viernes, 29 de marzo de 2019

La píldora del Despertar

El prefecto Dong acababa de pasar la cuarentena cuando una fiebre maligna se lo
llevó en pocos días. La desgracia parecía ensañarse con su casa, pues su primera
esposa había muerto de parto el año anterior sin que el niño sobreviviera, y ahora él
dejaba a una joven y tierna belleza recién desposada. Con el rostro surcado por el
manantial de sus lágrimas, pasó ella velando el día y la noche, postrada junto al
cuerpo, doblemente ahogada por el dolor. Había perdido a un hombre poco común, de
una bondad y una virtud excepcionales. Se había marchado antes de que ella pudiera
darle descendencia. ¡No hay, en efecto, mayor desgracia para un chino que no tener
un sucesor que continúe el culto de los antepasados y no poder así contribuir a
mejorar el destino de éstos en el Otro Mundo!
Cuando los primeros rayos del sol se filtraban por las persianas, el cadáver dejó
oír unos gemidos. La joven viuda se despertó sobresaltada y lanzó un grito, alarmada,
creyendo vérselas con un fenómeno de posesión o algún maleficio. Ante los ojos
estupefactos de toda la gente de la casa que había acudido al completo, el cuerpo del
prefecto movió los labios y, en un murmullo, pidió de beber. Era efectivamente la voz
del dueño de la casa, sus entonaciones. Tras haber bebido un té de ginseng, el
mandarín resucitado se incorporó sobre su lecho de muerte y pidió que alguien
tomara notas, pues tenía un sueño muy extraño que contar. Aún vació la mitad de un
tazón de sopa, tras lo cual, cómodamente colocado contra los cojines, inició su relato,
entrecortando su narración con la degustación de algunos sorbos de potaje:
—Esta noche, en la tercera vigilia, una voz que venía del exterior me llamó por
mi nombre. Salí al porche pasando por encima del guardia que dormía a pierna suelta.
Vi entonces en el jardín a un desconocido, vestido de alto funcionario, de pie junto a
un carro, al cual estaban uncidos unos caballos cuyos blancos atavíos centelleaban
bajo el ojo frío de la luna. Me dijo que tenía una convocatoria oficial a mi nombre,
luego, con puño de hierro, me agarró por el brazo para hacerme subir al carro, que
acto seguido arrancó con la fuerza de una borrasca. Atravesamos el pórtico de la
prefectura, abierto de par en par, y circulamos en la oscuridad con una celeridad
infernal. Las sombras de los árboles danzaron a nuestro alrededor a una velocidad
vertiginosa, luego nos engulló una niebla lechosa, irisada por la luz del astro
nocturno. Los jirones de bruma se desgarraron contra las imponentes murallas que
circundaban una ciudad inmensa, al parecer, la capital de un reino lejano. Tras
bordear aquel muro tan gris como el hierro, llegamos ante una puerta color rojo
sangre. Estaba flanqueada por dos torres coronadas con estacas de las que colgaban
cabezas de muerto y pieles humanas recién desolladas que ondeaban al viento como
estandartes. Al acercarnos, ambos batientes se abrieron con un chirrido siniestro. La
ciudad estaba dividida en zonas por grandes arterias que delimitaban multitud de
barrios, palacios, templos y edificios oficiales. El carro se detuvo en el patio de uno
de ellos, y, tras haberme hecho subir una escalera monumental, mi guía me condujo a
una sala de audiencias donde estaban reunidos tres jueces.
»—¡Escribano —ladró uno de ellos—, tráeme el registro negro en la página del
llamado Dong, que ejerció la función de prefecto en el Imperio del Medio!
»Al cabo de un tiempo excesivamente largo, incluso desde una perspectiva
burocrática, la voz del juez desgarró el silencio:
»—Escribano, ¿qué ocurre? ¿Te has quedado dormido sobre el registro?
»—¡Le pido disculpas. Vuestro Honor, no encuentro mención alguna del llamado
Dong!
