viernes, 29 de marzo de 2019

EL DRAGÓN DE SILENE

En las primeras eras del cristianismo, había en la región de la actual Libia una
pequeña villa llamada Silene, gobernada por cierto rey musulmán a quien el
pueblo respetaba y acataba con la propia humildad de los pastores habitantes del
desierto, donde escasea el agua dulce y abunda el agua salada del mar Mediterráneo.
La hermosa cualidad de este poblado era que estaba asentado junto a un lago, y por
eso se lo consideraba un oasis de verdor, apto para los rebaños de ovejas, sustento
principal y prácticamente el único de su gene. Se puede decir que aquellas eran
épocas difíciles para la supervivencia, pero Silene parecía bendecida por Alá.
Muchos, al cruzar sus murallas, se instalaban allí para siempre, y no les faltaba hogar
ni manera de conseguir su propia huerta.
Pero llegó el día que ninguno de aquellos pobres pastores y ministros de la corte
esperaban. Así como para los hombres Silene semejaba un paraíso, también para un
horrible dragón comenzó a parecer un buen lugar de descanso y comida.
La monstruosa bestia eligió como morada el mismísimo lago, y desde entonces
habitó en las profundidades, arrebatándole con su hediondez la pureza que hasta hacía
poco tiempo era la joya de la región. Tal era su origen que en poco las aguas se
tornaron oscuras y vaporosas, y los peces y cada ser que lo habitaba pereció o bien
manifestó su horrenda transmutación. Lo mismo sucedió con la noble vegetación que
circundaba el lago, y enseguida llegó a los habitantes la noticia del terrible suceso.
Primero, por boca de los pastores que llevaron sus ovejas a pastar en las cercanías de
las murallas, ya que la devastación hasta allí llegaba. Después porque era tal la
putrefacción de la bestia, que llegó a heder el aire que respiraban.
La situación los alteró por demás, y fue encargada una misión a los guardias de la
corte para terminar con el reptil. Pero fue terrible la lucha y cruel la masacre. Ningún
soldado volvió de aquel primer encuentro, sin siquiera haber dañado a la bestia. El
rey, encaramado en su soberbia, volvió a enviar a otra partida de hombres, y
nuevamente tuvieron el mismo resultado, que consolidó el terror en todos y cada uno
de los habitantes del poblado. No era para menos, sabiendo que el horrible dragón se
había devorado a todos los guardias.
Así comenzó una seguidilla de ataques por parte de la bestia, que devastó los
alrededores: animales y hombres desprevenidos. Pero no pasó mucho tiempo hasta
que el mismísimo rey se preparó para ir al encuentro del dragón y mantener una
moderada conversación con él, de quien se sabía podía entender el idioma de los
hombres, para llegar a un acuerdo de convivencia. La horrible criatura los recibió y
estuvo conforme con que los habitantes le proporcionaran una ración considerable de
alimento a cambio de que no realizara más ataques mortíferos. Así fue cómo cada día
un pastor elegido al azar sacrificaba dos de sus ovejas en nombre del acuerdo,
colocándolas a orillas del lago, para ser devoradas por el dragón. Y volvió una paz
bastante relativa al pueblo, porque la hediondez de la bestia seguía impregnando el
aire y toda vida era imposible fuera de las murallas.
Llegó otro día que ninguno de los pobres habitantes de Silene esperaba, cuando
ya no habían ovejas para ofrecer, y los ánimos de convivencia habían desertado de
muchos pastores, hartos de aquel maltrato por parte de la maligna bestia. Era tiempo
de decidir qué harían ahora, Y fue convocada una asamblea general a todo el pueblo,
donde se discutió mucho y muchas fueron las propuestas, pero ninguna solucionaba
aquel problema. Fue el rey quien resolvió que, para salvar Silene, se debía mantener a
aquel dragón contento, no fuera que destruyera todo y a todos de una sola bocanada
de fuego.
—¿Y qué debemos hacer? —preguntó un humilde comerciante, temeroso por qué
iría a decir ahora el rey.
—Se me ocurre… —y el suspenso se acentuó cuando el rey acarició su barbilla
un momento, miró a los lados, y en un quejido dijo—: de ahora en más, ofreceremos
una sola oveja… y uno de nosotros, hombre, niño, anciano, cualquiera sea su
condición y su deseo, será elegido por la suerte y deberá sacrificarse por el bien de
los demás…
—Oohhhh… —un fuerte suspiro y un grito de horror sacudieron el salón
principal de la corte cuando el rey terminó de hablar. Se miraron unos a otros, y en
total silencio fueron saliendo del recinto, casi en procesión, pensando en la muerte.
Nadie, ninguno, osaría en desafiar la orden del rey, aunque todos sabían que acabaría
diezmando la población.
