miércoles, 6 de marzo de 2019

La búsqueda de Schulten

Septiembre de 1926. Coto Doñana. Huelva.

    Antepenúltimo día de excavación.
 

  Esto no hay quien lo aguante. Llevamos varias jornadas con temperaturas superiores a los cuarenta grados. Un tórrido infierno cuyo tormento se prolonga por la noche a causa de las picaduras de los mosquitos. Dicen los del lugar que nunca conocieron tantos y con tanta capacidad de contagio. Varios de mis hombres han enfermado de malaria y han tenido que retirarse a hospitales de Huelva y Sevilla. Mala suerte, todo se conjuga en contra de mi proyecto. Debo encontrar Tartessos y me queda muy poco tiempo para conseguirlo.

  —¡Maldita sea! —me escuchan exclamar mis hombres con frecuencia—. ¡Tiene que estar aquí, Tartessos debe ocultarse bajo estas arenas y nosotros vamos a descubrirlo!

  Mis peones no faenan ya con el entusiasmo de los primeros días, y eso que este año hemos cambiado el método de trabajo. En vez de excavar a pico y pala las trincheras con las que descarnamos el terreno durante las campañas de 1923 y 1924, este año hice traer una máquina perforadora que nos permite hacer sondeos de hasta diez metros de profundidad. Así podemos prospectar más superficie en menos tiempo. ¡Qué epopeya fue la de traer el ingenio perforador, entre dunas y pinos, hasta este lugar imposible del Cerro del Trigo! Pero con un esfuerzo titánico de personas y bestias logramos la proeza. Proeza inútil, hasta ahora. La campaña se alarga sin que hayamos obtenido más que unas cuantas monedas en el fondo de casas y balsas romanas. Y el tiempo que el Marqués de Tarifa me concedió para las excavaciones se acaba sin que pueda presentar resultado alguno. Pero no desespero porque sé que Tartessos me está esperando cerca, muy cerca. Sólo tengo que seguir insistiendo, y la gloria de su descubrimiento me corresponderá para siempre.

  —Señor Schulten —me dice Pérez, el encargado, siempre correcto y respetuoso—. Hace rato ya que terminó el tiempo del jornal. No podemos pedir más a los peones. Ha hecho mucho calor y han trabajado durante horas.

  —Tienes razón, finalizamos por hoy… —respondí de mal humor, consciente de que mi última oportunidad se agotaba.

  Sólo me quedan ya dos días de excavación. Sólo dos jornadas más de trabajo para tratar de encontrar algún indicio de que bajo estas arenas del Coto de Doñana se oculta la gran ciudad de Tartessos. Si no consigo algo importante, solvente, me temo que el Marqués no me renovará el permiso para próximas campañas y mi fracaso se habrá consumado. Y eso, no lo pienso consentir. Es cierto que tengo cierta dificultad de trato con los españoles, pero eso no excusa al noble propietario de este terreno de su responsabilidad ante la primera y más misteriosa de las civilizaciones de Occidente.

  Esta noche apenas si tomo un bocado como cena, sentado en una de las chozas de cubierta vegetal típicas de la zona. Tanto para los peones como para los técnicos de la investigación hemos habilitado unas funcionales tiendas de campaña que reúnen unas condiciones dignas para el remoto lugar en el que nos encontramos. Yo podría haberme ido cada tarde a dormir al cortijo-palacio de los señores, pero supondría una hora de cabalgada y alejarme de la excavación. No, yo prefiero pernoctar con los trabajadores junto al yacimiento. Así vigilo a las piedras y a los hombres, siempre tan dados en estas latitudes al vino y a esa extraña música que llaman flamenco y que es un hondo lamento. A mí, aficionado a nuestra gloriosa música clásica, esos cantes me parecen salvajes, irracionales, primitivos… aunque debo reconocer que en algunos momentos me producen una emoción especial… No sé, quizás algún día investigue el origen del cante flamenco, un enigma más de esta tierra misteriosa. Pero ahora debo concentrarme en Tartessos. Quiero ser su descubridor.

