sábado, 23 de marzo de 2019

EL ORIGEN DEL FUEGO EN SUD AMERICA

Los indios lengua del Chaco paraguayo cuentan la siguiente
historia sobre el origen del fuego entre los hombres. Dicen que
en los primeros tiempos, siendo incapaces de producir fuego,
los hombres se vieron obligados a comer la comida cruda. Un
día, un indio se había pasado el día cazando, pero no había
tenido suerte en toda la mañana; así que, hacia el mediodía,
para entretener las punzadas del hambre, se detuvo en las
cercanías de un marjal para recoger algunos caracoles. Mientras
los comía, llamó su atención un pájaro que salía de la charca con
un caracol en el pico. Pareció ir a depositarlo al pie de un gran
árbol a cierta distancia. Volvió a la charca, cogió otro caracol, e
hizo la misma operación. Y así varias veces. El indio se dio
cuenta también de que del lugar donde el pájaro iba depositando
sus caracoles surgía, por así decirlo, una leve columna de
humo. Se despertó su curiosidad, y la siguiente vez que vio al
pájaro volar hacia la charca, avanzó con cautela hacia el sitio de
donde surgía el humo. Observó allí un montón de palitos, dispuestos
cónicamente, con las puntas enrojecidas, y que despedían
calor. Acercándose más, vio que había algunos caracoles
colocados cerca del montón de palos. Hambriento como estaba,
se acercó a probar los caracoles asados, y encontrándolos deliciosos
se determinó a nunca más volver a comer caracoles crudos.
Cogió pues algunos palos encendidos, y corrió con ellos a su
aldea, donde contó a sus amigos su descubrimiento. Inmediatamente,
estos fueron a buscar provisión de madera a la jungla,
para mantener viva tan valiosa adquisición, a la que dieron en
adelante el nombre de tathla, o fuego. Aquella noche cocinaron
su carne y sus verduras por primera vez, y poco a poco fueron
encontrando nuevos usos para este descubrimiento.
Pero cuando el pájaro volvió al lugar donde había ido dejando
sus caracoles y descubrió el robo de su fuego, montó en cólera y
determinó vengarse del ladrón, estando tanto más irritado cuanto
que no podía producir más fuego. Remontando el vuelo hacia
el cielo, empezó a buscar en círculos al ladrón, y para su asombro
descubrió a la gente de la aldea sentados junto a su tesoro
robado, gozando de su calor y cocinándose con él su comida.
Cavilando su venganza, se retiró a la espesura, donde formó una
tormenta eléctrica, acompañada de gran aparato de rayos y
truenos, que causó grandes destrozos y aterrorizó a la gente del
poblado. Desde entonces, siempre que truena es señal de que el
pájaro-trueno está enojado y pretende castigar a los indios con
fuego caído del cielo; ya que desde entonces, habiendo perdido
su fuego, dicho pájaro no tiene más remedio que comer su
comida cruda. El misionero que recogió esta historia, añade:
«Es curioso que los indios crean una fábula como ésta, puesto
que ellos mismos producen el fuego por fricción; y no siempre se
muestran muy cuidadosos en mantener encendido el fuego cuando
no lo necesitan. Así como tampoco temen especialmente al
trueno ni al rayo».1
Esta historia de los lengua recoge, en forma mítica, la creencia
de que los hombres aprendieron por vez primera el uso del
fuego a partir del incendio provocado por un rayo; ya que es
creencia común entre los indios americanos que el trueno y el
rayo son causados por el batir de las alas y el centellear de los
ojos de un pájaro gigante.2
Los indios choroti del Gran Chaco dicen que hace mucho
tiempo todo el mundo por ellos conocido había sido devastado
por un gran incendio, que había destruido a todos los choroti,
con excepción de una mujer y un hombre, que se habían salvado
refugiándose en un agujero excavado en tierra. Cuando el incendio
hubo pasado, el hombre y la mujer se abrieron camino hasta
el exterior de su agujero, pero se encontraron sin fuego. No
obstante, el buitre negro había logrado llevarse un tizón encendido
a su nido; el tizón había prendido fuego al nido, y el nido
había a su vez incendiado un árbol próximo, de modo que el
