miércoles, 6 de marzo de 2019

El sueño de Pelayo Quintero

Mi vida es el relato de una obsesión. Descubrir el sarcófago de una dama fenicia que vivió en el Cádiz de tres mil años atrás ha consumido los afanes de mis días. No sabía su nombre, pero soñé mil noches con un rostro hermoso que me sonreía desde su tumba. Soy arqueólogo, me llamo Pelayo Quintero y sé que voy a morir pronto. Por eso, antes de que mis restos descansen para siempre en el cementerio blanco de Tetuán, escribo estas líneas deslavazadas para memoria de mi recuerdo desvaído. Aquí me trasladaron —quizás deba decir mejor me exiliaron— en 1939, cuando ya contaba con una edad de setenta y dos años. Estamos en 1946 y poca vida me queda ya por delante, aunque sí mucha a mis espaldas, que quiero narrar y contar.

  Nací en Uclés, un pueblo de la provincia de Cuenca, en junio de 1867, en el seno de una familia acomodada. Mi padre había sido gobernador civil de la provincia y era todo un prohombre. Fui curioso desde mi más tierna infancia y pronto comencé a salir al campo con mi tío Román, que me explicaba de manera rudimentaria el significado de las ruinas que con tanta frecuencia nos encontrábamos en nuestros paseos. Destaqué en el colegio para orgullo de mis padres, que no cesaban de alabar mi inteligencia ante cualquiera que quisiera oírlo. «Este niño va para ministro» presumían satisfechos. Aún recuerdo las lágrimas de mi madre cuando me separé por vez primera de ellos para ir a estudiar la carrera a Madrid. Brillé en mi etapa universitaria, en la que, para asombro de muchos, simultaneé los estudios de Derecho con los de Bellas Artes, obteniendo en ambos excelentes calificaciones. Sin pecar de soberbia, debo reconocer que los libros se me daban muy bien. Pude haber sido notario, letrado de las Cortes, cualquier alto cargo al que se ascendiera por oposición. Pero la llamada de mi tierra me hizo abandonar la Corte para regresar a mi pueblo y dedicarme, en contra de la opinión de mi padre, a mi verdadera vocación, las investigaciones arqueológicas. «Hijo —me repetía— si montas tu despacho de abogado ganarás dinero y prestigio. Podrás entonces, hacer excavaciones para divertirte. Pero si sólo te dedicas a la arqueología, serás un don nadie, morirás en la indigencia». No les hice caso. El descubrir los misterios y secretos del pasado me seducía mucho más que los pleitos y los tratos con leguleyos. En 1887, mientras empleaba largos días en dibujar las piezas arqueológicas que encontraba con mi tío Román —primer investigador de antigüedades de la provincia de Cuenca— un espectacular descubrimiento en Cádiz conmocionaría la arqueología europea y determinaría mi vida por completo.

  Ese año se iniciaban las obras para preparar la Exposición Marítima Universal que se celebraría en la capital andaluza. Cientos de operarios removían cada día la tierra gaditana para cimentar las infraestructuras y las edificaciones proyectadas para la ocasión. Y nada más comenzar aquellas precipitadas excavaciones se produjo un gran descubrimiento que transformaría la arqueología gaditana y que causaría el asombro de propios y extraños. Un bellísimo sarcófago de piedra, representando a un hombre con barba, solemne y mirada serena, salía a la luz después de permanecer sepultado bajo tierra durante miles de años. Los estudiosos afirmaron que se trataba del rico sepulcro de un poderoso, probablemente el sarcófago más hermoso de todos los encontrados en el mundo fenicio. Causó tal conmoción que la ciudad decidió al poco tiempo abrir su museo arqueológico alrededor de su nueva pieza icónica, que fue pronto representada por las revistas y libros de toda Europa. Yo tenía veinte años cuando se produjo aquel formidable descubrimiento. Recuerdo que me encontraba con mi tío excavando en la necrópolis de la Haza del Arca.

