En cierta ocasión, entre los picos más altos de los Andes, donde
el cóndor tiene su asiento y dominio, apareció uno que causó
admiración y extrañeza entre los de su especie. Era un cóndor
que tenía el cuello blanco y suave, y todos, al verlo llegar, lo
miraron con cierta curiosidad, en la que había un fondo de desprecio.
El cóndor del cuello blanco no tenía el aspecto de fiereza
y poderío de los otros, por eso todos creyeron que era un cobarde
y que podrían burlarse de él sin temor a la fuerza de sus
garras y de su corvo pico. Entonces, muchos de ellos cercaron al
recién llegado y comenzaron a importunarlo. Pero, contra lo que
esperaban, el cóndor abrió poderosamente las alas y se remontó
rápido; después cayó violentamente contra los otros, como si
fuese una flecha lanzada por una mano potente. Las otras aves
se aprestaron a la defensa, se remontaron por encima del cóndor
del cuello blanco, y confiadas fueron a atacarlo; él las esquivó
y volvió a volar hacia lo alto con más fuerza y pujanza que
los demás; llegó tan arriba, que ninguno pudo -sobrepasarlo.
Luego cayó verticalmente sobre ellos, y todos conocieron la
fuerza de su pico. Desde entonces no hubo cóndor en los Andes
que se aventurase a luchar contra él.
Había pasado algún tiempo desde la llegada del cóndor del
cuello blanco a aquellas alturas de los Andes, donde permanecía
solitario, como al principio, y sin tener a ninguno de los
otros por amigo, pues envidiaban su aspecto hermoso y altanero,
su sueño de aventura y poderío. El amplísimo espacio en
que todos se movían resultaba pequeño para sus giros. El cóndor
subía, bajaba, se alejaba de los otros, parecía llegar hasta
el Sol, se perdía en la luminosidad de sus rayos.
Un día había llegado tan alto, que los demás lo veían tan pequeño
como una paloma. Un rayo de Sol lo iluminó un momen-
to, resplandeció el cóndor vivamente y desapareció de la vista
de los demás.
Se miraron todos con extrañeza, que fue aumentando a medida
que pasaba el tiempo, sin que el cóndor volviese a aparecer.
Por fin, uno de ellos comentó:
-Ha querido remontarse tanto, que el mismo Sol lo habrá
castigado por intruso.
Todos pensaron que eso era lo que había sucedido, y quedaron
gozosos y satisfechos. Al fin, habían perdido de vista al cóndor
que odiaban, porque tenía más poder y hermosura que ellos.
Sin embargo, lo que sucedió fue muy distinto de lo que los
cóndores habían pensado. Cuando el cóndor del cuello blanco
se sintió traspasado por la luz del Sol, sintió que sus alas se detenían,
pero que todo él seguía ascendiendo como si una fuerza
exterior lo llevara hacia arriba. El cóndor no tuvo que hacer
ningún esfuerzo, sólo dejarse llevar por aquel poder insospechado.
En el primer instante sintió un vago temor, pero su afán de
aventura, su deseo constante de una vida que saliese de lo vulgar,
lo hizo desecharlo. No tenía la menor duda de que estaba
en el comienzo de algo maravilloso, y se abandonó a ello con los
sentidos tensos, capaces de registrar todas las novedades. Estaba
en esta disposición, cuando escuchó una voz nunca oída
por él.
-¿Quieres ser mi mensajero?
El cóndor no supo quién le hablaba, pero la voz resonaba armoniosa.
Sin embargo, no contestó; miró hacia todas partes,
nada se veía; todo a su alrededor estaba abrasado por la luz.
-Tú vives con un continuo deseo de aventura -volvió el cóndor
a escuchar-, pero ese deseo no ha nacido de ti. Yo lo puse
en tu corazón y te distinguí sobre todos con tu blanco cuello
-Dime quién eres y dónde estás -preguntó el cóndor.
La voz volvió a hablar suavemente.