tronco empezó a arder lentamente. El buitre regaló un poco de
fuego al varón choroti, y desde esa época los choroti han tenido
fuego. Todos los choroti descienden de ese hombre y esa mujer.3
Los indios tapíete, otra tribu del Gran Chaco, dicen que el
buitre negro obtuvo el fuego del cielo por medio de un rayo. En
aquellos días, los tapíete no tenían fuego. No obstante, un pequeño
pájaro (el caca) le robó el fuego para ellos (¿del buitre
negro?), pero el fuego se le apagó, de modo que los tapíete
carecían de fuego con el que asar la carne de caza que habían
logrado matar. Tenían además mucho frío. Entonces la rana se
apiadó de ellos y fue hasta el fuego del buitre negro y se sentó
frente a él. Mientras el buitre se calentaba junto al fuego, la rana
cogió dos chispas y se las guardó en la boca. A continuación, se
marchó saltando y fue a entregarles el fuego a los tapíete. Desde
entonces los tapíete disponen de fuego. Pero el fuego del buitre
negro se consumió, porque la rana lo había robado todo. Así que
el buitre negro se echó las alas a la cabeza y se puso a sollozar, y
todos los pájaros se reunieron para impedir que nadie diera
fuego al buitre negro.4
Los indios mataco del Gran Chaco dicen que el jaguar estaba
en posesión del fuego y lo guardaba para sí, antes de que el
hombre pudiera procurárselo. Un día en que los mataco se
hallaban pescando, un cerdo de guinea fue a visitar al jaguar,
llevándole pescado; pero, cuando intentó acercarse al fuego
para coger un poco, el jaguar se lo impidió. No obstante, el
cobaya hizo lo posible por conseguir robar un poco de fuego, y
logró ocultárselo. El jaguar le preguntó qué era lo que se llevaba,
pero el cerdo le dijo que no era nada. No obstante, el cerdo
de guinea logró llevarse un p oco de fuego, y con él prendió una
gran hoguera, en la que asó el pescado en un abrir y cerrar de
ojos. Y, cuando los pescadores se hubieron ido, el fuego prendió
en la hierba y empezó a arder. Los jaguares vieron el incendio, y
vinieron corriendo a intentar apagarlo con agua. Los pescadores,
por su parte, al volver a su casa prendieron un gran fuego
con los tizones que habían tomado consigo, y desde entonces el
fuego nunca se ha apagado; ni un solo indio mataco carece de
fuego.5
Los indios toba, del Gran Chaco boliviano, dicen que hace
mucho tiempo un gran fuego arrasó toda la tierra, hasta no dejar
nada. Por aquel tiempo aún no existían tobas. Los primeros
toba surgieron de la tierra, cogieron un tizón del gran incendio y
se lo llevaron. Así han obtenido el fuego los hombres, y lo han
mantenido vivo mediante una raíz que los toba llaman tannara.
Empezaron a pescar además peces en el río. Pero no existían
aún mujeres toba.6
Los chiriguano, que fueron en otro tiempo una tribu poderosa
del sureste de Bolivia, hablan de una gran inundación en la que
resultó ahogada toda la tribu, con excepción de un niño y una
niña, y en la que resultaron apagadas todas las hogueras de la
tierra. ¿Como podían arreglárselas los niños para cocinar el
pescado que cogían? En semejante tesitura un sapo vino en su
ayuda. Antes de que la Gran Inundación cubriera toda la tierra,
esta prudente criatura había tomado la precaución de esconderse
en un agujero, guardándose en la boca unas cuantas brasas
encendidas, que consiguió mantener vivas durante todo el diluvio
soplando sobre ellas con su aliento. Cuando vio que la
superficie de la tierra estaba seca de nuevo, saltó de su agujero
con los Carbones prendidos en la boca, y dirigiéndose derechamente
a los niños les otorgó el regalo del fuego. Así pudieron
cocinarse los peces que habían pescado y calentar sus ateridos
cuerpos. Con el tiempo, crecieron y de su unión desciende toda
la tribu de los chiriguano.7
En el siglo XVI, los indios tupinamba de los alrededores de
Cabo Frío, Brasil, solían relatar de qué modo el cielo, la tierra,
los pájaros y los animales habían sido creados por un gran ser al
que daban el nombre de Monan y al que, según se nos dice,