  —Tío —le comenté mientras le mostraba con asombro el grabado que representaba el sarcófago fenicio—. ¿Has visto esto?

  —Sí. Es asombroso.

  —¿Crees que podremos encontrar por aquí algo parecido?

  —Eso nunca se sabe. Pero aquí es difícil, el sur fue muy rico en la antigüedad.

  —Parece que el sarcófago de Cádiz es más hermoso que los que se han encontrado en Tiro, Sidón o Cartago. ¿Cómo puedes explicar eso? En teoría, si Cádiz era una colonia de Tiro, las mejores piezas deberían encontrarse en la metrópolis, y no en sus ciudades hijas, ¿verdad?

  —No tengo ni la menor idea, Pelayo. Es extraño, desde luego, pero ya sabes que la arqueología apenas si está dando sus primeros pasos. Seguro que con el tiempo, la ciencia será capaz de responder a esa y a otras tantas preguntas…

  Esa noche, soñé con el sarcófago. Un hombre barbado yacía en su interior, mientras que una bellísima mujer lloraba a su lado. Levantó su rostro y, por un instante, nuestras miradas se cruzaron. Supe que, desde la profundidad del pasado, ella me reclamaba. Me desperté al alba, cuando los gallos comenzaban su algarabía con los primeros rayos de sol y la imagen de la mujer del remoto pasado gaditano aún flotaba ingrávida en mi recuerdo. ¿Quién sería? ¿Cómo podría responder a su llamada?

  Hoy sé que aquel sueño fue el primer aviso de lo que llegaría a convertirse en una obsesión enfermiza. Aquel descubrimiento espoleó aún más mi vocación por la arqueología, e intensifiqué mis lecturas, investigaciones y excavaciones. Pocos años más tarde, en 1892, descubrí y exploré la cueva prehistórica de Segóbriga, así como en el solar de lo que intuimos —y acertamos— que sería una gran ciudad romana que como Segóbriga también bautizamos. Con nuestros hallazgos en la cueva se pudo crear un museo prehistórico en el Convento de Uclés. Pero ese museo fue tan rico como efímero: cuando los jesuitas que lo regentaban regresaron a Francia, se llevaron las piezas con ellos. Una pérdida que sentí, como español y arqueólogo, enormemente. Desde aquel suceso me volví un firme convencido de la necesidad de leyes de defensa del patrimonio nacional.

  Un vértigo excitado me llevó, entre excavación y excavación, a cursar los estudios de la carrera de Archivero Anticuario Bibliotecario, germen de lo que más tarde conformaría el título de Historia. Mientras estudiaba las asignaturas de Prehistoria e Historia Antigua, comprendí los grandes huecos que la arqueología tendría que rellenar. Quise —conocedor de la rica arqueología del sur de la península— iniciar una carrera que me permitiera dirigir excavaciones en Andalucía y bien pronto lo conseguí. Con mi amplio bagaje universitario y teniendo buena mano para el dibujo artístico, no me costó un gran esfuerzo ganar la plaza de profesor de dibujo en las escuelas de Artes y Oficios de Granada y Sevilla. Finalmente, en 1904 me asenté en Cádiz en la que ostentaría las responsabilidades de delegado de la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades y director del Museo Provincial de Bellas Artes.

  El Museo de Cádiz se había iniciado con las obras de arte obtenidas tras la Desamortización de Mendizábal, como, por ejemplo, los cuadros de Zurbarán procedentes de la Cartuja de Jerez. Tras el descubrimiento del sarcófago fenicio que tanto me impresionara en mi juventud, el museo creó su colección de arqueología, prontamente enriquecida por piezas de su rico pasado fenicio y romano.

