martes, 2 de abril de 2019

De un monje ingenuo que probó carne en un castillo, con lo cual recuperó todo el ganado para su convento

Herman Hesse

Cuando el abad cisterciense señor Wido fue enviado a Colonia para confirmar
la elección del rey Otón contra su opositor Felipe, contó allí una divertida historia de
santa ingenuidad.
«Una de las casas de nuestra orden —así comienza a narrar— estaba bajo el
dominio de un hombre aristocrático y poderoso. El tirano, que no temía a Dios ni a
los hombres, atormentaba el convento a menudo y de cualquier modo. Se llevaba lo
que quería: trigo, vino y ganado, dejándoles a los monjes sólo lo que le venía en gana.
Se había acostumbrado a ello como si fuera su derecho, y el convento, tras haberse
quejado frecuentemente y en vano, ahora lo soportaba con suspiros y silencios. Y así
fue que un día robó la mayor parte del rebaño y dio orden de llevarlo a su castillo. Al
enterarse de esto el abad y los monjes, se irritaron no poco y se debatió mucho qué
debía hacerse. Se decidió que uno de ellos, en lo posible el abad, fuera al castillo y le
comunicara al malvado cuál era el pago seguro que le esperaba en el más allá. Pero el
abad dijo:
»—No iré; no tiene sentido intentar persuadirlo.
»El prior y el administrador tampoco tenían ningún deseo de ir; entonces el abad
preguntó:
»—¿Queda alguno que quiera ir?
»Todos callaron, pero uno, por impulso divino, respondió de inmediato:
»—¡Que vaya ese monje! —y nombró a uno muy anciano y de espíritu muy
ingenuo. Se llama al monje y se le pregunta si quiere ir al castillo: él se aviene, y se le
envía allá. Al despedirse del abad, le dijo con la gran inocencia de su corazón:
»—Padre, si se me restituye una parte de lo robado, ¿he de aceptar, o no?
»El abad le contestó:
»—En nombre de Dios, acepta lo que puedas conseguir. Poco es mejor que nada.
»El monje partió. Llegó al castillo y le transmitió al tirano el encargo y pedido del
abad y de los hermanos. Y puesto que la ingenuidad del justo, según Job, es una
lámpara despreciada ante los ojos del malvado, el tirano dio poca importancia a sus
palabras y dijo burlonamente:
»—Esperad, domine, hasta que hayáis desayunado; luego obtendréis la respuesta.
»A la hora del desayuno se le sentó a la mesa común y se le sirvieron las mismas
comidas que a los demás, a saber, una buena ración de carne. El santo varón recordó
las palabras de su abad y se sirvió cuanta carne podía, y comió como los demás para
no ser desobediente; pues no le cabía sospecha que la carne tan abundantemente
ofrecida provenía del rebaño de su convento. El señor del castillo estaba sentado
junto con su esposa frente al monje y se daba buena cuenta de que el religioso estaba
comiendo carne, por lo cual le llamó después de la comida y le preguntó:
»—Decid, buen hombre: ¿suele comer carne vuestra comunidad?
»—¡Jamás! —exclamó el monje, y aquél prosiguió preguntando:
»—¿Tampoco cuando estáis de viaje?
»El monje contestó:
»—No, no comen carne, ni dentro ni fuera.
»El tirano preguntó:
»—¿Y por qué habéis comido carne hoy?
»El hermano dijo:
»—Cuando el abad me envió aquí, me ordenó que no rechazara parte alguna que
pudiera recuperar de nuestro ganado. Ahora bien, al verme movido a creer que la
carne servida era de la nuestra, y como temía que no se me devolvería nada más que
lo que pudieran apresar mis dientes, he comido por obediencia, para no volver con las
manos totalmente vacías.
»Y puesto que Dios no rechaza al ingenuo, ni le da la mano al impío, el noble,
conmovido por la ingenuidad o más bien exhortado por el Espíritu Santo que hablaba
por boca del anciano, dijo:
»—Esperadme, que consultaré con mi esposa respecto de qué hacer con vuestro
asunto.
»Se allegó a su esposa y le narró lo que había dicho el viejo, agregando luego:
»—Temo el pronto castigo de Dios, si ahora rechazo a este hombre tan simple y
tan bueno.
»También la mujer sintió algo similar y dio una respuesta afirmativa. El noble
regresó y le dijo al anciano:
»—Buen padre: a causa de vuestra santa ingenuidad, que me ha movido a
compasión, quiero devolver a vuestro convento lo que queda de aquel ganado, y
también quiero reparar cuanto pueda mis injusticias para con vosotros, y no
mortificaros nunca más a partir de hoy.
»Ante estas palabras el anciano expresó su agradecimiento, regresó contento con
su botín al convento y les llevó a sus sorprendidos hermanos la respuesta del
poderoso. A partir de entonces vivieron en paz y aprendieron por ese ejemplo cuán
grande es la virtud de la ingenuidad».
Tenéis aquí un ejemplo de cómo a veces una acción, que en otras ocasiones está
prohibida, puede volverse luminosa y buena gracias a las buenas intenciones y a un
corazón puro. En verdad el monje habría cometido un pecado al comer carne, si la
ingenuidad no le hubiese disculpado. Y el final de la historia muestra que no sólo no
cometió un pecado, sino que además su acción fue meritoria.

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