viernes, 29 de marzo de 2019

El Huésped de la Caverna

Cuentan que cuando nació Lu Yan, sobre el tejado de la casa estaba posado un arco
iris. La habitación estaba llena de un perfume delicado y en ella resonaba una música
sobrenatural. Una grulla blanca entró por la ventana y se posó a la cabecera de la
cama para abanicar el rostro de la madre. Llamaron a un adivino para que examinara
al recién nacido. Mientras lo palpaba, declaró:
—Cráneo de grulla, miembros de tigre, rostro de dragón, ojos de fénix, este niño
no es un ser ordinario. ¡Ya estaba entre los sabios en otra vida, y en ésta realizará la
unión suprema con el Tao!
El padre de Lu Yan era prefecto de la provincia de Shanxi; su abuelo, maestro de
ceremonias en la corte imperial. Como todo joven aristócrata, recibió una excelente
educación. Estudió a los clásicos, aprendió a componer poemas en una lengua
refinada. También practicó las artes marciales. Aunque era un alumno dotado, el
joven Lu no sentía inclinación por los estudios. Se aficionó a frecuentar el trato de los
poetas de taberna, de las voluptuosas bailarinas y músicas de los «pabellones
floridos» a orillas del agua. Para gran disgusto de su familia, fracasó dos veces en sus
exámenes de letrado y, a los veinticinco años, aún no se había casado.
Mientras regresaba de la capital donde había suspendido por tercera vez el concurso
de funcionario imperial, Lu Yan empujó la puerta de una posada para ahogar su
amargura en alcohol de arroz. Poco después entró un hombre achaparrado. Caminaba
como un aristócrata pero con la pinta desaliñada de un bandido. Una parte de su
cabellera entrecana flotaba sobre sus hombros, el resto lo llevaba toscamente anudado
en lo alto de su cabeza. Su barba hirsuta goteaba sobre un pecho abundantemente
peludo, corona de un barrigón rollizo que su túnica desabrochada no hubiese podido
contener. Sus mangas y las perneras de su pantalón estaban remangadas, exhibiendo
unos músculos vigorosos. Llevaba en bandolera una bolsa de cáñamo, calzaba
sandalias de paja.
El extraño personaje se sentó sin preámbulos a la mesa del estudiante fracasado, y
sumergió sus ojos penetrantes en los de él para decirle:
—Viajero en este mundo flotante, en lugar de abreviar tu vida con el fuego de la
bebida, ¿por qué no prolongarla con el néctar del Tao?
Lu Yan permaneció pensativo durante un instante. El taoísta aprovechó para
pedirle al posadero dos escudillas de sopa. El joven contestó por fin:
—No me siento preparado para alcanzar las montañas de los Inmortales. La
reputación de mi familia está en juego. Debo retomar mis estudios con afán para
conseguir un puesto honorable.
El adepto de la Vía engulló ávidamente unas pastas largas que flotaban en su
escudilla, se limpió la barba con el dorso de la mano y declaró:
—Reputación y deshonra, ganancias y pérdidas son inherentes al reino de los
mortales. Sólo quien puede ver más allá de esas ilusiones podrá superarse. Cuando
estés preparado, ven a buscarme. Me llamo Choangli Zhuan, el Ermitaño de la
Habitación de las Nubes. Me encontrarás en el pico de la Grulla.
El taoísta terminó ruidosamente su escudilla, la dejó de nuevo sobre la mesa y
sacó de su bolsa un cojín que ofreció a Lu Yan a modo de regalo de despedida.
En el camino de regreso, el joven letrado durmió una noche bajo las estrellas, con la
cabeza sobre el cojín que le había dado el ermitaño. Soñó que aprobaba
brillantemente el concurso de mandarín y que obtenía un puesto en el palacio
imperial. Se casó con una dama de compañía de la emperatriz, tan encantadora como
culta. Tuvo muchos hijos. Cuando nació su primer nieto, fue nombrado ministro. No
tardó en convertirse en el favorito del emperador. Estaba a punto de ser nombrado
Primer Ministro cuando unos colegas envidiosos le acusaron de alta traición. La
maquinación estaba tan bien urdida, con falsos testimonios como prueba, que le
detuvieron con toda su familia. Se dictó la sentencia imperial. Todos los varones del
clan fueron condenados a la pena capital…
Fue entonces cuando Lu Yan abrió los ojos sobre el cojín empapado de sudor.
