viernes, 29 de marzo de 2019

LA PÓCIMA SAGRADA

La pequeña Grus Argrom se hallaba bastante apartada de la villa más numerosa
de esas tierras. Llamaban con ese nombre a toda la comarca por el norte del río
Diadema hasta las montañas de la Dentadura, pues su significado es «la saliente de
las grullas» en la lengua nativa, característica esencial de aquellas costas pobladas de
aves blancas, cuyas costumbres nómades comenzaron por adaptarse a tan borrascoso
clima, hasta emigrar en tiempos de tormenta hacia el sur, más calmo, tierras espejadas
por lagos, una hondonada rodeada de picos bajos de donde nacían varias vertientes,
pero que en el invierno era un pozo helado.
Grus Argrom era una aldea difícil de ser hallada por vagabundos o simples
viajeros. Se posaba sobre la inclinada ladera de las últimas ondulaciones de la
Dentadura, unas colinas que bajaban hacia el río, graves y tupidas, y terminaban en
un profuso bosque, antes de llegar a la orilla. Allí vivía Edren, un hombre bastante
extraño y con ocupaciones desconocidas para el resto de los habitantes. Había tomado
por costumbre, desde hacía varios años, ahuyentar a los demás con historias terribles
de fantasmas, que contaba con secreto orgullo y algo de mala espina a viva voz frente
a su casa, cuando la gente se apiñaba para oírlas. Cuando veía las expresiones
curiosas y de vago interés, exageraba los gestos para avivar los ánimos y acelerar el
terror del auditorio, que apenas por concluir la historia ya corría despavorido, sin
querer saber el final de la macabra travesía. Cierta vez, se supo, había estado en
tratativas con hechiceros que traían noticias del sur, de que un espíritu maligno
aterrorizaba los poblados, aunque más que eso no había trascendido. Desde entonces
se lo vio más urgido, pero en contadas ocasiones, yendo a las afueras, hacia los
bosques del otro lado del río. Aquellas no eran buenas nuevas para Edren. Pero pasó
el tiempo, y la vejez le llegó. A cargo de la casa quedó un muchacho llamado Údriel,
de pocos años pero mucha viveza, que había sido criado desde niño por el hombre, y
de quien se desconocían parentescos. Con la misma simpleza de su carácter, se
acomodó a la vida de Edren y se instaló en ella para siempre. El muchacho era
sorprendido habitualmente en maravillosas conversaciones con las aves o bien
distraído en la contemplación del sol, ya sea al amanecer o en el ocaso. Había algo
místico, pero a la vez humano en aquellos ojos casi transparentes, y su sonrisa se
abría de par en par como las alas de un pájaro. Pero no todos reparaban en él como lo
hacía Edren, quien con el tiempo se convirtió en maestro y padre para el joven. Así
aprendió su oficio, sea cual fuese, y también sus historias, y a su vez él también
relataba las propias, teñidas de un sentimentalismo profundo y el amor a la naturaleza
que él mismo profesaba. Por eso, pronto pensó el viejo que su hora se había
cumplido, y decidió emigrar, como las grullas, de aquel pueblo, a pesar de la negativa
impetuosa de Údriel. Tomó su abrigo y salió, llevándose algunas cosas de poco valor
bajo el brazo, con rumbo a los Bosques Sin Cielo. El joven, atribulado, lo siguió un
interminable trecho en silencio, hasta que las costas del río fueron visibles, y la orilla
contraria era una línea ondulada, cual océano de profundo verde frente a ellos.
Habían caminado toda una noche y todo un día, y la claridad se terminaba. El cielo
rojizo los cubría, tiñendo las aguas del Diadema con sus reflejos violáceos.
—Creo que deberías pasar aquí la noche, Údriel. Ha llegado la oscuridad, no es
bueno que cruces el bosque sin luna.
—Padre, no temas por mí. Conozco este bosque como a la palma de mi mano.
Llegaré a casa y la cuidaré por ti, hasta que regreses.
Y así se despidieron los dos hombres, uno con lágrimas en los ojos, el otro en
silenciosa congoja. Údriel dio media vuelta y emprendió el regreso, pensativo y
cabizbajo. A poco de caminar, miró hacia atrás y distinguió entre la negrura aquella
fisonomía familiar subiendo a una barca que lo llevaría al otro lado del río. Pronto, la
oscuridad devoró las formas.
El sinuoso camino se internaba en el bosque de resinosos troncos, azules por la
noche cerrada que se cernía cada vez más sobre la tierra. Pero el joven no le temía a
la oscuridad del bosque. Las luciérnagas le servían de faro en cada claro del sendero.
Allí iba, ciego, con los brazos extendidos, tocando a los lados los árboles conocidos,
rugosos, y bajo sus pies la gramilla corta. Silbaba una melodía que aprendiera de
niño, tal vez la cantara su madre las únicas veces que lo habría acunado, o así
fantaseaba él en momentos de distracción. Y su silbido fue llenando el aire, y
despertaron las aves y los animales salvajes para oírlo. Údriel sintió el movimiento de
pasos a su alrededor, la hojarasca crujiente, el resoplido. Con la punta de sus dedos
rozó el cuerpo de un animal inmóvil en la negrura, sintió el aliento dulce de la
criatura justo a la altura de su rostro. Se detuvo unos pasos más adelante, cuando algo
brilló de pronto en el bosque. No tuvo tiempo de girar, que la figura ya estaba a gran
distancia. Una grácil criatura se deslizaba sin ruido por entre los árboles,
resplandeciente, sus largas crines acariciaban la hierba a su paso y quebraban con su
blanco la noche. Pero lo que más atraía era su cuerno. Un fino marfil que se erguía
con delicadeza desde el centro de su frente, y dejaba un sutil rastro plateado.
—Unicornio… —alcanzó a murmurar, y la sobrenatural criatura desapareció del
todo.


Los años habían transformado a Údriel en un hombre. Dos recuerdos
permanecían imborrables en su corazón: el rostro de su amado maestro y la visión de
aquella noche en el bosque. Pocas cosas se habían alterado en la casa, ya que
conservó la habitación de Edren tal como quedara a su despedida y no se había
atrevido a curiosear en ella, aunque deseaba hacerlo.
Fue una tarde particular cuando oyó el galope que se acercaba a través del
sendero. Como su casa estaba algo alejada del resto, fue el primero en percatarse de
la llegada del extraño mensajero. Este aminoró el paso al llegar a su puerta, y
desmontó de un salto. El corcel sudaba y jadeaba, como si viniera de muy lejos. Una
gruesa y oscura capa cubría el rostro y el fornido cuerpo del extranjero, que se acercó
a grandes trancos hasta la puerta. Údriel, atento, preguntó sin salir cuál era su recado.
