Antiguamente, el fuego no pertenecía a todos. Su dueño era Urubú,
el cuervo, quien lo llevaba siempre consigo, bien escondido
bajo las alas, como para que no se enfriase.
Baíra, viendo que en aquel tiempo los indios secaban la comida
al sol, decidió robar el fuego para que su gente pudiera cocinar
sus alimentos.
Baíra era muy hábil: enseñó a los parintintim la pesca con
sangáb. Los enseñó a cazar pajaritos con trampas untadas de
resina gomosa . . . Baíra enseñó muchísimas cosas a su gente. Por
eso, una vez dijo:
-¿Por qué el fuego ha de tener dueño? ¡El fuego debe ser de
todos
!
Penetró en el monte, se cubrió de hojas, se acostó y se quedó
en el suelo, inmóvil, haciéndose el muerto. Al rato escuchó un
zumbido: «zum-zum-zum-zum. . .» Era la mosca azul que, zumbando
y zumbando, daba vueltas alrededor del falso muerto, pensando
que era un muerto verdadero. Después de un largo rato en
este trajín, partió para comunicar su hallazgo a Urubú, que entonces
habitaba en el cielo.
Urubú se acercó enseguida y, como siempre, traía el fuego
bajo las alas. Llegó acompañado de toda la familia : de la mujer,
de los hijos y de otros urubúes amigos.
En aquel tiempo, Urubú era hombre: dicen que tenía manos y
todo. Por ello pudo preparar el moquem, para asar y ahumar la
carne y el pescado.
Urubú preparó el moquem y debajo puso el fuego. Sopló, sopló,
y el fuego quedó rojo y ardiente; cuando estuvo encendido
llamó a los hijos y les ordenó vigilarlo y cuidar de que no se
apagase.
De repente, Baíra se movió. Los hijos de Urubú vieron que el
muerto se movía y salieron corriendo para avisar a su padre:
-¡Papá, el muerto no está muerto! ¡Se movió!
Urubú no creyó lo que le decían sus hijos, y para que no lo
molestaran más, les dijo que fuesen a cazar moscas azules con
sus flechitas. Los hijos de Urubú se distrajeron cazando moscas
azules, y dejaron de vigilar el fuego.
Cuando, debajo del moquem, el fuego estuvo bien encendido,
Baíra se levantó de repente y lo robó. Luego, huyó de inmediato
lo más rápidamente que pudo. Urubú, al ver que el muerto
se había robado el fuego, llamó a su gente, y todos partieron
en persecución de Baíra. Éste, al verse perseguido, se escondió
en el hueco de un tronco,- pero Urubú y su grupo se metieron
Lambién por el hueco del tronco, detrás de Baíra, quien para escapar
salió por el otro lado y penetró en un maizal muy tupido
que había por allí cerca.
Urubú quiso penetrar también, pero no pudo; y de esa manera,
Baíra logró atravesar el maizal y llegar a la orilla de un río
ancho, muy ancho. En la otra ribera estaba toda su gente, que
era mucha; pero el río era tan ancho, que Baíra no pudo cruzarlo.
Quería entregar el fuego a su gente, pero el río los separaba.
Llamó a la culebra corredora, y le dijo:
-Aquí está el fuego. Llévalo a mi gente, que está al otro lado
del río.
Puso el fuego en la espalda de la culebra corredora para que
ella lo cruzara hasta la otra orilla.
La corredora, que corre muy deprisa, al oír la orden de Baíra
partió a toda velocidad. Sin embargo, por más que corrió no tuvo
tiempo de llegar, y se quedó en medio del río.
Viendo que la culebra no conseguía llegar a la otra orilla
del río; Baíra tomó un camarón y le puso el fuego en la espalda
diciéndole que lo llevase a su gente, que estaba esperando al
otro lado del río. El camarón llegó hasta el centro del río, y,
no pudiendo soportar el calor, quedó enrojecido como es hasta
hoy.
Con una vara que tenía en la punta un gancho, Baíra atrajo
el fuego hacia sí y lo puso en la espalda de un cangrejo, diciéndose:
«Éste si va a llevar el fuego a mi gente.»
Pero el cangrejo no resistió el calor y se quedó enrojecido
igual que el camarón.
Sin desanimarse, Baíra trajo de nuevo el fuego hacia sí y lo
puso en la espalda del ave saracura. La saracura le dijo:
-Yo llevaré el fuego a tu gente al otro lado del río.
Partió rápidamente, casi sin rozar eí agua, aunque no tuvo
tiempo de llegar al otro lado del río: le sucedió lo que a la culebra,
al camarón y al cangrejo. Fue así como Baíra se acordó
del sapo Cururú.
Cururú tomó el fuego, y partió saltando a llevarlo a los parintintim,
que esperaban al otro lado del río. Se aproximó bien,
pero estaba tan cansado, que no conseguía salir del agua. Fue
preciso que los indios acercasen una rama para ayudarlo a salir.
Cururú estaba desfallecido de cansancio. Lo aproximaron a
tierra y, por fin, llevaron el fuego a la aldea.
En la ribera opuesta, Baíra imaginaba un modo de cruzar las
aguas. Como era un gran hechicero, estrechó el río hasta convertirlo
en un riachuelo, y entonces dio un salto y llegó al otro
lado, yendo al encuentro de su gente.
Desde ese día, los parintintim poseyeron el fuego y pudieron
asar peces y otros animales.
En cuanto a Cururú, se tornó hechicero por haber llevado el
fuego; por eso engulle las luciérnagas sin quemarse, y lo llaman
«ladrón del fuego».
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