lunes, 1 de abril de 2019

EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS

El príncipe Sigfrido de Niederland, de las tierras bajas, es el protagonista
ausente de "La canción de los nibelungos", apuesto doncel y noble guerrero de
sangre real, el involuntario causante del dramático desenlace de la historia
legendaria, la razón esgrimida en una poética explicación dada a la desaparición
histórica de la nación burgunda ante el huno Atila. La princesa Crimilda de los
burgondos, la dama de Worms, es el objeto de su amor, la doncella soñada, la
bella virgen de la cual se enamora perdidamente Sigfrido por las referencias que
le han llegado de su inigualable hermosura. Los dos jóvenes se enamorarán
mutuamente y su matrimonio será pronto un hecho. Brunilda es una extraña
reina de Islandia, tan bella como brutal, que ofrece su mano a quien pueda
vencerla en combate mortal, pero que caerá irremisiblemente rendida ante
Gunther, el enamorado hermano de Crimilda, pero sólo por la astuta y mágica
intervención de Sigfrido, y ese insólito romance también se saldará con el
matrimonio deseado, para satisfacción de Gunther. La historia hubiera acabado
felizmente ahí, pero las consideraciones de un honor arbitrario y, más que nada,
la intromisión de las nada deseables voluntades femeninas en el mundo brutal e
inflexible de los hombres germánicos, harán que todo un pueblo se inmole para
dar cumplida satisfacción a una venganza sanguinaria que tiene su excusa y
primer origen, en un acto tan trivial como es el protocolo real por el que se
compite, para establecer el orden oficial de entrada en la iglesia de las dos
damas centrales de nuestra historia, las cuñadas rivales Crimilda y Brunilda,
complicado luego con la muerte alevosa del buen Sigfrido. )unto a ellos está, en
un puesto destacado, el indefinible personaje de Hagen, brazo armado de
Gunther, que hace alternativamente de héroe y de villano en la historia, al ser
primero el ejecutor cobarde de Sigfrido y, más tarde, el heroico paladín del rey
Gunther cuando llega la hora de la lucha final, al ponerse en marcha la máquina
sangrienta de la traición final, el postrer acto del poema, con la ejecución del
plan inmisericorde e innoble de la vengativa Crimilda.
EMPIEZA LA HISTORIA DE SIGFRIDO
Con la descripción del apuesto príncipe de Niederland da comienzo el
poema. Su virtud es la más digna de un héroe germánico: reside pues en la
potencia de su brazo y en su incansable bravura ciega, sumada a la permanente
capacidad juvenil de dar muerte a quien quiera ser su rival, sea en una batalla
campal o en un amistoso torneo entre caballeros. Matar en combate es la mejor
tarjeta de presentación de alguien que quiera refrendar su noble origen y su
limpia ejecutoria en el mundo de las tribus germánicas, tan poco versadas en
letras, pero tan eternamente dispuestas a dar o recibir la muerte. Porque la
muerte a manos enemigas es el mejor camino de los pueblos germánicos para
llegar al paraíso celestial, a la más alta gloria de Dios, a lo que hasta hace sólo
unos pocos siglos todavía se llamaba Valhalla. Ahora, en plena vigencia de la
cristianización, se ha olvidado el papel jugado por la mitología de los dioses
batalladores, porque sólo se admite la presencia del dios de los cristianos, y su
intervención queda reservada para el combate contra los infieles, o cuando es
necesario recurrir a su arbitraje, en aquellos juicios de Dios, en los que —cómo
no— el tribunal es una arena y la muerte del rival es la mejor sentencia posible,
porque va refrendada por el invisible sello de Dios. No queda, pues, sitio para el
recurso a Thor, Odín o las Valkirias, pero se mantiene la idea esencial de la
santificación de los hombres por el ejercicio constante y, hasta sus últimas
consecuencias, de las armas. Pero, ahora, a Sigfrido no le mueve en su aventura
la búsqueda de una confrontación contra un par de la caballería, sino la relatada
belleza de la hermosa Crimilda, una princesa de Burgundia, hija del fallecido rey
Dankrat y de la reina Uta, hermana de tres reyes, Gunther, Gernot y Giselher.