  Desde 1904 trabajé con intensidad en la cultura y arqueología gaditanas. La ciudad me entusiasmó, a pesar de mi adusto carácter castellano. Liberal, extrovertida, alegre, con espíritu emprendedor, seguía manteniendo una vida isleña, como en la época fenicia. Dirigí —dicen que con gran acierto— el Museo y las excavaciones arqueológicas de la ciudad, mientras que escribía libros y artículos sin cesar, pronunciaba conferencias y desarrollaba la función de cónsul de Colombia en Cádiz. Por eso, en muchas ocasiones, me quedaba hasta muy tarde trabajando en mi despacho del museo. Me gustaba el profundo silencio nocturno de sus salas y pasillos, por los que deambulaba sin compañía alguna. Los guardias y funcionarios temían las horas de oscuridad, pues aseguraban que escuchaban ruidos misteriosos.

  Son los espíritus de las tumbas profanadas que aquí se guardan —repetían entre ellos.

  Siempre consideré esos temores como simples supersticiones de gentes sin cultura, por lo que no temía quedarme horas trabajando en la soledad del museo, a oscuras. Sin embargo, poco a poco, las ideas teosóficas y espiritistas que se expandían entre los círculos cultos y liberales fueron influyendo en mi alma racional y positivista. Por eso, a veces, me llegaba hasta la sala donde se exponía el sarcófago masculino y lo observaba en silencio, como queriendo preguntarle qué secretos guardaba. Fue en una de esas noches cuando la imagen de la mujer implorante que soñé en mi juventud se me repitió con toda nitidez. Sus ojos me llamaron desde el más allá. Y supe que tenía que ir a su encuentro. Quizás no fuera más que una simple intuición, pero la sentí tan vivamente, que diría que casi pude tocarla con la mano. Y aquel viejo sueño se convirtió para mí en íntima certeza. Aquella dama hermosa existió y al morir fue honrada con un sarcófago tan hermoso como el del varón. Convencido de su existencia, decidí que dedicaría todos mis esfuerzos en tratar de encontrar su tumba. Y de manera inconsciente, le susurré al varón representado en el sarcófago: «Tranquilo, sé que tu mujer existe y no cejaré en mi esfuerzo hasta encontrarla y traértela. Podréis descansar en paz, juntos ya para siempre, como queréis».

  No fueron aquellos años fáciles para España. Tras la derrota en la Guerra de Cuba de 1898, una grave crisis económica y moral minó la energía y los presupuestos públicos, afectándonos severamente a todos los servidores públicos, que a duras penas lográbamos cumplir con nuestras funciones y responsabilidades. Yo era consciente de que me encontraba sobre el solar de la ciudad europea más antigua, con muchos misterios por desentrañar. Esa certeza me producía una viva ansiedad, que mis muchas horas de trabajo y denodados esfuerzos no lograban apaciguar. De todas maneras, y a pesar de las limitaciones que nos constreñían, me siento orgulloso de la tarea realizada. Por vez primera se iniciaban excavaciones ordenadas y debidamente documentadas, aplicando los métodos científicos según las corrientes europeas que llegaban hasta nosotros.

  En 1912 dirigí las excavaciones de la necrópolis fenicia de Punta de la Vaca, donde en 1887 había aparecido el sarcófago masculino, gracias a las cuales pudimos documentar la importancia del pasado púnico de la ciudad. De todas las excavaciones llevaba una memoria técnica, realizaba fotografías y dibujos que permitirían a los arqueólogos del futuro comprender el cómo hicimos la excavación. Excavé sin cesar el suelo gaditano y cada mañana, al levantarme, me preguntaba si sería ese el día afortunado en el que ella apareciera. Pero pasaban los días, los meses y los años sin que el hermoso sarcófago femenino saliera a la luz. «¿Por qué me rehúyes?» suplicaba en mis sueños a la dama fenicia. «¿Por qué no te muestras, por qué no vienes a mí, si sabes que te espero?». Con cada golpe de pico sobre la tierra te esperaba, te aguardaba, pero tú, esquiva y misteriosa, no te dejabas descubrir. Sabía que existías; terminaría encontrándote, aunque tuviera que dejar mi vida entera en ello.