»El magistrado hizo un molinete con su larga manga, dejando entrever un tanto su
impaciencia, y prosiguió con voz condescendiente:
»—¡Da alguna muestra de iniciativa, amigo mío! Estamos perdiendo un tiempo
precioso. El tribunal está saturado en estos tiempos. Ve a buscar el registro rojo, el de
los casos disputados.
»El escribano trajo otro libro que se apresuró a hojear, y de repente exclamó:
»—¡Aquí está consignado, efectivamente! Dong, prefecto del Imperio del Medio.
Hombre virtuoso, de una compasión y una rectitud ejemplares. Caso muy poco
común en la administración de la dinastía actual. Hizo mucho bien a su alrededor,
ayudó a muchos sin hacer distinción por razón de rango o de riqueza. Muere a los
cuarenta años sin dejar descendencia.
»Los jueces hablaron en voz baja un momento, luego el presidente del tribunal
declaró en tono solemne:
»—Debe haber un error. Se trata sin duda de alguna negligencia de un funcionario
del registro civil del destino. ¡Qué injusticia! ¡Un hombre tan meritorio que muere en
la flor de la vida sin haber podido perpetuar su linaje! Esto constituye un mal ejemplo
para los demás seres humanos. No es en absoluto alentador para quienes desean hacer
el bien. Vamos a presentar un requerimiento ante Su Majestad Yan Lo. ¡Caso
siguiente!
»Me volví entonces hacia mi guía, que había permanecido a mi lado, para
preguntarle:
»—Disculpa mi curiosidad, pero ¿no será éste uno de los tribunales de los
infiernos? Si he comprendido bien, ¿estoy muerto, entonces?
»Puso su mano sobre mi hombro y me contestó con una amplia sonrisa:
»—No te preocupes, todo va bien. Tu caso está en buenas manos. Te ha tocado el
mejor de los veinticuatro tribunales infernales. Jueces íntegros y benevolentes. Como
estás en el registro rojo, el de los hombres virtuosos en situación irregular, y como no
se requiere ni papel moneda, ni incienso, ni libación alguna para influir en los
magistrados, tienes todas las posibilidades de regresar a casa.
»Entretanto, habían conducido ante el tribunal a un mandarín que llevaba el
atuendo bermellón y los discos de jade de un alto dignatario de la corte imperial.
»—Escribano —ordenó el juez—, instrúyenos sobre la identidad y el pasado
terrenal del acusado.
»El escriba abrió el registro negro y no tardó en leer la siguiente anotación:
»—Chen Li, ministro de Justicia del Imperio del Medio. Tras haber intrigado para
apartar injustamente a sus colegas con el fin de ocupar su lugar, se aprovechó de su
cargo para enriquecerse y extender su poder sin ningún escrúpulo. Culpable de
corrupción, raptos, falsos testimonios, lujuria, actos de tortura y condena de
inocentes. Muere en su cama sin manifestar el menor remordimiento.
»Los jueces deliberaron, y uno de ellos leyó la sentencia siguiente:
»—El llamado Chen Li, que ha deshonrado la sagrada tarea que le estaba
confiada por el Hijo del Cielo, es condenado a padecer a su vez todas las formas de
suplicio que ha infligido a sus semejantes. Será detenido durante cuatro ciclos
celestes en la cárcel nueve veces oscura de los Infiernos, a fin de purificar su espíritu
mediante los cinco elementos. A continuación, deberá reencarnarse en forma de
perro, de asno y, finalmente, en una familia miserable.
»El ministro protestó enérgicamente, proclamó su inocencia, alegó un error
judicial, berreó que deseaba recurrir, amenazó a los jueces. Unos guardias, demonios
con cabeza de caballo, de cerdo y de reptil, irrumpieron en la sala, ataron al furioso y
lo amordazaron. Uno de los jueces se dirigió entonces al condenado en los siguientes
términos:
»—Debes saber que todos tus actos y gestos han sido escrupulosamente anotados
en nuestros registros y que nada de cuanto acaece en el mundo de los seres humanos
se nos escapa. La lista de tus crímenes y delitos, muy larga por cierto, ha sido
verificada minuciosamente, de ahí que la instrucción de tu caso haya durado casi un
año. Debes saber igualmente que la justicia del Reino de las Tinieblas es implacable
pero imparcial. Todo mérito es tarde o temprano recompensado, toda falta es
indefectiblemente sancionada. Y para refrescarte la memoria y hacer que cesen tus
recriminaciones, que traigan el Espejo de la Verdad.