SIGFRIDO LLEGA A WORMS
Sigfrido, Sigfrid, hijo de Sigmond y Siglind, reyes de Niederland, era un
príncipe apuesto y valeroso; un joven deseado entre las más nobles vírgenes de
la corte de Santen, pero él no podía ni siquiera conceder su atención a aquellas
doncellas, porque su inquieto corazón estaba en Worms, allí donde moraba la
dulce Crimilda. Los reyes de Niederland quedaron preocupados con la
revelación de su hijo, puesto que los burgondos eran gente temida y, entre ellos,
destacaba el terrible barón Hagen, un adversario casi imposible de vencer. Pero
Sigfrido, una vez que hubo comunicado su irrevocable decisión, preparó su
marcha a Worms, con la sola escolta de una docena de hombres. Con ellos
cabalgó a su destino, dirigiéndose a la corte del rey Gunther sin más dilaciones.
El rey lo recibió, una vez que fue informado de la identidad de su visitante, para
conocer la razón de su viaje, y el intrépido Sigfrido, sin más preámbulos,
respondió que quería probar la afamada destreza del rey de los burgondos con
las armas, seguro como estaba de vencerlo y hacerse con su reino y sus gentes.
Los nobles quisieron lanzarse sobre el osado Sigfrido, pero el tenso ambiente
pronto se calmó y Sigfrido, el bravo e insolente caballero de las tierras bajas fue
admitido como huésped de la corte de Worms, aunque su estancia se alargaba y
él no llegaba a ver, aunque fuera en la distancia, a su amada Crimilda. Todo
cambió cuando se supo en Worms de la llegada de una tropa de daneses y
sajones que venían contra Worms. Enterado Sigfrido, ofreciese a Gunther para
estar a su lado en esa confrontación que se avecinaba dura y peligrosa,
aconsejándole que diera vigorosa respuesta a la afrenta de los daneses y sajones,
y pidiendo a su rey Gunther el honor y la responsabilidad de poder bien servirle
al mando de una tropa de mil guerreros con la que defender la Burgondia. Con
ellos salió a castigar a los sajones, matando docena tras docena de enemigos,
hasta capturar al rey Ludeger. Los daneses, al conocer la rápida victoria de
Sigfrido, acudieron en ayuda de sus aliados sajones, pero también Sigfrido
presentó combate y los venció con facilidad, rindiendo a su jefe, el rey Ludegast.
Terminada la batalla, los dos sometidos soberanos fueron llevados a la corte de
Worms, como prisioneros de guerra, para mayor honra de su señor Gunther de
Burgondia.
DE RIVAL A LEAL AMIGO
La noticia de la victoria no sólo alegró al rey Gunther y a sus súbditos; la
princesa Crimilda también quedó emocionada al conocer la hazaña de Sigfrido
"el fuerte", de Sigfrido "el demonio", como le llamaban los pocos que habían
combatido cerca de él y habían tenido la fortuna de sobrevivir. Ahora Sigfrido ya
era el leal amigo y podía ser presentado a la princesa Crimilda, pues el rey su
hermano no ignoraba su amor por ella. Al conocerse, ambos pudieron darse
cuenta al instante de que el amor vivido por cada uno de ellos era un sentimiento
mutuo. Sólo le faltaba al valeroso príncipe Sigfrido pasar por otra nueva prueba
de armas, la prueba de rigor que le permitiera acceder a la mano de la princesa
que acababa de conocer, y esta oportunidad soñada no tardó demasiado en
presentarse. La ocasión de ganar el amor de la adorada Crimilda se llamaba
Brunilda y era una reina tan bella como violenta, nada menos que la indómita
soberana del lejano reino de Islandia. El rey Gunther la amaba en la distancia y
necesitaba alcanzar su corazón. No era tarea sencilla, pues la singular reina
exigía ser vencida en combate para conceder su corazón, y desgraciadamente,
era tan fuerte como cruel, ya que muchos habían sido los nobles que habían
pagado con su cabeza la derrota ante Brunilda. El rey Gunther era un temerario
luchador, pero necesitaba de la ayuda de aquellos fieles voluntarios que
quisieran arriesgarse con él en su intento. El buen Sigfrido, naturalmente, fue el
primer caballero en ofrecerse incondicionalmente a su servicio, reclamando
como única compensación, claro está, a Crimilda en matrimonio si la expedición
resultaba favorable a los deseos de su rey y señor. Para completar la breve fuerza
de acompañamiento, solicitó la presencia de los hermanos Hagen y Dankwart.