  Me especialicé en arqueología fenicia. Cádiz fue, tras Cartago, el emporio fenicio más importante. Aquel viejo pueblo del mediterráneo oriental estableció sus colonias en la costa andaluza para comerciar con los indígenas y exportar la plata que sus ricas minas proporcionaban. A veces, me preguntaba cómo serían aquellos indígenas que habitaban en el interior, antecesores de los turdetanos y otros pueblos íberos que comenzaban a conocerse. Fue por entonces cuando la idea de Tartessos comenzó de nuevo a circular, puesta en escena por un ambicioso y excéntrico filólogo alemán, Adolf Schulten, empeñado a toda costa en encontrar la ciudad perdida de Argantonio. Se decía admirador de Schliemann y, al igual que su ídolo había sido capaz de descubrir Troya y sus tesoros a través de lo escrito por Homero en la Ilíada, él creía poder localizar Tartessos según las indicaciones de los textos clásicos, sobre todo de la Ora Marítima de Avieno. No compartí el punto de vista de Schulten, a pesar de lo cual le atendí amablemente durante la visita que realizó a nuestro museo el 1 de marzo de 1920. Schulten vino acompañado por Bonsor, el arqueólogo que excavaba la espectacular necrópolis romana de Carmona. Estaban obsesionados con la idea de que Tartessos se encontraba enterrado en algún lugar del Coto de Doñana. Después de obtener el permiso del Duque de Tarifa excavaron en una lengua de arena conocida como el Cerro del Trigo, sin más resultado que unos pobres restos romanos.

  Creo que Schulten, a pesar de su fracaso arqueológico, obtuvo uno de los mayores éxitos de popularidad de nuestra profesión, ya que puso a Tartessos dentro del imaginario popular. He de reconocer que, a veces, sentí algo de celos de él, dado el renombre que adquiría a pesar de sus escasos conocimientos arqueológicos. No sé, no puedo evitar asociar la idea de Tartessos más al mito, a la leyenda ancestral, que a la realidad científica y arqueológica a la que los profesionales debemos aspirar. Lo único que de verdad sabemos —y eso sí es ciencia— es de la fuerte presencia fenicia en Andalucía, en especial en sus costas, y con Cádiz como su principal ciudad. Probablemente, los indígenas no tuvieran el suficiente grado de desarrollo como para conformar un reino como el cantado por los poetas clásicos. Pero, quién sabe…

  Schulten sedujo a la familia Pemán, que se embarcó en investigaciones y excavaciones en otros puntos de la marisma sevillana y gaditana. Pero yo no me dejé cegar por el ensueño del supuesto reino de Tartessos y continué investigando el riquísimo pasado fenicio de Cádiz y su bahía, lo que me hizo excavar también en San Fernando, entre otros lugares; siempre me sorprendí del riquísimo subsuelo andaluz. En pocos lugares del mundo —si es que existe alguno— podrá existir una densidad arqueológica similar a la de esta tierra que me acogió como hijo adoptivo. Convencido del método científico, dejé descripciones exactas de todos mis trabajos de campo en las Memorias de la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades. La intensidad de mi trabajo profesional al frente del Museo de la arqueología gaditana no fue obstáculo para mantener una fructífera vida social, institucional y cultural en la ciudad, sobre todo en lo que a la relación con países americanos, sobre todo desde mi condición de Cónsul de Colombia.

  Aunque gozaba de un gran éxito y reconocimiento profesional, en mi interior me sentía frustrado. Aún no había logrado encontrar el sarcófago femenino, el mayor de mis objetivos investigadores. Ya reconocí, al inicio de estas líneas, que localizarlo se convirtió para mí en una auténtica obsesión, a la que supedité gran parte de mi quehacer profesional.

  Mi buena estrella pública me granjeó enemigos cada vez más poderosos. El fruto de mis trabajos levantaba la admiración en muchos, pero, también, las envidias e insidias en otros. Mis muchos premios y reconocimientos irritaban a algunos prohombres de la ciudad, que deseaban esos honores para sí. Por eso, comenzaron a extender rumores maledicentes sobre mi reputación personal. Me acusaron de homosexual, de ser amante de mujeres casadas, de traficar con antigüedades… Cualquier argumento era válido para tratar de desacreditarme. Comenzaron a insinuar mi pertenencia a la masonería, un movimiento al que yo respetaba pero en el que nunca ingresé. Quizás fuera mi condición de rotario lo que originara tales habladurías, a las que procuraba no darle mayor importancia.

