lunes, 1 de abril de 2019

PROMETEO. EL TITAN PRECAVIDO

Cuando se produjo la revuelta contra el segundo padre del cielo, contra
Cronos, los Titanes se vieron de nuevo en la obligación de defender a su señor,
ya que con él, el más grande de los Titanes, se habían levantado en otros tiempos
contra el cruel Urano y con él se habían instalado en el poder. En aquel
levantamiento, el padre Urano había sufrido una muerte atroz, tras haber sido
sometido a la dolorosa y humillante castración —de la que nacería Afrodita— a
manos de su hijo Cronos. Prometeo, que por algo tenía un nombre que indicaba
la precaución, se dio pronto cuenta que la nueva lucha que se preparaba entre los
hijos de Cronos iba a terminar con su señor y compañero, y decidió sabiamente
no quedarse a su lado, para evitar el dolor y sufrimiento de la derrota que
preveía inevitable. Pero Prometeo no era un desertor o un traidor y quiso
informar a los compañeros más cercanos de lo que él consideraba un peligro
innecesario. Por eso se puso inmediatamente al habla con su amigo y hermano,
el Titán Epimeteo, y su disertación fue suficiente para convencerle a él cuando
menos.
Cuando ya hubo cumplido su parte en el anuncio del riesgo, se puso al
servicio de Zeus, de Hades y de Posidón, los tres dioses hermanos que
encabezaban la rebelión, hijos que eran de Cronos y futuros dominadores del
cielo y la tierra, para quienes iba a ser el Olimpo y el Universo por el resto de la
eternidad. Como había previsto Prometeo, la lucha celestial fue feroz y los
sublevados terminaron, tras esa inacabable serie de vicisitudes propias de los
arreglos de cuentas entre las divinidades, con la victoria de los rebeldes hijos de
Cronos. Al Tártaro fueron enviados los Titanes perdedores, a purgar su única
culpa: la osadía de haberse opuesto a los ganadores. Hubo otros que tuvieron
menos suerte, como pasó con el Titán Menecio, muerto por el rayo de Zeus.
Otros quedaron fuera del castigo común, como fue el caso de Atlas, quien, sin
embargo, quedó condenado a sostener sobre sus hombros el Universo para el
resto de los tiempos. Afortunadamente, Zeus fue misericordioso con las
Titánidas, a quienes se les concedió la gracia de la libertad.
LOS PRIMEROS ENFRENTAMIENTOS
Estando ya instalado en el nuevo reparto del Olimpo, junto a los
triunfadores y en igualdad de condiciones con ellos, Prometeo tuvo la ocasión de
codearse con los nuevos amos de la situación y la suerte inmensa de conocer, e
incluso de entablar una provechosa amistad con Palas Atenea, la sabia y
benefactora diosa, hija partenogénica y preferida de Zeus. De ella pudo aprender
el sensato y ponderado Titán, que siempre fue persona cercana e interesada por
la verdadera sabiduría a conocer a fondo el saber de los dioses, y a dominar todo
lo que las denotas permitían hacer a los seres humanos sobre la faz de la tierra.
Pero Prometeo era también — y sobre todo — alguien preocupado por repartir
el tesoro de todos los conocimientos entre los humanos y obró en consecuencia,
haciendo que les llegara a ellos lo mucho aprendido de Atenea. Mientras tanto,
Zeus, ensoberbecido con su recién adquirido poder, estaba decidido a borrar a
los seres humanos de la superficie terrestre, para cambiar la raza de los
moradores existente entonces, y poner sobre ella a una nueva y distinta estirpe
de mortales que fuera más de su agrado. El buen Prometeo, enterado de las
peligrosas intenciones del dios y jefe supremo, se apresuró a interceder por la
humanidad, sin detenerse a considerar si su intercesión podría disgustar o
complacer a su señor.
Al final, y con esta suplicante actitud, consiguió salvarla de la desaparición
preparada por Zeus. Pero la constante presencia del Titán, su creciente prestigio,
su notable sabiduría y su ascendencia sobre los hombres, hizo que —finalmente
— el dios se sintiera celoso de la valía de su vasallo, hasta el punto de que
empezase a considerar conveniente eliminarlo del círculo restringido de las
grandes divinidades.
LA INTELIGENCIA Y EL PODER
Prometeo no supo, o no quiso, darse por enterado de lo que pensaba Zeus
sobre su persona, o de cómo se estaba fraguando un castigo ejemplar contra él, y
siguió frecuentando a sus compañeros celestiales, como si nada sucediera. Así
fue cómo un día, llamado a actuar de mediador en una disputa, volvió a incidir
negativamente sobre el amor propio de su orgulloso soberano, al no saber
contenerse Prometeo en su papel de árbitro, a pesar de su innegable inteligencia,
y permitirse enfocar desenfadadamente la solución a la cuestión en litigio, que
era verdaderamente ridícula, pero que se convirtió en un problema de lo más
espinoso.
La pugna se centraba en un punto de la liturgia, era una discusión sobre
cual debía ser la pieza de un toro (sacrificado ritualmente) que había de ser
ofrecida a los dioses (es decir, a ellos mismos) y cual podía quedar entre los
humanos, para su consumo y disfrute. Como Prometeo era el abogado de los
hombres y —además— era uno de los Titanes que nacieron del matrimonio de
Urano y Gea (aunque sobre los orígenes de los Titanes hay tantas leyendas como
es acostumbrado que haya en los hechos fundamentales). Por todo esto, gozaba
de todas las cualidades para saber de lo divino y lo humano. Pues bien,
Prometeo aceptó la tarea y se fue al lugar de la discusión, para ver de resolver la
estéril pugna. Una vez que estuvo allí, entre los contertulios reunidos en Mekone
o Sición, se encargó de tomar al toro sacrificado en sus manos, lo desolló
cuidadosamente, apartó la piel a un lado, reservándola para más tarde, y se puso
a hacer de matarife, cortando la canal con maña y despiezándola con mayor
destreza todavía. Después, a escondidas de los contendientes, dispuso los trozos
según su personal y astuto criterio, para realizar el experimento que pondrá a
prueba la pretendida inteligencia de unos dioses que se molestaban en porfiar
sobre asuntos tan pedestres.
