viernes, 29 de marzo de 2019

CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ

El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de
Han.
Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar
los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-
Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del
mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de
seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una
ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose
bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como
si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno
de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de
verano.
Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se
apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su
madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes
maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza
abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo había
vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos.
Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella,
pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado
a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como
un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas.
Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de
morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su
joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada
primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un
espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía a
las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y
acróbatas. Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El
anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo
a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la
distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de
aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una
pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling
conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo
de las bebidas calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma
desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de
vino esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió
la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling
admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las
tormentas.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada,
le ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un farol;
su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos: Aquella noche, Ling se enteró
con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía sino que tenían
el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la
forma delicada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo
comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con
arrobo el andar vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el
horror que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo
que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó
respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño
tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para
servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde,
Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro.
Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero
Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó
vestida de hada entre las nubes de poniente, y la joven lloró, pues aquello era un
presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella
misma, su rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias
de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las
puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus
cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que
cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le
gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling
desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas
lágrimas.
Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para
proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la
casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô
estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún
secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los
caminos del reino de Han.
Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos
fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos
inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a
sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros
acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores querían que les
hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio;
el pueblo lo temía como a un brujo. Wang se alegraba de estas diferencias de
opiniones que le permitían estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de
miedo o de veneración.
Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus
éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía
durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos
de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo,
él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le
mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre
y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.
Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó
para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus
harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de
llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos
resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del
posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció,
recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del
maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría
mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del
papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un
arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna.
Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que
sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos. Ayudado por su discípulo,
Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los
transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes
probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados
contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado,
miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en
pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a
franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las
estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las
prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una
nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar
el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de
una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se
pronunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los
antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni
un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los soldados
temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del
Cielo sentado en su trono.
Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de
piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las
flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de
allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación
del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en
que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del
recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín
del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados
y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la
manga del Emperador.
El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban
arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul,
para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso,
pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más
que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres
Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus
cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor
palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre
en voz baja.
—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy
débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo
no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos
que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el
Emperador.
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha,
que los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta
submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de
hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de sus
ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco
probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los
Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los
arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los
estibadores.
—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el
Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a
decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras
nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos
de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus
pinturas en la estancia más escondida de palacio, pues sustentaba la opinión de que
los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los profanos, en
cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo
Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme
crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado
de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi
puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí.
Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos
posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban
con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba cuando
no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las
noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de memoria,
reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con
los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de
Han en medio, semejante al llano monótono hueco de la mano surcada por las líneas
fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más
lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas esas
cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta
capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por
menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las
flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los
senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en
las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón.
A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la
terraza del palacio a mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus
crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no
había previsto, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de
mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es
como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de
los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos
que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las
mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en
las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido, Wang-
Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas,
lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El
reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único
imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô,
por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz
sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos
campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el
suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de
cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en
el único calabozo de donde no vas a poder salir, he decidido que te quemen los ojos,
ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto
que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al
corazón de tu imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo
Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo
mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del
Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a
ese perro.
Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno
de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca,
semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô,
desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo
dejaba en el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es
el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz
que aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte sólo por
rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-
Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan
las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero
con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se
miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra
maestra no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas
pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un
niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron
olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del
mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de
luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los últimos
secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan
próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en tu obra por esos
cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados,
descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos humanos. Tal es mi proyecto,
viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré
todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados
y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última
orden es una consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a
quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar
tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que
va a morir.
A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron
respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del
cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le
recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura de alma a la que ya Wang-
Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la
había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las
rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo
suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le
presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias
pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta
tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una
montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían
sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo
singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba
trabajando sentado en el agua.
La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora
todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de
repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando,
llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles,
suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo
destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo.
Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se
alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial.
El silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.
Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha
aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella
mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una
extraña bufanda roja. Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
—Te creía muerto.
—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de
suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los
cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida
del Emperador flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados
van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar
para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No temas nada, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se hallarán a pie
enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador
conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas
para perderse por el interior de una pintura.
Y añadió:
—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están
haciendo sus nidos. Partamos, maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos —dijo el viejo pintor.
Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los
mismos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón.
El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas
verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos
brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos
estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de
su manto.
El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una
barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un
delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro
de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling
y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.
La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la
distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera
delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que
una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó,
desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que
cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borróse el
surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron
para siempre en aquel mar de Jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

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