Se puso en marcha aquel plan al día siguiente, y mucho sufrimiento hubo desde
esa desgraciada mañana en que la primera víctima fue ofrecida a la horrible bestia. El
llanto de la gente, tanto por la devastación de sus rebaños como la de sus familias, fue
cada vez mayor, y el pavor a ser devorados por el dragón del lago era más y más
terrible.
No se hizo esperar el día en que eran sólo unas docenas las personas que vivían
en la antiguamente hermosa Silene. Y fue aquel día cuando tocó en suerte a la hija del
rey ser alimento de la bestia. Un clamor recorrió todo el poblado, reducido a unas
pocas casas habitadas. El rey, herido en su más profundo sentimiento, se negó
rotundamente a dar la vida de su princesa en favor del hambre del monstruo. Y volvió
a llamar a una asamblea, a la que acudieron cuarenta y seis personas en total, que
eran todas las que quedaban con vida. Al observar el rey aquella poca concurrencia,
tomó conciencia de la trágica situación en que estaba su reinado, y sin mediar palabra
dijo: —No permitiré que el dragón siga diezmando nuestras familias.
Pero no hubo ninguna respuesta de parte del pueblo. Y continuó:
—No permitiré que se falte el respeto a nuestro querido pueblo.
Pero tampoco hubo respuesta, tal era el descontento en que se hallaban.
—No permitiré que esta situación lastime más a nuestros hijos, a nuestros padres
y a nuestros ancianos. —Y como los rostros seguían sin inmutarse, tan dolidos y
conmovidos estaban, terminó por decir—: ¡Y tampoco permitiré que mi querida hija
sea devorada así como así por esa espantosa bestia…!
Fue en ese mismo instante cuando la gente comprendió de qué se trataba todo
aquel discurso, y la pequeña muchedumbre prorrumpió en gritos de furia y en
abucheos.
—¡No te saldrás con la tuya esta vez! —se escuchó decir a uno de los hombres—.
El pacto con la bestia ya está hecho, han muerto muchos de los nuestros, y esta vez tu
hija será la víctima. ¡No tienes manera de salvarla!
—¡Todo tu pueblo ha pagado con sangre! ¡No puedes volverte atrás!
—Oigan, oigan todos ustedes, por favor, es la princesa que está en riesgo, mi
querida y dulcísima hija —exclamó por fin el rey, soltando un llanto desconsolado. Y
así estuvo un buen rato, llorando frente a la gente que sin más perorata obligó a la
princesa a que se preparara. Pero el rey insistió, una y otra vez, que a cambio donaría
toda su riqueza, el trono y hasta su propia investidura de rey por salvarla, pero el
pueblo continuó inflexible. Una hermosa comitiva consiguió el rey para acompañarla
hasta las afueras del reino, y él mismo caminó hasta las propias murallas, donde ya
comenzaban a espantar el hedor y la maldad de las tierras desoladas del lago. La
hermosa doncella besó dos veces a su padre, y siguió adelante completamente sola, y
a cada paso se detenía para observar atrás y enjugarse las lágrimas, tan buen corazón
tenía ella, a diferencia de su padre.
Pero cuando estaba a mitad de camino, y ya la poca gente se había retirado
murallas adentro pues no querían observar la horrible escena, oyó la joven que
alguien se acercaba a galope por el desierto. Primero lo atribuyó a su terror, y creyó
que era la bestia, ya que nunca antes había visto un dragón. Y luego a su deseo, pues,
con los ojos a medio abrir, tal era el resplandor del sol, pudo entrever la figura de un
hermoso caballero armado y su noble corcel, a trote entre las dunas blancas,
levantando una estela maravillosa de fina arena. Por supuesto, pensó que se trataba de
un espejismo, propio de aquellos parajes inhóspitos, y tanto temor y tanta ansiedad la
llevaron al desmayo. Cayó como una pluma en el hosco camino de piedra. La figura
mítica, que no era ni espejismo ni bestia, se irguió cada vez más entre el calor y la
arena, y se convirtió en un hombre de carne y hueso, montado en el más bello animal
que haya existido: de contextura similar a un caballo, sus crines plateadas rozaban el
suelo, y un espiralado cuerno nacía en su frente, orgulloso marfil que irradiaba
fulgores como de fuego. Ambos al galope llegaron hasta la joven tendida en el
camino, y el muchacho descendió del lomo, haciendo relucir su armadura recamada
en oro y plata.
—Pero si es una doncella —le dijo a la creatura. Y ésta respondió en el mágico
lenguaje de los unicornios, tal y como lo hicieran todos los de su especie, y el hombre
pareció entenderle.