-Soy el dios de los incas y no estoy lejos, pues que todo tu
ser está ahora dentro de mí, en mi seno luminoso.
El cóndor estaba maravillado de lo que oía, pero en su entusiasmo
casi no se daba cuenta de que el dios le había hecho una
pregunta, a la que no había dado respuesta.
-Ya sabes ahora quién soy. ¿Quieres ser mi mensajero?
-Estoy deseoso de servirte -contestó.
Entonces el dios le comunicó el mensaje que debía llevar a
los incas, sus adoradores.
-Tu empresa no es fácil -terminó diciéndole-. Antes de llegar
a ellos te encontrarás con dificultades, con otros seres que
te impedirán cumplir tu misión. Sólo tu fuerza y tu astucia vencerán.
La luz que sostenía al cóndor en el aire se fue retirando; la
potente ave sintió la necesidad de emplear de nuevo sus alas de
oscuro plumaje. Salió de la luz y sus ojos no pudieron ver en la
oscuridad; planeó unos instantes mientras se orientaba, y después
partió gozoso a cumplir el mensaje del dios.
Mientras todo esto sucedía en las regiones solares, en la tierra
de los incas se hacían grandes preparativos para las solemnes
fiestas que el pueblo, junto con sus guerreros y su príncipe, el
inca Huaina Capac, iba a celebrar en honor del Sol, su dios.
Desde días antes al de la gran ceremonia, la capital del Cuzco
se había llenado de gentes que venían de todos los lugares.
Paseaban los valientes guerreros mostrando orgullosos las armas
que les habían dado la victoria, las flechas silbantes, las aguzadas
lanzas. Las mujeres se agrupaban llenas de gozo, mirando
sonrientes a los vencedores. Mientras tanto, las doncellas
consagradas al dios vivían días de penitencia, de sacrificio continuo,
a la vez que preparaban el líquido sagrado para la ceremonia.
Se aproximaba el día deseado por todos los incas. La noche
anterior resonó con alegres rumores, con ruidos gozosos y pasos
precipitados. La luna miraba envidiosa a los adoradores del Sol
Mucho antes de que amaneciese, la gran plaza estaba llena de
gente que esperaba ansiosa el primer rayo del dios luminoso.
Todo estaba lleno de un rumor como temeroso e impaciente cuando
el inca Huaina Capac anunció su llegada. En un instante se
hizo el silencio, y ya todos esperaron con pasión la primera luz
del amanecer.
La noche fue aclarándose y la tensión de los incas fue creciendo.
El Sol iluminó débilmente la plaza: había amanecido. Entonces,
todas las gentes se arrodillaron, las cabezas se abatieron
en adoración profunda y temerosa. Entre aquella muchedumbre
inclinada, sólo Huaina Capac, el descendiente del Sol, permanecía
erecto.
Los vasos de oro brillaban sobre al altar cuando Huaina-Capac
avanzó y los tomó en sus manos. Hizo la ofrenda al Sol
con el vaso que sostenía su mano derecha, a la vez que derramaba
el contenido del otro vaso sobre la tierra para vencer a los espíritus
inferiores, que desde aquel momento no tendrían ningún
poder sobre el pueblo inca. Terminada la primera parte del rito,
se elevó un leve murmullo y los parientes de Huaina Capac, sus
guerreros y los sacerdotes del Sol avanzaron y participaron del
líquido que el dios había santificado con su presencia. Inmediatamente
comenzaron las ofrendas de todo el pueblo.
Y, el Sol, redondo e implacable, vigilaba desde el alto cielo.
Una vez que hubo terminado la ceremonia, volvió a surgir en
todos una nueva expectación. Llegaba el momento más deseado,
el instante en que los augures interpretaban los designios del
dios y anunciaban lo que al Inca y a su pueblo les iba a suceder.
Ante el altar, apareció el cordero que debía ser inmolado, y
a su lado, los augures. Huaina Capac mantenía un aspecto sereno,
pero sus ojos delataban el desasosiego interior.
