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El libro de Maurice Blanchot, Le livre à venir, de 1959, se inicia con una larga reflexión sobre el sentido del relato homérico del encuentro con las sirenas. Es en el primer capítulo que se titula “El encuentro con lo imaginario” y así empieza:117
Las sirenas: parece cierto que cantaban, mas de una manera que no satisface del todo, que dejaba solamente oír en qué dirección se abrían las verdaderas fuentes del saber y la verdadera felicidad del canto. De todos modos, por sus cantos imperfectos que no eran sino un preludio de canto, ellas conducían al navegante hacia ese espacio en que cantar empezaría de verdad. Ellas no lo engañaban, lo llevaban realmente a su objetivo. Pero, una vez alcanzado el lugar ¿qué pasaba? ¿Qué era ese lugar? Aquel en que no quedaba ya sino desaparecer, porque la música, en esa región de fuente y de origen, había desaparecido ella misma más completamente que en ninguna otra región del mundo; mar donde, cerradas las orejas, se hundían los vivientes y donde las sirenas, prueba de su buena voluntad, deberían, ellas también, desaparecer un día.
¿De qué naturaleza era ese canto de las sirenas? ¿En qué consistía su defecto? ¿Por qué ese defecto lo hacía tan poderoso? Los unos han contestado: era un canto inhumano, un ruido natural sin duda (¿es que hay otros?), pero al margen de la naturaleza, de todos modos extraño al hombre, muy bajo y que despertaba en él ese placer extremo de caer que él no puede satisfacer en las condiciones naturales de la vida. Pero dicen los otros, más extraño era el encanto: no hacía sino reproducir el canto habitual de los hombres, y puesto que las sirenas no eran sino bestias, muy bellas a causa del reflejo de la belleza femenina, podían cantar como cantan los humanos, volvían el canto tan insólito que hacían nacer en quien lo escuchaba la sospecha de la inhumanidad de todo canto humano. ¿Es pues por desesperación como habrían perecido los hombres apasionados por su propio canto? Por una desesperación muy cercana al rapto…
Ese canto, no hay que pasarlo por alto, se dirigía a unos navegantes, hombres del riesgo y del movimiento audaz, y era también una navegación: era una distancia, y lo que revelaba, era la posibilidad de recorrer esa distancia, de hacer del canto el movimiento hacia el canto y de ese movimiento la expresión del mayor de los deseos. Extraña navegación, pero ¿hacia qué final?…
Siempre ha existido entre los hombres un esfuerzo poco noble para desacreditar a las sirenas acusándolas llanamente de mentira. Mentirosas cuando cantaban, tramposas cuando suspiraban, ficticias cuando se las tocaba, en todo inexistentes, con una existencia pueril que el buen sentido de Ulises basta para exterminar.
Es verdad que Ulises las ha vencido, ¿pero de qué manera? Ulises, la testarudez y la prudencia de Ulises, su perfidia que le ha llevado a gozar del espectáculo de las sirenas, sin riesgos y sin aceptar las consecuencias, ese cobarde mediocre y tranquilo goce, mesurado, como conviene a un griego de la decadencia que no mereció nunca ser el héroe de la Ilíada, esa cobardía dichosa y segura, por lo demás fundada en un privilegio que lo sitúa más allá de la condición humana cuando los demás solo tienen derecho al placer de ver a su jefe contorsionarse ridículamente, con gesto de éxtasis en el vacío, derecho también a la satisfacción de dominar a su dueño (esa es la lección sin duda que ellos escuchaban, el verdadero canto de las sirenas para ellos): la actitud de Ulises, esa sordera asombrosa de quien es sordo porque escucha; basta para comunicar a las sirenas una desesperación hasta entonces reservada a los hombres y hacer de ellas, por esa desesperación, hermosas jóvenes reales, por una sola vez reales y dignas de su promesa, capaces pues de desaparecer en la verdad y la profundidad de su canto.
Las sirenas fueron vencidas por el poder de la técnica, que siempre pretenderá jugar sin riesgo con las fuerzas de lo irreal (inspiradas), pero Ulises no escapó sin más. Ellas lo atrajeron adonde no quería caer y, ocultas en el seno de la Odisea, que resultó su tumba, ellas lo comprometieron, a él y a muchos otros, en esa navegación dichosa, desdichada, que es la del relato, el canto no más inmediato, sino contado, y por eso en apariencia vuelto inofensivo, oda convertida en episodio.
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Veamos ahora otro texto, que comenta ese mismo episodio. Pertenece al ensayo de Tzvetan Todorov sobre “El relato primitivo: la Odisea”, en su libro Poétique de la prose, de 1971.