—Edren me envía a tu encuentro, señor. Tengo para ti un mensaje muy


importante; por favor, dame la bienvenida —aquellas palabras resonaron graves en la
sala cuando abrió la puerta. «¿Edren?», pensó para sí… después de tantos años… y le
hizo señas al hombre para que entrara.
—Estimado señor —dijo sin rodeos el mensajero—, Edren vive en una pequeña
aldea de los Bosques de la Anilla, y me ha pedido que te buscara, de esto ya hace
cinco días. El mensaje sólo tú puedes entenderlo: estás en peligro. Los cuatro jinetes
buscan la pócima, y para ello te necesitan. Por nada del mundo dejes que te
encuentren.
Údriel oyó cada palabra como de los labios de su maestro, y su ceño se oscureció
de pronto. El hombre había callado y lo observaba con gravedad. ¿Habría
comprendido aquel joven lo que su amigo le transmitía? Un silencio sepulcral invadió
todo alrededor. Se escuchaba con intensidad el crujir de los leños encendidos, el canto
de los grillos y la llegada del rocío nocturno. ¿Estaban solos? ¿Qué sucedería ahora,
que había sido advertido? El muchacho parpadeó y volvió en sí.
—Por favor —invitó con un gesto a que se arrimara al fuego que chispeaba en
otra habitación. El otro se quitó el grueso abrigo y por fin descubrió totalmente sus
facciones amables.
—Soy Grimsrud, mensajero de Baleoth, señor de la aldea de las Anillas. Bajo mi
protección está Edren, y desde ahora tú también —dijo mirándolo a los ojos, casi
como una amenaza.

El viejo Edren se refregaba las manos sobre la fogata, cuyos reflejos enrojecían la
sala. Tanta quietud lograba angustiarlo. La vejez, que había caído sobre él como un
manto, le había impedido realizar la travesía con Grimsrud, para advertir a su
pequeño aprendiz de lo que estaba sucediendo desde los Valles Rojos hasta el Bosque
del Alba. Debía protegerlo de lo que él mismo había comenzado hacía incontables
años ya, cuando se encontró cara a cara con el espíritu del mal.
—¿Eres tú Edren de los Puertos Negros, hijo de Meldred la hechicera y Olbur de
las Montañas del Sol?
—Así es, yo soy. ¿Quién pregunta?
—Conocí muy bien a tus padres. Y puedo asegurar que eres un auténtico
heredero de sus rasgos. ¿Has heredado también sus conocimientos en el arte de la
hechicería?
—Soy un aprendiz, pero he profundizado en el estudio de sus escritos. Señor, no
ha respondido a mi pregunta. ¿A quién debo el placer…?
—Hijo mío, soy Grih-ur-Bur, de las planicies desiertas del Norte. Seguramente
habrás oído mi nombre alguna vez. —La piel de Edren se erizó de pronto. Por
supuesto que había escuchado aquellas sílabas en otra ocasión. Su padre le había

advertido seriamente no tener contacto con aquel ser terrorífico y cruel, amo de las
subrazas maléficas que azotaban los desiertos y los pantanos de todas las tierras
sobre el Océano de las Algas, espantosas criaturas y seres demoníacos que bajo su
influjo cometían actos contra la naturaleza y la convivencia pacífica de las
comunidades. Por un momento Edren titubeó, y su «… no lo creo» fue poco creíble.
El enorme ser que se hallaba parado frente a él lanzó una risotada que lo hizo
sacudir de arriba abajo.
—Por supuesto, por supuesto… —sentenció Grih-ur-Bur, posando su pesada
mano en el hombro del muchacho. Con el mismo impulso, lo acercó hacia sí para
musitar—: Te comprendo, Edren. Tu padre te habrá advertido como es preciso. Pero
ahora Olbur no existe y Meldred, la poderosa Meldred,tampoco. Estamos tú y yo,
frente afrente, y he venido a buscarte desde muy lejos para reclamar algo que me
pertenece. Sabes de qué se trata, ¿no es así?
El joven reflexionó enseguida. Y alzó los ojos como en una súplica hacia los de
quien lo sujetaba con fuerza sobrenatural, pero no encontró nada más que sombra en
ese rostro.
—Sí. —La pequeña pero poderosa respuesta hizo que aquel hombre aflojara los
dedos y soltara la mano, que cayó pesada a un lado. Satisfecho por la afirmación, se
alejó unos pasos y dio media vuelta.
—Perfecto. Entonces, ¿lo has conseguido?
—No. Aún no. —Las manos del muchacho comenzaron a sudar. Temblaba. La
sola presencia de aquel monstruo lo hacía temer por su vida. Grih-ur-Bur se había
parado de espaldas a él y hojeaba unos manuscritos antiguos que descansaban sobre
la mesa. Edren se sentía imposibilitado de moverse, a pesar de que deseaba hacerlo,
pero sus músculos no respondían. Estaba paralizado de miedo. Un impulso mayor lo
llevó a explotar en palabras:
—Cuando haya terminado le haré saber, señor, pero ahora ¡déjeme! —y de un
salto cerró el libro y lo guardó bajo llave.
El maldito hombre se fue enseguida, prometiendo volver. Edren permaneció
varias horas en profunda meditación, hasta que decidió correr el riesgo de terminar
su trabajo, pero ¿qué haría una vez concluido? Volvió a tomar el manuscrito y lo
abrió en la última página escrita. Quedaba medio tomo para sus propias
anotaciones. Puso manos a la obra, y por muchos años Edren no salió de aquel
recinto.

Údriel y el fornido Grimsrud comenzaron a preparar los caballos. El muchacho
entró por primera, y quizás última vez al salón de su maestro. De una fina cadena que
llevaba al cuello quitó una pequeña llave y la introdujo en la cerradura del armario. El
aroma a libros viejos y preparados con azufre le llegó a la nariz. Nítida apareció la
voz de Edren, al conjurar su iniciación en la magia y la hechicería. Y tiempo después,
su promesa de jamás reunir los elementos necesarios para completar la pócima.
—¿Estás listo, señor? —interrumpió de pronto Grimsrud, haciéndolo estremecer.
Respondió un débil «sí», y la figura del hombre desapareció otra vez por la puerta.
Tomó con rapidez el manuscrito, lo envolvió junto a otros libros sin importancia.
Cerró con cuidado la habitación y la casa quedó en silencio. Armó sus alforjas, las ató
a la montura y saltó sobre su caballo.
—Vámonos, mi amigo.
Se internaron en el bosque. Údriel sabía que la última vez lo había visto allí. Pero
¿cómo saber si no había seguido su rumbo hacia otros bosques? Era probable que ya
no estuviera en aquel lugar. Descansaron en un claro, alejados del sendero, pero no se
encontraron con la criatura esa noche. Debían seguir adelante.
—Iremos hacia el Bosque de las Águilas. Por ahora, es todo lo que puedo decirte.