atribuían las mismas perfecciones que nosotros asignamos a
Dios. Este Monan vivía familiarmente con los humanos hasta
que, enojado por su malicia y su ingratitud, se apartó de ellos e
hizo que el fuego del cielo, al que los tupinamba daban el
nombre de tatta, lloviera sobre ellos y arrasara la superficie de
la tierra. Sólo un hombre, llamado Irin-magé, se salvó de este
incendio, por haberlo transportado Monan al cielo o a algún otro
lugar, donde escapó a la furia de las llamas. Por sus insistentes
súplicas, Monan hizo que lloviera tan torrencialmente que el
incendio se apagó, y el agua que había caído en forma de lluvia,
se convirtió en el mar, cuya salinidad se debe a las cenizas que
en ella permanecen después del Gran Incendio. Según otra versión
de esta historia, dos hermanos con sus esposas, se salvaron
de la Gran Inundación. Con respecto al origen, o más bien la
recuperación del fuego, después de la Gran Inundación, los
indios decían que durante la catástrofe Monan había salvado el
fuego colocándolo entre los hombros de una bestia grande y
pesada (el perezoso), de la que los hermanos sacaron dicho
elemento cuando las aguas se hubieron retirado. Hasta este día,
decían los indios, aún esta bestia conserva las marcas del fuego
en sus hombros. En confirmación de lo cual, el escritor francés
que esta historia refiere, observa que, «a decir verdad, si se
contempla a esta bestia desde lejos, como en ocasiones he
hecho cuando se me ha señalado, puede llegar a suponerse que
toda ella está ardiendo, de tan brillante que es el color que
muestra sobre todo en torno a los hombros; y ya más de cerca
puede suponerse que recibió quemaduras en la parte antedicha.
Tales marcas aparecen sólo en los machos. Hasta el día de hoy,
los salvajes llaman a estas marcas del fuego de la citada bestia
tatta-ou pop, que quiere decir, ‘fuego y hoguera’ » .8
Así, los indios de Cabo Frío, como tantos otros salvajes,
refieren su historia sobre el origen del fuego, en parte al menos,
para dar cuenta del peculiar colorido de un animal que les
parecía ser producto de la acción del fuego.
Los indios apapocuva, rama del tronco guaraní, al que pertenecían
también los tupinamba, refieren cómo el gran héroe
Nanderyquey robó el fuego al buitre con ayuda de un sapo.
Dicen que, habiéndose asegurado la ayuda del sapo, el comedor
de fuego, Nanderyquey se tumbó en el suelo como si estuviera
muerto. De modo que los buitres, que eran entonces los Señores
del Fuego, empezaron a sobrevolarlo en círculos, prometiéndose
ya un festín de la supuesta carroña, con cuyo propósito
prendieron un fuego con el que cocinar el cadáver. Pero un
halcón, que se hallaba posado sobre un tronco vecino, estaba
con ojo avizor y pudo percatarse de que el supuesto cadáver
parpadeaba; avisó pues a los buitres de que tuvieran cuidado.
Pero su aviso fue inútil, y los buitres sin preocuparse de más
levantaron el cuerpo de Nanderyquey y lo arrojaron al fuego.
Inmediatamente, el fornido héroe empezó a golpear a derecha y
izquierda, lanzando brasas en todas direcciones. Los buitres
huyeron aterrorizados, pero su jefe los instó a recoger las dispersas
brasas aún encendidas. Nanderyquey le preguntó entonces
al sapo si había logrado tragarse el fuego. El sapo, al principio
lo negó, pero Nanderyquey expeditivamente le administró
una droga que lo obligó a vomitar las brasas que había tragado,
con las que el héroe encendió un fuego.9
Los indios sipaia, tribu del Brasil Central, en la cuenca del río
Xingú, refieren de manera similar cómo un gran héroe tribal, al
que llaman Kumaphari el Joven, robó el fuego a un buitre haciéndose
el muerto. Dicen que en cierta ocasión un buitre (Gaviáo
de Anta) vino volando con un tizón encendido en sus patas
y se burló de Kumaphari porque no tenía fuego. El héroe empezó
a cavilar cómo podría hacerse con aquel fuego. Observó que
el buitre, tras posarse en un árbol, caía en picado sobre la
carroña y se hartaba de ella. Esto le sugirió un plan a Kumaphari.