La palabra-relato encuentra su sublimación en el canto de las sirenas… Las sirenas tiene la más bella voz sobre la tierra, y su canto es el más bello –sin ser muy diferente del canto del aedo: ¿Has visto al público mirar al aedo, inspirado por los dioses para gozo de los mortales? ¡Mientras canta, no se desea sino escucharlo, y para siempre! Entonces, no se puede abandonar al aedo mientras que canta; las sirenas son como un aedo que no se interrumpe nunca. El canto de las sirenas es por tanto un grado superior de la poesía, del arte del poeta. Acordémonos más particularmente de la descripción que ha hecho Ulises. ¿De qué habla ese canto irresistible, que lleva a morir sin falta a los hombres que lo escuchan, tan grande es su fuerza de atracción? Es un canto que trata de sí mismo. Las sirenas no dicen más que una cosa: ¡que ellas están cantando! ‘¡Ven acá! ¡Ven a nosotras! ¡Ulises tan celebrado! ¡Honor de tierra aquea!… ¡Detén tu navío, ven a escuchar nuestras voces! Jamás un negro bajel ha doblado nuestro cabo sin oír los dulces aires que salen de nuestros labios…’. La palabra más bella es la que habla de sí.
Al mismo tiempo, es una palabra que se iguala al acto más violento que haya: darse la muerte. Quien escucha el canto de las sirenas no podrá sobrevivir: cantar significa vivir si escuchar equivale a morir. ‘Pero una versión más tardía de la leyenda, dicen los comentaristas de la Odisea, quería que, de despecho, tras el paso de Ulises, ellas se habrían, de lo alto de las rocas, precipitado en el mar. Si escuchar equivale a vivir, cantar significa morir. El que habla sufre la muerte si el que escucha se le escapa. Las sirenas hacen perder la vida a quien las oye porque de otro modo ellas pierden la suya.
El canto de las sirenas es, a la vez, esa poesía que debe desaparecer para que cobre vida, y esa realidad que debe morir para que nazca la literatura. El canto de las sirenas debe detenerse para que un canto sobre las sirenas pueda aparecer. Si Ulises no hubiera escapado a las sirenas, si hubiera perecido a sus rocas, no habríamos conocido su canto: todos los que lo habían oído habían muerto por él y no podían trasmitirlo. Ulises, al privar de vida a las sirenas, les ha dado, por el intermedio de Homero, la inmortalidad.118
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Otro importante comentario, de muy notable trasfondo crítico y filosófico, sobre el encuentro con las sirenas y el triunfo de Ulises mediante la fuga oportuna lo hallamos en el libro Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Solo voy a citar unos párrafos, pero advierto que el texto es mucho más extenso y de más amplio horizonte que lo que estas líneas sugieren.119
Mientras el arte renuncie a valer como conocimiento y se aísle de este modo de la praxis, es tolerado por la praxis social, lo mismo que el placer. Pero el canto de las sirenas no ha sido aún depotenciado y reducido a arte. Las sirenas conocen ‘aún aquello que ocurre por doquier en la tierra fecunda’, sobre todo aquello en lo que Odiseo tomó parte, ‘los trabajos que allá en la Tróade y sus campos impuso el poder de los dioses a troyanos y argivos’. Al evocar directamente el pasado más reciente, amenazan con la irresistible promesa de placer, como su canto es percibido, el orden patriarcal que restituye a cada uno su vida solo a cambio de su entera duración temporal. Quien cede a sus juegos prestidigitadores está perdido, cuando únicamente una constante presencia de espíritu arranca a la naturaleza su existencia. Si las sirenas conocen todo lo que sucede, exigen a cambio el futuro como precio, y la promesa del alegre retorno es el engaño con que el pasado se adueña de los nostálgicos. Odiseo es puesto en guardia por Circe, la diosa de la reconversión de los hombres en animales, a la que él supo resistir; y ella, a cambio, le hace fuerte para poder a otras fuerzas de la disolución. Pero la seducción de las sirenas permanece irresistible. Nadie que escuche su canto puede sustraerse a ella…
El pensamiento de Odiseo, igualmente hostil a la propia muerte y a la propia felicidad, sabe todo esto. El solo conoce dos posibilidades de escapar. Una es la que prescribe a sus compañeros: les tapa los oídos con cera y les ordena remar con toda su energía. Quien quiera subsistir no debe prestar oídos a la seducción de lo irrevocable, y puede hacerlo solo en la medida en que no sea capaz de escucharla. De ello se ha encargado siempre la sociedad. Frescos y concentrados, los trabajadores deben mirar hacia adelante y despreocuparse de lo que está a los costados. De este modo se hacen prácticos. La otra posibilidad es la que elige el mismo Odiseo, el señor terrateniente, que hace trabajar a los demás para sí. El oye, pero impotente, ligado al mástil de la nave, y cuanto más fuerte resulta la seducción más se hace atar, lo mismo que más tarde los burgueses se negarán la felicidad con tanta mayor tenacidad cuanto más se les acerca al incrementarse su poder. Lo que ha oído no tiene consecuencias para él; solo puede hacer señas con la cabeza para que lo desaten, pero ya es demasiado tarde; sus compañeros, que no oyen nada, conocen solo el peligro del canto y no su belleza, y lo dejan atado al mástil para salvarlo y salvarse con él. Reproducen con su propia vida la vida del opresor, que ya no puede salirse de su papel social.