—Por alguna razón, Grimsrud no le daba más información que la obvia: se dirigían al
Este para evitar algún encuentro en la ruta hacia el sur, la misma que él había hecho.
Údriel reflexionaba cada vez más acerca de aquello que en su juventud había sido un
pasatiempo, y que ahora, años más tarde, se convertía en razón de vida o muerte: la
pócima de la inmortalidad, la brutal cacería de unicornios, el último elemento hasta
entonces desconocido, y su promesa terminante. ¡Oh, si pudiera volver el tiempo
atrás y negarse a descubrir ese pequeño detalle final! Las emociones se
arremolinaban en su pecho y lo atormentaban. El paso angustioso de su caballo lo
preocupó.
—Señor, estamos por llegar a una encrucijada, pero será mejor que nos
desviemos. —El Paso de las Gravas se abría como una siniestra boca delante de ellos,
incitándolos a cruzar el maldito murallón de la Dentadura. Sabían con certeza que
aquel sitio estaba plagado de seres adeptos al espíritu del mal, Grih-ur-Bur. Sí, Údriel
también había sido advertido al respecto, y conocía el peligro de que el manuscrito
llegara a sus manos.
—Salgamos cuanto antes del camino. No podemos arriesgarnos —su voz fue más
un ruego, y espolearon sus caballos hacia el bosque.

—Edren, mi querido amigo —lo saludó a viva voz un hombre, extendiéndole las
manos—. Hace días que no sabemos nada de Grimsrud y no son buenas noticias.
—Lo harán bien, Baleoth —asintió el viejo, y volvió a sentarse. Hacía más de una
semana que el mensajero había salido y la preocupación era notable en todos los
rostros. Los cuatro jinetes habían
llegado a la aldea de las Anillas preguntado por el viejo, pero, ya advertido de su
búsqueda, éste se había ocultado en los pasajes subterráneos del bosque. Sabía que le
seguían el rastro a Údriel, y de esto ya iban cuatro días. Había cometido un grave
error al dejarlo a cargo de todo aquello, y por no haber solucionado la persecución
enfrentándose a los enviados. Ahora ya estaba hecho. Su corazón latía acongojado, y,
sumado a la vejez, parecía que los minutos de tristeza habrían de acabar con su vida.
Suplicaba en voz baja que el joven estuviera a salvo, y se perdía en sus cavilaciones y
tormentos. Baleoth, sentado a su lado, hablaba de las peligrosas incursiones de los
jinetes en la aldea, y de la búsqueda incansable que venían realizando a través de ríos
y montañas. Otros seres, menos malignos pero más horripilantes, se habían
escabullido en los poblados, en los bosques, con la orden de capturar vivos o muertos
a todos los unicornios de aquellas tierras. Pero hacía ya mucho tiempo que no se
veían esas criaturas.
En un instante, todo se aclaró en su mente.
—Estimado Baleoth, debemos ir al encuentro de mi hijo, ahora mismo. —La
mirada del viejo refulgió con un brillo extraño, y su voz resonó vigorosa, decidida,
cargada de una fortaleza inmodificable. De un salto se puso de pie y tomó su bastón;
nada ni nadie, ni siquiera el maldito Grih-ur-Bur, lograría amedrentarlo. Había que
terminar de una vez por todas con la persecución y la maldad que estaban azotando
las tierras. Recordó Edren a su madre, mientras agonizaba, herida por un detestable
jinete, y las últimas palabras «No te rindas, hijo», retumbando en sus oídos. Recordó
a su padre, muerto también por los mismos seres, y vio la sangre de esos maravillosos
unicornios bullendo en incontable cantidad de pócimas sin sentido, pócimas
inservibles, inacabadas. El horror de sus años de juventud, el horror de sus miedos,
acudieron a él en ese instante, y se convirtieron en la fuerza vital de su cometido:
detener el mal.
Los días pasaban como agua en el río. Údriel y Grimsrud se habían separado del
camino, y cruzado el Bosque de las Águilas.
¿Sabía Údriel el verdadero significado de aquella ruta? Cuando se detenían,
momentos cada vez más esporádicos, casi no conversaban. Grimsrud se ocupaba de
los pobres caballos, agotados por tanto galopar, y el joven preparaba algún fuego,
pero enseguida se volvía una hermética piedra, sumido en sus pensamientos. ¿Sabía
que cuatro espantosos hombres a caballo preguntaban por él desde hacía semanas, y
aterrorizaban las regiones del sur por encontrarlo? Ninguna respuesta había en los
ojos del muchacho, sólo cansancio y desesperación. ¿Dónde estaría el unicornio?
¿Habría desaparecido? No lo sabía. Debían esperar a que ocurriera el milagro.
Apenas caído el sol, los dos hombres recogieron sus cosas y caminaron largos
trechos junto a sus caballos, guiándose en la oscuridad por los rayos de luna. Las
riberas de los pescadores estaban cerca. Llegarían al amanecer, justo para ver
despuntar el sol sobre las aguas del océano.
A medida que se acercaban, las aves crecían en cantidad, y así disminuía la
densidad del bosque, el terreno era cada vez más arenoso y se divisaban claramente
los destellos del mar sobre las nubes blancas. Algo de toda aquella visión los
reconfortaba, y una semisonrisa se dibujó en los labios de los hombres. Comenzaron
a aparecer pequeñas cabañas y construcciones humildes, que se desperdigaban aquí y
allá, de colores fuertes, con redes y lanzas de pesca colgadas en los dinteles, y algún
que otro hombre preparándose para salir. La aldea se desperezaba.
Grimsrud le pidió que se quedara allí, en la entrada del pueblo, y enseguida ató su
caballo al tronco de un árbol y salió sin darle más explicaciones. Údriel, que estaba
demasiado agotado, acomodó sus alforjas en el suelo y se echó a dormir. Comenzó a
soñar con la mágica criatura blanca, que lo seguía suavemente hasta un claro
luminoso, y allí se inclinaba ante él. Pero el sueño se convirtió en pesadilla cuando
veía en sus propias manos una daga, y sujetaba al unicornio por el cuerno,
exigiéndole que se lo entregara. Entonces saltó la sangre y oyó gritos de dolor, y se
despertó alterado. Observó a su alrededor. Quizás habían pasado algunas horas. Allí
estaban los dos corceles, pastando tranquilamente. El sol parecía haber llegado a su
cénit. Vio venir a Grimsrud cargado con algunas provisiones.
—¿Preparado para seguir? —El muchacho hizo un gesto de afirmación—, Muy
bien. Tengo información que será útil: algunos mensajeros llegaron desde las Anillas
hace unos días, y dejaron esto para ti. —Desenrolló mientras hablaba un manuscrito y
se lo entregó. Reconoció la caligrafía de Edren. Su corazón angustiado encontraba
por un momento la calma; sentía que su padre, su maestro, no lo había abandonado a
su suerte.