También Sigfrido tomó algo más que nadie, salvo él conocía: un manto mágico
arrebatado al enano Alberic, del país de los nibelungos, con el que podía hacerse
invisible a la voluntad y quedar a cubierto de cualquier arma, por afilada que
estuviera y por robusto que fuera el brazo que la empuñara. Sigfrido era
invencible, pero en esta ocasión no trataba de conquistar prestigio para sí, sino la
posibilidad de ganar el privilegio de ser el esposo de Crimilda.
LA VICTORIA SOBRE BRUNILDA
Así que estuvo preparada la tropilla, los cuatro valientes partieron en barco
hacia Islandia y, tras doce días de travesía marina, estaban frente a sus costas,
divisando maravillados la altiva fortaleza de Isenstein. Fueron inmediatamente
recibidos por la reina Brunilda, que debía estar ansiosamente a la espera de
emociones violentas. Apenas estuvieron ante ella, los recién llegados, por boca
de Sigfrido, anunciaron la intención del rey Gunther de ganarse la mano de
Brunilda, la mujer con fama de ser más fuerte que doce hombres.
Aceptó feliz Brunilda el reto esperado, recordando a todos los presentes
que el fallo de Gunther en cualquiera de las pruebas supondría automáticamente
su muerte, pues nunca se daba cuartel al vencido y le propuso competir primero
en un combate a lanza y, si lo superaba, después en el lanzamiento de una piedra
hasta tan lejos como se pudiera, para más tarde tener que alcanzarla de un solo
salto. Aceptadas que fueron las dos absurdas pruebas, Sigfrido llamó en un
aparte a Gunther para informarle de que, gracias a la posesión de la capa del
enano Alberic, él iba a convertirse en el invisible contendiente de Brunilda,
mientras que el rey actuaría fingiendo ser él el único combatiente de Brunilda.
Así se hizo y fue Sigfrido quien derrotó con suma facilidad a la reina Brunilda
con la lanza tras un combate en el que ella veía asombrada cómo la fuerza de
Gunther se multiplicaba hasta desarmarla. Más tarde, Sigfrido arrastró la piedra
por el aire, para luego transportar a Gunther de la misma forma y a lo largo del
mismo trecho. Cumplido el trámite, Gunther, supuesto vencedor, hizo saber a su
amada y vencida Brunilda que ahora ya era su prometida en toda regla y, por
tanto, ella debía cumplir lo pactado, siguiéndole de buen grado en su viaje de
regreso al país de los burgondos. La derrotada reina, entristecida por su obligada
marcha, pero aceptando el que creía justo resultado quiso despedirse de sus
súbditos y pidió el tiempo necesario para hacerlo en buena forma y preparar su
marcha definitiva hacia el país del que iba a ser su esposo, y en el cual ella
seguiría manteniendo su real rango.