—Así es, mi amigo, veamos si despierta. —Y la creatura posó la luminosa punta
de su cuerno en la coronilla de la joven, que enseguida abrió los ojos. Los ojos más
bellos de la región se posaron en el unicornio y luego en el joven, y de ellos surgieron
lágrimas del color del mar, y la tristeza más infinita se escurrió con ellas a lo largo de
sus mejillas. Conmovido por aquella imagen que conjugaba belleza y desconsuelo, el
caballero se inclinó y ayudó a la muchacha a levantarse.
—¿Por qué lloras, mi dama? —le preguntó en un susurro, tal era su congoja.
—Oh, noble señor, no preguntes por mi destino que es muy cruel y despojado de
sus condiciones naturales. Sólo déjame seguir el camino de piedra hacia el lago y
vete, huye de estas tierras hostiles —su voz era un arrullo, y no sólo el muchacho
quedó cautivo de su dulzura, sino que el unicornio, por su propia naturaleza, al
escuchar el tintineo de aquella voz se recostó en el páramo para contemplarla y oírla
mejor.
—Dinos, dueña nuestra, qué es aquello tan aterrorizador de lo que quieres
prevenirnos.
—Pues de un monstruo que se ha instalado en esta región, en las profundidades
del lago, que se ha devorado ya casi todos los rebaños y a la pobre gente que habitaba
el pueblo. Mi padre y unas docenas de personas son todos los que quedan —mientras
escuchaba estas palabras, el noble caballero se quitó el yelmo que cubría su rostro, y
se arrojó junto a la bestia. De rodillas, pronunció una oración por aquellas almas que
no habían conocido la bondad del Señor, y con un chasquido volvió a montar sobre el
lomo de la creatura.
—No digas más, mi señora, y condúcenos con premura al sitio donde esa maldita
serpiente te espera.
Era tan convincente la furia que lo empujaba, que la muchacha no tuvo más
remedio que aceptar la invitación a subir ella también sobre el unicornio, y señaló sin
dudar hacia Poniente, donde se abría a lo lejos el claro de las aguas. Cubrió su rostro
con el borde del vestido, pues el aire olía ya a dragón, y en un santiamén estuvieron
frente al lago, tan grácil era aquella creatura en su galope.
—Aquí mismo es —dijo por último, y ya no habló más, pues vio emerger desde
las aguas putrefactas la cola del horrible reptil, que se iba acercando con gran
velocidad hacia la costa. Desmontó y se hizo a un lado, mientras las lágrimas eran
abundante riego sobre su vestido.
—Conque éste es el terror de Silene —exclamó el joven envalentonado, y le
suplicó al unicornio que se acercara más a la orilla, para observar mejor a su
adversario. Pero la sabia creatura no se movió, pues se trataba de un gigantesco
monstruo como nunca antes habían enfrentado, y le advirtió que aquello que él veía
era sólo su cola, pero ya era tarde, pues el escamado lomo y parte de su terrible
cabeza se mostraban a pocos metros de allí.
En segundos, el vaho y la niebla cubrieron la superficie del lago y se extendieron
por los alrededores, impidiendo que el caballero pudiera ver más allá de su propio
brazo. Pero el unicornio, cuyas cualidades exceden a los hombres, veía con claridad
cómo por fin el dragón había surgido completamente de las aguas negras, mostrando
su ferocidad y tamaño.
Una bocanada de fuego abrió en dos la espesa niebla y despejó la vista del
muchacho.
—¡Dios mío! —rugió de pronto, al verlo fuera del agua. La cabeza del reptil era
del tamaño de una persona, cubierta de escamas y filosa cornamenta que recorrían
toda su columna vertebral hasta la cola, de colores verdosos y negro, brillantes como
el mismo lecho del lago. Hacia el vientre era del color del fuego, cubierto de escamas
cada vez más pequeñas, y las extremidades eran puntiagudas garras, preparadas para
dar el golpe.
—¡Por fin una buena comida! —gruñó el gigantesco reptil al ver aquel dúo. Y
volvió a escupir su fuego, despejando más la espesura. Fue entonces cuando vio a la
doncella, que huía hacia las murallas—. ¡Pero qué engaño es éste! —exclamó, y
extendió unas alas negras como la misma noche, tan horribles como él, y se elevó en
búsqueda de la muchacha. No hubo reacción más ágil que la del unicornio aquella
oportunidad, pues estuvo bajo el vientre del dragón en un instante y lanzó un
terrorífico grito que casi lo detuvo en pleno vuelo.