«Mi estimado hijo, encuéntrate con nosotros en el Bosque del Sueño. Deberás ser
fuerte para enfrentar el mal que nos acosa a ti y a mí, desde siempre. Confía en
Grimsrud, que él sea tus ojos; guárdate para el momento. La protección de mis padres
y mis ancestros va contigo. Edren de la Anilla».
Údriel sintió renovadas fuerzas. Y de ello se percató enseguida su compañero, que
ya había alistado los caballos y lo invitaba con una sonrisa a continuar la marcha.
—Ya sabes nuestro recorrido, entonces. Estemos atentos al cruzar el primer río,
que será a pie un tramo bastante largo. Te ruego que no le dirijas una sola palabra al
barquero, déjame hablar a mí. Tú, intenta cubrir tu rostro.
Esas fueron las últimas instrucciones y palabras que Grimsrud dijo por largo
tiempo. Todo el camino que realizaron luego fue en absoluto silencio. Údriel siguió el
consejo de su padre, y dejó que el corcel, cuyas riendas habían sido atadas a la
montura del otro, lo llevara a través del bosque. Dejaron atrás los Puertos de
Pescadores, y tomaron la senda hacia el suroeste, que cruzaba la foresta y se metía en
los pantanos de Piedras Blancas.

En los Bosques de la Anilla se preparaba una comitiva bastante numerosa a las
órdenes de Baleoth. No había en la región un solo hombre que no respondiera al
llamado de su guía. No estaban
preparados para la lucha, sino para proteger a Edren. El viejo tomó su vara tallada
y su manto y salió. Habían recibido noticias de los Valles del Sueño y de los Cien
Lagos que una horda de jinetes estaba merodeando la zona y dejaba como mensaje el
nombre de Grih-ur-Bur, señor de los desiertos, luego de destrozar aldeas o cultivos.
Se presumía que él viajaba con ellos. También, desde las Llanuras de Tronco Negro,
que unos seres escurridizos andaban de cacerías nocturnas, y cada tanto cruzaban
palabras con los pobladores, preguntando por unicornios.
—Pues bien, ya sabemos cómo se
está moviendo el enemigo. Parece que
nos encontraremos con los malditos
seres a la altura del Diadema.
Aquella era una reflexión bastante
improbable, pensó Edren, pero no dijo
nada.
En su corazón bullían el miedo y la
valentía con la misma fuerza, y esperaba
el momento de reencontrarse con Grihur-
Bur, reclamando la pócima.
Espectral se abría poco a poco el
cielo diurno, que parecía anunciar una
tormenta. Los caballos bufaban y
relinchaban. Los hombres, en cambio,
iban en silencio.
¿Habría llegado el mensaje a manos
de Údriel? No lo sabía.
Rogaba encontrarlo antes de que su
enemigo lo hiciera.
Debían apurar la marcha.
Tal como supieran a través de las noticias, en los pueblos que rodeaban Cien
Lagos se vivían momentos espantosos. Las noches se habían convertido en
terroríficas horas de gritos y aullidos, galopes lejanos y algún que otro incendio en el
bosque. Quienes se habían cruzado con ellos relataban acerca de sus rostros
deformes, sus corceles resoplando, enormes y negros, y los ojos rasgados y
profundamente rojos. Pero uno en particular llamaba la atención. Se quedaba detrás,
oculto, y hacía sentir su autoridad. «Un monstruo sin ojos», dijeron quienes lo habían

visto. Era Grih-ur-Bur. Estaba allí, en algún lugar de los bosques, aguardando la
llegada de Edren.
Mientras tanto, en las inmediaciones del río, se encontraban los dos hombres y
sus caballos sedientos, caminando hacia las barcas que los dejarían en el pantano. Ya
notaban bajo sus pies el lodo cada vez más espeso y maloliente. Grimsrud le hizo
señas a Údriel para que se cubriera el rostro.
—Bundheog ab erthz asheod ashe —pronunció despacio cada sílaba en la lengua
de los pantanos, y el hombre que sostenía la barca se acercó a la orilla. Cuando
estuvo a pocos metros, la niebla que cubría la superficie del agua se fue abriendo, y el
muchacho pudo entrever que aquello no era un hombre. Era un ser horripilante,
semejante a nada que hubiera conocido antes. Apretó los ojos y los labios para no
emitir un sonido de asco. ¿Era aquello lo que su amigo le había advertido?
Con gruñidos, el barquero encalló su bote y esperó a que Údriel subiera, todavía
montado. Soportaría el peso de uno a la vez, así que Grimsrud esperó su turno en la
orilla. El trayecto era corto, pero la impaciencia y curiosidad del joven lo llevó a
quitarse parte del manto que lo cubría. Deseaba ver a aquel monstruo, saber qué era.
Estaba de espaldas y manejaba un enorme remo, navegando contra corriente. Esa
fuerza era sobrenatural. La niebla confundía sus ojos, y no sabía bien hacia dónde
estaban yendo. ¿Estaban cruzando a la otra orilla? Observó la piel curtida por el sol, y
las garras afiladas, sucias de barro. El caballo bufó intranquilo. Pareció por un
momento que perdería el equilibrio, y esto llamó la atención del barquero, quien miró
de repente el rostro del joven. El remo se detuvo en lo alto, y aquel espantoso ser
emitió un chillido de horror. ¿Qué había sucedido? Údriel no pudo responderse, que
ya su corcel se había alterado completamente, y con un movimiento de terror golpeó
el piso de la barca haciéndola temblar. Algo tan horrible como aquel aullido
descontroló por completo al caballo, que se paró en dos patas, derribando al
muchacho. Cayeron al agua, espesa y fétida. No era profundo, y en un momento
estuvieron otra vez de pie, pero no por mucho tiempo: el barro comenzó a abrirse y
las aguas empezaron a subir. Sobre la barca, el extraño ser se agitaba con gritos de
furia e intentaba alcanzarlos, lanzando zarpazos, hasta que se arrojó al agua y estuvo
a punto de destrozar al muchacho de no ser por la llegada de Grimsrud, quien
desenvainó sobre la cabeza del monstruo una filosa espada y de un solo golpe la abrió
en dos. Las aguas turbias se tornaron negras, tal era el color de su sangre.
—¡Rápido, hacia la orilla! —alcanzó a decirle mientras volvía sobre sus pasos, y
entre el agua y el barro galoparon por un buen tramo hasta la costa.
¿Qué había sucedido con el barquero, por qué se había enloquecido de esa
manera? ¿Qué había visto en su rostro? El muchacho no lograba calmar las preguntas
de su interior. Estaban perdidos. ¿Qué harían ahora, sin barca para cruzar?