  Me siento a la puerta de la choza y me asombro de lo atrasado de este rincón del sur de España. El otro día, un periodista me preguntó que por qué un brillante catedrático alemán como yo y descubridor, además, de la ciudad celtíbera de Numancia, se pudría en estas marismas infectas de mosquitos y malaria. Mi respuesta fue torpe, me limité a contestar que estaba seguro que aquí se encontraba Tartessos y que el riesgo y la incomodidades eran compañeras ciertas de los grandes descubrimientos arqueológicos. Pero mi explicación me pareció superficial e insuficiente. En el fondo, es por algo más. Por eso, he decidido hacer unas anotaciones simples a modo de autobiografía urgente que justifique ante un posible lector —y desde luego ante mí mismo— mi insistencia en excavar en estas tierras perdidas de la mano de Dios. Alumbrado por la luz de una lámpara de carburo, comienzo a escribir con letra firme:

 
    Me llamo Adolf Schulten y nací en el seno de una familia acomodada alemana en 1870. De natural inquieto, desde niño me fascinaron las historia antiguas. Recuerdo como, en mi infancia, escuché embelesado el descubrimiento de la mítica ciudad de Troya por mi compatriota Schliemann gracias a que había sabido interpretar correctamente los textos clásicos de la Ilíada de Homero. Desde entonces arraigó en lo más hondo de mis entrañas la pasión por las lenguas y la historia clásica y su arqueología. De alguna forma, desde mi adolescencia, soñé en convertirme en un nuevo Schliemann.

    Excelente estudiante, me formé en las mejores universidades alemanas, Gotinga, Bonn y Berlín. Conseguí el doctorado a los veintidós años y, desde 1909, la plaza de catedrático de Historia Antigua de la universidad de Erlangen. Tras doctorarme, obtuve una beca del Instituto Arqueológico Alemán para visitar Italia, Grecia y África del Norte. Viajé durante varios meses durante los años 1894 y 1895. Visité cuantas ruinas pude y me empapé de la estética clásica. Pocos años después, en 1899, viaje por vez primera a España y debo reconocer que quedé enamorado del país, a pesar del atraso y de la rudeza de sus gentes. Siempre había escuchado que África comenzaba en los Pirineos y pude comprobarlo desde mi primer viaje. Era la española una cultura atrasada, pero hospitalaria y exótica. Nunca llegaría a comprenderla del todo, sobre todo esa inagotable energía que muestran los españoles en luchar y destruirse los unos frente a los otros. Siempre pensé que malgastan su enorme creatividad en estériles luchas intestinas. Desde antiguo, conviven en su interior unas poderosas energías destructivas, una pena sin remedio.

    Sea como fuere, el caso es que tras esa primera visita, me propuse regresar pronto, lo que conseguí en 1902 interesado por la posible ubicación de la heroica ciudad de Numancia. Tras deambular por el terreno y leer los textos clásicos deduje el lugar dónde debía encontrarse la ciudad que nunca se rindió a los romanos, en una gesta heroica sin precedentes. Los cuatro mil habitantes de la ciudad fueron sitiados por sesenta mil legionarios y tras un prolongado sitio, prefirieron morir todos antes que rendirse. Mi espíritu exaltado vibraba con aquel colosal sacrificio tan heroico como inútil y quise encontrar la ciudad de los celtíberos valientes. Excitado ante la posibilidad de confirmar mi tesis, comencé a hacerme ver por los círculos de influencia política y económica de mi país, hasta conseguir el apoyo suficiente como para iniciar en 1905 la excavación sistemática del lugar en el que yo pensaba que se encontraba las ruinas de Numancia, coincidiendo con una visita del rey Alfonso XII, que me honró con un ágape al finalizar la jornada. Mis credenciales eran excelentes, no en vano el propio káiser Guillermo II financió parte de mis trabajos en la ciudad soriana.

    A pesar de que algunos intentan poner en duda mis logros, debo reiterar en estas líneas en las que me sincero, que soy el descubridor y primer excavador de Numancia y de los campamentos romanos que la sitiaron. Por la lectura de los textos clásicos no tardé en percatarme que bajo la ciudad romana debía encontrarse la ciudad celtíbera. Por eso, con la ayuda de seis hombres, comencé las excavaciones y apenas si tardé cinco horas en encontrar el nivel celtibérico bajo la ciudad romana. Todos conocían los restos de Roma, nadie había demostrado que bajo ellos se encontraba la Numancia celtibérica. Muchos cuestionan mi descubrimiento de Numancia, afirmando que desde siempre se conocían aquellas ruinas. Falso. Nadie había publicado que se trataba de la ciudad celtíbera y yo lo hice. Me corresponde a mí el honor del descubrimiento. Durante varias campañas entre 1905 y 1914 saqué a la luz los restos y la historia de aquella ciudad salvaje que no se rindió ante el poder romano y de los campamentos que la sitiaron. Mis publicaciones sobre la ciudad tuvieron un gran éxito académico en Alemania y me concedieron el gran prestigio que todavía gozo hoy en día.

