Un niño se despertó. Estaba sentado solo, en un pequeñísimo trozo
de corazón, que flotaba en el aire. El niño se hizo pequeño y el trozo de
corazón se hizo más y más pequeño a su alrededor. Quería alargar sus
brazos y coger bayas, comerlas y hacerse mayor.
Y el corazón creció y se hizo grande, grande al mismo tiempo que
el niño. Cuando el niño empezó a andar, el corazón se hizo tan grande
que podía cazar en una gran extensión sin alcanzar sus orillas. Así vivió
muy feliz: tenía el Sol que brillaba, la carne de caribú para comer y el
agua fresca para beber.
Pero conforme se hacía mayor, se encontraba cada vez más solo. Algunas
veces se encontraba tan solo que no sentía ni siquiera deseos de
cazar. No pensaba en comer o beber. Únicamente deseaba no hallarse
tan solo en el gran mundo.
Por eso, rogó al Gran Espíritu: «Hazme una merced. Dame un compañero
que se parezca a mí, con el cual pueda hablar, con el que ya no
me encuentre tan solitario».
Un día, el jovencito se despertó y vio a alguien descansando a su
lado. El joven miró a su alrededor: el Gran Espíritu había escuchado su
ruego y le había enviado un compañero. En adelante ya no se encontraría
tan solo. Su corazón latió deprisa, pues el compañero que le había
enviado el Gran Espíritu para que el hombre fuese feliz era distinto al
hombre y yacía dormido e inmóvil.
El hombre estuvo un rato esperando que se despertase tan bella persona,
pero no se despertaba. El hombre acarició suave y dulcemente su
piel y estrujó sus largos cabellos. Tocó con sus dedos los párpados de la
mujer, y ésta, abriendo sus ojos, le miró.
Entonces, ella se levantó y empezó a preparar la comida para los dos.
Ellos viven todavía.
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