»Un asistente sacó de un cofre labrado un espejo de cuerpo entero donde el
condenado vio con pavor todos los odiosos crímenes de los que era responsable.
Luego, volteando una manga, el juez despidió a los guardias, que hicieron salir al
prisionero sin miramientos. En éstas llegó un mensajero. Era portador de un rollo que
entregó al presidente del tribunal, quien se apresuró a desenrollarlo. Tras hacerme una
seña para que me acercara, el magistrado declaró:
»—Su Majestad Yan Lo, rey de los Infiernos, ha hecho subir tu expediente hasta
las augustas manos del Emperador celestial en persona. Su Serenísima Grandeza, en
su gran benevolencia, ha decidido permitirte que regreses a tu encarnación anterior
para dos ciclos docenarios terrestres más, y te concede una digna descendencia.
El prefecto Dong, que relataba esta historia con una voz débil y temblorosa, se
pasó las manos sobre los ojos y murmuró esta última frase antes de caer en un
profundo sueño:
—Entonces perdí el conocimiento y al instante me desperté en mi cama.
Al cabo de unas semanas, la joven esposa del prefecto supo que estaba embarazada y,
un año después de la curiosa enfermedad de su marido, trajo al mundo a un niño
encantador que, al decir del adivino, portaba las señales de un elevado destino. Y en
memoria del extraño sueño de su padre, al niño se le llamó «Don del Cielo». El
prefecto Dong se aplicó a transmitir a su hijo el culto al estudio y a la virtud. Pero no
todas las cualidades son hereditarias. Pese a tener grandes dotes, Don del Cielo
desatendía a los clásicos y prefería frecuentar las tabernas, conchabándose con poetas
libertarios y jugadores incorregibles. Se mostraba impulsivo y arrogante, y no dudaba
en enfrentarse a su padre, que siempre acababa cediendo, como suelen hacer los
padres con un hijo largo tiempo deseado. El joven fracasó repetidas veces en los
exámenes de letrado, para gran desesperación de su padre. ¡Con el paso del tiempo,
ese Don del Cielo se había convertido en un auténtico regalo envenenado!
En cuanto al prefecto, fue víctima de su nobleza de alma. No supo hacer frente a
las maledicencias de sus colegas y cayó en desgracia. Destinado a un puesto oscuro
en una provincia periférica, tuvo que abandonar su tren de vida. Su hijo pródigo
acabó de arruinarle perdiendo sumas considerables en los garitos. Veinticuatro años
después de su singular resurrección, como se había anunciado en su sueño, el
funcionario Dong pasó definitivamente al otro mundo. Convertido en jefe de familia,
Don del Cielo intentó reformarse. Demasiado pobre para retomar sus estudios, buscó
trabajo, pero su mala reputación era tal que nadie quiso contratarle. Una noche de
insomnio, mientras recorría las calles presa de la desesperanza, se encontró a la luz de
la luna con un hombre de cabellos blancos que caminaba con un bastón y que tenía el
aspecto de un ermitaño taoísta. El desconocido le llamó por su nombre y, mirándole
fijamente con sus ojos impenetrables, le dijo:
—Tu padre, el prefecto Dong, me salvó la vida en otro tiempo. Mi nombre es Tan
Jin Xuan. Ve a la capital del Shanxi a visitar de mi parte a la familia Hoang. Buscan
un preceptor para su hijo. Allí encontrarás a una noble joven. Se llama Flor de Jade.
Yo soy su padre. Te está destinada y te traerá suerte. Sería para mí un gran honor que
aceptaras que ella compartiera tu estera.