LA PREPARACION DEL MATRIMONIO
Vencida Brunilda y otorgada por Gunther su hermana Crimilda en
matrimonio, Sigfrido fue al país de los nibelungos a preparar un ejército que
diera escolta a su rey, y para recoger del fabuloso tesoro de los nibelungos su
propia dote. Sólo tuvo que vencer la oposición del guardián armado, pero eso no
era más que un ejercicio de prácticas para el joven, movido como estaba por la
felicidad de su próxima boda. Nadie más se opuso, ni siquiera el enano Alberic,
ya despojado de su mágica capa y rendido de antemano ante el empuje de su
antiguo vencedor. Eligió, pues, Sigfrido las más ricas joyas del tesoro de los
nibelungos y exigió la escolta de los mejores mil hombres, con los que formó la
majestuosa columna que debía pasar por Islandia para acompañar a su señor y a
Brunilda, para más tarde arribar triunfal a Burgondia, a tono con la doble
ceremonia que habría de realizarse. Dejando a los mil nibelungos en Islandia,
Sigfrido se adelantó, para ser el primero que diera la noticia de la victoria de
Gunther en Worms. La noticia fue acogida con júbilo y todo el país se aprestó
afanosamente en los preparativos del matrimonio real. Toda la corte se volcó en
las calles de la capital, para recibir a su rey y a quien iba a ser pronto su reina.
Sigfrido, en la gran fiesta de recepción, recibió oficialmente la mano de su
amada. En el mismo día se celebró el doble matrimonio y todo parecía ser
perfecto, salvo una mirada triste de Brunilda, quien sufría viendo a la princesa
Crimilda acompañada por el vasallo Sigfrido. Gunther trató de tranquilizar su
pesar, advirtiéndola que se trataba de un príncipe de Niederland, amigo fiel
como ningún otro podía serlo. La respuesta irritó a la brutal Brunilda, que
abandonó la sala y se dirigió airada hacia su aposento seguida del atónito
Gunther. Allí, en la soledad de la cámara nupcial, exigió una explicación a ese
extraño — para ella— emparejamiento. El rey quiso demostrar su poder sobre la
esposa, pero Brunilda no se dejó ganar la mano y zarandeó a su marido
dejándolo después colgado de un garfio de la pared. Sigfrido, que había
presenciado la primera parte del sorprendente enfrentamiento entre la recién
casada y su marido, se envolvió en la capa de Alberic a tiempo de seguir a la real
pareja hasta la intimidad de sus habitaciones, tratando de averiguar la razón de
aquella súbita cólera de la inexplicable Brunilda. A la vista de lo que sucedía,
apagó las antorchas y, actuando con rapidez en la oscuridad libró de su
humillación a Gunther, para inmediatamente abalanzarse sobre la fiera Grunilda
y propinarla una inolvidable paliza. Sin saber bien por que lo hacía, tal vez para
descargar su ira ante tamaña desconsideración de la reina, Sigfrido aprovechó la
situación para arrebatarla un anillo de su mano y el elegante cinturón que ceñía
su talle. Los golpes ablandaron el genio de la reina y hasta la debieron hacerse
sentir en su elemento, mientras que ésta, ignorante de nuevo de la invisible
presencia de Sigfrido, pedía feliz y humilde perdón a su marido, al tiempo que le
prometía eterno sometimiento a su real voluntad.