—¡Un unicornio! —tuvo oportunidad de rugir el dragón, y en su planear volvió
en ataque hacia ellos, olvidándose de la dama por el momento. Cuando estuvo al
alcance de sus adversarios, lanzó otra llamarada, y siguió vuelo rozando el agua para
retornar con nuevo impulso. Pero esta vez, caballero y unicornio no esperaron en
defensa, sino que también tomaron carrera, y enfrentaron a la bestia que, con aleteos
salvajes, se acercaba abriendo las mandíbulas. El choque fue terrible, hasta las
murallas del pueblo temblaron y comenzaron a romper grandes olas que crecieron en
la orilla, y tal fue el estruendo de la espada contra el cuerpo impenetrable del dragón
que los pocos habitantes salieron a ver qué estaba sucediendo en el lago. Enorme fue
el asombro de los que llegaron a la costa: el maldito monstruo estaba erguido sobre
sus patas traseras, a punto de derramar una bola de fuego sobre el guerrero y su
corcel; ambos avanzaban con furia, a toda carrera, y una larga espada de finísimo
metal relucía apuntando directamente a la garganta del reptil. Pero fue otra vez en
vano. El golpe esta vez logró derribar al caballero, que quedó en la arena, como
desmayado. Fue el momento en que aprovechó la bestia esta eventual derrota para
lanzarse sobre el unicornio. Sin embargo, su suerte no fue la misma. La grácil
creatura se convirtió en un relámpago de plata contra la oscuridad del cielo y se
arrojó sobre el dragón y las llamas que de él nacían, atravesándolas de un salto, y con
el mismo impulso de la carrera extendió su testuz hacia la bestia, penetrando entre
escamas y dentadas malignas la oscura carne. El chillido fue espantoso. Los que
presenciaban la mortal batalla debieron cubrirse los ojos y los oídos, tan horrorosa
había sido aquella imagen. El unicornio, bañado en la venenosa sangre, se alejó de su
adversario, dejándolo allí tendido, retorciéndose, y buscó enseguida al caballero, que
ya había recobrado los ánimos. La serpiente, agónica, miraba de lado y echaba una
baba resinosa y negra por la boca y la herida.
A manera de victoria, el unicornio se introdujo en las aguas del lago y éstas
recobraron su pureza, lavaron las huellas de la maldita bestia de todo aquel lugar, y
pronto se vislumbraron pequeños brotes verdes a lo largo de la costa. El caballero ya
estaba junto a la princesa cuando la bestia lanzó un gruñido de dolor, y la condujo
hacia ella con estas palabras:
—Mi señora, deberá usted consagrar la muerte de esta horrible serpiente, que será
en su nombre y en la de mi Señor y todos los ángeles del Cielo —y le pidió el cinto
que rodeaba su cintura, con el cual enlazó el cuello de la criatura, y la conjuró—:
Escúchame, reptil innoble, te ordeno que dejes conducirte dócilmente en manos de
esta princesa, quien te llevará al pueblo, al que tanto daño y horror has provocado.
Y así se realizó: la doncella tomó el lazo, y la bestia, herida mortalmente, la
siguió hasta las murallas. La voz de aquel notable hecho había llegado hasta oídos del
rey y su corte, y fue así como todo habitante de Silene y de algunos poblados
contiguos se había reunido en las murallas, para ver con sus propios ojos si era
aquello verdad.
El joven abrió las puertas y penetró en la plaza central. Pero no entró el dragón
con él al pueblo, y ninguno se atrevió a salir, por terror a la criatura. Así que el
caballero volvió a tomar la palabra, esta vez frente a toda aquella gente:
—Hombres y mujeres del pueblo, soy Jorge de Capadocia. Traigo para todos
ustedes una santa noticia de salvación —y frente a la muchedumbre desarrolló las
razones de su aparición, que eran las de evangelizar tierras musulmanas en nombre de
Cristo Redentor, y aseguró que la Gracia del Altísimo lo había conducido hasta Silene
para liberarlos del dragón y de la ignorancia. Muchos fueron los que en ese momento
se arrojaron con el rostro en tierra y creyeron en él y en lo que decía. Pero otros,
como el mismo rey, aún no estuvieron conformes con aquello, y le pidieron una
prueba. Ésta consistió en hacer aparecer, detrás de él, a la princesa conduciendo a la
bestia por medio de su cinturón, quien con voz dulcísima exclamó:
—Aquí traigo, padre, la prueba que tú pides.
Una mezcla de horror y algarabía se escuchó entre los presentes. Pero ninguno se
atrevió a dudar, y pidieron al joven que eligiera su recompensa.
—Que todos adopten la fe de Cristo el único Señor y se conviertan, bautizándose
en las aguas del lago.
Y así fue hecho. Una larga hilera se reunió en las murallas, con Jorge y el
unicornio a la cabeza, y detrás, coronando la procesión, la princesa y el dragón. Uno
tras otro se bañaron en las puras aguas del lago y aceptaron la religión de los
cristianos.
La leyenda cuenta que, tras la ceremonia, Jorge mató al dragón, lo que
simbolizó el fin de la maldad en la hermosa Silene. Pero otros dicen que, fiel
a su creencia, perdonó la vida a la bestia, la bautizó y convirtió, y ésta sirvió
a Jorge en nombre de Dios en incontables batallas contra los pueblos
paganos.

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