sábado, 30 de marzo de 2019

La calle de Don Juan Manuel

… las consejas populares, conservadas por tradición, rara vez dejan
de traer su origen de un acontecimiento verdadero.
El Conde de la Cortina


I
Hay cosas viejas que nunca envejecen, porque siempre conservan no sabemos qué de
sencillo y original. Esto sucede con la leyenda de D. Juan Manuel: todos la saben,
más o menos adulterada; todos la refieren, y acerca de ella se han escrito dramas,
poesías y artículos literarios; y sin embargo, cada vez que la cantan nuestros poetas o
que la relatan nuestros escritores, el pueblo la recuerda con curiosidad y con deleite.
No se nos culpe, pues, que escribamos un capítulo más sobre asunto tan
conocido; pero, lo repetimos, hay sucesos antiguos que siempre son nuevos, y que
agradan al público tanto como al buen tomador el vino añejo.
Atendamos primero a la historia, para después escuchar a la leyenda.
En la comitiva que trajo a Nueva España el Excelentísimo Sr. Virrey D. Diego
Fernández de Córdoba, Marqués de Guadalcázar, vino «un caballero español, muy
principal, natural de Burgos, llamado D. Juan Manuel de Solórzano»; el cual poseía
cuantiosos bienes y fue de muchos respetado, cuando años después empuñó las
riendas del gobierno virreinal D. Lope Díaz de Armendáriz, Marqués de Cadereita.
En 1636, D. Juan Manuel casó con Doña Mariana de Laguna, hija de un
acaudalado minero de Zacatecas, y ambos esposos pasaron a vivir en una casa que
estaba muy próxima a la de Su Excelencia el Virrey.
La vecindad de habitaciones aumentó, como era muy natural, la amistad entre D.
Juan y el de Cadereita, al grado de que éste se pasaba gran parte del día en la morada
de su amigo, no sin murmuraciones y hablillas de los que eran enemigos del
Marqués, o de los que envidiaban al primero.
Las malas pasiones llegaron al colmo cuando el Virrey encargó a su privado de la
administración de los ramos de la Real Hacienda, y por consiguiente, de la
«intervención de las flotas que venían de la Península».
Hasta entonces la Audiencia había tomado gran parte en la administración de esos
ramos, y esto unido a los chismes de los pequeños, dieron origen a repetidas quejas y
representaciones, a odiosas semblanzas, que pintaban al de Cadereita con negros
colores, y aun a amenazas de un levantamiento popular; pero «los resortes que el
Virrey puso en movimiento debieron ser muy poderosos, puesto que inutilizaron los
efectos de las cuantiosas sumas de dinero que envió a Madrid la Audiencia, y
consiguieron que Felipe IV aprobase la conducta del Virrey y confirmase a D. Juan
Manuel en el goce de sus nuevas concesiones».
Así las cosas, cierto día arribó a Veracruz un navío en el que llegó, entre otras
muchas personas, una española llamada Doña Ana Porcel de Velasco, viuda de un
oficial de marina, muy hermosa y de noble alcurnia, la cual, obligada por una serie de
sucesos desgraciados, había resuelto trasladarse a México, para implorar la
protección del Virrey, «que en tiempos más felices para ella, la había distinguido en
la corte; y aún le había dedicado algunos obsequios amorosos».
El Marqués, luego que supo la llegada de la de Velasco, demostró a su privado el
gusto que tendría de que se hospedase en una habitación digna de ella, y D. Juan
Manuel, que se desvivía en complacer a Su Excelencia, no sólo puso a disposición de
Doña Ana su casa, sino que con gran liberalidad costeó el viaje que hizo ésta de
Veracruz a México.
Pasó el tiempo, y la sublevación de Cataluña proporcionó a las autoridades de
México un medio de vengarse del Virrey, Marqués de Cadereita, y de su privado D.
Juan Manuel, al grado que al último se le tenía ya preso en 1640 por orden del
Alcalde del crimen D. Francisco Vélez de Pereira.
Sereno y tranquilo sufría su prisión D. Juan Manuel, cuando supo que el D.
Francisco Vélez de Pereira no era solamente un Alcalde del Crimen sino un alcalde
criminal, pues visitaba a su esposa Doña Mariana de Laguna con demasiada
frecuencia y con fines nada honestos.
En la misma cárcel, estaba con D. Juan Manuel un caballero que poseía grandes
riquezas, llamado D. Prudencio Armendia, quien por su rectitud en el desempeño de
diversos cargos en Orizaba —rectitud que no convenía a los que lucraban con el
poder— había sido llevado preso a México. De él se había valido D. Juan Manuel
para arreglar el viaje de Doña Ana de Velasco, y él le proporcionó el modo de salir de
la prisión para cerciorarse de la conducta de su esposa.
D. Juan Manuel dejó la cárcel diversas noches, y en una de tantas, ciego de ira, al
encontrar a la adúltera casi en los brazos del Vélez de Pereira lo mató.[14]
Los resultados fueron funestos. La Audiencia no quería hacer públicos los
detalles del crimen, y el Virrey, que se ignora si fue todavía el Marqués de Cadereita
o su sucesor, hizo esfuerzos poderosos por salvar a D. Juan Manuel, pero cuando ya
se esperaba el triunfo, amaneció colgado de la horca un día del mes de octubre del
año del Señor de 1641.
Los oidores, que fueron los que ordenaron aquella sombría ejecución, la
atribuyeron a los ángeles; pero… aquí termina la historia y empieza la leyenda.
II
Hace muchos años —cuenta la tradición— que vivía en esta Calle un hombre muy
rico, cuya casa quedaba precisamente detrás del Convento de San Bernardo. Este
hombre se llamaba D. Juan Manuel y se hallaba casado con una mujer tan virtuosa
como bella. Pero aquel hombre, en medio de sus riquezas y al lado de una esposa que