Medidas como las tomadas en la nave de Odiseo al pasar frente a las sirenas constituyen la alegoría premonitoria de la dialéctica de la Ilustración.
Permítasenos una breve defensa de la postura de Ulises (sin negar todo el trasfondo burgués que denuncian Horkheimer y Adorno). Recordemos, en primer lugar, que el plan fue idea de Circe, que, sabiendo que nuestro héroe, por su carácter curioso, estaría deseoso de escuchar a las tentadoras cantantes, le ofreció la hábil estratagema. Cierto es que a los remeros no se les dio ninguna posibilidad de elegir, como él la tuvo. Pero está muy claro en el texto homérico que las sirenas se dirigen solo a Odiseo, y la propuesta o invitación está diseñada solo para él. Esa oferta de proclamar su gloria y aumentar su conocimiento con noticias universales es muy adecuada para el intrépido viajero, pero no resultaría de ningún modo sutil y tentadora para sus acompañantes. Cuando las sirenas se dirigen a otros, en el caso de los argonautas, es a ellos y no solo a Jasón a quien intentan camelar con propuestas de placeres más sensuales y sexuales. Al menos eso suponemos y así lo han visto otros comentaristas. No es el afán de saber el que empuja a Butes a saltar al mar. Y Afrodita, que acude a salvarlo, lo sabía bien. Seguramente las sirenas, que solo eran dos, estaban interesadas en detener a Odiseo, y daban por descontado que los demás seguirían sus órdenes, o acaso se afanaban por los grandes héroes, con prejuicios aristocráticos. Circe sugirió la estratagema, pero Ulises accedió, consciente del riesgo, porque deseaba –como ella previó– arrostrar el desafío de las tremendas seductoras, condenadas fatalmente al oficio de atraer a los navegantes.
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He citado estos tres comentarios por su indudable interés y agudas sugerencias. No voy a comentarlos con la extensión que merecen por su inteligencia y originalidad; pero no quiero dejar de apuntar unas observaciones puntuales a favor del héroe de la Odisea. Tomo, como punto de partida, unos apuntes de P. Citati:120
Esta hazaña de Ulises no goza de buena fama. Maurice Blanchot le acusa de ser un griego vil y mediocre de la decadencia, y de disfrutar con el espectáculo de las sirenas ‘sin correr riesgos ni aceptar las consecuencias’. Resulta difícil estar de acuerdo con él. Ulises no es un héroe romántico. No busca la tragedia a toda costa, pues sabe que el último rostro de la tragedia es la mirada petrificante de la Gorgona. Plantar cara de frente, con los ojos abiertos, a la condición trágica es un acto de hybris, al menos para él. Ulises es devoto de los dioses: obedece al destino y los consejos de Circe; en especial, cuando le ordenan un acto que brota de lo más hondo de su naturaleza… No puede actuar de otro modo; tiene que permanecer escondido en el caballo de madera, atado al mástil de una nave, disfrazado de mendigo. Si fuera Aquiles, no escucharía el canto de las sirenas, les daría muerte con su espada o moriría él también, embelesado, al pie de la isla. Pero Aquiles es un héroe trágico, mientras que Ulises evita serlo con todas sus fuerzas.