CUESTION DE PROTOCOLO
Sigfrido y su esposa Crimilda partieron para el reino de Niederland, en
donde ocuparía el trono que le transmitía su padre el rey Sigmund y también
aquel otro ganado por su mano, el de los nibelungos. Sigfrido reinaría con
rectitud y prudencia, y su esposa, la reina Crimilda le daba un hijo, al que se le
impuso el nombre de Gunther, en recuerdo del noble rey de los burgondos, al
tiempo que allí, Brunilda tenía también un varón, al que le fuera dado el nombre
de Sigfrido, en homenaje a este héroe. Pero, a pesar de las apariencias no había
quedado zanjado el asunto de la boda entre vasallo y princesa. Fue por esta
razón por la que Brunilda volvió a insistir en que Sigfrido rindiera vasallaje a su
señor y la mejor manera sería hacerle venir a la corte de Worms, con la excusa
de un torneo entre caballeros. En mala hora aceptó el matrimonio la invitación
de Gunther, pues la insistente Brunilda, tan pronto tuvo a su cuñada frente a sí,
la hizo saber que Sigfrido no era más que el vasallo de su marido, pues así lo
había oído ella de boca de Gunther al ser vencida en Islandia. Crimilda negó el
vasallaje y se jactó de que en la ceremonia religiosa del día siguiente estaría
situada por delante de su cuñada. Y fue cierto, Crimilda entró por delante de
Brunilda en la catedral de Worms, humillándola delante de toda la corte. A la
salida de los oficios, Brunilda exigió pública rectificación, pero Crimilda se
limitó a mostrar aquella sortija y aquel ceñidor que Sigfrido hubiera arrebatado
en la lucha con la airada dama, indicándola que ella, Brunilda, era la derrotada
por su marido. Más encolerizada que nunca, Brunilda mandó llamar al rey
Gunther para pedir explicación, pues ella creía firmemente que él era su doble
vencedor. Gunther, al conocer la razón del alboroto, pidió la presencia de
Sigfrido, para cuestionarle si era cierto que se hubiera jactado de su victoria.
Sigfrido estaba ya listo para jurar ante su señor y amigo que nunca él había
presumido de tales actos y aquello bastó para que Gunther interrumpiera el
juramento, recuperada la confianza en quien siempre había demostrado su
fidelidad, siendo culpable de todo lo sucedido su hermana Crimilda y su vana
arrogancia.
SIGFRIDO PAGA CON SU VIDA
Gunther y Sigfrido seguían siendo inseparables, pero Brunilda y Crimilda
estaban definitivamente enfrentadas. Hagen se acercó a su señora, para conocer
la causa de su padecimiento y ésta le hizo saber que necesitaba satisfacer su sed
de venganza con la sangre de Sigfrido. Entonces Hagen prometió dar fin a esa
odiada vida con su propia mano, pero el rey y su corte —enterados de la
promesa de Hagen— quisieron culpar a Crimilda y, sobre todo, evitar la posible
respuesta violenta del invencible Sigfrido. Entonces todos se juramentaron para
mantener en secreto la decisión de matarle, urdiendo un falso ataque extranjero a
Gunther, para hacer que el héroe acudiera junto a su amigo y así poderlo matar a
traición. En efecto, Sigfrido voló más que cabalgó hacia Worms, mientras Hagen
se acercaba a la solitaria reina Crimilda, pretextando ser portavoz de la petición
de perdón y de la gracia de su amistad por parte de la arrepentida Brunilda. Al
tiempo, haciendo ver que quería guardar a Sigfrido del daño de un arma
enemiga, consiguió que la ingenua Crimilda le revelase el punto débil de su
marido, el único lugar de su cuerpo no bañado en la sangre del dragón que le
había hecho invulnerable, en el centro de su espalda. Conociendo Hagen el
punto exacto, todo lo que tuvo que hacer fue convencerle de que le acompañara
en una pretendida cacería para, a traición, darle muerte con una lanza que clavó
entre sus omoplatos. Después, el cadáver es llevado a Worms para dejarlo a la
puerta de Crimilda, como un insulto añadido a su muerte. Con sólo ver que no
hay más herida que la que le ha atravesado la zona que ella desveló a Hagen,
Crimilda sabe que Sigfrido ha sido asesinado, y también, quién ha sido el que ha
causado su muerte por la espalda; para probarlo, la viuda hace desfilar a todos
los nobles de la corte de su hermano delante del féretro de Sigfrido. Cuando le
tocó el turno a Hagen, la herida se abre y de ella brota la sangre reveladora.
Crimilda ya no necesita ninguna otra señal, Sigfrido ha sido la víctima de Hagen
y, tras de él, se esconde el odio de Brunilda. Crimilda comunica a los padres de
Sigfrido que se quedará en Burgondia junto a la tumba de su marido y que no
renuncia a la justa venganza.