Se dejó caer en tierra, murió y se descompuso. Llegó entonces
el buitre junto con otros pájaros de presa (urubús) a devorar
la carne pútrida, pero dejó su fuego sobre un raigón alejado,
para que Kumaphari no pudiera alcanzarlo. Los pájaros devoraron
la carne sin dejar más que los huesos. Se transformó entonces
Kumaphari en ciervo y murió de nuevo. Los otros pájaros de
presa (urubús) fueron a devorar el ciervo muerto, pero el buitre
entró en sospechas. «Ven», le dijeron los otros pájaros, «está
muerto». «¡Vaya un muerto!», respondió el buitre, «aún está
vivo. ¡Mucho me guardaré de ir a él!». Al cabo de un rato
Kumaphari abrió un poco los ojos. El buitre lo notó, y gritó:
«¡Veis! ¿No os dije que estaba vivo?». Y, diciendo esto, tomó su
tizón y echó a volar con él. Nuevamente, Kumaphari se tumbó
sobre una gran losa de piedra y murió otra vez. Extendió sus
brazos, y estos penetraron como raíces en tierra, y crecieron en
forma de dos arbustos, cada uno de ellos con cinco ramas que
salían de un mismo tronco. Cuando el buitre vino a devorar la
carroña, se dijo a sí mismo: «Esas ramas ahorquilladas son un
bonito lugar para dejar mi fuego». Y, diciendo ésto, puso el
fuego en manos de Kumaphari. El héroe lo aferró con fuerza y
se puso en pie de un salto: el fuego estaba en su poder. Pero el
buitre exclamó airado: «Tú dices ser hijo de Kumaphari el
Viejo, y sin embargo no sabes hacer fuego. La forma de hacerlo
es poner al sol palos de urukus y hacerlos girar uno contra otro».
«¡Muy bien!», dijo Kumaphari, «ahora ya lo sé; pero prefiero
quedarme con el tizón, y tú no lo volverás a tener».10
Los bakairi, tribu india del Brasil Central, refieren cómo en
los primeros tiempos del mundo los dos grandes gemelos, Keri y
Kami, consiguieron fuego a instancias de su tía Ewaki. En aquellos
tiempos el Señor del Fuego era un animal al que los naturalistas
llaman Canis vetulus. E ste animal había puesto una trampa
para pescados. Keri y Kami se llegaron a la trampa y hallaron
en ella un pez jejum y un caracol caramujo, y se ocultaron en el
interior de estas criaturas, asumiendo Keri la forma de pez, y
Kami la de caracol. Al poco llegó cantando el Señor del Fuego
(Canis vetulus) y prendió una hoguera. Miró entonces en el
interior de la trampa, y viendo al pez y al caracol, los sacó de allí
y los puso al fuego, con ánimo de asarlos. Pero los dos hermanos,
disfrazados de pez y de caracol, echaron agua sobre el
fuego. En un acceso de rabia, el animal (Canis vetulus) intentó
atrapar al caracol, pero este de un salto se arrojó al río, tragó
más agua, y arrojándola sobre el fuego casi lo apagó. El animal,
entonces, atrapó al caracol y lo hubiera aplastado contra un
madero, de no habérsele éste escabullido de entre sus garras y
caído del otro lado. Esto era más de lo que el Canis vetulus
podía soportar, por lo que echó a correr presa de un terrible
malhumor. Keri y Kami, en cambio, avivaron el feneciente fuego
y se lo llevaron a su tía Ewaki.11
Los tembes, tribu india del nordeste del Brasil, en la provincia
de Grao Pará, dicen que el fuego se hallaba originalmente en
poder del Rey Buitre; de ahí que los tembes tuvieran que secar
al sol su carne cuando querían comer. Resolvieron, pues, robarle
el fuego al buitre, y a este efecto mataron a un tapir. Lo
dejaron muerto durante tres días, hasta que empezó a pudrirse
y a tener gusanos. El Rey Buitre descendió con todo su clan. Se
quitaron sus atuendos de plumas y aparecieron en forma humana.