  En medio de esas luces y sombras, y con los ahorros de muchos años de trabajo, pude comprar un solar y levantar una casa a mi gusto. Me sentí bien en mi nuevo hogar, que me proporcionó paz y sosiego para la continua llama de mi ansiedad. Diseñé los detalles de la que sería mi casa definitiva junto al arquitecto que contraté. Debo reconocer que utilicé algunos símbolos iniciáticos y teosóficos, pero más por otorgarle un aire de misterio erudito que por propia convicción. En esa casa viví los años más plenos y felices de mi existencia, aunque, y he de reconocerlo, también donde más intensamente experimenté la llamada de la mujer fenicia y la angustia lacerante por no poder localizar un sarcófago que intuía cercano. En ese tiempo intensifiqué su búsqueda, con la esperanza de encontrarla cuanto antes. Pero la dama siguió sin aparecer.

  En 1936 estalló la brutal Guerra Civil y, durante los tres años que duró, apenas si pudimos atender las emergencias. Todo estaba comprometido en aquella guerra a vida o muerte. Al poco tiempo de su finalización, en 1939, recibí orden de traslado a Tetuán. Tenía setenta y dos años cumplidos y emprendí, obligado, mi camino —¿debería decir mi exilio?— hacia la capital del Protectorado Español sobre Marruecos, para hacerme cargo de la inspección de las excavaciones arqueológicas y para poner en marcha su museo arqueológico. A pesar de mi edad, lo tomé como un nuevo reto profesional al que me entregaría por completo.

  Antes de abandonar Cádiz, repartí mi gran biblioteca entre las de varios centros culturales, en especial la del Casino Gaditano. No permití dejarme arrastrar por la melancolía de los recuerdos. Me despedí del personal del museo y pedí un rato de soledad con el sarcófago masculino. Allí me sinceré desde el dolor y la impotencia por no haber sido capaz de encontrar a su pareja femenina. Porque esa fue la mayor de las penas que me llevaba de Cádiz, la de no haber sabido satisfacer a la llamada que la hermosa dama fenicia me hiciera desde su sepultura. «Ojalá —le susurré al sarcófago masculino— alguien logre encontrarla en el futuro para traerla aquí, contigo».

  Me dirigí hacia mi casa, para recoger mis pertenencias, y aún fue más vívido mi recuerdo de ella. Me senté en mi cama y le grité a la dama, como si mi voz pudiera llegar hasta su morada de ultratumba, «¡Lo siento! ¡No he conseguido encontrarte, a pesar de hacer puesto todo mi empeño en ello!». Una extraña serenidad se apoderó de mi corazón; supe que mi mensaje había sido recibido. Cargué mi última maleta y, sin volver la vista atrás, abandoné aquella casa para dirigirme en coche hasta Algeciras, desde donde embarcaría para Ceuta.

  Me entregué, al límite mismo de mis pocas fuerzas, a organizar la arqueología tetuaní. Comencé a montar el museo, inicié un sistema de alertas arqueológicas, levanté una primera carta arqueológica de la provincia de Tetuán, obteniendo buenos resultados en tan breve periodo de tiempo. Hace un año, en 1945, abordé la excavación de la ciudad romana de Tamuda, en las afueras de Tetuán, en las que tengo cifradas grandes esperanzas…

  Este otoño de 1946 comienza con fuertes aguaceros y el gris del cielo y el ambiente desapacible me invitan a quedarme en casa, mirando por la ventana, mientras siento la mordedura dulce y traidora de la melancolía. ¿Qué habrá sido de mi casa de Cádiz? ¿Cómo explicar que, a pesar de mis muchos afanes, no consiguiera sacar a la luz pública el sarcófago femenino? ¿Es que, acaso, estaba yo equivocado y la obsesión de mis sueños no existía?

