sábado, 30 de marzo de 2019

La casa de los Azulejos

I
Curioso estudio podría hacerse acerca de la nobleza mexicana, es decir, la historia de
los títulos de Castilla que a personas residentes en México fueron concedidos por el
Rey de España durante el tiempo del coloniaje.
Este estudio tendría además un interés puramente histórico, pues muchos de los
títulos fueron expedidos a conquistadores por sus hazañas, a gobernantes por sus
servicios y a particulares por sus obras meritorias.
Algunos de los citados títulos están íntimamente relacionados con el
descubrimiento y fundación de pueblos, villas y ciudades; no pocos con el nombre
que se dio a las calles de México y de diversos estados de la actual República, y
varios con los más ricos centros de minería.
Es cierto que la nobleza de Nueva España no fue toda de limpios blasones y
legítimamente adquirida; es cierto que hubo títulos concedidos a los encomenderos
que se extremaron en los aperreamientos y matanzas de indios; pero también hubo
nobles tan filantrópicos como el Conde de Regla y tan patriotas como el Marqués de
San Juan de Rayas.
Hoy la nobleza está en la virtud y en el talento; hoy aquellos blanquísimos
pergaminos, prodigios de caligrafía y primorosos por sus miniaturas de brillante oro y
de vivísimos colores, son objeto de pura curiosidad; y sólo uno que otro individuo los
conserva como recuerdo y timbre de su pasada grandeza.
Pero a pesar de esto, para el historiador los títulos de nobleza son interesantes, y
muy en particular para el que intente hacer una crónica detallada de la ciudad de
México.
Varias de las casas y calles de nuestra Capital tienen su origen histórico en
aquellos viejos blasones. Por ejemplo, todavía se levantan con su aspecto nobiliario
las casas del Conde de Santiago de Calimaya, en la calle de Jesús, de la Condesa de
San Mateo Valparaíso en el Puente del Espíritu Santo (Banco Nacional), del Conde
de Miravalle (Hotel del Bazar), del Marqués de Moneada (ex-Hotel de Iturbide), del
Conde de Jala y del Marqués de Rivas Cacho (Capuchinas núms. 12 y 13), (esta
numeración es la antigua), del Marqués de Selva Nevada (Cadena Núm. 19), del
Marqués de Prado Alegre (esquina de la Profesa y callejón del Espíritu Santo), de los
Condes de la Torre Cosío y de la Cortina (calle de D. Juan Manuel núms. 22 y 23),
del Conde de Alcaraz (callejón de Betlemitas núm. 12), casa que desapareció al
abrirse las nuevas calles del 5 de Mayo, etc., etc., y todavía hoy la plazuela de
Guardiola, y las calles de Vergara, Medinas, Factor, la Mariscala, Cadena y otras,
recuerdan que allí tuvieron sus habitaciones los mayorazgos y títulos de Nueva
España.
Quizás algún día hablaremos del origen de esas viejas casas y de esas
tradicionales calles, que ostentaron orgullosas escudos y morriones hoy borrados para
siempre, y por cuyos pavimentos desfilaron señores estirados, de empolvada peluca,
calzón corto, casaca, y chinela con hebillas; mas ahora sólo nos ocuparemos de un
palacio azul, como la sangre de sus antiguos moradores.
Allá en el siglo XVI se embarcó, rumbo a México, D. Rodrigo de Vivero y
Velasco, descendiente de aquel D. Alonso Pérez de Vivero, que según unos fue
arrojado en Burgos desde una ventana por el Condestable de Castilla, D. Álvaro de
Luna, y según otros, de lo alto de una torre de Valladolid en un memorable Viernes
Santo.
Llegado a México D. Rodrigo, casó con Doña Melchora de Aberrucia, que tenía
una encomienda en Tecamachalco, y era viuda del conquistador D. Alonso Valiente.
D. Rodrigo y Doña Melchora hubieron en su matrimonio un hijo, llamado D.
Rodrigo de Vivero y Aberrucia, el cual nació en la citada encomienda.
Este D. Rodrigo, el mozo, distinguióse por su talento e instrucción, pues queda
noticia que escribió varios Discursos, un Tratado de Economía Política, y una
Relación publicada en parte en el tomo V de La Ilustración Mexicana; relación en la
que refiere el naufragio que padeció al regresar de las Islas Filipinas, en donde fue
Gobernador y Capitán General.