ATILA CONSUELA SU VIUDEDAD
La desgraciada Crimilda había quedado encerrada en su dolor, pero todo se
volvía contra ella y sus recuerdos; hasta el tesoro de los nibelungos había caído
en manos de Hagen; mientras todo sucedía de este modo, el también reciente
viudo Atila había oído de la bella y enajenada viuda de Sigfrido y quiso pedirla
en matrimonio. No parecía posible que tal oferta fuera aceptada, pero, tras
pensar en las posibilidades de poder que se le abrían al unirse a tan poderoso rey
de Angra, Crimilda cambió de parecer y comunicó al mensajero Rudiger que
ella aceptaba la proposición del muy valiente y noble Atila, y en partir tan
pronto estuviera listo su séquito, para encontrarse con su prometido en Tulne,
junto al río Danubio. De allí salió la más fastuosa comitiva real que se haya
conocido, camino de Viena, en donde habría de celebrarse el matrimonio, en
Pentecostés. Terminados los fastos reales, los reyes fueron a Etzelburg, a
instalarse en la capital del reino de Angra. Nada sucedió durante siete años, y un
día, Crimilda quiso que Atila invitase a los suyos, para que fueran testigos de su
gran felicidad. Consintió el rey y envió mensaje a Worms para que viniera a su
corte el rey Gunther y su nobleza. La noticia levantó dudas en Hagen, quien se
sabía marcado por la muerte de Sigfrido, así como en otros nobles partícipes de
la conspiración; otros querían creer que ya se habría olvidado Crimilda de la
muerte canallesca de Sigfrido, y todos discutían sobre la conveniencia de tal
viaje, pero el rey Gunther prefirió aceptar la invitación de su hermana,
mandando organizar una caravana de más de mil guerreros a caballo y de nueve
mil infantes que acompañaría a los visitantes burgondos hasta Etzelburg, para
disuadir a Atila de cualquier deseo de traición hacia sus invitados; mientras
salían de la corte las interminables columnas de hombres armados, en Worms
reinaba el dolor de las esposas que quedaban atrás, pues ellas ya presentían el
trágico final de esa impresionante comitiva.
PUNTO SIN RETORNO
El viaje no tuvo incidente alguno en su primera parte, y pronto llegaron los
diez mil hombres a orillas del Danubio, el primer obstáculo a la marcha de la
expedición burgonda; a Hagen se le encomendó hallar el medio de cruzarlo y
fue la mágica intervención de unas ninfas del río la que dio la clave de aquel
paso, y asimismo, la advertencia de que la muerte les esperaba al otro lado del
poderoso río. Hagen encontró al barquero del que le habían hablado las ondinas
y se hizo con su balsa, aunque tuvo que dar muerte al obstinado hombre, que se
negaba a prestar su embarcación a desconocidos. Con ella atravesaron todos el
crecido Danubio. En la otra orilla, Hagen, conocedor de su suerte, destruyó la
balsa, haciendo saber a todos que ya se había traspasado el punto sin retorno;
que ahora ya sólo les quedaba enfrentarse a su destino hasta las últimas
consecuencias. Pronto se vio que la situación había cambiado radicalmente, pues
tuvieron que enfrentarse y derrotar al margrave Else, señor de aquellas tierras,
que había intentado cerrarles el paso. Más tarde, en Bechelaren, se les unió el
margrave Rudiger, con quinientos hombres más. En la frontera de Angra les
aguardaba Teodorico, que pronto esperaba casarse con la sobrina de Atila, pero
que iba al encuentro de los de Worms con la idea de advertirles de aquellos
planes de venganza que había atisbado en Crimilda; los burgondos le
contestaron que sabían cuál era el designio de la segunda esposa de Atila, pero
que ya habían cruzado el punto tras el cual no se podía regresar, por ello,
seguían su viaje hasta el palacio del rey de los hunos, como si nada fuera a
sucederles.