—No es momento de responder —pareció leer sus pensamientos el hombre,
mirándolo fijamente—. Conozco otro paso, pero debemos ser más cuidadosos. Ya
todos a lo largo del río saben que estamos aquí. Será mejor que nos apuremos. —Sus
ojos vagaban buscando algo hacia el Norte, pero la niebla era demasiado oscura y
densa. Algo iluminó su mirada. Y espoleó su corcel gritando—: ¡Vamos!
Subieron y subieron hacia la llamada Encrucijada de las Diademas, que era donde
se separaban los dos cauces y se formaba una especie de cañadón, aprovechado para
tender puentes colgantes de orilla a orilla. Era preciso que llegaran antes de que el sol
estuviera completamente arriba y se dispersase del todo la niebla que les servía de
protección. El agotamiento intentaba derribarlos. Pero el deseo de que todo aquello
terminara de una vez los llevaba hacia adelante. Veían en su trayecto la costa plagada
de reptiles y seres por demás extraños, en especial para el joven, que casi no había
salido de su pequeña Grus Argrom, excepto por los relatos de su maestro y las
lecturas.
A lo lejos comenzó a dibujarse Paso Alto. El paisaje cambió de pronto: las orillas
comenzaron a ser quebradas de roca, y el río se hundía entre las piedras, más y más
abajo. Estaban subiendo unas colinas escarpadas y tupidas. Los puentes colgantes se
bamboleaban un poco con las fuertes correntadas de viento que se arremolinaban en
el interior de la cañada. Parecía estar desolado. Aunque sombras extrañas se movían
en la espesura; Údriel las observaba a través de las mantas, que esta vez lo cubrían
completamente.
El paso era una estructura de troncos y largas tiras de cuero, lianas y otros
elementos para sujetar las maderas, que se perdía en la bruma. El joven no había
pisado jamás un puente de ese estilo, pero debía confiar en Grimsrud. Con un gesto,
éste le pidió que desmontara. Desataron los caballos y cada uno tomó sus riendas.
Pasarían de a uno. Esta vez, Grimsrud iría primero.
Grandes aves sobrevolaban el paso, y planeaban todo a lo largo del río. Sus
graznidos retumbaban en las profundas grietas de la quebrada, y se repetían hasta
perderse en las remotas hondonadas. El puente crujía. Údriel esperaba la señal de su
compañero para realizar el trayecto, ya que la niebla le impedía ver la otra orilla. Oyó
la voz, y se lanzó hacia el puente. El caballo resoplaba inquieto. Las aves graznaron
sobre su cabeza varias veces, erizándole la piel. Todo transcurrió con nerviosismo,
pero sin sobresaltos.
Grimsrud estaba sentado sobre un tronco caído y masticaba pan. Tomaron un
breve descanso para alimentarse y beber algo de agua.
—Explícame qué le sucedió a ese barquero, por favor —declaró con voz turbada
el muchacho apenas estuvieron sentados.
—Supongo que te habrá mirado —respondió despacio el otro, acomodándose
para dormir un rato.
—Sólo el rostro, pero ¿por qué? Vio tu rostro también, pero nada le sucedió… —
volvió a preguntar, esta vez visiblemente perturbado.
—Bueno, mi amigo, yo no llevo la señal de las criaturas en la frente. —Las
palabras de Grimsrud sonaron como truenos en su oído. ¿La señal de las criaturas?
¿Cómo podía ser? Se atragantaron los sonidos en su garganta, y una mezcla de
desconcierto y tristeza profunda se arremolinó con ellos.
—¿De qué estás hablando, Grimsrud? —gritó de pronto, llevándose la mano a la
cara. Tanteó su frente, pero no notó nada—, ¿La señal…? ¿Y cómo sabes tú…? —
Una mirada al rostro de su amigo bastó para darse cuenta. De pronto, muchas cosas
se aclararon en su mente.
Llegaban al linde de los Bosques de
la Anilla. El pequeño arroyo donde se
habían detenido marcaba el comienzo de
la región llamada Del Sueño, por su
espesura y la calidez asfixiante, que
invitaban a cerrar los ojos. Muchos le
temían a aquel bosque. Las más
tenebrosas historias se tejían alrededor
de sus «encantos». Baleoth y los demás
estaban dispersos, sentados sobre la
gramilla suave. En cambio Edren
sopesaba su barba y recorría las
inmediaciones con la mirada. —Han
pasado por aquí… —murmuró. Era
cierto. Cinco seres montados a caballo
habían atravesado aquel paraje donde
ahora descansaban. Quizás habían
cruzado algunas palabras, allí mismo.
Edren se alejó un poco más de los que lo
acompañaban, y los murmullos de los
extraños se hacían más fuertes en la
memoria de los árboles, se destilaban de
sus ramas, de cada folículo, de cada gota
de savia. Eran suspiros que llevaban
palabras, como pócima, cazar, matarlos,
pantano, escondidos, vendrán… Edren realizaba esfuerzos sobrehumanos para oír,
cada vez más adentro, cada vez más, en los troncos de aquellos viejos abetos, sauces,
fresnos, hasta reconocer con claridad esa voz rasposa, que gemía… su nombre…
Con un grito de espanto se alejó del árbol. La madera sangraba. Una herida
horrible, hecha por la garra de un ser maligno, se exhibía como mensaje. Sintió el
quejido de dolor del milenario roble y huyó nuevamente hacia el grupo, agotado. Su
rostro se había transformado en una mueca seria y oscura. Pero Baleoth no preguntó
qué sucedía, pues temía lo peor.
—Están aquí —dijo por fin el viejo, y suspiró con angustia.
—Lo sé —se le acercó diciendo Baleoth, y le mostró las marcas en los troncos
frente a ellos, donde se iniciaba el bosque, heridas abiertas—. Van hacia el corazón
del Sueño. Es un camino trazado para advertir algo, o para atraer a otros. Estamos
esperando tu orden, querido amigo.
Los labios del viejo temblaban. Sabía que debían avanzar, pero todavía no estaba
preparado. Sabía también qué significaban esas marcas, y qué se proponían con ellas.
Pero debía esperar a Údriel. La fuerza del muchacho era lo único que podía salvarlos
de una muerte segura.
—No daremos ni un solo paso más —pronunció Edren, y levantó sus ojos hacia
el hombre parado frente a él—. Podemos estar tranquilos aquí, mientras no crucemos
dentro de la zona marcada.
La tarde caía con inusual silencio. Las nubes se apelmazaban en el cielo, grises y
redondas, anunciando tormenta. Údriel no había podido descansar; repasaba en su
interior todo aquello que había aprendido con su maestro e intentaba hacer un mapa
de lo que sucedería. Grimsrud despertó sobresaltado, anunciado que seguirían
camino. Una congoja muy profunda y desconocida
estranguló de pronto el pecho del joven, y pidió que le alcanzara un poco de agua.