Habían traído consigo un tizón encendido, con el que prendieron
una gran hoguera. Reunieron los gusanos y, envolviéndolos
en hojas, los pusieron al fuego. Los tembes, que se hallaban
emboscados, se precipitaron sobre ellos, pero los buitres lograron
alzar el vuelo y llevar el fuego a lugar seguro. Durante tres
días los tembes hicieron vanos intentos. Por fin, construyeron
una choza o refugio de cazadores junto a la carroña, y en ella se
escondió el hechicero de la tribu. Los buitres llegaron de nuevo,
y encendieron un gran fuego cerca de la choza. «Esta vez», se
dijo el anciano, «si me arrojo sobre ellos con suficiente rapidez,
obtendré el fuego». Así que, cuando los buitres se habían despojado
ya de sus atuendos de plumas y se hallaban asando
gusanos, el hechicero salió del refugio. Los buitres se abalanzaron
sobre sus atuendos de plumas, lo que dio tiempo al anciano
de hacerse con un tizón encendido; los pájaros recogieron él
resto de la hoguera y echaron a volar. El viejo hechicero entonces,
puso el fuego en los tres árboles de los que los tembes
extraen hoy fuego por frotamiento.12
Los indios arekuna del norte del Brasil hablan de un cierto
hombre llamado Makunaimá, que vivía con sus hermanos mucho
tiempo antes de la Gran Inundación. No conocían aún el
fuego y se veían obligados a comer toda su comida cruda. Empezaron
a buscar, pues, fuego y hallaron un pajarito de color
verde al que los nativos llaman mutug (Priorities momota), que
se decía estaba en posesión del fuego. El pájaro se hallaba
pescando, y Makunaimá le ató una cuerda a su cola sin que se
diera cuenta. El pájaro, entonces, tuvo miedo y levantó el vuelo,
arrastrando con él la cuerda. La cuerda era muy larga, y siguiéndola,
los hermanos vinieron a dar con la casa del pajarito, de la
que se llevaron el fuego. Vino luego la Gran Inundación, y cierto
roedor que los nativos llaman akuli (Dasyprocta Agutí) se salvó
de las aguas escondiéndose en el agujero de un árbol y tapando
la entrada. Allí, dentro del agujero, hizo fuego, pero el fuego
chamuscó los cuartos traseros del animal y se los volvió de color
rojo, de modo que el pelo rojo en esa parte del citado animal se
conserva hasta nuestros días.13 De este modo, tenemos que
suponer, aunque no se nos dice expresamente en la historia,
pudo preservarse el fuego de la extinción durante la Gran Inundación.
Los indios taulipang, otra tribu del norte del Brasil, dicen que
en los tiempos antiguos, cuando aún los hombres en general no
conocían el fuego, vivía una cierta mujer llamada Pelenosamo,
que tenía fuego en el interior de su cuerpo y lo extraía cada vez
que quería cocer sus pasteles de mandioca. La demás gente, en
cambio, tenía que recocer sus pasteles al sol. Un día, una niña
vio cómo la vieja extraía el fuego de su cuerpo, y se lo contó a
todo el mundo. Fueron pues todos a la vieja y le rogaron que les
diera un poco de fuego. Pero ella se negó, diciendo que no tenía.
Ante lo cual, la cogieron y la ataron de pies y manos; y habiendo
reunido en torno a ella gran cantidad de combustible, exprimieron
el cuerpo de la vieja hasta que de ella surgió fuego. Pero el
fuego se convirtió en unas piedras llamadas wato, que, cuando
se las golpea, producen fuego.14
Los indios warrau, de la Guayana Británica, cuentan una
historia en la que explican cómo es que el fuego existe en la
madera y puede ser extraída de ella por frotamiento. Cuentan
que dos hermanos gemelos, llamados Makunaimá y Pia, nacieron
de una madre que murió antes de que el parto tuviera lugar.
Los niños fueron tiernamente criados por una vieja llamada
Nanyobo, que significa «Rana Grande». Cuando crecieron, los
niños solían ir a la orilla del río para capturar peces y caza. Cada
vez que atrapaban un pez, la vieja les decía: «Debéis secar
vuestro pescado al sol, y nunca al fuego». Pero, cosa curiosa, les
mandaba invariablemente a buscar leña para el fuego, y cuando
volvían de esta tarea, encontraban el pescado ricamente preparado
para ellos. La verdad es que la vieja solía vomitar fuego de
su boca, cocinaba con él las vituallas y lo hacía desaparecer
antes de que los muchachos volvieran, de modo que nunca tenía
un fuego que ellos pudieran ver. Como esto ocurría un día tras
otro, los muchachos entraron en sospechas; no podían entender
cómo prendía la vieja su fuego, y decidieron investigar. Así que,
al día siguiente, cuando la vieja los envió a buscar leña, uno de
los gemelos se transformó en lagarto, y subiéndose al techo, se
puso a observar desde allí cuanto ocurría en la choza. Vio desde
allí a la vieja vomitar fuego, usarlo y guardárselo de nuevo.