Desengañado de la vanidad de este mundo, fue a despedirse de sus padres y tomó el
camino del pico de la Grulla.
A Choangli Zhuan, el ermitaño bonachón, no le sorprendió ver a Yu Lan acercarse
a su cabaña, asentada entre las altas rocas.
—Entonces, ¡en una sola noche, has vivido toda tu vida de cortesano! ¡Has ido
hasta el final de tu sueño!
—¿Sabes, pues, todo acerca de mi pesadilla?
—¿Acaso no la has tenido sobre mi reposacabezas?… Pero dime, ¿sabes
realmente lo que vienes a buscar aquí, tú, el letrado?
—En este mundo cambiante no se puede asir nada. El éxito genera la envidia, el
honor, la infamia. He comprendido que no era más que un peregrino en ese reino
ilusorio, un exiliado en busca de su patria de origen.
El sabio patibulario agitó su melena y profirió estas palabras:
—¡Bravo! Estás en la Vía. ¡De ahora en adelante te llamarán Lu Dong Pin, el
Huésped de la Caverna!
Luego el taoísta mandó a su alumno sentarse sobre su estera y le dio los
rudimentos indispensables para aprender a disciplinar su espíritu y a armonizar los
soplos interiores. Tras unos años de práctica intensiva del Qi Gong, el Ermitaño de la
Habitación de las Nubes le dijo a su discípulo:
—Ahora ya sabes lo suficiente. Regresa al lugar de donde vienes, ve a afrontar el
espectáculo del mundo al tiempo que trabajas nuestro arte sutil. No permitas que las
pruebas de la vida perturben tu espíritu. Cuando estés preparado, iré a buscarte para
enseñarte el último secreto.
Cuando Lu Dong Pin volvió a la residencia familiar, se enteró de que su padre
había abandonado este mundo un mes antes y de que su madre agonizaba. Con el
corazón embargado de tristeza, se precipitó a la cabecera de su cama. Consiguió
contener sus lágrimas y transmutó su pena en una poderosa fuerza de compasión que
le permitió guiar el alma de su madre en su vuelo hacia las Islas de los Inmortales.
A la vuelta de los funerales de su madre, Lu Dong Pin quiso, como era costumbre,
distribuir dinero entre los pobres. Un mendigo al que le dio unas monedas, en lugar
de agradecérselo, le escupió a la cara un aluvión de insultos, reprochándole que no le
hubiera dado suficiente. El primer reflejo del taoísta, al sentirse así herido, fue seguir
su camino, pero volvió sobre sus pasos, se inclinó ante el pobre pordiosero y le dio el
resto de su bolsa.
Una vez en casa, Lu Dong Pin recibió la visita de una amiga de la infancia de la
que en otro tiempo había estado muy enamorado. Era aún más bella que en sus
recuerdos de juventud. El joven taoísta quedó conmocionado al volver a verla. Ella le
pidió hospitalidad, pues había venido de muy lejos para las exequias de su madre.
Durante la cena le contó que sus padres la habían casado con un alto dignatario, que
era madre de dos hijos. Luego sollozó y se lamentó de su suerte. Su marido la
arrinconaba, había tomado tres concubinas. De todas maneras, nunca lo había amado.
Y declaró que su único amor había sido Lu Dong Pin, que deseaba escaparse con él.
