viernes, 29 de marzo de 2019

LA MUERTE DE MARKO KRALIEVITCH

Las campanas tocaban a muerto en el cielo casi insoportablemente azul. Parecían más
fuertes y más estridentes que en cualquier otro sitio, como si en aquel país, situado en
la linde de las regiones infieles, hubiesen querido afirmar muy alto que quienes las
tocaban eran cristianos, y cristiano asimismo el muerto que acababan de enterrar.
Pero allá abajo, en el pueblo blanco de patios estrechos, donde los hombres se
sentaban en el lado de la sombra, su sonido llegaba mezclado con gritos, llamadas,
balidos de corderos, relinchar de caballos y rebuznos de asnos, así como, en
ocasiones, unido al ulular y las oraciones de las mujeres por el alma que acababa de
partir, o a la risa de un idiota a quien aquel duelo público no interesaba en absoluto.
En el barrio de los estañadores el alboroto de los martillos cubría su sonido. El
anciano Stevan, que remataba delicadamente, a golpecitos secos, el cuello de una
jarra, vio que alguien apartaba la cortina que tapaba la entrada. Un poco más de calor
y de sol —que ya empezaba a ponerse en aquella tarde que iba tocando a su fin—
invadió la oscura tienda. Su amigo Andrev entró como si estuviera en su propia casa
y se sentó en una alfombra con las piernas cruzadas.
—¿Te has enterado de que Marko ha muerto? Yo estaba allí cuando ocurrió —
dijo.
—Unos clientes me dijeron que murió —replicó el viejo sin soltar el martillo—.
Como veo que tienes ganas de contármelo todo, cuéntamelo mientras trabajo.
—Tengo un amigo que trabaja en las cocinas de Marko. Los días de fiesta me
deja servir la mesa: siempre cae algún buen bocado.
—Hoy no es día de fiesta —dijo el viejo acariciando el pitorro de cobre.
—No, pero en casa de Marko siempre se ha comido bien, hasta los días de diario,
incluso cuando es vigilia. Y siempre acude mucha gente a su mesa; los lisiados viejos
en primer lugar, ésos no hacen más que hablar de sus hazañas cuando estuvieron en
Kossovo. Aunque de éstos cada año iban viniendo menos, incluso disminuían cada
temporada. Y hoy Marko había invitado también a unos ricos comerciantes, a unos
notables y jefes de poblados de los que viven en las montañas, tan cerca de los turcos
que pueden disparar flechas de una orilla a otra del torrente que corre entre las rocas,
y cuando en verano falta el agua, entonces lo que corre es la sangre. La comida se
celebraba con motivo de la expedición que estaban preparando, como todos los años,
para traer caballos y ganado turcos. Servían unos platos muy abundantes en los que
no habían escatimado las especias: eran muy pesados y resbaladizos a causa de la
grasa. Marko comió y bebió como diez, habló aún más que comió; se reía y daba
puñetazos en la mesa; y de cuando en cuando intervenía, cuando dos se peleaban
pensando en el futuro botín. Y cuando nosotros, los criados, acabamos de verter el
agua sobre todas las manos y de limpiar todos los dedos, salió al patio grande que
estaba lleno de gente. En la ciudad es sabido que distribuye los restos de la comida a
quien los quiera, y los restos de los restos van a parar a los perros. La mayoría de la
gente suele traerse un puchero, o una escudilla, o al menos una canasta. Marko los
conocía a casi todos. No hay nadie que recuerde tan bien como él las caras y los
nombres, ni que conozca el nombre que corresponde a cada una de esas caras. A uno
de ellos, un hombre impedido que llevaba muletas, le hablaba de cuando combatieron
juntos al rey Constantino; a un ciego que tocaba la cítara le canturreaba el primer
verso de una balada que el hombre había compuesto en su honor cuando era joven; a
una vieja muy fea le cogía la barbilla y le recordaba que habían dormido juntos en sus
buenos tiempos. Y había veces en que él mismo cogía de un plato la cuarta parte de