Nuestro D. Rodrigo fue, además, Alcalde de diversos lugares de Nueva España y
Gobernador de Nueva Vizcaya. En México fundó el mayorazgo de Vivero, que
después se elevó a Condado del Valle de Orizaba, concesión que le hizo el Rey en
premio de sus buenos servicios.
«Comprendía (dicho condado) —dice un escritor— las tierras que ese título tenía
(sic) en las inmediaciones de aquella población, las que aún conservaron sus
sucesores en el Sabinal y Cañada de Iztapa, y las que formaron posteriormente el
Marquesado de Sierra Nevada y el Condado de la Colina, aquéllas en lo más fragoso
del Volcán, y éstas en el llano del Sumidero. D. Rodrigo fundó el ingenio o trapiche
de Ocemepa, uno de los primeros de Nueva España, que hoy es pueblo, conocido con
el nombre del Ingenio o de Nogales, a una legua hacia el Poniente de Orizaba».[10]
D. Rodrigo de Vivero y Aberrucia casó en México, en el siglo XVI, con Doña
Leonor Ircio de Mendoza, hija del Mariscal de Castilla, y murió por 1636, dejando un
hijo, D. Luis de Vivero, segundo Conde del Valle de Orizaba, quien, a no dudarlo, fue
el primero de los de su título que habitó la famosa casa de los azulejos. ¿Cómo
sucedió esto? Lo vamos a decir en seguida.
La casa de que nos ocupamos, aunque reedificada después, es antiquísima, y las
primeras y pocas noticias que de ello tenemos se remontan hasta el siglo XVI.
Entonces la poseía un D. Damián Martínez, juntamente con la plazuela anexa de
Guardiola; pero concursado por sus acreedores, se vio en la necesidad de rematar sus
bienes en pública subasta.
El mejor postor a dicha casa, fue D. Diego Suárez de Peredo, a quien se adjudicó
en la cantidad de 6,500 pesos y tomó posesión de la finca y plaza el 2 de diciembre de
1596.
D. Diego enviudó, metióse fraile franciscano en el Convento de Zacatecas, e
instituyó un mayorazgo vinculado en la casa ya citada y en otros bienes, que heredó
su hija Doña Graciana, la cual contrajo matrimonio con D. Luis de Vivero, segundo
Conde del Valle de Orizaba, como hemos dicho.[11]
II
Desde entonces la casa fue mansión de los señores Condes, y de ella nada hemos
encontrado que sea digno de ser impreso.
Sólo a través de los siglos y en alas de la tradición, han llegado hasta nosotros dos
anécdotas: una referente al Callejón de la Condesa, que tomó su nombre de alguna de
las del Valle, y otra a la reconstrucción de la casa.
Cuentan las consejas que cierta vez entraron por los extremos del callejón, dos
hidalgos, cada uno en su coche, y que por la estrechez de la vía se encontraron frente
a frente sin que ninguno quisiera retroceder, alegando que su nobleza se ajaría si
cualquiera de los dos tomaba la retaguardia. Por fortuna, como asienta un grave autor,
la sangre no llegó al arroyo ni mucho menos, y ni siquiera hirvió en las venas de los
dos Quijotes; pero a falta de cuchilladas sobró paciencia a los hidalgos, quienes se
estuvieron en sus coches tres días de claro en claro y tres noches de turbio en turbio.
De no intervenir la autoridad, de seguro se momificaban los hidalgos. El virrey
les previno, pues, que los dos coches retrocedieran, hasta salir uno hacia la calle de
San Andrés y otro hacia la plazuela de Guardiola.[12]
La otra anécdota, aunque sin fundamento histórico, es tan conocida, que la
omitiríamos si no temiéramos a la erudición callejera.
Se dice, se cuenta y se comenta, que uno de los Condes del Valle tenía un hijo, y
que este hijo fue un calavera redomado.
El heredero, fiado en sus riquezas, más pensaba en derroches que en negocios.
Joven y apuesto, los trajes lujosos, los buenos caballos, los saraos elegantes,
ocupaban más su atención que los librotes de cuentas y que los ingenios de azúcar.
El Conde su padre gastó mucha saliva en regaños, hasta que cansado, fue su
benevolencia tanta, que sólo le decía:
—Hijo, tú nunca harás casa de azulejos.
Santa frase. El joven se preocupó, le escoció lo de los azulejos, y poco a poco
cambió de vida, prometiendo edificar la casa que su padre tenía por imposible.
