domingo, 24 de marzo de 2019

San Andrés de Teixido

En un lugar abrupto y solitario, cerca del cabo Ortegal, sobre los acantilados, se alza
San Andrés de Teixido, santuario que los vivos podemos visitar voluntariamente a lo
largo de nuestra existencia mortal, y que, de no haberlo hecho, visitaremos sin duda
después de la muerte, alojada de modo transitorio nuestra alma en el vehículo de
cualquier animal, sea insecto, reptil o alimaña.
Esta sobrenatural virtud atractiva le fue concedida al lugar por el propio
Jesucristo que, un día, en una de sus visitas al mundo, recorriendo aquellos parajes,
encontró muy decaído al santo apóstol titular de la iglesia.
Nuestro Señor, siempre preocupado por sus criaturas, y más tratándose de un
apóstol, le preguntó a san Andrés qué le pasaba para que se mostrase tan
cariacontecido. San Andrés se puso esquivo, como si sintiese pudor en hablar de ello,
pero Nuestro Señor fue tan insistente que al cabo el apóstol tuvo que confesar la
causa de su pesadumbre.
San Andrés estaba triste al comprobar que, mientras centenares de peregrinos
llegaban de las tierras más lejanas hasta Compostela para visitar la tumba de su
colega, el apóstol Santiago, a su santuario apenas llegaban, y eso con buen tiempo,
los campesinos de los alrededores. La falta de fieles devotos no era debida a que en
su iglesia los afligidos no encontrasen consuelo ni los enfermos curación, sino a la
diferente dificultad de los caminos, pues los que intentaban llegar a Teixido
necesitaban un guía que los condujese por las trochas de aquella sierra de la
Capelada, donde no era raro perderse y despeñarse.
Nuestro Señor Jesucristo consideró los motivos del disgusto de san Andrés y
entendió que eran razonables, porque no tenía menos derecho al fervor de las gentes
san Andrés que Santiago. De modo que resolvió que ningún alma entrase en el cielo,
si eso era lo que le correspondía, sin haber visitado el santuario de San Andrés de
Teixido, así fuese mientras vivía o tras la muerte. De ahí la sentencia:
A San Andrés de Teixido,
vai de morto o que non vai de vivo.
Hay mortales que están a punto de llegar pero que no lo consiguen y necesitan la
ayuda celestial o algún hecho fortuito que los acerque al santuario. Se cuenta de unos
mozos que estaban haciendo la romería y que encontraron una calavera en mitad de la
senda. Poco respetuoso, uno de los mozos le dio una patada a la calavera y, como si
se tratase de un balón de fútbol, sus compañeros lo imitaron. Así, se fueron pasando a
puntapiés la calavera los unos a los otros, hasta llegar ante los mismos muros del
santuario.
En aquel momento, la calavera se puso en posición vertical, y con una voz clara y
jubilosa, pero sin duda de ultratumba por lo chirriante de los sonidos y su extraño
eco, les agradeció que la hubiesen ayudado a llegar hasta allí para poder completar la
peregrinación que había interrumpido una muerte súbita en mitad del monte.

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