Satisfecho con lo que había presenciado, bajó del techo y corrió
a contárselo a su hermano. Discutieron cuidadosamente el asunto
y decidieron matar a la vieja. Limpiaron pues un trozo de
jungla, dejando en medio de él un árbol idóneo, donde ataron a
su bondadosa vieja nodriza. Y rodeando el árbol y a la vieja de
leña, lo prendieron todo. Y mientras la anciana ardía y se consumía
gradualmente, el fuego que solía estar en su interior pasaba
a los haces de leña circundantes. Estos haces de leña son de la
madera que los indios llaman hima-heru, de la que aún hacen
fuego frotando dos palos entre sí.16
Así, los indios warrau de la Guayana explican el fuego latente
en la madera por medio de una mítica anciana que tenía fuego
en el interior de su cuerpo, del mismo modo que los taulipang
del norte del Brasil explican el fuego que está latente en las
rocas valiéndose de una ficción similar.
Los taruma son una tribu arawak que habita en las junglas de
la región sudoriental de la Guayana Británica. Viven hasta cierto
punto del pescado que pescan en las aguas del río E ssequibo,
que atraviesa su región; practican más la caza y prestan menos
atención a la agricultura que las restantes tribus arawak, aunque
poseen también campos de cazabe y cultivan algo de maíz.16
Dicen que al principio sólo vivían en la tierra dos hermanos,
Ajijeko, el mayor, y Duid, el más joven. No había más hombres
ni mujeres. Pero los hermanos sospechaban que debía haber
alguna mujer en alguna parte, puesto que en una roca próxima
al río a menudo descubrían restos de espinas de pescado. Tras
interrogar infructuosamente a una rana y a un búho, capturaron
a una nutria y la obligaron a revelarles dónde habitaba la mujer.
Supieron así que la mujer habitaba en cierta profunda poza del
río, y que si querían dar con ella, tendrían que pescarla. Así lo
hicieron, y durante varios días no pararon de pescar objetos
femeninos de todo tipo, como una cesta y una hamaca. Finalmente,
el mayor de los hermanos, Ajijeki, se sintió cansado y se
durmió, y mientras dormía, su hermano menor, Duid, consiguió
sacar a la mujer y la tomó por esposa, y de esa pareja desciende
toda la humanidad.
Tras el matrimonio de Duid, los dos hermanos empezaron a
vivir separados, en dos casas próximas situadas en el mismo
calvero. Siempre hasta entonces habían tomado su comida cru
da, pero se dieron cuenta de que la mujer no comía nada crudo
salvo la fruta, y pensaron que debía tener algún secreto puesto
que comía sola. Intentaron persuadirla de que les dijera de
dónde provenía su fuego y cómo lo hacía, pero ella no quiso
saciar su curiosidad. Muchos años después, cuando era ya una
anciana y había tenido ya muchos hijos, el hermano mayor,
Ajijeko, vino a hacerles una visita a ella y a su marido, y al caer
la tarde se despidió de ellos y se fue a su casa. Pensaron que era
extraño que se hubiera dejado su bolsa de amuletos. Pero al
poco llamó a su cuñada para que se la llevara. Ella se la llevó, y
parándose ante él a cierta distancia, le dijo: «aquí los tienes».
Pero él dijo: «No, traémelos más cerca». Ella sintió temor, y
dijo: «T e los voy a arrojar». El le dijo: «No lo hagas, porque se
romperán. Tráemelos aquí a donde estoy». Ella así lo hizo, y al
ir a acercarse a él, saltó sobre ella y la agarró. Le dijo entonces
que abusaría de ella si no le revelaba el secreto del fuego. Tras
varias evasivas, consintió en hacei'lo. Se sentó en el suelo con
las piernas muy abiertas, y aferrándose la parte superior del
abdomen lo movió con fuerza, y una bola de fuego salió rodando
de su vagina. No era éste el fuego que hoy conocemos; ni ardía
ni hacía hervir las cosas. Tales propiedades se perdieron al
rendirse la mujer. Ajijeko dijo, no obstante, que él remediaría
aquéllo; reunió pues todo tipo de cortezas, frutos y pimientos
picantes de los que queman el paladar, y con estos y el fuego de
la mujer hizo el fuego que hoy conocemos y usamos. Y, una vez
tuvieron el fuego los hermanos, toda la naturaleza lo quiso, y se
le entregó al marido de la mujer, Duid, para que lo guardara y
protegiera.