    Mientras excavaba en Numancia y en sus campamentos romanos, comenzó mi interés por Tartessos. Viajé en dos ocasiones a Sevilla, en 1906 y 1910, para acercarme al territorio tartésico, como posteriormente narraré.

    Por aquel entonces trabajé como un poseso. Cuando no excavaba, leía, estudiaba y escribía hasta el mismo límite de mis fuerzas. Mi total dedicación tuvo altos costes familiares. Me casé en 1903 y me divorcié en 1913, dejando a mis hijas al cuidado de su madre. Entre la dulzura del hogar y la rudeza excitante de la arqueología, opté por la segunda. Algunos españoles, siempre dados a la exageración y la chanza, hicieron cundir el rumor malvado de que la cambié por los celtíberos…
 

  Dejo de escribir estas notas biográficas, estoy cansado. Mañana será otro día intenso de trabajo. Ojalá tengamos mejores resultados. Apago la lámpara y me dispongo a dormir en el humilde jergón que habilité en un extremo de la choza. Espero que esta noche los malditos mosquitos nos concedan una tregua que nos permita dormir en paz.

 
    Septiembre 1926. Coto de Doñana.

    Huelva. Penúltimo día de excavación.
 

  Finaliza nuestra agotadora jornada sin que ningún sondeo arroje nada indiciario de la presencia de Tartessos. ¿Cómo puede ser? Repaso una y otra vez mis anotaciones, releo los textos clásicos, vuelvo a los trabajos previos de Jorge Bonsor y todos me confirman que Tartessos debía estar por aquí. ¿Por qué no lo encuentro, entonces? ¿Qué demonios falla?

  No me puedo permitir el desfallecer. Quizás sea mañana, el último día de excavación, cuando logremos ese gran hallazgo que hará historia. Al fin y al cabo ya nos ocurrió en nuestra primera campaña de excavación, la de 1923, en la que todavía colaborábamos Bonsor y yo. Cuando quedaba tan sólo un día para finalizar los trabajos, encontramos el anillo de oro con extrañas inscripciones que concedió notoriedad a nuestra excavación al resultar reseñada, incluso, en la Revista de Occidente. Los españoles afirman que «cuando menos te lo esperas, salta la liebre». Yo prefiero el dicho alemán de que la suerte alumbra al que la trabaja. Y yo la trabajaré hasta el último segundo.

  En España existen buenos arqueólogos, pero todavía siguen en la cultura del XIX. Son más eruditos de gabinete que excavadores de campo. Yo creo que un arqueólogo debe realizar personalmente sus excavaciones y registrarlas científicamente. Ahora bien, ¿de qué me servirá todo mi método si al final no localizo la ciudad perdida? Bonsor era el mejor, el más parecido a mí. Nuestra rivalidad por encontrar Tartessos nos hizo competir por los permisos de excavación. Recuerdo una conversación que tuve con mi amigo y aliado el duque de Alba, en su Palacio de las Dueñas de Sevilla.

  —¿Adolf, cuándo comenzaste tu relación con Bonsor? —me preguntó directamente el duque mientras tomábamos el aperitivo en un maravilloso patio renacentista.

  —Mi relación personal con él —respondí extrañado por el súbito interés del marqués— comenzó en 1910, aunque lo había conocido antes, durante alguno de mis fugaces viajes al sur. Bonsor me trasladó su convicción de que Tartessos existía, tomando por buenas las fuentes clásicas. Era consciente de que esa idea levantaba muchas suspicacias y reacciones en contra, pero a él no le importaba. Por eso le admiré.

  —Tengo entendido que en 1910 realizasteis una primera prospección en el Coto de Doñana, ¿es cierto?

