La secuencia mítica que protagoniza ícaro es muy breve:
sólo incluye un vuelo alto y un batacazo mortal. Como en el
caso de Faetonte, hijo de Helios, el suyo es un destino de advertencia
ejemplar: los jóvenes que no saben controlar sus ímpetus
se estrellan enseguida, tal podría ser la moraleja de su corta aventura.
ícaro es el símbolo de la temeridad juvenil castigada. Pero
demos el relato familiar completo, puesto que es tan breve.
Justo es mencionar a su padre primero. Dédalo fue un artífice
genial. Para su uso doméstico había creado unas figuras robóticas
muy eficientes. Para complacer al rey Minos y a su lúbrica
esposa construyó una vaca tan perfecta que pudo seducir
al blanco toro del que Pasífae se había enamorado. Para custodiar
la isla de Creta le forjó un gigante de bronce, Talos, que
daba la vuelta a la isla a buen paso. (Medea acabó luego con el
gran autómata.) Y fue el arquitecto del vasto palacio de muchos
recovecos, el Laberinto, que albergaba al Minotauro, hijo
ferino de Pasífae, al que mató Teseo.
También ideó, para escapar de la isla, un sencillo instrumento
de vuelo: fabricó dos pares de alas, uno para él y otro
para su hijo, y un buen día ambos emprendieron la aérea huida.
Pero el joven ícaro, desobedeciendo las advertencias de su
padre, remontó demasiado el vuelo, y el sol recalentó la cera
con la que estaban pegadas a su cuerpo las alas, éstas se soltaron
y el pobre ícaro cayó agitando en vano sus brazos de cabeza
en el mar. Dejó, eso sí, una memorable estampa, motivo frecuente
en cuadros barrocos.
La familia de los inventores se halla expuesta a algunas desgracias,
y suele suceder que un hijo juegue peligrosamente con
un artilugio nuevo sin la debida cautela. Sin embargo, dicho
sea en disculpa de Icaro, uno puede imaginarse el momento de
felicidad que experimentó al volar como un pájaro, estrenando
alas. ¡Qué estupendo panorama desde lo alto! Mover las alas
requería un cierto esfuerzo, pero luego la ascensión compensaba
todo. Se dejaba mecer por el viento y gozaba del paisaje insólito.
Desde arriba vería la isla de Creta recortada en el azul
intenso del mar. Cruzaba las nubes y miraba por si asomaba algún
olímpico dios a su paso. Con qué libertad infinita se sentía
metamorfoseado en pájaro. ¡Qué embriaguez incontenible la
del vuelo! ¡Cómo no olvidar en el alegre ascenso cualquier
precaución! Y, de pronto, sentiría Icaro que le fallaban las alas,
y las vio quedarse atrás mientras él descendía, volteando, en
picado.
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