Tenía la boca reseca y la lengua empastada, como si de la nada el terror lo cubriese.
Montaron. Sabían que faltaba poco para llegar a los lindes del Sueño, justo a la
orilla del último brazo del río Pétreo. Estarían allí apenas iniciada la noche. ¿Era
propicio enfrentarse con aquel bosque en la oscuridad total? ¿Sabría Grimsrud hallar
el camino correcto para salir de allí? No importaba eso ahora. Sólo llegar para unirse
a Edren; él sabría qué hacer, cómo enfrentarse a Grih-ur-Bur. Los árboles del sendero
pasaban a gran velocidad, su corcel estaba recuperado y lo conducía con pasos
seguros, saltando raíces, cruzando arroyuelos, esquivando troncos caídos y pequeñas
quebradas. El terreno volvía a descender y se hacía cada vez más oscuro y cálido, con
pocos claros que permitían filtrar los últimos rayos de un sol débil, que poco podía
hacer para evitar la tormenta. Oyeron un trueno, vieron su resplandor en la lejanía.
Los caballos siguieron la rápida carrera, guiándose en la penumbra. Estaban llegando
al río, podían escuchar los saltos de agua golpeando en las piedras. Más minutos y
más tramos de camino pasaron. Ya era completamente la noche, fuliginosa y
macabra.
El chillido de los pájaros noctámbulos los sobresaltó. Údriel sudaba, las riendas
resbalaban de sus manos. Observó a la distancia, algo resplandecía entre las sombras.
¿Qué era aquello? ¡Oh, qué era aquello! ¡Eran marcas! ¡Terribles heridas sangrantes
bordeando el bosque! Údriel sabía qué significaba aquello, y el dolor punzante se
acentuó en su pecho. Espoleó al caballo y se adelantó a Grimsrud, ¡debía llegar antes
de que sucediera otra vez!
—¡Lo han encontrado, Grimsrud! ¡Han cercado al unicornio! —logró exclamar al
pasar a su lado, y los dos hombres cruzaron las señales a todo galope. Un
estremecimiento helado los envolvió de pronto, se iban acercando al hondo nudo del
Sueño, podían oír los aullidos salvajes de aquellos seres, azuzando al unicornio. ¡Allí
estaban! Un espectáculo siniestro los detuvo en seco: cuatro enormes corceles negros
y sus jinetes rodeaban a la criatura, blanca como un relámpago, que giraba y golpeaba
el suelo con sus patas, levantando tierra. El marfil despedía una luz mortecina, que
bañaba todo en aquel sitio y lo convertía en piedras grises, mientras dibujaba sombras
extrañas a su alrededor. Sin pensarlo, Grimsrud, enloquecido de furia, volvió a
espolear su caballo y se lanzó hacia el círculo de monstruosas criaturas
desenvainando su espada. El filo brilló como un hilo de plata y se blandió sobre la
cabeza de un jinete, cortándola de cuajo. Un líquido espeso surgió de pronto y los
aullidos se convirtieron en gritos de asombro y venganza. El cerco estaba roto; los
tres restantes se aunaron detrás de Grimsrud, quien se arrojó en una desesperada
huida hacia lo profundo del bosque, llevándose consigo a las bestias. Pero esto no
logró engañarlos. Uno de ellos, advertido de la otra presencia, se volvió de pronto
hacia donde estaba Údriel, escondido en las sombras. El unicornio había desaparecido
en la espesura, se había apagado como un sol en el horizonte. Un terrible encuentro
estaba a punto de suceder, y el muchacho se había preparado para enfrentarlo. El
terrible ser sujetaba una enorme espada por sobre su cabeza, en clara señal de certero
ataque, pero Údriel no atinó a moverse: estaba perdido. Sabía que era imposible
escapar: su caballo estaba agotado. Tampoco poseía un arma para devolver el ataque,
o al menos defenderse. Inmóvil, sus músculos no le respondían. El terror a la muerte
se esfumaba poco a poco, a medida que el otro llegaba.
Vio por última vez al jinete, que se acercaba con velocidad, cerró los ojos y oyó el
horrible quejido. Pero nada sucedió. ¿Qué había ocurrido? Oyó más quejidos y por
fin un relincho agudo, resoplidos frenéticos, un grito de espanto, un golpe de espada y
la caída de un cuerpo que pareció retumbar en todo el seno del bosque. Údriel
parpadeó, la sombra era total. Sólo se oyó el seco galope a lo lejos, seguramente de
Grimsrud, o lo que era peor, de algún jinete con sed de su sangre. ¿Estaba vivo? ¿Qué
o quién había intervenido entre él y su muerte segura? Vio un resplandor, un brillo
extraño, y sintió un calor similar al fuego en su frente. Se descubrió la cabeza y el
rostro: su ceño vibraba y ardía. Frente a él vio de pronto al unicornio, atraído por el
fulgor de su marca. Había una extraña expresión en su mirada, compasión, dulzura,
entendimiento. Údriel vio el cuerno manchado de sangre negra, pestilente, y la lluvia
comenzó a caer con fuerza.
Desmontó. La criatura se mantuvo estática, aguardando el movimiento del joven.
Él se acercó con las manos extendidas, palmas al cielo, bajo la torrencial tormenta. El
unicornio lo observaba en sigilo. Estaban a pocos pasos. El maravilloso ser se inclinó
ante Údriel, en señal de reconocimiento. ¿Qué significaba aquello? La marca de su
frente se encendió en la noche. Údriel, señor de las criaturas, acarició al unicornio y
enjuagó la sangre de su cuerno.
—No temas, mi amigo, estarás a salvo —le susurró al oído, y levantó sus ojos
hacia la profundidad del bosque. Se podía escuchar que algo se acercaba: era el paso
de un caballo, quizás dos, o varios. Prestó atención a las voces. «Edren», pensó, y en
un momento la grácil criatura se había esfumado. No intentó buscarla, sabía que era
en vano. Corrió hacia las voces. ¿Dónde estaría Grimsrud? Sí, allí estaba Edren,
acompañado de otros hombres, y también Grimsrud, pero sus rostros denotaban que
algo estaba mal, una completa seriedad los aplacaba.
No podía creer lo que sus ojos le mostraban: muchos hombres habían sido
masacrados, pudo verlos en el suelo, pudo ver su sangre bajo la luz de los
relámpagos, y quedaban unos pocos en círculo, cercados por el mismo Grih-ur-Bur y
uno de los jinetes, aunque herido. La lluvia los empapaba, filtrándose por el espeso
techo de ramas. Sintió arderle la marca en su cara, y todo su cuerpo vibró enfurecido.
¿Qué hacer ahora? ¿Qué hacer?
«Mi querido hijo», escuchó una voz grave, quizás era un sueño, quizás una
aparición. Miró a los lados, pero no vio nada, sólo el bosque, sólo sintió la lluvia.
