Cuentan por la Terrachá que un mozo que estaba en el pastizal guardando las vacas oyó risas y
cantos de mujer que venían de un bosquecillo cercano. Se acercó a ver qué pasaba y se encontró
tropezó con un grupo de bonas fadas, que estaban juguetonas y de muy buen humor, como
siempre. El mozo (que era muy guapo) fue muy bien recibido, y pasaron con él toda la tarde.
Cuando ya se despedían, entre bromas y veras, le instaron a que se mirase en un espejito que
llevaban consigo.
El mozo volvió al caserío muy contento de su aventura, y nada dijo, pues bien sabía que los que
tienen tratos con los del otro lado y hablan de ellos son castigados con la muerte. Pero el espejo,
que era mágico, como todo lo que tocan las fadas, le había robado el aliento, y el mozo empezó
a enflaquecer y a enfermar, para alarma de toda su familia. Ya en su lecho de muerte logró reunir
fuerzas para susurrarle a su hermano mayor toda su aventura, explicándole además que bien
sabía él que lo estaban matando las hadas, pues cada noche soñaba que la parte retenida en el
espejo se acostaba con ellas.
Finalmente murió, y su hermano, ciego de ira y sin atender razones, fue al bosquecillo cercano al
pastizal a insultar a las fadas. Éstas deberían sentirse culpables, ya que en lugar de maldecir al
hermano, o matarlo (cosas que han hecho en otras historias, y por mucho menos) le arrojaron a
los pies un puñado de oro, para que se callase.
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