Don del Cielo permaneció pensativo un instante, absorto. Luego buscó con la
mirada al anciano para darle las gracias, pero su benefactor había desaparecido,
engullido por la oscuridad del callejón.
El joven tomó el camino del Shanxi. Con la recomendación del anciano, fue
introducido en la adinerada familia Hoang. A ésta le extrañó, sin embargo, que se
hubiese encontrado con el viejo Tan, quien, desengañado de este mundo no
permanente, partió un día hacia alguna montaña sagrada, refugio de los Inmortales.
Puesto que no se tenía ninguna noticia suya, le creían muerto desde hacía mucho
tiempo. Y, por pudor, Don del Cielo no mencionó las últimas palabras del anciano
relativas a su hija Flor de Jade.
Pasaron los meses. El joven letrado, que no deseaba decepcionar a sus anfitriones,
se mostró sumamente respetable y muy serio en su tarea de preceptor. Ellos le tenían
en alta estima, y lo consideraban un yerno absolutamente apropiado para la joven de
la casa, que llevaba horquillas en señal de que era casadera. Se llamaba Fénix y
respondía plenamente a los cánones de la virtud y la belleza femenina de aquellos
tiempos pasados. Era dulce y vivaracha, paciente y solícita. Poseía la gracia del
sauce. Su piel era tan delicada y perfumada como la carne del melocotón blanco. Sus
labios eran un joyero de seda púrpura que realzaba el marfil exquisito de sus dientes.
Sus ojos brillaban como dos perlas negras del tesoro del rey Dragón de los Mares del
Sur. Los dos jóvenes parecían sentir una atracción recíproca y se llevaban a las mil
maravillas. Aunque los padres hacían insistentes insinuaciones, sin sobrepasar los
límites de la conveniencia, Don del Cielo hacía, sin embargo, oídos sordos.
Recordaba las palabras del viejo Tan en lo tocante a su hija. Una tarde, durante la
cena, mientras se mencionaba una vez más la cuestión del matrimonio con palabras
encubiertas, pero de manera insistente y muy explícita, el joven, que no deseaba
ofender a sus anfitriones, les confesó su secreto. Sus palabras desencadenaron una
carcajada general.
—¡Debes saber que Tan Jin Xuan es mi padre! Mi nombre de nacimiento es Flor
de Jade. Tras la ruina de nuestra familia, y la muerte de mi madre, mi padre,
demasiado pobre para educarme decentemente, me confió a su primo Hoang, que me
adoptó. Y para alejar la desgracia que se había abatido sobre los míos, me cambió el
nombre. ¡Nuestro matrimonio está, pues, predestinado!
Y en el día fausto calculado por el astrólogo se celebraron las nupcias con gran
pompa. Gracias a su nueva posición social, Don del Cielo pudo retomar sus estudios
y superar los exámenes. Obtuvo la mejor calificación en el grado de licenciado a
nivel provincial y se dirigió a la capital para probar suerte en el concurso del
doctorado mandarín. Ganó la prueba con las felicitaciones del tribunal y obtuvo un
puesto en el palacio imperial. Bien considerado por sus superiores, se promocionó
rápidamente, llamando la atención del Hijo del Cielo, quien no tardó en confiarle el
Ministerio de Justicia.
Todo fue tan rápido que la embriaguez del poder se adueñó de Don del Cielo. Su
antigua arrogancia afloró de nuevo, y estaba poseído por la sed de vengar el honor
familiar. Empezó a perseguir a los intrigantes que en otro tiempo habían calumniado
a su padre y a todos aquellos que tenían la audacia de divulgar sus locuras pasadas.
Hizo que los destituyeran, que los condenaran al exilio o a penas pesadas. Muchos se
vieron empujados al suicidio. Dado que el temor de los complots le atormentaba y
que aspiraba al puesto de Primer Ministro, mantenía una red de informadores y de
esbirros que actuaban en todos los ambientes, y que no dudaban en recurrir a la
corrupción, al chantaje y a toda clase de manipulaciones.