Pero otra vez: «Údriel», lo llamaba la voz. Volvió sobre sus pasos, confundido.
«Debes preparar la pócima sagrada, Údriel, hazlo ahora», y la voz desapareció.
¿Quién, sino él mismo, podía terminar de una vez con aquella matanza? Era la única
opción que quedaba, deshacerse del maldito Grih-ur-Bur dándole lo que deseaba.
Desesperado, sus ojos se ahogaron de lágrimas, y corrió hacia la profundidad del
bosque, a encontrar alguna respuesta.

—De nuevo frente a frente —dijo socarronamente. Su caballo resopló y pateó el
suelo—. ¿Estás contento de verme otra vez?
—Jamás estaría contento de ver a quien detesto —espetó Edren y clavó sus ojos
en la sombra del otro rostro.
—Oh, ya veo… todavía me guardas rencor por haber mandado a buscar a tus
padres… Lo recuerdo como si fuera hoy. —Las manos de Edren apretaron con furia
el bastón, haciéndolo crujir. —Por supuesto que lo recuerdo. Fue una noche similar a
esta. En este mismo bosque. Intentaron proteger a un pobre unicornio y a su cría, ¿no
es así? ¡Unicornios! Estúpidas criaturas… Con ellos había un niño recién nacido, que
fue arrojado junto al cadáver de tus padres, ¿tú no lo recuerdas, Edren de los Puertos
Negros…?
El viejo hizo un silencio profundísimo. Las imágenes en su interior se deslizaban
como si pudiera vivirlas nuevamente. Allí estaban sus padres, en el Bosque del
Sueño. Habían encontrado el nido de un unicornio, y se acercaron para verlo. Los
bellos seres se presentaron sin temor, y descubrieron a los ojos de esos hombres su
secreto: un niño. Alguien lo había abandonado en el bosque, y ellos lo tomaron
enseguida bajo su tutela. Era un bebé hermoso, y le habían impreso en la frente la
señal de los unicornios y las criaturas, como signo de que les pertenecía en espíritu.
Edren, que también estaba allí, miró la pequeña cueva y vio al niño. Sus ojos
transparentes vibraban. Un grito quebró la calma del bosque. Los gigantes montados
a caballo arrasaron con todo. Edren trepó a un árbol y salvó así su vida. Vio cómo los
pequeños unicornios se escabullían entre los arbustos o escapaban, esfumándose de
un salto. Pero otros se quedaron a proteger el nido. Y su suerte fue horrible, igual que
la de Meldred y Olbur. El niño fue abandonado a su suerte junto a los cuerpos. Fue
entonces cuando él lo tomó y huyó de aquella foresta. El dolor y el odio estaban
intactos en su alma desde aquel día funesto.
—Sí, lo recuerdo —sentenció, y sus tibias lágrimas se confundieron con la lluvia.
—¿Y qué habrá sido de él? Tal vez tú puedas saberlo… —No contestó. Los más
horribles pensamientos se cruzaron por su mente. Údriel estaba cerca, podía sentirlo.
¿Lo sentiría también ese monstruo? A su lado, Baleoth murmuraba palabras a sus
dioses y los otros hombres rogaban por sus vidas. Ninguno tenía certeza de lo que
sucedería. Ninguno confiaba en la fuerza del bien, excepto Edren. Él fue el primero
en ver salir de entre las sombras al muchacho, sus ojos lo buscaban en la espesura,
allí estaba, emergía como un astro iluminado. La marca brillaba con luz extraña,
azulina, y refulgía entre la lluvia y la noche. Grih-ur-Bur tardó un momento en
comprender lo que aquella figura era, pero apenas reconoció al muchacho se lanzó
sobre él con furia inusitada. Údriel caminaba despacio a su encuentro, y esto alimentó
aún más el despiadado ataque. Pero el desconcierto fue total cuando lanzó el primer
movimiento de su brazo: una fuerza mayor lo rechazó, y así sucedió también con toda
la potencia de su espada, que volvió a intentar asestar un golpe, y falló nuevamente.
El poderoso ser dudó por un segundo, y su temor, que por primera vez emergía desde
lo más profundo de su espíritu, si alguno habitaba en aquel cuerpo, lo hizo
estremecer. Retrocedió intranquilo. ¿Quién era aquel minúsculo humano que se
atrevía a ponerlo en ridículo? ¿Qué poder lo sostenía?
Por sobre los truenos, la voz del joven se alzó, solemne y cruda:
—Grih-ur-Bur, deja libres a esos hombres. —La risa del monstruo, ahora soberbia
pero nerviosa, se oyó clara en todo el bosque. Su caballo se adelantó otra vez hacia
Údriel, y dijo:
—¿Y quién lo ordena?
—Soy Údriel del Sueño, señor de los unicornios y las criaturas, y te exijo que
liberes a esa gente y dejes para siempre estas tierras. A cambio, tengo aquí tu pócima
sagrada. —Otra vez la risa y la amenazante cercanía. Grih-ur-Bur volvió a dudar.
Miró al joven con curiosidad. Allí estaba, desafiante, aquel insecto, parado bajo la
lluvia, sujetando entre sus manos un vaso. Por un momento vio en él la misma
expresión que alguna vez tuviera Olbur, ofreciéndole la pócima. Recordó el intento
de traición, que debió castigar cortándole un dedo de la mano. Aquel muchacho, sin
embargo, parecía estar decidido a colaborar con su poderoso reinado por toda la
eternidad. Pero no podía arriesgarse.
—¿Crees tú que voy a confiar en tus hechicerías?
—Údriel, ¿qué estás haciendo? —interrumpió de pronto el viejo hombre, al ver
que aquella que esgrimía el muchacho era la vasija original, y el aroma que exudaba
era el de la verdadera sustancia.
—Tú no te intrometas —rugió el jinete herido, golpeándolo con una gruesa lanza
que llevaba sobre el hombro. Los hombres reaccionaron con violencia, en especial
Grimsrud, que se había mantenido en silencio. Pero aquella bestia lo arrojó hacia
atrás de un manotazo. Grih-ur-Bur se adelantó y observó la vasija que le ofrecía el
joven. Tenía las inscripciones que él conocía. Llevaba el sello impreso en los lados. Y
reconoció la misma marca en la frente del que la llevaba.
—Así que tú eres el último eslabón del hechizo, ¿no es así? —murmuró,
aproximándose cada vez más.
—Sí, lo soy.
—¿Y has preparado la verdadera pócima, tal cual lo hicieron Meldred y Olbur y
Edren, sin resultados…?