El cordero fue sacrificado. Los augures miraron las visceras
del animal y quedaron temerosamente silenciosos. El sacerdote
mostró al pueblo las visceras y todos prorrumpieron en un clamor
doloroso. Los pulmones estaban reventados y del corazón
manaba sangre abundante.
-Grandes pesares se avecinan para el Imperio del Sol.
-Huaina Capac se encontrará cercado por las calamidades -dijo
otro augur.
-Un gran peligro amenaza el reinado y la vida del Inca poderoso
-auguró un tercero.
Se hizo después un silencio angustioso que nadie se atrevía a
romper. Huaina Capac debía hablar a su pueblo, y todos esperaban
sus palabras. Sin embargo, el Inca, a pesar de que había
recibido los augurios sin demostrar la pesadumbre que lo vencía,
se sentía incapaz de un nuevo esfuerzo para hablar a los
suyos. Pero el silencio del pueblo pesaba, y Huaina Capac levantó
su brazo dispuesto a todo. Mas, ¿qué les diría? ¡Había,
acaso, palabras después del augurio tenebroso? Miró entonces
hacia el Sol para pedirle ayuda, y la súplica quedó tronchada.
Bajo la luz intensa del mediodía, majestuoso y rápido, apareció
un cóndor.
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-| Miren! -dijo el Inca.
Todas las miradas se concentraron en el cóndor poderoso. Entonces,
uno de los augures levantó la voz:
-El dueño de los Andes viene hacia ti, principe de los incas.
Es el mensajero del Sol.
Las palabras del augur resonaron como una invitación a la
esperanza. Los rostros quedaron tensos, ansiosos, miraron el
ave que se acercaba. Pero, de pronto, tras el cóndor apareció
una bandada de águilas y halcones, que intentaban darle alcance.
Los enemigos se le iban acercando y el cóndor, al advertirlo,
giró rápidamente y se despegó de ellos. Pero todos los incas, que
miraban ávidos lo que en el cielo sucedía, pudieron observar
que el vuelo del ave, a pesar de ser majestuoso, tenía algo de
irregular, como si estuviese herido.
El cóndor se dio cuenta de que no le quedaba otro remedio que
aprestarse a la lucha, e hizo frente a sus perseguidores. Hubo un
instante en que casi quedó detenido el vuelo. Varias águilas,
creyendo que el cóndor comenzaba a fallar, lo atacaron en un
rápido asalto, pero él descendió y cayó violentamente tras ellas
y muchas quedaron derribadas. El ataque continuó; para los incas,
que lo observaban, no quedaba ya ninguna duda de que el
cóndor estaba herido y de que, a cada nuevo ataque de sus enemigos,
la victoria se le hacía más difícil. Y, sin embargo, de aquella
victoria dependía la felicidad de los incas.
El cóndor siguió luchando valientemente durante un tiempo
bastante largo, cuando un águila, al sentir la desgarradura que
el corvo pico de su enemigo le produjo, huyó aterrada. Entonces,
como si aquella fuese una señal convenida, todas las águilas y
halcones que aún seguían luchando, se dispersaron.
El cóndor había quedado dueño del espacio y descendía con
suaves giros y hacia la multitud de los incas, que lo miraban
aún con el asombro y la alegría en los ojos.
La voz emocionada del augur volvió a escucharse:
-El Sol ha enviado un mensajero a sus adoradores. He aquí
lo que dice: «Al igual que el cóndor poderoso, Huaina Capac
vencerá en todos los peligros.»
El ave siguió descendiendo y todo el pueblo pudo admirar su
cuello blanco y suave que lo distinguía entre los de su especie,
como un elegido.
El cóndor siguió bajando, su vuelo se había hecho suave, reposado;
parecía que iba a rozar las cabezas de los incas, pero
sólo cuando llegó donde estaba Huaina Capac paró el vuelo y se
posó sobre su hombro.
Desde entonces el cóndor, el dueño de los Andes, es el signo
del poder que ostentan los príncipes incas descendientes de Huai
na Capac.
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