  —Sí. Ese año obtuve un importante patrocinio del mismísimo Káiser Guillermo II. Monarca piadoso, estaba muy interesado en localizar la Tartessos bíblica. Y con ese dinero y con la ayuda de Bonsor y de otros colaboradores, organicé una primera visita de prospección al Coto de Doñana Nuestro objetivo era reconocer los alrededores del poblado de Torre Carbonera, donde, según todos los estudios basados en fuentes clásicas, debía encontrarse Tartessos. Partimos desde Sanlúcar de Barrameda y anduvimos dieciocho kilómetros de playa hasta llegar hasta el lugar que prospectamos sin ningún éxito. Regresamos de nuevo a pie hasta Sanlúcar, por lo que ese día marchamos treinta y seis kilómetros; nos costó varios días recuperarnos. Ahora bien, el paisaje, la naturaleza salvaje y el paisaje mítico compensaron el esfuerzo realizado.

  —Resulta bien curiosa esa relación de Tartessos con la Biblia…

  —Tartessos, o Tarsich, sale citada en varias ocasiones en los textos bíblicos. De aquí partió la plata que enriqueció el Templo del rey Salomón, por ejemplo.

  Recuerdo que callamos entonces. El duque parecía reflexionar sobre el contenido de nuestra conversación. Como quiera que el silencio se prolongara, quise retomar la charla. Sabedor de su afición por la tauromaquia, le conté una anécdota acontecida en los días previos a la partida de la expedición de 1910.

  —Por cierto, justo antes de ese viaje asistí aquí, en Sevilla, por vez primera en mi vida a una corrida de toros y pude percatarme de la relación que existe entre el culto al toro de la Creta minoica y de Tartessos. Los españoles de hoy de hoy siguen venerando al toro por herencia de los antiquísimos ritos tartésicos y quién sabe si atlantes.

  En aquella ocasión, acerté con mis palabras. El Duque pareció apasionarse por el tema y, un buen rato después, pronunció las palabras que yo deseaba escuchar, la llave que abriría el camino hacia mis sueños.

  —Adolf, cuenta con todo mi apoyo para tus investigaciones en Doñana. Intercederé por ti ante mi buen amigo el Marqués de Tarifa, y no cejaré en el intento hasta conseguirlo. Si Tartessos está en Doñana… ¡tú serás su descubridor! ¡No puedes dejarle esa gloria a Bonsor en exclusiva!

  Mis relaciones con Bonsor, que fueron excelentes desde 1910, se fueron complicando poco después, en paralelo al clima enrarecido que se vivía en Europa y que culminaría con el desastre de la Primera Guerra Mundial. Jorge Bonsor, como francés-inglés, era un firme defensor de los intereses aliados, mientras que yo me posicionaba vehemente a favor de mi admirado káiser Guillermo II.

  Sacudo mi cabeza. Bonsor no me interesa. Ahora, lo importante es planificar correctamente el día de mañana, para que sea lo más útil posible. Tras un buen rato de trabajo en la soledad de mi choza, decido buscar consuelo en mis breves y urgentes notas biográficas.

 
    Desde 1912 el ambiente de trabajo se había complicado. Todo eran suspicacias, recelos… En el mismo gobierno se dividían entre anglófilos y germanófilos. Como yo representaba los intereses científicos del imperio alemán, fui rechazado en muchos ambientes. Comprendí que así no podría seguir trabajando y decidí regresar a mi país. Hice bien, porque por aquel entonces mis muchos enemigos comenzaron a extender el bulo de que yo realizaba tareas de espionaje para el káiser, de ahí su financiación y mi interés por la localización de puntos estratégicos en la costa. ¿Espía yo? Qué absurdo, no lo fui en la vida. Obsesionado como estaba por mis lecturas e investigaciones del pasado remoto, apenas si llegué nunca a comprender el tiempo europeo que me tocó vivir y, todavía menos, la política española, tan errática e irracional ante mis ojos. Pero debo reconocer que sobre mí pesó la leyenda negra del espionaje. Una posible explicación quizás fuera la de mi temprana obsesión por la cartografía. Ya en mis primeras excavaciones en Numancia me hice acompañar por el cartógrafo militar Lammerer, que me resultó de gran utilidad y al que recomendé vivamente a muchos otros arqueólogos españoles, ya que sin buenos planos, la arqueología como ciencia no podría nunca haber avanzado. Lammerer, que llegaría posteriormente al rango de general, era muy meticuloso y sus planos insuperables. Trabajador incansable, levantaba planos de las ruinas, de sus inmediaciones y de las poblaciones cercanas. Siempre, salvo en esta última aciaga campaña, me acompañó. Cuánto lo echo de menos; se presencia me reconfortaba, me daba garantía de un trabajo preciso y excelente y de una conversación culta e inteligente de la que ahora carezco.