  Dejo ahora de escribir, me encuentro cansado, muy, muy cansado…

  Pelayo Quintero nunca llegaría a terminar estas memorias, ya que falleció el 27 de octubre de 1946, a los pocos días de escribir sus últimas líneas delante de su ventana una tarde lluviosa. Tuve la fortuna de encontrar el cuaderno de sus memorias durante el viaje que realicé a Tetuán para investigar la vida del insigne arqueólogo. Déjenme que me presente, soy Ezequiel Bravo, licenciado en arqueología, y entro en esta historia cuando, por casualidad, hace poco más de un año, me enteré de las curiosas circunstancias que rodearon al descubrimiento del sarcófago femenino de Cádiz. Me causaron tanta impresión, que decidí realizar mi tesis doctoral sobre la vida y obra del para muchos enigmático Pelayo Quintero.

  Comprueben ustedes mismos el curioso devenir de los acontecimientos. El día 26 de septiembre de 1980, cuando se comenzaba a excavar sobre un solar de la calle Ruiz de Alda, en Cádiz, un operario se percató de que la máquina excavadora golpeaba algo duro, unas piedras o unos sillares, pensaron. Pero cuando se acercaron a comprobar que era lo que dificultaba el trabajo de la máquina, descubrieron que se trataba de algo parecido a una gran losa de mármol, que al quebrarse por una de las esquinas había dejado un hueco abierto. Un operario metió la mano en el interior y, para su sorpresa, extrajo unos huesos que identificó como humanos. Tras un primer instante de desconcierto, decidieron, con acierto y prudencia, parar la obra y hacerle llegar el descubrimiento a Ramón Corzo, por aquel entonces director del Museo de Cádiz, puesto que, varias décadas antes, hubiera ocupado Pelayo Quintero. Tras la reglamentaria excavación, los arqueólogos se sorprendieron de la magnitud del descubrimiento. Bajo aquel solar en obras, unos operarios, por simple casualidad, habían descubierto un bellísimo sarcófago fenicio femenino, con sus restos dentro, con las mismas dimensiones y características del masculino que se hubiera encontrado un siglo antes. Recordaron entonces lo desvelos de su antecesor Pelayo Quintero por localizarlo. «Al final, el viejo maestro tenía razón —pensó Corzo para sus adentros—, el sarcófago femenino existía, y era, al menos, tan extraordinario como el masculino».

  Y fue entonces cuando cayó en la cuenta. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Acababa de percatarse de algo realmente sorprendente! El sarcófago había aparecido en el solar que ocupara la vivienda de Pelayo Quintero, apenas a un kilómetro de distancia del lugar donde apareciera, en 1887, el sarcófago masculino. Todo parecía increíble. Durante mucho tiempo, Pelayo Quintero había dormido justo encima del sarcófago de sus sueños. No, no podía ser, era demasiada casualidad. Preguntó a su compañero y le confirmó la información. En efecto, allí había estado la casa del famoso director del museo arqueológico. Increíble, pero cierto.

  Las preguntas fueron tan evidentes como acuciantes. ¿Supo Pelayo Quintero que dormía sobre el féretro de sus deseos? ¿Se trató, por el contrario, de una simple casualidad, de un juego del destino? ¿Azar, predestinación? ¿Encontró Pelayo Quintero el sarcófago en algún otro lugar y lo hizo trasladar con sigilo hasta debajo de su propia casa? ¿Lo localizó allí, y sin decir nada a nadie compró el solar y edificó la casa encima? Nadie supo dar respuestas a estas preguntas, que comenzaron a propagarse con rapidez por toda la ciudad, para pasmo y asombro de unos y otros. ¿Comprenden, ahora, mi gran interés por el asunto?