Un día se hallaba Duid sentado a la orilla del río con el fuego a
su lado, cuando un aligator se apoderó de él y se lo llevó entre
sus fauces. Vino entonces el hermano mayor y llamó al aligator,
forzándole a vomitar el fuego robado. El fuego mismo apenas
había sufrido daño, pero la lengua del aligator quedó seriamente
dañada, y esa es la razón de que desde entonces los aligator no
tengan lengua.
Otro día, poco después de ésto, mientras Duid se hallaba
cuidando el fuego, un marudí lo cogió y escapó volando con él.
Cuando Ajijeko volvió a casa, Duid le contó lo que había pasado;
el pájaro fue llamado al orden, y devolvió el fuego en tan
buen estado como se lo había llevado, pero su cuello resultó
quemado, y así permanece hasta nuestros días.
Otro día Duid se marchó y dejó solo el fuego en el camino. En
su ausencia se acercó el jaguar, y pisando accidentalmente el
fuego se quemó los pies tan gravemente que nunca más ha sido
capaz de posarlos enteros sobre el suelo, teniendo que caminar
sobre la punta de los dedos. También el tapir se acercó, y pisó el
fuego, y es tan lento en sus movimientos que sus pies quedaron
gravemente quemados, y ha tenido que usar pezuñas desde
entonces.17
No se nos dice de qué modo los taruma, que cuentan esta
historia sobre el origen del fuego, lo producen en la actualidad;
pero probablemente lo hacen por el método del taladro de
madera, ya que tal método es el empleado por los wapisiana,
tribu emparentada con ellos, y de la misma región. Entre ellos,
un hombre hace girar el palo vertical entre las palmas de sus
manos, mientras sostiene el palo horizontal por un extremo con
sus pies, siendo mantenido en posición desde el otro extremo
por un ayudante. A veces hacen girar el palo vertical por medio
de un arco, en vez de utilizar las palmas de las manos.18
Los jíbaros, tribu india del Ecuador Oriental, dicen que en
tiempos antiguos sus antepasados no conocían el uso del fuego,
y aderezaban sus vituallas calentándolas bajo sus sobacos, recalentando
la yuca (raíz comestible) entre sus mandíbulas, y
cociendo los huevos bajo los rayos del sol. El único que disponía
de fuego era un cierto jíbaro llamado Tacquea, que sabía cómo
producir fuego frotando entre sí dos palos. Pero, estando enemistado
con el resto de los jíbaros, ni les prestaba el fuego, ni
tampoco les enseñaba como producirlo. Muchos jíbaros se acercaron
volando (porque en aquellos tiempos parece que los jíbaros
eran pájaros) e intentaron robarle el fuego a Tacquea, pero
no lo consiguieron. Porque el astuto Tacquea mantenía su puerta
un poco entornada, y cada vez que un pájaro intentaba penetrar,
cerraba de golpe la hoja de la puerta y aplastaba al pájaro
entre la hoja y el dintel.
Por fin, se alzó el colibrí y dijo a los restantes pájaros: «Yo iré
a robar el fuego a casa de Tacquea». Se remojó las alas y se
quedó tirado en medio del camino, simulando que no podía
volar y temblando de frío. La mujer de Tacquea, al volver de su
huerto, vio al pájaro y se lo llevó a su casa, para que pudiera
secarse su mojado plumaje junto al fuego. Pero, como el colibrí
era demasiado pequeño para poder coger en su pico un tizón
entero, decidió introducir su cola entre las llamas, para que
estas se prendieran, y con su cola llameante voló hasta un árbol
muy alto, de corteza muy reseca, al que los jíbaros llaman
mukúna. La corteza del árbol empezó a arder, y con un trozo de
la corteza ardiendo el colibrí voló hasta su casa, gritándoles a
los restantes pájaros: «¡Aquí tenéis fuego! Tomadlo rápidamente
y llevároslo, todos. Ahora podéis cocinar adecuadamente
vuestra comida; ya no necesitáis recalentarla bajo los sobacos».
Cuando Tacquea se dio cuenta de que el colibrí había logrado
escapar con el fuego, se sintió humillado y se lo reprochó a su
familia diciendo: «¿Cómo dejasteis que ese pájaro entrara a
robar mi fuego? Ahora todo el mundo tendrá fuego. Vosotros
sois los responsables de este robo». Desde entonces, los jíbaros
han tenido fuego y han aprendido el arte de encenderlo mediante
el frotamiento de dos trozos de madera de álamo (algodón,
urúchi númi) .

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