Amenazó con suicidarse si no la llevaba a las montañas con él. Luego le dirigió
miradas coquetas, pronunció palabras turbadoras y, tras algunos vasos Henos de
alcohol, se desnudó ante él y le ofreció su cuerpo de jade. Poco faltó para que el
asceta cayera en la embriaguez de los sentidos, pero, a su pesar, rechazó
enérgicamente a esta bella desconsolada, y le reprochó que fuera una mujer sin honor
y una madre indigna. Le hizo prometer que permanecería junto a sus hijos hasta que
se casaran. Le dijo que entonces, si ella seguía deseándolo, podría reunirse con él
para caminar juntos por la Vía del Tao. A la mañana siguiente, al alba, ella había
abandonado la residencia.
La noche siguiente, una banda de ladrones penetró en la casa familiar. Lu Dong
Pin, otrora experto en artes marciales, se ciñó una espada, descolgó una alabarda de la
pared y quiso ponerse a la cabeza de sus sirvientes para abalanzarse sobre los
bandidos. Pero se echó atrás. ¿Acaso era necesario que murieran seres humanos para
salvar bienes de este mundo ilusorio? ¡Prefirió seguir escondido en la sombra con su
gente mientras desvalijaban su casa de arriba abajo! Arruinado, el taoísta no quiso
pedir nada a nadie. Despidió a los sirvientes y, para sobrevivir, se conformó con las
verduras de la huerta. Así repartió su tiempo entre la jardinería, la meditación y el
estudio de los libros de los Antiguos Maestros.
La decimocuarta noche del undécimo mes lunar, mientras el adepto leía a la luz
de una vela, resonaron gritos y ruidos de pasos. La puerta se abrió bruscamente y una
horda de demonios aterradores hizo irrupción en la casa agitando lanzas, guadañas y
hachas. Tenían cabezas de perro, de cerdo, de lagarto y de serpiente, sus ojos
brillaban como brasas incandescentes. Lu Dong Pin los recibió sin pestañear, tan
imperturbable como una estatua, y les preguntó qué deseaban. El jefe de los
demonios vociferó una orden. Entraron otros dos monstruos, empujando sin
miramientos delante de ellos una sombra que a nuestro aprendiz taoísta le pareció
familiar.
—¡Éste es el espíritu de tu padre! —rugió el capitán, haciendo chasquear su
lengua de serpiente como si de un látigo se tratara—. Lo hemos sacado del tercer
infierno para que sepas cuál es su destino. Siendo prefecto, obedeció órdenes inicuas
e hizo condenar a inocentes. Debe pagar. ¡No lo olvides en tus oraciones!
Y los guardianes le labraban el cuerpo con sus armas infernales. Lu Dong Pin no
pudo soportar el espectáculo, y menos aún los gritos de dolor. Tomó su espada y dijo:
—¡Que la falta del padre recaiga sobre el hijo! Liberad su alma y tomad la mía a
cambio.
Iba a degollarse el joven cuando unos relámpagos desgarraron la penumbra de la
estancia. Era el robusto Choangli Zhuan, que hacía girar su espada mágica, y que, con
algunos molinetes, expulsó a la horda demoníaca.
El Ermitaño de la Habitación de las Nubes se acercó a su discípulo y le dijo:
—¡Bravo, has superado estas pruebas de la vida mejor que tus exámenes de
letrado! Tu espíritu se ha consolidado, tu corazón se ha purificado. Ahora eres
semejante a un espejo. El espectáculo del mundo se refleja en ti sin que pierdas tu
naturaleza original. Ya puedes, pues, preparar el cinabrio que te hará inmortal.
Y el maestro condujo a su aprendiz al pico de la Grulla para enseñarle el delicado arte
de la transmutación del Soplo del Dragón, el licor seminal. Cuando la Gran Obra
quedó concluida, el viejo ermitaño arrastró a Lu Dong Pin al borde del acantilado y le
dijo: —Nuestra tarea aquí abajo está cumplida. Ven conmigo a disfrutar de los placeres
divinos en el Reino de los Inmortales.
—No, nuestros caminos son diferentes. No abandonaré este mundo antes de haber
ayudado a todos los seres a encontrar el camino del Tao.