un cordero y se lo daba a alguien diciendo: «¡Come!». En fin, que estaba igual que
siempre.
Y, de repente, se paró ante un viejecillo sentado en un banco, con los pies
colgando.
—Y tú —le dijo—, ¿por qué no te has traído una escudilla? No recuerdo tu
nombre.
—Unos me llaman de una manera y otros de otra —dijo el viejo—. No tiene
importancia.
—Tampoco recuerdo tu cara —dijo Marko—. Tal vez sea porque no te pareces a
nadie. No me gustan los desconocidos, ni los mendigos que no piden limosna. ¿Y si
por casualidad fueras un espía de los turcos?
—Hay quien dice que no hago más que espiar continuamente —repuso el viejo—
pero se equivocan: dejo que la gente haga lo que quiera.
—¡Y a mí también me gusta hacer lo que quiero! —aulló Marko—. Tu cara no
me agrada. ¡Sal de aquí!
Y le puso la zancadilla para hacerlo caer, pero se hubiera dicho que el viejecillo
era de piedra. Y el caso es que no parecía más fuerte que cualquier otro; sus pies,
calzados con alpargatas, colgaban del banco, pero no daba la impresión de que Marko
lo hubiera tocado siquiera.
Y cuando Marko lo agarró por los hombros para obligarle a levantarse, pasó lo
mismo. El viejo movió la cabeza.
—¡Levántate y lucha como un hombre! —gritó Marko con la cara toda colorada.
El viejecillo se levantó. La verdad es que era muy bajito: ni siquiera le llegaba al
hombro a Marko. Se quedó allí parado, sin decir nada. Marko se le tiró encima,
peleando a brazo partido; pero se hubiera dicho que sus golpes no alcanzaban al
hombrecillo y sin embargo, los puños de Marko estaban ensangrentados.
—¡Vosotros no os mezcléis en esto! —gritó Marko a los de su escolta—. Sólo me
concierne a mí esta vez…
Pero se iba quedando sin aliento. De súbito tropezó y cayó como una masa. Te
juro que el viejo ni se había movido.
—Mala caída has tenido, Marko —le dijo—. No volverás a levantarte. Creo que
tú ya lo sabías antes de empezar.
—No obstante, me queda por hacer esa expedición contra los turcos… La tenía ya
preparada… Puede decirse que el asunto estaba resuelto… —dijo trabajosamente el
hombre tendido en el suelo—. Pero si las cosas tienen que ser así, así serán.
—¿Contra los turcos o a su favor? —preguntó el viejecillo—. La verdad es que te
pasabas fácilmente de un lado a otro.
—A una muchacha a quien yo cortejaba, le corté el brazo derecho por decirme
eso —dijo el moribundo—. Y también recuerdo a unos prisioneros a quienes mandé
degollar, a pesar de haberles prometido… Pero no sólo hice cosas malas, después de
todo. También les di dinero a los popes… y a los pobres…
—No empieces ahora a repasar tus cuentas —dijo el viejo—. Siempre es
demasiado pronto o demasiado tarde, y no sirve de nada. Deja más bien que te ponga
mi chaqueta debajo de la cabeza para que estés más cómodo en el suelo.
Se quitó la chaqueta, como había dicho. Todos estaban tan estupefactos que a
nadie se le ocurrió apresarlo. Y además pensándolo bien, no había hecho nada. Se
encaminó hacia la puerta, que estaba abierta de par en par. Con la espalda un poco
encorvada, parecía más que nunca un mendigo, pero un mendigo que nada pedía.
Había dos perros en la entrada, atados con una cadena; él le puso la mano en la
cabeza al Gran Negro, que es muy fiero, y el Gran Negro no le enseñó los dientes.
Ahora que se sabía que Marko había muerto, todos se volvían a mirar al viejecillo
que se marchaba. Afuera, como sabes, el camino se estira, muy recto entre dos
colinas, tan pronto subiendo como bajando para luego subir otra vez. El viejo ya
estaba lejos. Aún se divisaba su figura caminando entre el polvo y arrastrando un
poco los pies, con unos pantalones muy anchos que le golpeaban las piernas y la
camisa al viento. Iba muy deprisa para ser tan viejo. Y por encima de su cabeza, en el
cielo completamente vacío, volaba una bandada de patos salvajes…

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