El joven ministro de la Justicia se había convertido rápidamente en un viejo zorro
de la política. Su influencia llegaba a todas partes, hasta al gineceo imperial. Estaba a
punto de obtener el puesto que codiciaba. Y para despistar, habilidoso en el manejo
de la retórica mandarina, hablaba con la más extrema humildad. Además, con la más
perfecta hipocresía, rechazaba todo signo de lujo demasiado aparente, fuera de los
exigidos por el protocolo, y multiplicaba ostensiblemente los actos de caridad y de
devoción.
Un día, un mendigo harapiento se presentó a la puerta del palacio de Don del
Cielo y solicitó audiencia. Los guardas lo echaron sin miramientos, pero el
pordiosero, al ver al ministro que cruzaba el patio para subir a su carro, se dirigió a él
de la siguiente manera:
—¡Oh, Don del Cielo, soy yo, tu viejo amigo! ¡Tus matasietes se niegan a
escucharme!
El dignatario se volvió hacia el pórtico, abrió los ojos e hizo seña a los soldados
de que expulsaran al intruso. Pero el pordiosero se desgañifó:
—¡Vaya, vaya, hijo del prefecto Dong, qué pretencioso eres! ¿Te niegas a recibir
a los viejos conocidos? ¡Una amistad tan profunda negada porque monseñor lleva
ahora un vestido de satén rojo y un cinturón de jade! ¡Eras menos orgulloso cuando
bebíamos codo con codo cantando poemas!
Pensando que se trataba de uno de sus antiguos compañeros de borrachera, y
queriendo evitar un escándalo, el Guardián de los Sellos del Imperio del Medio
ordenó a los centinelas que permitieran al pesado acercarse. Pensaba deshacerse de él
con unos taeles. Vio venir hacia él a un hombre singular que se apoyaba en un bastón
nueve veces torcido. Su rostro surcado por las arrugas, dominado por una frente
ampliada por la calvicie, ostentaba una perilla entrecana que tenía el aspecto de un
viejo cazamoscas. Llevaba un vestido descolorido y un gorro gastado, que portaba
torcido sobre la maraña de sus cabellos, donde el gris de los años se mezclaba con el
polvo de los caminos. Su Excelencia Don del Cielo se quedó un instante parado. Miró
con insistencia al intruso sin reconocerle, pero su mirada le recordaba vagamente
algo. El desconocido se echó a reír sarcásticamente y dijo:
—¡Qué propicio es este mundo fugitivo al olvido! Ahora tu existencia está en una
muy desafortunada situación. No estás cerca de entrar en nuestra querida patria. ¡Ya
lo creo que no!, ¡has tomado una pésima dirección! Puedes agradecerle a tu viejo
amigo que acuda en tu ayuda. Por fortuna, he encontrado el camino. Debo decir que
he consagrado dos tercios de esta vida a encontrarlo. Pero no nos quedemos aquí.
¡Los inspectores del Emperador de Jade podrían localizarme!
El extraño mendigo volvió la cabeza a derecha e izquierda, tomó al ministro por
el brazo y lo arrastró bajo el porche del palacio, luego prosiguió:
—Todo va bien, no están por estos parajes. Con este disfraz no me han
reconocido. Escucha, viejo hermano, debo decir que estoy arriesgándome en nombre
de nuestra gran amistad. Estoy infringiendo por ti un reglamento celestial. En
principio, no tengo derecho a ayudarte. Pero estoy impaciente por que despiertes a la
Realidad, saques la cabeza fuera del agua fangosa de las ilusiones y lleves a cabo tu
misión. De lo contrario, necesitarías varias vidas antes de que pudiéramos festejar de
nuevo juntos en el Banquete de los Inmortales. ¡Y allí arriba, sin ti, acabaría por
aburrirme!