  De inmediato, al conocer la historia, comencé mi investigación particular, con la esperanza de reunir suficiente material como para redactar mi tesis doctoral. De los informes de excavación, así como por los testimonios de alguno de los arqueólogos presentes, pude deducir que el terreno no se encontraba removido con anterioridad. La evidencia científica apunta a que resulta del todo imposible que Pelayo Quintero hubiese excavado el yacimiento, y, mucho menos aún, que el sarcófago hubiera sido trasladado desde cualquier otro lugar. En principio, por tanto, el sarcófago, ni se movió, ni pudo haber sido descubierto por nadie antes. Sólo queda como posible la tesis del puro y simple azar —la más probable para cualquier alma racional—, o la más esotérica y romántica de algún tipo de conexión extrasensorial entre el arqueólogo y el objeto de sus sueños y deseos. A veces, me inclinaba por una u otra versión, en función de con quién me hubiera entrevistado.

  Después de tomar notas de mis conversaciones con las personas que habían estado imbricadas en la curiosa historia, decidí recomponer los trazos de la biografía de Pelayo Quintero. Poco se sabe de los verdaderos motivos que impulsaron su traslado desde Cádiz a Tetuán en 1939, al finalizar la Guerra Civil, con setenta y dos años ya cumplidos. Si se trataba de una purga política, como algunos apuntan, habría bastado con removerlo directamente del cargo, como a tantos otros, o haberlo jubilado directamente. No parece muy plausible la opción del castigo político cuando se le otorga una nueva dirección de un museo arqueológico, el de Tetuán, así como la excavación de la ciudad romana de Tamuda, ubicada en el perímetro tetuaní. De todos era conocido el carácter pacífico de Pelayo Quintero y sus posibles simpatías por la República, pero nunca hizo bandería política pública, más interesado en sus publicaciones e investigaciones. ¿Por qué, entonces, lo trasladaron/exiliaron? Nadie, tampoco, supo responderme con certeza a esta pregunta fundamental.

  El descubrimiento del sarcófago fue un acontecimiento internacional, que puso de nuevo a la arqueología gaditana en el Olimpo del patrimonio. La Dama fenicia de Cádiz representa a una mujer joven de belleza serena, peinado clásico, magníficamente esculpido sobre el bloque de mármol, hasta configurar un sarcófago de tamaño algo superior al natural, completamente proporcionado al sarcófago masculino, del que parece que, realmente formar pareja, aunque al arqueología no pueda afirmarlo, ya que aparecieron a más de un kilómetro de distancia. La belleza, calidad y excepcionalidad de estos sarcófagos, algo más antiguos que el resto de los que se encuentran a lo largo y ancho del Mediterráneo, levantan algunas dudas por responder. ¿Por qué los sarcófagos de Cádiz son los mejores de su tipo?

  Dedicaré mis próximos años de trabajo a tratar de responder todas esas cuestiones. Antes de abandonar Tetuán, satisfecho por la mucha información obtenida y, sobre todo, por el cuaderno de sus memorias, me dirijo hasta el cementerio, para conocer su tumba. Los restos de Pelayo Quintero descansan en un sencillo enterramiento del cementerio de Tetuán que alguien desconocido se encarga de mantener limpia desde su muerte. ¿Quién? Pues tampoco lo sabemos…

  Sin ser demasiado creyente, rezo por su alma. Y, entonces, tengo una corazonada. Me acerco a la lápida para susurrarle.

  Señor Quintero, quiero que sepa que el sarcófago femenino ya apareció y descansa junto al masculino. Tenía usted razón, ¡la dama existía!

  Me voy a incorporar cuando experimento una extraña ansiedad, como si alguien aún requiriera algo más de mí. Caigo entonces en la cuenta de la información pendiente y vuelvo a inclinarme sobre la tumba.

  El sarcófago apareció justo en el solar de su casa, debajo de su dormitorio. Durante mucho tiempo, durmió sobre ella.

  Sólo entonces la tensión me abandona. Sé que Pelayo Quintero, donde quiera que esté, se encuentra ahora feliz. Decido marcharme, para respetar su descanso. Pero, antes, compro un clavel rojo que deposito sobre su tumba, la tumba del gran, y misterioso, Pelayo Quintero.

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