claro asimismo que, en Roma como en Escandinavia, estas acciones están vinculadas a las dos mismas mutilaciones, y en las mismas condiciones; Ódinn, Cocles son ya tuertos a causa de un acontecimiento anterior cuando fascinan un ejército enemigo; Týr, Scævola pierden la mano derecha ante nosotros, en la narración misma, como prenda de un heroico juramento en falso.

  No obstante, el alcance de las aventuras, aquí y allá, es harto desigual. En Roma no se trata más que de sucesos diversos, ilustres pero sin valor simbólico declarado, sin mayor interés que la propaganda patriótica, y en un principio sin mayor consecuencia para los jóvenes héroes que honores concedidos una vez y mutilaciones que los hacen tan ineptos para cualquier servicio o cualquier magistratura, que en adelante no se les menciona, no se les puede mencionar. En Escandinavia, por el contrario, las dos mutilaciones, claramente simbólicas, son lo que primero crea y después manifiesta la cualidad duradera de cada uno de los dioses, el vidente fascinador y el Jefe de los procedimientos; son la expresión sensible del teologuema que funda la coexistencia de los dos más altos dioses, a saber, que la administración soberana del mundo se reparte en dos grandes provincias, la de la inspiración y del prestigio, la del contrato y de la trapisonda, en otros términos, la magia y el derecho. Y este teologuema, él mismo, no es, entre los germanos, sino un legado fiel de los tiempos indoeuropeos, puesto que reaparece, con todas las prolongaciones y comentarios deseables, en la religión védica, donde el mago atador Varuna, y Mitra, el Contrato personificado, forman una pareja directriz a la cabeza del mundo de los dioses.

  Por otra parte, la analogía de los relatos romano y escandinavo es de las que excluyen a la vez el que sean independientes y el que el uno derive del otro. Se trata, en efecto, de un tema complejo y bien raro; desde 1940, desde el momento en que fue señalada por primera vez la correspondencia, no pocos investigadores han hurgado en las mitologías del viejo y el nuevo mundo buscando, con su doble resorte funcional, esta pareja del Tuerto y el Manco; sólo la literatura de otro pueblo emparentado con los germanos y los itálicos, la epopeya irlandesa, ha presentado algo comparable, si bien sensiblemente más remoto. Y, con todo, las afabulaciones romana y escandinava son demasiado diferentes para suponer una trasmisión, un préstamo directo o indirecto de la una a la otra: en caso de préstamo se habría conservado el marco de las escenas con detalles pintorescos, y más bien se hubiera perdido el sentido, el principio ideológico de la doble trama, cuando que es tal principio —el nexo entre las dos mutilaciones y los dos modos de acción— el que subsiste en ambas partes, en escenas que por lo demás carecen de relación. La única explicación natural es pues pensar que germanos y romanos recibieron de su pasado común esta pareja original.

  Por lo demás, como la pareja es más rica en valor cuando opera en el plano mítico, sostenido por la teología de la soberanía, es probable que fuera ésa su forma primitiva y que Roma la trajese del cielo a la tierra, de los dioses a los hombres, entre los hombres, en su historia gentilicia y nacional: el doble acontecimiento salvador conserva una importancia decisiva, pero ya no en los comienzos del universo, ni en la sociedad de los inmortales, ni para fundar una concepción bipartita de la acción dirigente; es en los primeros tiempos de la República, en la sociedad de los Bruto, de los Valerio Publicola, de los Horatii, de los Mucii, y para suscitar a través de los siglos, gracias a un muestrario de extraordinarias devociones, otras devociones patrióticas.

  El proceso de la trasposición se nos escapa y se nos escapará siempre, pero la trasposición es segura. Hasta se nota en la molestia que siente Tito Livio al contar la inverosímil historia del legionario cíclope y en el modo como, disimuladamente, a la vuelta de una frase, le restituye un plural, oculos —queriendo decir, por lo demás, “miradas”—, desmentido por su sobrenombre y por toda la tradición.

  Visión pesimista del derecho, dije poco atrás, para caracterizar la evolución germánica del dios soberano jurista. Y esto es algo de gran consecuencia.