poseía prendas tan raras, no se sentía feliz a causa de no haber tenido sucesión.
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar algún consuelo,
resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero tanto, que no conforme con asistir
casi todo el día a las iglesias, intentó separarse de su esposa y entrar fraile a San
Francisco. Con este objeto, envió por un sobrino que residía en España, para que
administrase sus negocios. Llegó a poco el pariente y pronto también concibió D.
Juan Manuel celos terribles, tan terribles que una noche invocó al diablo y le
prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía lo
estaba deshonrando. El diablo acudió solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las
once de esa misma noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo D. Juan, y
al día siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el demonio
se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había asesinado era inocente
pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta que él se le
apareciera junto al cadáver del culpable.
D. Juan obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su casa: bajaba las
escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se recargaba en el muro, y
envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a la víctima. Entonces no había
alumbrado y en medio de la obscuridad y del silencio de la noche, se oían lejanos
pasos, cada vez más perceptibles: después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien,
acercándose D. Juan, le preguntaba:
—Perdone usarcé, ¿qué horas son?
—Las once.
—¡Dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere!
Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un
cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo, atravesando
de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en su habitación.
La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle, recogía la
ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de aquellos asesinatos tan
espantosos como frecuentes.
En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un cadáver a la casa de D.
Juan Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino, al que tanto quería y al que
debía la conservación de su fortuna.
D. Juan al verlo, trató de disimular; pero un terrible remordimiento conmovió
todo su ser, y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al convento de San Francisco, entró
a la celda de un sabio y santo religioso, y arrojándose a sus pies, y abrazándose a sus
rodillas, le confesó uno a uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por
los celos y ordenados por el espíritu de Lucifer, a quien había prometido entregar su
ánima.
El reverendo lo escuchó con la tranquilidad del juez y con la serenidad del justo,
y luego que hubo concluido D. Juan, le mandó por penitencia que durante tres noches
consecutivas fuera a las once en punto a rezar un rosario al pie de la horca, en
descargo de sus faltas y para poder absolverlo de sus culpas.
Intentó cumplir D. Juan; pero no había aún recorrido las cuentas todas de su
rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que imploraba en tono
dolorido:
—¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de D. Juan Manuel!
Quedóse mudo, se repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto los
ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo que había escuchado.
—Vuelva esta misma noche —le dijo el religioso— considere que esto ha sido
dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su ánima y reflexione que el miedo se lo
ha inspirado el demonio como un ardid para apartarlo del buen camino, y haga la
señal de la cruz cuando sienta espanto.
Humilde, sumiso y obediente, D. Juan estuvo a las once en punto en la horca;
pero aún no había comenzado a rezar, cuando vio un cortejo de fantasmas, que con
cirios encendidos conducían su propio cadáver en un ataúd.
Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó al otro día en el
convento de San Francisco.
—¡Padre —le dijo— por Dios, por su santa y bendita madre, antes de morirme
concédame la absolución!
El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta sería falta de caridad el
retardar más el perdón, le absolvió al fin, exigiéndole por última vez, que esa misma
noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.
Que fue el penitente, lo dice la leyenda. ¿Qué pasó allí? Nadie lo sabe, y sólo
agrega la tradición que al amanecer se encontraba colgado de la horca pública un
cadáver, era del muy rico Sr. D. Juan Manuel de Solórzano, privado que había sido
del Marqués de Cadereita.
El pueblo dijo desde entonces que a D. Juan Manuel lo habían colgado los
ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo por los siglos de los siglos.
Amén.[15]



[14] Parece que la esposa no fue tan culpable, pues el Vélez de Pereira le había
ofrecido la libertad de D. Juan Manuel, y ella vacilaba entre su deshonra y salvar a su
marido. <<

[15] Hemos escrito esta tradición en vista de los artículos publicados por el Conde de
la Cortina y D. Manuel Payno; del drama de Rodríguez Galván, intitulado El Privado
del Virrey, y de las leyendas en verso escritas por D. Ireneo Paz, en sus Cardos y
Violetas, y por D. Vicente Riva Palacio y D. Juan de Dios Peza, en sus Tradiciones
Mexicanas. <<

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