    Cuando, estando ya en Alemania, estalló la I Guerra Mundial, recibí la orden reclutamiento para ir al frente. Tenía cuarenta y ocho años, hubiera sido carne de cañón. Moví mis influencias y logré evitar el ir a filas. No me avergüenzo de mi acción, en mi caso se trató de un error que logré subsanar. Una vez finalizada la Gran Guerra regresé a España, invitado por profesores de Barcelona. A partir de ese momento mis mecenas fundamentales fueron Bosch Gimperá y Pericot, dos prohombres de la arqueología a los que les estaré eternamente agradecido. Y fue entonces cuando, por vez primera comencé a trabajar sobre el terreno los textos de la Ora marítima de Avieno, que tanta influencia tendría ya para siempre. Traduje al español esa obra maravillosa, que narra el periplo de un marino de Marsella del siglo VI antes de Cristo a lo largo de toda la costa española. Y mientras lo traducía, me asombraba de la cantidad de datos precisos y localizaciones que aportaba y comprendí que ese libro era una fuente de primer orden para localizar las ciudades allí ubicadas, sobre toda la ciudad de mis sueños, Tartessos.

    Había un trabajo científico que realizar, y era el relacionar los textos clásicos con la cartografía, identificar la geografía real con esas fuentes clásicas que algunos todavía consideraban como simples fantasías y mitos. Y me puse manos a la obra y con el patrocinio del Instituto de Estudios Catalanes —gracias al apoyo de Cambó—, logré la financiación del proyecto. Partimos en nuestro buque de investigación desde el Cabo de Creus hasta llegar a Andalucía. ¿Cómo habían podido despreciar los eruditos españoles la Ora marítima? La escuela alemana de arqueología ya había demostrado, y ahí está el caso de Schlieman con Troya, que los textos clásicos encierran entre sus líneas la respuesta a muchos de los secretos que hoy nos atormentan. Pero claro, para utilizarlos, antes es necesario conocerlos, traducirlos, depurarlos… un trabajo ingente al que muy pocos están dispuestos. Yo sí. Por eso propuse a Bosch Gimperá una obra fundamental que será determinante para el conocimiento de la Hispania antigua. Se trataba, ni más ni menos, que recopilar y traducir todos los textos clásicos y alto-medievales que hagan mención a España. Titulamos el magno proyecto como Fontes Hispaniae Antiquae, obra que se prolongaría durante varios años y que ocuparían, al menos, una docena de volúmenes. Cuando aprobaron el proyecto estuve exultante de alegría. Mi contribución a la arqueología y la historia española ya era importante: además del descubrimiento de Numancia y la traducción y constatación geográfica de la Ora Marítima acababa de impulsar el colosal trabajo de erudición de conocer todas sus fuentes clásicas. Ya sólo me faltaba conseguir mi gran ambición, cumplir mi gran sueño. Ser el descubridor de Tartessos.

    En 1920 volví a recorrer las costas andaluzas y las marismas en busca del rastro de Tartessos. Algunos me acusaban de loco, buscador quijotesco de paraísos perdidos, enajenado por una utopía imposible… Esas críticas me resultaban indiferentes. Yo sabía que Tartessos existía y que estaba aguardando a quien quisiera volver a sacarlo a la luz.

    Por esa época colaboré con César Pemán, hermano de un famoso poeta llamado José María, con el que recorrí concienzudamente el borde de la actual marisma, donde tuvo que estar la línea de costa en época tartésica y sobre la que localizamos docenas de yacimientos. César creía que Tartessos debía encontrarse bajo las ruinas romanas de Mesas de Asta pero yo deseché la idea, ya que el lugar no coincidía con la descripción de Avieno. Visité de nuevo el Coto de Doñana ese mismo año, comprobando que Bonsor se había anticipado a mis pasos. Comprendí que si no me movía rápido, podría adelantárseme, por lo que decidí hablar directamente con él de la cuestión.
 