La nave se aleja a toda prisa a fuerza de remos. Ulises ha escuchado a las sirenas durante unos momentos y ha vivido en el reino del encantamiento y la magia del eros y el olvido, del engaño y la muerte. El ‘segundo Homero’ no nos dice con exactitud cómo es la voz de las sirenas, aunque nos da a entender que funde la poesía épica con la fascinación. Su canto es inefable: uno de los misterios de la Odisea; solo tenemos un eco del mismo en unos pocos versos iliádicos, que, no obstante, no reproducen el timbre (es decir, la esencia) de la voz de las sirenas…
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Esa “no buena fama” de la actuación de Ulises supone un cambio desfavorable de la opinión moderna, pues, como hemos visto, para los antiguos y aún más para los alegoristas cristianos, la victoriosa actitud de Ulises, amarrado al mástil, fue un famoso ejemplo de virtud y astucia. Y, en efecto, la acusación de Blanchot viene de una visión excesivamente romántica, y simple, del heroísmo épico. Es cierto que Ulises no es un héroe belicoso de una pieza, como el guerrero Aquiles; pero el bravo Aquiles no habría triunfado ante los monstruos ni las magas a los que se enfrenta Ulises, el asendereado y fecundo en recursos, que, además, no era hijo de una diosa ni tenía dones extrahumanos. Ulises, el “de muchas tretas”, el polytropos, es un nuevo tipo de héroe, más moderno, más hábil en sus trucos, enfrentado a peligros muy distintos de los que había en Troya. Y, por otro lado, como reconoce Blanchot y subraya muy bien Todorov, fue él, Ulises, quien salvó del olvido a las sirenas al incluirlas en su relato. Es él quien ejercita, en el poema homérico, los poderes del más brillante narrador, quien hechiza con propias fabulosas aventuras a los Feacios. Es Ulises el gran narrador, como apunta Todorov, quien inserta un nuevo aire de ficción en la épica novelesca que toma el relevo de la antigua –la de las gestas de los asedios de Troya o de Tebas o de los viajes de Heracles o Teseo–porque su palabra equivale a la de aedo, aunque no ha solicitado el auxilio de las musas, porque esa narración, tan fantástica, se presenta como relato autobiográfico.
La oferta de las sirenas parecía, como estaba previsto, una tremenda tentación, muy adecuada para alguien tan curioso, tan ávido de saber, y además venía reforzada por un fuerte elemento narcisista, puesto que le iban a contar su propia gloria, ya que las astutas sirenas mencionaban en primer término sus ya muy celebradas hazañas en Troya y acaso también podrían cantarle glorias futuras, y por descontado informarle con todo lujo de detalles sobre la situación en Ítaca y la suerte de sus compañeros (que en parte ya conocía por el viaje al Hades). Pero la hospitalidad de las sirenas suponía perder el regreso, para siempre vegetar a su vera, condenado a sobrevivir solo en ese canto voluptuoso, sin esfuerzo alguno; cuando Ulises anhelaba no solo el happy end de su vida en Ítaca, sino el referir él mismo sus duras empresas y los encuentros inauditos de su peregrinaje. Le fue, con todo, dificilísimo superar en su momento el hechizo del inmenso placer que latía en la voz de las sirenas, y solo lo logró gracias a los avisos de Circe, a la postre la hechicera amiga, maga amante y protectora decisiva del navegante.
Pero además conviene no olvidar que las sirenas eran oscuras y taimadas rivales de las musas. También ellas, como las musas, hijas divinas de Zeus y de Mnemósyne, la memoria, se jactan de saberlo todo, pero mientras estas transmiten sus noticias a los aedos, que a su vez las comunican a la comunidad mediante sus poemas, las dos sirenas están apartadas y cantan, engañosamente, para atrapar a sus oyentes y dejarlos atónitos y embelesados en el olvido de sus tareas. Una vez más recordemos que todo su encanto reside en la melodía y la promesa de un placer intenso que envuelve en su hechizo al oyente. “Las sirenas homéricas son musas pervertidas”, como escribió Ch. Segal.121
Mientras que las musas son la fuente de la poesía épica y transmiten a otros el saber del pasado y del más allá, las aisladas sirenas son, ante todo, seductoras cantantes que ofrecen al oyente un placer inagotable –y, por eso, paralizante y mortífero. ¿Pero, por otra parte, quién garantiza que cuenten la verdad? Aunque ellas le digan a Ulises que quien se aleja después de oírlas se va mucho más sabio, nunca nadie se ha alejado de ellas con vida después de escuchar sus cantos. Ulises sería, pues, el único testigo superviviente de sus cantos, pero advirtamos que él solo pudo escuchar el anuncio prometedor, y acaso un proemio, de esa inagotable canción de las sirenas, porque a fuerza de remos su barco se va alejando y dejando atrás esas voces que se diluyen –“la voz y la canción”, dice el texto– en la distancia. En el encuentro con los argonautas, en cambio, la resonante lira y la potente y mágica voz de Orfeo aplasta y oscurece la llamada melódica y distante de las sirenas. Tampoco ellos supieron, en definitiva, qué decían las sirenas.
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