CRIMILDA RECIBE PUBLICA OFENSA
Crimilda recibió a su hermano el rey y pretendió mostrar su felicidad por
tenerle junto a ella. Sin embargo, Hagen espetó a su anfitriona que sabía que esta
supuesta fiesta no era más que el ropaje de una emboscada, haciendo que
Crimilda se obligara a demostrar su encono hacia los asesinos de su primer y
amado marido: después, refrenándose, invitó a los burgondos a despojarse de
sus armas, pero ellos se negaron; más encolerizada todavía, Crimilda inquirió
sobre la identidad de quién había podido inspirar tal temor en los invitados y
Teodorico se adelantó para comunicarla que él mismo había advertido del
peligro a los burgondos. Ya instalado en palacio, Hagen, con la espada Balmung
arrebatada a Sigfrido sobre su regazo, permaneció sentado ante la reina Crimilda
y su guardia, en clara señal de desafío, a la vez que declaraba públicamente
haber sido él quien había dado muerte a Sigfrido. Crimilda se vio insultada y, lo
que es peor, comprobó cómo su guardia retrocedía ante la figura tremenda y
desafiante del decidido Hagen. Sin fuerzas que la respaldasen, la reina dejó que
la recepción comenzara. Nada pasó en su desarrollo y sólo, al llegar la noche,
cuando los burgondos quisieron retirarse a sus dormitorios, vieron que se les
cerraba el paso. No obstante, pronto se retiró la tropa de los hunos y los
invitados pudieron encaminarse a sus lechos, atentos a lo que se cernía
ostensiblemente sobre sus cabezas, ya que se cerraba el copo de los hunos
alrededor de su dormitorio, pero bastó la presencia de Hagen armado y presto
para la lucha, para que el nuevo intento de dar muerte a los burgondos se
desbaratara.
EL BAÑO DE SANGRE
En la mañana siguiente, los burgondos se dirigieron al templo totalmente
armados; tras la misa se preparó el torneo, del que el prudente Teodorico retiró a
sus seiscientos hombres; quedaron solamente hunos y burgondos, y tampoco
nada sucedió en las justas. Crimilda, en un aparte, pidió ayuda a Teodorico para
vengar el asesinato de su marido, pero Teodorico recordó que todos estaban
sometidos a la ley de la hospitalidad y que nunca atacaría a quien se encontraba
bajo la protección de Atila. Con la negativa de Teodorico, Crimilda se fue a
Bloedel, el hermano de Atila, y éste aceptó la venganza a la hora de la comida.
Con mil guerreros entró Bloedel en la estancia secundaria en la que se hallaban
los infantes de Burgondia, anunciando su intención de dar muerte al asesino de
Sigfrido, pero Dankwart, el hermano de Hagen, lo mató con su espada tan
pronto hubo terminado de hablar. Así empezó la disparatada batalla, con armas
quienes las tenían y los que no disponían de ellas con los restos del mobiliario
en sus manos. Dankwart, herido, penetra en la sala principal, interrumpiendo la
comida de los reyes; Hagen, al ver a su hermano sangrando, mata sin pensarlo
una segunda vez, al hijo de Atila con su espada; Atila y Gunther intentan parar la
matanza pero, al no conseguirlo, se unen a la furiosa lucha. Crimilda vuelve a
rogar a Teodorico que empuñe la espada por ella, pero el godo pide una tregua a
Atila y se retira con sus hombres del escenario. El margrave Rodajear,
sintiéndose también ajeno a la contienda, pide permiso a Gunther para hacer lo
mismo con su gente. Y el combate prosiguió con saña hasta la noche; los
agotados contendientes acordaron un alto, pidiendo la continuación del desafío
en campo abierto, pero Crimilda intervino para negar tal posibilidad, exigiendo
la entrega de Hagen por la vida del resto de los burgondos. Ante la negativa de
Gunther y sus hermanos, Crimilda mandó a los hunos abandonar el palacio y
prenderle fuego para acabar con todos los burgondos encerrados dentro de él.