  Agotado, cierro mi cuaderno. Temo que esta noche no dormiré bien, pero que no serán los mosquitos ni el calor los responsables de mi insomnio, sino que será la angustia ante el fracaso la que me impida cerrar los ojos.

 
    Coto de Doñana. Septiembre de 1926.

    Último día de excavación.
 

  Hemos realizado un par de sondeos sin ningún resultado esperanzador. Todavía nos quedan varias horas de trabajo, mantengo la esperanza de un sorpresivo hallazgo final que otorgue sentido a todo y que nos conceda la esperanza de un nuevo permiso de excavación.

  Mientras limpio el sudor de mi frente, no puedo evitar que los recuerdos se apoderen de mi mente. En 1921, gracias a las autoridades del Puerto de Sevilla, pude navegar el río Guadalquivir desde la capital hispalense hasta Bonanza. Atravesé lo que fuera en tiempos clásicos el lago Ligustino, ahora transformado por los sedimentos en esas infinitas marismas en las que se confunden el agua y el cielo. En algún punto de las orillas de aquel lago, debía situarse Tartessos. Fue un viaje sumamente inspirador, pues me encontraba en plena redacción de mi obra Tartessos. ¡Cuántos mitos clásicos tenían sede en aquel espacio mágico del Bajo Guadalquivir! En aquellas marismas pastaron los bueyes de Gerión, robados por el astuto Hércules. Recuerdo que me volví locuaz en la travesía del río, rememorando tantos y tantos mitos clásicos y dioses que tenían relación con aquel territorio. Poseidón, Medusa, las Hespérides, Gárgoris, Habidis, Hércules, Nórax y tantos otros configuraban un verdadero Olimpo. Ningún otro territorio de la Europa occidental goza de tanto protagonismo en la mitología clásica. Pero los eruditos locales desprecian todas esas señales, tomándolas por cosas de poetas y locos. ¡Ignoran el mayor tesoro de la arqueología europea a pesar de tenerla bajo sus pies!

  Por cierto, he tratado también durante estos años a Pelayo Quintero, director del Museo Arqueológico de Cádiz. Hombre muy culto, amable, algo enigmático, sólo parecía interesado por el rastro fenicio, no importándole la posible existencia de Tartessos. No tengo queja de él, me ayudó en lo que pudo, a pesar de que no confiaba en el proyecto. Una noche, en la confidencia de la cena, me contó que el sueño de su vida sería encontrar el sarcófago fenicio femenino que, según él, debía estar enterrado en algún punto de la ciudad. Advertí, en ese preciso instante, un extraño brillo en sus ojos que me inquietó. Pero ¿quién soy yo para juzgar los sueños de los demás, cuando yo vivo preso de los míos?

  El capataz da la orden de descanso. Dentro de dos horas, cuando haya refrescado algo, volveremos a trabajar hasta el anochecer. Apenas si pruebo bocado y me dirijo a la choza para tratar de descansar algo. No puedo conseguirlo. Me incorporo y retomo la escritura de mis notas biográficas.

 
    Al poco tiempo de mi viaje de 1921 por el río, decidí visitar al gran Bonsor en su casa, el Castillo de Mairena del Alcor. Yo sabía que con el apoyo de la Academia de la Historia, había iniciado en solitario la búsqueda de Tartessos ese mismo año. Inquieto ante sus avances en solitario, quise en mi visita, retomar mi amistad con él y solucionar el asunto de los celos profesionales que nos achacaban. Me recibió afectuosamente, me confirmó sus prospecciones sobre el Cerro del Trigo y su convicción de que Tartessos debía encontrarse bajo su suelo, donde había localizado muchos restos romanos en superficie. Al parecer el yacimiento se había localizado en 1902 al ser usado como cantera para la construcción del palacio de la Marismilla. Bonsor había identificado con claridad el segundo de los dos brazos del río a los que Avieno hacía referencia en su obra entre Matalascañas y Torre Carbonera.