  Primero, para el equilibrio de la teología tripartita. Atenuando, difuminando lo que constituía su originalidad y su razón de ser al lado del “dios mago” y desarrollando con exceso un aspecto militar, el “dios jurista” casi ha perdido el puesto en el primer nivel, y esto bien temprano, en vista de que el capítulo 9 de la Germania no asocia a Marte con Mercurio sino con Hércules: Deorum maxime Mercurium colunt…; Herculem ac Martem… placant. Sí, pese a su igualdad teórica, el Mitra del RgVeda tenía menos relieve que Varuna, y la Fides o el Dius Fidius de Roma eran muy pálidos frente a Júpiter: los dioses que tranquilizan preocupan menos a los hombres que los dioses que inquietan; guardaban cuando menos su rango soberano. “Mars”, Týr han descendido casi al nivel de “Hercules”, de Þórr.

  Pero la evolución del “dios jurista” tuvo un efecto más grave sobre lo que pudiera llamarse la tonalidad general de la religión. Ya pueden los dioses escandinavos castigar el sacrilegio y el perjurio, vengar la paz violada, el derecho escarnecido[46]: ninguno encarna ya de manera pura, ejemplar, esos valores absolutos que una sociedad, así fuera hipócritamente, tiene necesidad de colocar bajo un alto patrocinio; ninguna divinidad es ya refugio del ideal, si no es que de la esperanza. Lo que la sociedad divina gana así en eficacia, lo ha perdido en poder moral y místico: no es más que la exacta proyección de las bandas o de los Estados terrestres cuyo único cuidado es ganar y vencer. La vida de todos los grupos humanos, es cierto, se compone de violencia y astucia; cuando menos la teología describe un Orden divino en el que tampoco es perfecto todo, pero donde, Mitra o Fides, vela un garante, brilla un modelo del verdadero derecho. Si los dioses de los politeísmos no pueden ser impecables, siquiera deben, para cumplir del todo su papel —o al menos siquiera debe uno de ellos—, hablar y responder a la conciencia del hombre, pronto despierta, de seguro ya bien despierta y madura en los indoeuropeos. Ahora bien, Týr no está ya para esto. Ni los germanos ni sus antepasados eran peores que los demás indoeuropeos que se precipitaban sobre el Mediterráneo, el Irán o el Indo, pero su teología de la soberanía, y sobre todo su dios jurista, conformándose al ejemplo humano, se habían amputado el papel de protesta contra la costumbre, que es uno de los grandes servicios que prestan las religiones. Este descenso del “techo” soberano condenaba el mundo, y el mundo entero, dioses y hombres, a no ser sino lo que es, en vista de que la mediocridad deja de resultar de accidentales imperfecciones y se debe a límites esenciales.

  ¿Irremediablemente? Es aquí donde interviene Baldr, hijo de Ódinn y regente de un mundo por venir.

  NOTAS BIBLIOGRÁFICAS.

  Buenas exposiciones y bibliografía en J. de Vries, Altgerm. Rel.-Gesch.2, II, pp. 27-106 (“Wodan-Odin”), 10-26 (“Tîwaz-Týr”), y en W. Betz, Die altgerm. Religion, cols. 2485-2495 (“Wodan”), 2495-2499 (“Ziu/Týr”); en estos dos autores, respectivamente pp. 25-26 y col. 2495, discusión (según O. Bremer, 1894, y W. Krause, 1940) de la etimología de Týr (*Tiwaz mejor que *Tiuz); J. de Vries expone además, pp. 95-97, siguiendo a R. Otto, Gottheit und Gottheiten der Arier, 1932, una confrontación muy importante de Ódinn y del dios védico Rudra, fácilmente conciliable, dado el carácter del último, con la confrontación de Ódinn y de Varuna; cf. mi Mythe et épopée, II, 1971, pp. 87-95 (y toda la primera parte del libro, consagrada al héroe Starkadr).

  Sobre Mars Thingsus, v. el estudio de S. Gutenbrunner, Die germanischen Götternamen der antiken Inschriften, 1936, pp. 24-40: pese a objeciones, es probale (W. Scherer, 1884) que las dos divinidades femeninas a las que está asociado este dios (Deo Marti Thingso et duabus Alaesiagis Bede et Fimmilene) tengan relación con los nombres de dos variedades de Þing conocidas por textos jurídicos frisones, bodthing y fimelthing. Acerca de los lugares de Þing, v. O. Làrusson, “Hov och ting”, Studier till v. Lundstedt, 1952, pp. 632-639 (numerosas referencias a las sagas).