Pero tampoco el fuego terminó con sus odiados enemigos, al salir el sol estaban
vivos y listos para la lucha. Rudiger, de vuelta en palacio, se vio compelido, en
contra de su voluntad, pero a tenor de su lealtad hacia Atila, a empuñar las armas
contra los burgondos hasta su muerte; Teodorico, al conocer las noticias, regresó
al campo de batalla para rescatar el cadáver del inmolado Rudiger, pero los
burgondos tomaron su vuelta como un ataque y sólo quedaron en pie Hagen y
Volker, con su rey, Hagen, por un bando, frente al anciano Hildebrando por el
otro. A él se le unió Teodorico, y fue su espada la que malhirió a Hagen y
terminó el combate con la captura de Hagen y Gunther. Llevados a presencia de
Crimilda, ésta mandó matar a su propio hermano y, con la espada Balmung en
sus brazos, decapitó a Hagen. Entonces, Hildebrando, viendo que se daba
muerte a un hombre indefenso, mató a Crimilda. Sólo quedaron con vida Atila,
Teodorico y el viejo Hildebrando, en Hungría, mientras la cruel y despótica
Brunilda estaba a salvo, en la remota Worms, sin importarle, al parecer, haber
sido la causante de aquella matanza sin sentido.
LA LEJANA REALIDAD HISTORICA
Con este relato fabricado por trovadores, por los restos del pueblo
burgondo, o por alguno de sus exegetas, que vivieran en la lejanía del siglo XII,
a setecientos años de distancia, se trata de explicar la razón poética de la
desaparición del efímero país de los burgondos, apoyándose en la figura trágica
de la traición de una mujer a su propio pueblo, la alevosa maniobra de una mujer
insensata empujada por el febril ansia de venganza; y sitúan la acción en un
escenario que les libere de la responsabilidad de la derrota, allá en la muy
remota indefensión del palacio de Atila, el huno, siendo también este rey otra
víctima de su esposa, no el protagonista de la masacre. En realidad, los
burgondos, venidos desde el Báltico hasta Worms en una marcha guerrera que
duró cientos de años, tras su asentamiento en Germanía, en las fronteras con
Sarmatia, y que no se detiene en esa fría orilla del mar suévico. Los burgondos
cruzan después el Oder y siguen hacia el fértil sur, al despojo de las antiguas
Galias, saltando la barrera natural del Rhin, al finalizar el año 406. Son los
bárbaros haciéndose con los despojos del que fuera grandioso imperio romano.
Se detienen en Vaugiones, Worms, allí encuentran su terreno soñado, la efímera
capital de su reino burgondo, pero los vándalos nómadas no pueden o no saben
sostener su único reino más que veintitrés años, pues en el 436 su territorio es
rebasado por las huestes fugitivas de Atila, que se ve empujado hacia el oeste
por las últimas fuerzas romanas del general bárbaro Aecio y de su aliado, el
visigodo Teodorico, precisamente hacia las mismas Galias que pretenda obtener
Atila como dote en el propuesto matrimonio con Honoria, la hija de Placidia, en
ese ofrecimiento de la asustada Roma. Gunther (Gundahar), el rey elegido,
apenas puede hacer otra cosa que ofrecer el bulto de su cuerpo y la vida de casi
veinte millares de hombres, al experimentado y poderoso ejército del pagano rey
Atila, para quien el final de ese reino burgondo nada significaba, que no fuera
otra victoria más. Atila moriría más tarde, y no precisamente por mano de los
extintos burgondos, pues su derrota en las cercanías de Troyes, en los Campos
Cataláunicos se produce en el año 451, frente al ejército de Aecio: después
intenta atravesar los Alpes y también vuelve a ser rechazado, esta vez por León
I, muriendo, finalmente, en el año 453, diecisiete años después de que el reino
de los burgondos hubiese cesado su brevísima crónica.

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