    Coincidí plenamente con él —yo había llegado por mi cuenta a idénticas conclusiones— por lo que le propuse colaborar en la excavación. Pareció dudar y al final me respondió que lo intentaría, pero que ya tenía solicitado el permiso al Marqués de Tarifa y que temía que ampliarlo a mi persona pudiera complicar la cosas. Desde ese mismo momento decidí que en cuanto pudiera solicitaría la intersección del Duque de Alba, para no quedar yo relegado de las posibles campañas de excavación. Ya narré en estas líneas el resultado de mi entrevista.

    Mientras aguardaba mi permiso de excavación, regresé a Doñana en noviembre de 1922 para confirmar nuestros postulados. Tartessos debía encontrarse bajo el yacimiento romano del Cerro del Trigo. Algunos, cuando me veían pasar sonreían y murmuraban: mira, el alemán loco que busca ruinas de ciudades perdidas. Eso me halagaba.

    Aproveché ese viaje para recorrer de nuevo la marisma, Sanlúcar, Jerez y otras ciudades fascinantes del Bajo Guadalquivir. Veía el rostro de sus gentes, analizaba sus costumbres y todo me evocaba el ancestral mundo tartésico. Bien sabía yo por experiencia que la arqueología de una civilización no se encuentra sólo en las piedras antiguas, ni siquiera en los textos, sino que, sobre todo, se puede rastrear por las costumbres y modos de los pueblos que la heredaron; era evidente que los andaluces actuales eran descendientes de aquella remota civilización tan rica como misteriosa. Sus costumbres, su alegría, seguían rezumando el aroma tartésico, indiferentes al paso del tiempo y al ruido de los siglos.

    Que Bonsor y yo coincidiéramos sobre la ubicación de Tartessos Bonsor era una buena señal. Bonsor es el mejor conocedor de la arqueología andaluza: ha descubierto y excavado la necrópolis de Carmona, los restos de los alcores, los dólmenes de Alcalá… Andalucía es su territorio, lleva décadas recorriéndola y excavándola. Su pasado sólo tiene un secreto para él: Tartessos. Y entonces pensé que quizás, sumando nuestros talentos, pudiéramos encontrarla juntos. A pesar de nuestras diferencias, somos los mejores. No podemos equivocarnos los dos al tiempo. El propio Pierre Paris denominó a Bonsor como el Schliemann del Guadalquivir. Se equivocaba. El Schliemann del Guadalquivir sería yo.

    En 1922 publiqué mi libro Tartessos, primero en alemán, algo después en español, que tuvo una inmediata y gran repercusión. En él, expuse varias ideas revolucionarias. La primera, y que levantó gran polémica, es que Tartessos podía ser, de alguna manera, la heredera de la mítica Atlántida. Al fin y al cabo coincidían en la ubicación geográfica. Después defendí que se había tratado de un rico y gran imperio, que se extendía desde el Guadiana hasta el Júcar y que tenía su eje en el Guadalquivir y su capital en Tartessos. Y tercero, que Tartessos había sido fundada uno dos mil años antes de Cristo por colonizadores del Mediterráneo Oriental, probablemente cretenses, de ahí su avanzada y refinada cultura. Mi reputación creció considerablemente, y gracias a eso, y a los buenos oficios del Duque de Alba ante el marqués de Tarifa, obtuve finalmente la licencia de excavación para la campaña de verano de 1923 que compartiría con Bonsor.
 

  Cierro el cuaderno y me incorporo. Intentaré que mis hombres regresen al trabajo un poco antes. Espero que aún podamos realizar dos sondeos más y limpiar los dos que hicimos esta mañana. Quién sabe, quizás todavía podamos encontrar algo que salve esta campaña…

  La presente de 1926 es mi tercera campaña. Trabajé con Bonsor en las dos anteriores, en los veranos de 1923 y 1924 sin que tuviéramos resultado reseñable alguno, aparte de las consabidas monedas y restos romanos. Este año, Bonsor abandonó, centrándose en el interesante yacimiento de Setefilla, en Lora del Río. Yo no estaba dispuesto a retirarme de la búsqueda y obtuve a duras penas el permiso para 1926. Pero el Marqués me advirtió que sería la última, ya que causábamos un gran desorden en sus propiedades. Tonterías. Estoy seguro que se debe a las presiones de mis enemigos de la Academia de Historia, que no están dispuestos a concederme la gloria del descubrimiento. ¡Y pensar que me hicieron miembro correspondiente de la Academia en 1905 tras mi descubrimiento de Numancia! ¡Y que el mismísimo Rey me otorgó la encomienda! Entonces fueron todos parabienes, pero después hemos ido distanciándonos. La mayoría de los académicos son unos parásitos, con conocimientos fósiles, que viven de medrar de lo público. He criticado alguno de los trabajos de los académicos más renombrados y fui pagado con la misma moneda. Mi Tartessos ha sido catalogado como simple relato de ficción, sin base histórica ni científica alguna. ¡Ignorantes! ¡Qué sabrán ellos, que llevan años sin investigar, ni estudiar, ni excavar!