  Las realezas germánicas, en sus relaciones con los dioses soberanos, han sido ocasión de tres importantes estudios recientes: O. Höfler, Germanisches Sakralkönigtum, I, 1952; K. Hauck, “Herrscbaftszeichen eines Wodanistischen Königtums”, Jb. f. fränkische Landesforschung, 14, 1954, pp. 9-66; J. de Vries, “Das Königtum bei den Germanen”, Saeculum, VII, 1956, pp. 289-310.

  La bipartición de la función soberana entre los indoeuropeos, esbozada en la primera redacción de este libro, 1939, pp. 35-43, ha sido desarrollada primero en Mitra-Varuna, 1940, 2.ª ed. 1948 (los hechos germánicos en los capítulos VII, VIII y IX); me he ocupado del asunto después en varios ensayos, notablemente Les dieux des Indo-Européens, 1952 [trad. esp.: Los dioses de los Indoeuropeos, Barcelona, 1970], cap. II, y L’idéologie tripartie des Indo-Européens, 1958, cap. III, §§2-4. Ulteriormente aparecerá (The University of Chicago Press) un libro sobre la teología de la soberanía; provisionalmente, v. Mythe et épopée, I, 1968, pp. 147-157, y, para el examen de opiniones diferentes y de objeciones (Lüders, Thieme, Schlerath, Gershevitch), v. mis artículos señalados en Heur el malheur du guerrier, 1969, p. 51, n. I. [trad. esp.: El destino del guerrero, 1971, pp. 72-73, n. 3]. No tengo aquí espacio para volver al paralelismo Ullr-Týr, que sigue siendo válido (Mythes et dieux des Germains, pp. 37-41, y Mitra-Varuna, p. 145; cf. J. de Vries, Altgerm. R.-G.2, II, p. 162).

  La comparación entre las mutilaciones de Cocles y Scævola está en Mitra-Varuna, cap. IX: “Le Borgne et le Manchot”, resinnido en L’héritage indo-européen à Rome, 1949, pp. 159-169; hay que revisar varios puntos: v, la actualización en el cap. IV de Mythe et épopée, III (en prensa).



 

  
    [21] estrs. 28-29. <<
  
    [22] R. Pipping, 1927. <<
  
    [23] estrs. 138-140. <<
  
    [24] caps. 6-7. <<
  
    [25] Saxo, VI, 5, 6. <<
  
    [26] estrs. 21-23. <<
  
    [27] “Vida de Hakon el Bueno”, cap. 14. <<
  
    [28] p. 107, n. 1. <<
  
    [29] RgVeda, X, 14, 7. <<
  
    [30] «Contributions to the Study of Odiin, especially in his relation to agricultural practices in modern popular lore», FFC, vol. 94, 1931, p. 45. <<
  
    [31] SatapathaBrahmana, III, 2, 4, 18. <<
  
    [32] cf. Rev. des Ét. latines, XXXII, 1954, pp. 134-160. <<
  
    [33] Brot af Sigurdarkvidu, 16. <<
  
    [34] Grimnismál, 36. <<
  
    [35] L. Renou, Études védiques et paninéennes, II, 1956, p. 110. <<
  
    [36] estr. 24. <<
  
    [37] citada anteriormente, cap. I. <<
  
    [38] Tácito, Anales, XIII, 57. <<
  
    [39] Gylfaginning, cap. 13; Sn. E., p. 32. <<
  
    [40] St. e Mat. di Stor. delle Rel., XXVIII, 1957, p. 7, n. 5. <<
  
    [41] Altgermanische Religionsgeschichte, I, 1935, pp. 173-174; n2 1957, pp. 13-14. <<
  
    [42] Germania, 11-13. <<
  
    [43] Die Religion der Germanen in Quellenzeugnissen, 1937, p. 32. <<
  
    [44] Gylfaginning, caps. 13 y 21: Sn. E., pp. 32 y 35-37. <<
  
    [45] pp. 113-115. <<
  
    [46] W. Baetke, Die Religion der Germanen…, pp. 40-42. <<

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