¿Su propósito fue pasajero? ¿Lo cumplió, cansado o convencido de oír la eterna
muletilla del viejo Conde?
La respuesta la tenemos clara, elocuente, en ese gran palacio reedificado y
revestido de azulejos por el joven Conde, que dio con esto una prueba de lo que
pueden calaveras arrepentidos.
«Diremos para concluir —dice D. Anselmo de la Portilla— que en esta casa se
verificó la renovación del Señor de Santa Teresa, según lo cuenta un libro que anda
en manos de los devotos de esta imagen».
El S. Portilla incurrió en un error. La escultura que, según cuentan, se transfiguró
y sudó milagrosamente en el entresuelo de dicha casa, no fue la del Señor de Santa
Teresa, sino la del Santo Cristo de los Desagravios, que estuvo después en la capilla
de Burgos del Convento de San Francisco de México.[13] Derribada ésta a
consecuencia de la exclaustración y de las leyes de Reforma, el Santo Cristo
milagroso pasó a la iglesia de Jesús Nazareno, donde se encontraba y era venerado
por los devotos.
III
Consumada la independencia, abolidos los títulos, los Condes del Valle de Orizaba
continuaron viviendo en la Casa de los Azulejos.
Así transcurrieron los años hasta el 4 de diciembre de 1828, día funesto para
México por los robos que cometió la plebe, enloquecida por el motín de la Acordada.
En medio del desorden de que fue presa la ciudad, aprovechando sin duda
aquellas circunstancias tan propicias para consumar los mayores crímenes, penetró a
la Casa de los Azulejos un oficial, Manuel Palacios, en los instantes mismos en que el
ex-Conde D. Andrés Diego Suárez de Peredo bajaba la escalera. Acometióle a
puñaladas Palacios, con tal saña, que lo dejó tendido y sin vida.
Este horroroso asesinato se comentó en aquella época de diversos modos. No
faltó quien lo atribuyese a siniestras maquinaciones políticas; mas la verdad fue que
no pasó de una venganza personal de Palacios, porque el ex-Conde D. Diego se
oponía a que tuviese relaciones con una joven de su familia.
Condenado el culpable a la última pena, se ejecutó la sentencia en la plazuela de
Guardiola, junto a una cochera que miraba hacia el Poniente y que ya no existe.
Con tan trágico acontecimiento termina la crónica de la casa secular y solariega.
Empero, cuando ahora penetra uno en su interior, admira la arquitectura severa, el
lujo que reina en las salas, por las que le parece contemplar las sombras de sus
antiguos moradores; pero al bajar por la vieja escalera, la fantasía se traslada a otro
tiempo, ve el brillo del puñal del asesino y el cuerpo del buen Conde tinto en el
charco de sangre; escucha los gritos angustiosos de sus deudos, y fuera, allá en el
Parián, contempla a la Furia de las guerras fratricidas, desmelenada, con los ojos
saltados por la codicia, excitando al populacho al más salvaje de los saqueos.
Esto se escribía allá a fines del pasado siglo; desgraciadamente hoy la no se reciben
las impresiones trágicas de aquellos sangrientos sucesos, sino el ambiente de un bazar
de drogas, o mercado de cacharros y baratijas que han establecido allí los simpáticos
negociantes, hermanos Sanborn, que han profanado aquel palacio artístico y que lo
mismo sirven un chocolate que huele a oxígeno, que una bolsa de oxígeno que huele
a chocolate.



[10] D. Joaquín Pesado, cuyas son estas palabras, confunde a D. Rodrigo de Vivero y
Velasco con su hijo D. Rodrigo el mozo, y dice, además, que éste fue Virrey de
Filipinas, en lugar de Gobernador. <<

[11] Debo estos datos a mi excelente y entendido amigo el Sr. D. José María de
Agreda. <<

[12] Un suceso semejante acaecido en la ciudad de Lima en 1698, refiere mi erudito
amigo D. Ricardo Palma en sus bellísimas Tradiciones Peruanas, tomo I, página 58
de la edición de Barcelona. <<

[13] Véase el Manual de Exercicios Espirituales para practicar los Santos
Desagravios de Christo Señor nuestro, dispuesto por el P. Fr. Fernando Martagón,

etc. Reimpreso en México por D. Mariano de Zúñiga, año de 1802, pág. 251. 

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