Un tal Sergio de Moimenta, que hasta entonces había hablado bien y seguido, sin prender en
consonante alguna, se puso a tartamudear, a tatexar, como decimos en gallego. Prendía
especialmente en las emes y en las tes. La cosa fue que pasando por el camino de Camba vio en
una roca a un tipo sentado, pequeño, envuelto en una capa amarilla.
-¡Bu... bu... buenas ta... ta... tardes! -dijo el enano.
Y Sergio al responderle no tuvo más remedio que responderle tatexando como él:
-¡Bu... bu... buenas ta... ta... tardes!
Y así fue el pasar a parlante tartamudo. La mujer de Sergio, que prendía algo en las pes, creía que
el marido tartamudeaba por fastidiarla, pero la verdad es que Sergio era ya un perfecto
tartamudo, y cada vez tartamudeaba más.
Se sabía que en las peñas de Camba, legua más o menos al oeste, había un tesoro moro, y que lo
guardaba aquel enano de la capa amarilla. Sergio decía que el tal enano no tenía porque haberle
hecho a él aquella faena, pues era de los pocos vecinos de Moimenta que nunca se había
preocupado de buscar el tesoro. En la vecina aldea de Corbelle había un tartamudo muy
conocido, que se había hecho un tipo iracundo porque no podía parrafear con las mozas, que se
reían de él cuando lo veían con tantas dificultades de elocución. Preparaba in mentis piropos y
declaraciones de amor, pero no le salían, que se retrasaba cinco minutos en soltarse en la
primera palabra. Se llamaba Antolín Pardeiro.
Cuando se corrió por la comarca la tartamudez de Sergio de Moimenta, una curandera del país,
que tenía la ciencia del sinapismo, lo sabía todo de hierbas y plantas medicinales; fue a casa de
los Pandeiro de Corbelle a proponer un tratamiento para Antolín. La tesis de la curandera, la
señora Jovita, era que el enano, que ya estaba aburrido de estar tantos años guardando el tesoro,
le gastó una broma a Sergio, volviéndole tartamudo, y que por la misma razón le quería gastar
una broma a Antolín abriéndole a la parla. Decidieron los Pardeiro que Antolín se fuese a pasar
unos días a los montes de Camba, paseando por entre las rocas, sentándose aquí y allá a
merendar algo, para lo cual iba provisto de pan, queso, jamón, unos chorizos, huevos cocidos y
una bota llena de vino de Chantada.
Ya llevaba dos días Antolín en el monte, y fueron días de niebla y llovizna insistentes, cuando
amaneció un día de sol, el cielo limpio, y en la roca más alta, el enano tendiendo, para que se
secase de las humedades pasadas, la capa amarilla.
Siguiendo los consejos de la señora Jovita, Antolín saludó al enano que lo estaba mirando.
-¡Bu... bu... buenos días!
No pudo llegar a decir días. El enano se rió y contestó:
-¡Buenos días!
Y Antolín se sorprendió a sí mismo respondiendo a su vez:
-¡Buenos días!
Y en el instante aquel mismo dejó de ser tartamudo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y le
ofreció el vino que le quedaba en la bota al enano del tesoro. Regresó cantando a Corbelle, y el
mismo día ya salió a parrafear con las mozas.
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