El ministro dejó hablar a aquel extravagante individuo, tomándolo por un pobre
loco. No quería contrariarle, menos por temor a un escándalo que por compasión. El
original personaje sacó una cajita de su bolsa, con sus dedos mugrientos extrajo de
ella una perla bermeja y siguió diciendo:
—¿Ves?, la he elaborado para ti en mi horno alquímico. Es una píldora del
Despertar. Es del cinabrio más puro. Tómala, y el ojo de tu espíritu se abrirá.
Don del Cielo balbuceó una negativa educada. El otro exclamó:
—Eres demasiado necio. ¿Acaso tu espíritu está oscurecido hasta el punto de no
seguir el consejo de tu viejo amigo? ¡Venga, trágatela!
Y, aprovechando el rictus de aprensión que entreabría la boca del ministro, le
puso la píldora sobre la lengua. Ésta se disolvió inmediatamente, y su efecto no tardó
en dejarse sentir. Don del Cielo creyó que le había caído un rayo en la cabeza. Tuvo
la clara impresión de que dejaba de soñar despierto. Y todo se volvió claro, luminoso,
límpido como el cristal de roca. Supo quién era en realidad y qué había venido a
hacer aquí abajo. Reconoció a su amigo. Ambos se miraron y estallaron en una risa
estruendosa. Con lágrimas en los ojos, se abrazaron largo rato. Luego el ministro
tomó por el hombro a su viejo compañero y lo condujo a sus aposentos. Pasaron la
noche bebiendo y rememorando con nostalgia sus vidas en el Palacio de Jade, la
residencia más placentera de los Bienaventurados. Los frutos de la tierra, aunque
sabiamente destilados, no podían borrar el perfume sutil que la Ambrosía divina y los
Melocotones de la Inmortalidad habían dejado en lo recóndito de sus almas.
Don del Cielo y su amigo habían sido jóvenes Inmortales agregados al servicio
del Emperador celestial. El ministro era chambelán de la corte, el taoísta, escanciador.
Allí arriba, ambos se habían embriagado a menudo más de lo conveniente, y se
habían detenido repetidas veces a agasajar a algunas vírgenes celestiales, miembros
del séquito de la Emperatriz de Jade. Su servicio divino se había resentido con ello.
Indignado, el emperador los había exiliado de la morada de los Bienaventurados y los
había condenado a encarnarse en el mundo de los mortales con el fin de llevar a cabo
en él una tarea sagrada. Sólo volverían a ascender cuando la hubiesen concluido. El
chambelán tenía por misión aconsejar al Hijo del Cielo con el fin de restaurar el amor
a la virtud entre los funcionarios del Imperio del Medio. El escanciador debía guiar a
tres docenas de hombres hasta la unión última en el Tao. Este último había concluido
su labor y, antes de regresar al Palacio de Jade, había querido acudir en ayuda de su
amigo, que, contaminado hasta ese momento por el poderoso veneno de las pasiones
humanas, aún habría tenido que errar largo tiempo, de vida en vida, en este mundo
ilusorio.
Tras la visita del mendigo, Don del Cielo renunció a sus artimañas y desempeñó
dignamente su función. Apartando a los mandarines corruptos y combatiendo el
favoritismo y la ambición, consiguió levantar el edificio de la magistratura sobre los
cimientos de la integridad y el armazón de la equidad. Por puro mérito, sin intriga
alguna, fue nombrado Primer Ministro. Y conservó este puesto con el nuevo
emperador. Gracias a su influencia, el Imperio del Medio fue durante décadas un
santuario de justicia, de paz, de prosperidad. Y un soplo de armonía celestial hizo
brillar en él a los pintores, los músicos y los poetas. Don del Cielo había terminado
por hacer honor a su nombre. Había concluido su misión en una sola vida.
Así, el chambelán recuperó a su amigo y su función en la Corte celestial. Su aventura
terrestre había condensado en su espíritu algunas gotas de sabiduría y no tardó en
obtener la promoción. Según ciertos médiums, hoy sería ministro, y su esposa, Flor
de Jade, se habría reunido con él en sus aposentos estelares que dan a las orillas del
Río plateado, uno de los nombres chinos que designan la Vía Láctea.

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