—La he preparado según el antiguo manuscrito —exclamó, y desenvolvió el
viejo libro que llevaba entre las ropas. Lo arrojó al suelo. La lluvia furiosa comenzó a
deshacer el papel, roído por el tiempo. —Y llevará mi sangre, para que no dudes —
dijo mientras se abría un tajo en la mano, y su sangre tiñó el corazón de la vasija,
hasta que la pócima por fin burbujeó y dejó salir un vaho dulzón.
—¡No te atrevas…! —gimió Edren, viendo cómo el muchacho entregaba la vasija
y caía al suelo de rodillas, agotado, bajo la poderosa lluvia.
—Por fin es mía… ¡Ha llegado el momento de descubrir el verdadero poder de
Grih-ur-Bur…! —gruñó a los cielos nocturnos. Su rostro sin forma conocida
relampagueó con un demencial aullido victorioso, y los árboles y todo el bosque se
estremecieron de pronto.
Todo lo demás sucedió en breves instantes. La risa a borbotones de Grih-ur-Bur al
sostener su pócima, la euforia de Edren maldiciendo aquel momento, el silencio
doloroso de Baleoth y Grimsrud, el grotesco desparpajo del jinete festejando la
victoria, la imagen detenida de Údriel lanzando un ruego, y sobre todos la lluvia
fresca, radiante, nocturna. Qué sucedería en aquel momento exacto, cuando el
maldito monstruo estuviera a punto de tomar de la vasija, nadie lo podía adivinar ni
intuir. Porque cuando tuvo la pócima en los labios, no la bebió. Al contrario de lo que
cualquiera había pensado, se acercó a Edren y le ofreció el vaso.
—Tú lo harás primero, viejo. Si tú
mueres, estaré a salvo.
—¿Pero si la pócima es
verdadera…? —le susurró Edren con
una mirada enigmática, y de un solo
trago intentó bebería toda, pero el otro se
lo impidió. Le quitó la vasija y la
sostuvo contra su cuerpo. Todas las
miradas se habían clavado en Edren.
De pronto, Grih-ur-Bur tomó su
espada y con un movimiento certero la
hundió en el pecho del viejo. El rostro
del hechicero se quebró de espanto.
—Ahora veremos qué sucede —
exclamó quitando con otro movimiento
la hoja de acero del cuerpo inmóvil. La
sangre brotó, salpicando las ropas y
diluyéndose con la lluvia. Por un
momento, Edren parpadeó y se tocó la
herida con gesto de dolor. De pronto, la sangre había dejado de correr. Quitó la mano
de su pecho y ya no había rastros de la herida. Entonces alzó los ojos y los detuvo
sobre el gigante.
—¿Qué dices a esto, maldito? —gruñó entre dientes Edren y se lanzó al ataque.
El otro apenas pudo defenderse, y en el forcejeo se bebió el último sorbo de la
pócima. ¿Qué hacían los demás? Estaban sorprendidos, viendo cómo se cerraba
aquella herida burbujeante; no entendían la sobrenatural fuerza de Edren, ni su
transformación momentánea en una bestia de salvaje poder aferrada al cuello de
Grih-ur-Bur. Pero Údriel, aún arrodillado, sólo clamaba a los espíritus de la
Naturaleza que vinieran en su ayuda. Los dos hombres se trenzaron en una lucha
increíble y la sangre de ambos comenzó a teñir la gramilla, hasta que, vencedor,
Edren se alzó con la propia espada de Grih-ur-Bur y se la clavó en el corazón, a
través del acero de su pechera. Algo sucedió en aquel momento. El maldito jinete
herido cayó muerto al instante. La lluvia cesó de pronto, el cielo se cuajó; un rayo de
luna mortífero se abrió paso entre la espesa foresta y sacudió por un momento los dos
cuerpos agotados. La imagen causaba espanto. Allí estaba Grih-ur-Bur, en el suelo,
descubierta por primera vez su cabeza, echando espuma y sangre por la boca, y donde
deberían estar los ojos, dos agujeros horribles, negros, vacíos. Se retorcía aún, entre
la vida y la muerte, hasta que borboteó por última vez un gruñido, y murió.
Recostándose sobre el puño de la espada hundida en el otro, Edren, que goteaba
sangre por el pecho, jadeaba, agonizante.
—Todo ha terminado —exclamó al caer sobre la gramilla de espaldas. Údriel
corrió a su encuentro.
—Lo lamento, padre —sollozó el joven, sosteniéndole la cabeza.
—Lo supe desde el primer momento, hijo. No tienes que lamentarlo. Era mi tarea
y no la tuya terminar con esta matanza. Ahora, te bendigo y te dejo el legado de usar
tu arte sólo para el bien. —El rostro del viejo iba tomando su forma verdadera, dejaba
atrás los
rasgos deformes que le había impreso la pócima. Volvía a la dulzura y el afecto
que Údriel solía recordar. —No era sangre de unicornio, ¿verdad?
—No. Sangre de uno de sus malditos jinetes. ¿Por qué lo hiciste, padre, por qué le
hiciste creer…?
—Oh, es un viejo truco de ilusionistas, muchacho. La sangre corría por debajo.
Ahora me espera mi viaje final, mis padres y mis ancestros me aguardan. No podía
irme en paz sin ver esta batalla concluida —su voz era cada vez más un susurro. La
luna desprendía sus fulgores más hermosos para despedirlo. La tierra entera se
estremecía por verlo partir. Baleoth, Grimsrud y los demás se habían unido al
muchacho para darle valor, dejarlo ir.
—Padre, espérame tú cuando sea mi hora —lo estrechó una vez más entre sus
brazos, y el hombre, con una sonrisa, dejó para siempre este mundo.
Fue aquel el más triste amanecer en las tierras de todo el Océano de las Algas. Se
había ido uno de los grandes hechiceros que habitaban desde los Puertos Negros hasta
la Dentadura. Lo lloraron muchos pueblos y muchos hombres. Pero la tristeza más
grande se igualaba a la más grande de las esperanzas: por fin se había acabado la
matanza y persecución de los maravillosos unicornios, y se terminaba la destrucción
de muchos poblados. El odio que había surcado las verdes colinas, los valles, los
lagos y ríos, ahora estaba concluido, se había dispersado y había sido limpiado en el
Bosque del Sueño, absorbido por la misma tierra. ¿Qué sucedió con Baleoth y
Grimsrud? Volvieron a la aldea de la Anilla, llevando en sus corazones todo lo que
habían visto y oído, y el nombre de Edren quedó grabado en la memoria de sus hijos
y nietos. ¿Y qué fue de Údriel? Regresó a sus verdaderos orígenes, instalándose en
los bosques más tranquilos de la región llamada del Sueño, habitó entre los suyos, y
fue conocido como el más poderoso hechicero de esas tierras. Su corazón jamás dejó
de latir, y se cuenta que aún hoy vive para bendición y progreso de las generaciones,
a quienes dejó su legado, recluido más allá del Estrecho de los Corales, en la isla
llamada Serenidad.

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