viernes, 29 de marzo de 2019

El néctar de los Inmortales

Wang, que en chino significa «rey», era el nombre que llevaba de manera bastante
irónica un humilde campesino que sólo reinaba sobre su miserable choza y su pedazo
de tierra, en el valle del río Wei. Por más que se deslomaba en sus parcelas
pedregosas, que se escalonaban sobre la ladera de una colina, el sudor no podía
volver fértil una tierra ingrata. No todos los días saciaba su hambre y en ocasiones le
reprochaba al dios del Destino el haberle olvidado. Pero su corazón no estaba tan
seco como su tierra y en más de una ocasión compartió su escasa comida con un
vagabundo o con sus vecinos los gorriones.
Una noche en la que se había quedado dormido, exhausto, sobre su jergón, vio en
sueños a uno de esos gorriones a los que a menudo obsequiaba con algunas semillas.
El pájaro le decía que saliera al exterior para probar suerte, ya que los Ocho
Inmortales estaban atravesando el pueblo. Wang se despertó y sintió que un gorrión le
estaba picoteando la cabeza. Se levantó, corrió hacia la puerta y, en medio de la
bruma difusa que iluminaba un halo de luna, vio unas siluetas en la callejuela. Eran
ocho. Wang se puso su túnica, cogió su bastón, su bolsa, y se deslizó en medio de la
noche, sin hacer ruido, para cerciorarse de si el pájaro estaba en lo cierto o si se
trataba más bien de un grupo de bandidos, como le susurraba su instinto de
campesino. Alcanzó a los viajeros y los observó manteniéndose a una distancia
razonable. A través de la niebla creyó distinguir claramente a dos de los famosos
Inmortales fácilmente reconocibles: Zhang Guo Lao, que abría la marcha montado en
su mula blanca, y Li Tieguai, que iba cojeando detrás de los demás con su muleta de
hierro. Wang decidió seguirles discretamente con la esperanza de que le condujeran al
Reino de los Inmortales, donde los festines divinos se suceden en la despreocupación
de la eterna juventud.
Al llegar ante el río Wei, el viejo que marchaba en cabeza dijo a su mula:
—Venga, despacio, bonita, procura caminar ligera para no salpicar a nuestros
compañeros.
Y entonces Wang vio a la blanca montura cruzar el impetuoso curso de agua
rozando apenas con sus pezuñas la superficie de las ondas. Tras ella, otros Inmortales
caminaron a su vez sobre el río. Pero Li Tieguai, el mendigo cojo, llamó a sus
compañeros y, sin girarse, les dijo a gritos:
—¿Qué vamos a hacer con ese mortal que nos sigue?
He Xiangu, la patrona de las magas, le contestó:
—¡Si está preparado, pasará a la otra orilla; si no, se quedará en ésta! Hazle pasar
la prueba.
Li Tieguai hizo señas a Wang para que se acercara y le dijo:
—Para cruzar el río sin ahogarte, debes cumplir tres condiciones. La primera,
caminar sobre el agua mirando recto hacia delante y sin pensamientos impuros. ¿Te
sientes capaz de hacerlo?
Wang asintió con la cabeza. La perspectiva de entrar en el Reino de los
Inmortales le daba alas.
—La segunda condición: debes abandonar todo lo que posees, sin tristeza.
—¡Eso tampoco es difícil, sobre todo para mí, que no tengo gran cosa!
Y Wang arrojó al río su bolsa y su bastón.
El mendigo deforme abrió su cantimplora, rió sarcásticamente y dijo:
—La tercera condición es harina de otro costal. Debes beber un trago de este
remedio, que purificará tu cuerpo y lo hará tan ligero como una hoja. Tiéndeme el
hueco de tus manos.
Li el cojo vertió en las palmas del pobre campesino un líquido verdoso, viscoso y
nauseabundo. Wang quedó aún más sorprendido por cuanto esperaba beber uno de
esos legendarios licores divinos. Cuando acercó las manos a los labios, se le encogió
el estómago, y con una mueca de repugnancia dejó que la infame mixtura corriera
entre sus dedos y se limpió las manos en el río.
—Miserable —refunfuñó el sabio inválido—, has desperdiciado el preciado
Néctar de Inmortalidad que con tanto esmero y paciencia prepara la Reina Madre de
Occidente. ¡Qué sacrilegio! Te has quedado en las apariencias. No eres digno de
seguirnos.
—¡Te lo ruego —suplicó Wang—, dame otra oportunidad!
—Tu otra oportunidad —rió sarcásticamente Li el cojo— está en el hueco de tus
manos. ¡Haz buen uso de ella!
Y mientras el Inmortal desaparecía en la bruma, dando saltitos sobre la cresta de
las olas con su muleta de hierro, Wang se miró la palma de las manos. Brillaban en la
noche con un extraño resplandor, como dos lámparas de jade.
El campesino no tardó en descubrir el poder de sus manos. Aliviaban los dolores,
curaban las enfermedades. Eran manos de curandero. Hizo buen uso de ellas, se
convirtió en un médico famoso. Se enriqueció porque sabía hacer que los poderosos
le pagaran, pero hacía que los pobres se beneficiaran de ello. Se abstuvo de todo
pensamiento egoísta y practicó sin descanso la compasión, condiciones principales
para llegar a la otra orilla, la de los Inmortales. Afortunadamente para él y para sus
pacientes, ya que Li el cojo acudió en varias ocasiones, bajo la apariencia del más
lamentable de los mendigos, para probar el corazón de nuestro curandero haciendo
que le aliviara gratuitamente de sus dolencias. Y si Wang lo hubiese echado, habría
perdido de inmediato su poder.
Los méritos de Wang quizá le permitieran más tarde encontrar el camino de la
eterna juventud… En todo caso, quedó inmortalizado en la memoria de los chinos
con el nombre de Rey de los Dedos de Oro, y hay quienes le atribuyen la paternidad
de la acupuntura digital, más conocida con su nombre japonés, shiatsu. ¡Una manera
muy útil de hacerse inmortal!

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