  En todo caso, mi carácter me ha generado grandes conflictos en mi relación con los españoles. Mi amigo Pericot dice que mi rigidez germánica, mi falta de tacto, mis modos de ir directo al asunto sin ningún previo protocolario y cierta soberbia académica me han ganado muchos enemigos. Pero es que yo no sé ser de otra forma, y me exaspera la manera española de abordar los asuntos, dando vueltas, dejando lo importante para el final, perdiendo mucho tiempo en temas menores o frívolos, dilatando la toma de decisión. Lo que ellos consideran aspereza prusiana yo lo denomino efectividad propia de los pueblos avanzados. Por todo ello, la ciencia alemana seguirá volando alto mientras que la española se arrastrará por piélagos tan burocráticos como estériles.

  La campaña de 1923 comenzó el 8 de Septiembre y finalizó el 5 de octubre. Junto a Bonsor, dirigimos una cuadrilla de 25 trabajadores, y nuestros hallazgos más relevantes fueron dos piletas romanas para salazones de pescado. Desde mediados de Septiembre excavamos en el cercano Cerro de la Cebada. Allí sacamos a la luz una construcción romana en cuyo suelo aparecieron catorce ánforas completas y una moneda de Marco Aurelio. El 4 de octubre, un día antes de terminar las excavaciones, apareció el famoso anillo de oro que tantas expectativas suscitó. La campaña de 1924, también dirigida por los dos, obtuvo un resultado similar, lo que terminó desanimando a Bonsor. Y ya veremos en qué queda ésta de 1926, que inicié en solitario y que esta noche finalizaré…

  Trabajamos con ahínco durante toda la tarde. Nada. Ni siquiera nuevas monedas romanas. Al crepúsculo, aún redoblamos nuestro esfuerzo, puede que diéramos con algo en la última paletada. Enajenados por nuestro deseo de desenterrar Tartessos, excavamos y excavamos sin cesar. Sólo cuando la oscuridad nos impide proseguir, comprendemos la esterilidad de nuestro esfuerzo. Decido finalizar. La sombra del fracaso se extiende sobre nosotros. En silencio y cabizbajos, recogemos herramientas y enseres y nos encaminamos hacia la zona de habitación. Mientras me aseo, compruebo como escuece la mordedura del fracaso. Seré humillado, vejado, ridiculizado. ¿Lo ves? —repetirán—, no se trataba más que de un loco tras su quimera. A mí, las críticas me dan igual. Lo que de verdad me duele, y mucho, es haber fallado en mis estimaciones. Tartessos no estaba donde yo creía que debía estar. ¿Significa eso que Tartessos no existe? En absoluto. Tartessos existe y algún día aparecerá. Otros arqueólogos, otros locos como yo, insistirán hasta dar con la ciudad perdida. No hay tarea más importante ni trascendente para la arqueología española que localizarla.

  Arengo a mis hombres antes de la cena para tratar de animarlos, pero no encuentro ni un atisbo de ilusión ni esperanza en ellos. También se saben fracasados y como tal serán tratados y ridiculizados al regresar a sus pueblos. ¡Volveremos! les grito para finalizar mis palabras, pero no me creen. Tras la cena, el silencio se apodera del campamento. Ni cantes, ni risas compiten con el sonido del viento y la estridencia de los grillos.

  Y antes de dormirme, tengo una certeza. Cerca, muy cerca de allí, Tartessos permanece sepultada. Y recuerdo los tristes versos de Avieno en el mismo instante de cerrar los ojos.

 
    «Grande y opulenta ciudad, / ahora pobre, ahora pequeña,

    ahora abandonada, / ahora un campo de ruinas».

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