—¡Vaya, vaya, el alumno ha superado al maestro! —gritó el viejo ermitaño
lanzándose al vacío.
El discípulo se inclinó para saludar al Inmortal que en otro tiempo había sido un
gran general del ejército de los Han, y que había vivido en demasía la locura
mortífera de los hombres. El antiguo guerrero caminaba en ese momento sobre el
viento, y su alumno lo observó, los ojos Henos de lágrimas, hasta que ya no fue sino
un punto en el azul del cielo.
A partir de ese día, Lu Dong Pin se aplicó a difundir la enseñanza que había
recibido de su maestro. Recorrió el mundo en busca de discípulos cualificados a
quienes poder transmitir los secretos de la alquimia interior. Dictó varias obras y se le
atribuye el célebre Tratado de la Flor de Oro.
En el curso de sus peregrinaciones, Lu Dong Pin había tomado por costumbre
detenerse en una pequeña posada de montaña. El dueño le servía bebida y comida sin
jamás reclamarle dinero alguno, sin duda honrado por el hecho de tejer un vínculo
secreto con un sabio. Este tejemaneje duró meses. Un día, el maestro Lu le dijo al
posadero:
—Más vale pagar las deudas en este mundo que en el otro. ¡No llevo dinero
conmigo, pero voy a hacer algo que puede rendirte el ciento por uno!
Sacó de su bolsa un pincel, tinta, y se puso a pintar una grulla sobre la pared
amarilla de la sala. A continuación se volvió sonriente al encargado y le pidió que
entonara una canción. Con las primeras notas de la melodía, ante los ojos incrédulos
de los clientes, el pájaro se desprendió de la pared. Levantó el vuelo y planeó por
encima de las mesas. Concluida la canción, la grulla amarilla volvió a pegarse a la
pared. La noticia galopó por los caminos del Imperio del Medio. Desde muy lejos,
incluso desde la capital, acudió gente para admirar el prodigio. Dicen que el Hijo del
Cielo en persona dio también un rodeo para ver con sus propios ojos la danza mágica
de la grulla amarilla. La posada siempre estaba a rebosar, y su propietario se
enriquecía sin perder su naturaleza generosa. Supo hacer que los pobres de los
alrededores y los vagabundos se beneficiaran de ello.
Así pasaron treinta años. Lu Dong Pin se detuvo un día en la posada. El dueño
estaba sentado a una mesa, con la cabeza llena de preocupaciones y apoyada en sus
puños. El hombre errante le preguntó. El posadero suspiró y respondió:
—Un mensajero del nuevo emperador me ha anunciado que Su Majestad ha
ordenado que tu fresco sea transportado a su palacio, el único lugar digno, según él,
de albergar este tesoro nacional.
—¡Bueno, bueno, eso ya lo veremos! —se rió sarcásticamente el taoísta.
El maestro Lu murmuró unas palabras herméticas y el pájaro se desprendió de la
pared. El sabio montó a horcajadas sobre él y salieron volando por la ventana antes
de desaparecer en la bruma centelleante de las montañas.
El posadero mandó construir junto a su taberna la pagoda de la Grulla Amarilla en
memoria de Lu Dong Pin, el Huésped de la Caverna. A la entrada del santuario hizo
grabar este poema:
El pájaro desapareció entre las nubes
El dragón no pudo adueñarse de él
La tristeza infinita de la montaña
¿Quién podrá contarla?
Todavía en nuestros días, numerosos peregrinos acuden allí para rezar al letrado
taoísta, que forma parte del grupo de los Ocho Inmortales. Son los santos patrones de
China, locos divinos llenos de compasión que renunciaron a los placeres indecibles
del Palacio Celestial para velar por nosotros, pobres mortales. Y para quien sabe ver
no es raro reconocer a uno de ellos bajo los rasgos de un cojo andrajoso, de un
campesino que va sobre su asno al revés, de un maestro de artes marciales bonachón,
de un médico de los pobres, de un músico errante o de una vidente de gran corazón.

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