LA BURLA A ZEUS
Prometeo, demasiado confiado con su suerte, se decidió a rematar la
discusión y lo vino a hacer, nada menos que de la siguiente manera: tomó la
mitad de la piel del toro, piel que había cortado en dos trozos de igual tamaño.
De ella hizo una bolsa y en ésta dispuso los mejores cortes de la res, pero el todo
quedó cubierto por las tripas, de modo que fueran éstas las que se vieran rebosar
en la bolsa. La otra mitad de la piel, también cosida como bolsa, fue utilizada
para guardar el montón de huesos pelados, las ternillas y algunos pellejos
sobrantes, pero en la boca de la bolsa colocó —con sugestiva disposición—
grandes tajadas de sebo, como si aquélla fuera la mejor de las opciones.
Tras preparar su broma, llamó Prometeo a Zeus, para que fuera él mismo
quién decidiera cuál debía ser la parte reservada a los dioses. Zeus se acercó
inocentemente, ya que ni por asomo podía imaginarse que uno de sus súbditos
encontrara gracioso el burlarse de una divinidad de su indiscutible categoría,
consideró suficiente el echar un desdeñoso vistazo a los sacos, eligiendo el de la
grasa fresca y reluciente, ya que era obvio que el otro, el de las tripas, no podía
albergar ningún manjar apetecible para los exquisitos habitantes del Olimpo.
Prometeo podía haber aprovechado el momento de confusión para hacer ver, en
un aparte, a su señor lo complicado que era el mundo de las apariencias y
haberle invitado a la reflexión de una manera sabia y prudente; pero no lo hizo
así, y se puso en público a burlarse de Zeus, haciendo ver lo necio que podía
resultar el dios de los cielos, que se dejaba engañar por los sentidos, en lugar de
emplear la razón y la cautela del sabio. La respuesta de Zeus a la impertinencia
del Titán fue sumamente moderada, ya que, en vez de fulminar a quien de él se
reía, dirigió su enojo a los humanos, a aquellos protegidos de Prometeo,
diciendo que, toda vez que se quedaban con la carne del toro sagrado, que fuera
sin el fuego como la comieran, cruda, como la comían las bestias. También
debemos decir que, dado que Zeus había elegido la parte de los dioses, aunque
se hubiera equivocado, esa ración de huesos y grasa quedó para los dioses en la
liturgia griega, porque un dios como él solía hacer cualquier cosa que deseara,
menos reconocer su error.
EL FUEGO ROBADO Y SU CASTIGO
Prometeo se dio entonces cuenta de la torpeza e inoportunidad de su frívolo
proceder y, animado más todavía por su amor a los hombres (a quienes hay
quién dice que él formó, moldeándolos con sus pro pías manos del barro de la
tierra), decidió recuperar el favor del fuego para ellos, inocentes víctimas de un
juego que les era ajeno. En primer lugar, se fue a ver a su maestra, la poderosa y
gentil Atenea, seguro de que una diosa que tanto había hecho por la humanidad,
no dejaría de ayudarle en este trance. Le pidió que le facilitara el acceso
clandestino al Olimpo y la diosa le concedió tal petición sin dudarlo ni por un
momento, pues ella se daba cuenta de la necesidad de arreglar el error de
Prometeo y reparar la desproporcionada reacción de su rencoroso padre.
Conseguido el paso a la región más reservada del reino de los dioses, Prometeo
pudo acercarse al carro solar, tomar de él una porción encendida que escondió
hábilmente en el interior de una caña hueca, saliendo de nuevo sin que nada lo
delatara ni nadie lo descubriera. Llegado a la tierra, pasó el fuego a los humanos
y consideró que su culpa ya estaba expiada: la humanidad había recuperado su
derecho al fuego. Zeus no tardó en enterarse del hecho y su furia se decuplicó;
ahora sí que tenía muy claro que Prometeo había de pagar por el robo del fuego
y no los hombres, pero no planteó de este modo su venganza y lanzó la especie
de que el desagradecido Titán había intentado seducir con mentiras a su virtuosa
hija en el mismísimo Olimpo, lo que hacía que la falta fuera doblemente
sacrílega. Así que mandó prender al Titán y lo encadenó a una columna situada
en los montes del Cáucaso, en donde quedó a expensas de un buitre o de un
águila, un ave de presa insaciable, a fin de cuentas, que durante el día desgarraba
su piel y devoraba su hígado. Por las noches, incansablemente, se regeneraban
las desaparecidas entrañas y se cerraba la tremenda herida, que cicatrizaba
limpiamente, sólo para que al amanecer siguiente, el infernal pajarraco se
lanzara de nuevo sobre su víctima, para multiplicar hasta el infinito el dolor y la
desesperación de Prometeo.
EPIMETEO Y PANDORA
Zeus no sólo había pensado en castigar a Prometeo, también decidió
extender su venganza a su hermano Epimeteo (cuyo nombre significa falta de
reflexión) y, para ello, mandó a Hefesto elaborar una mujer de barro que habría
luego de cocer al calor de su forja, una muy hermosa mujer, a la que los Vientos
soplarían el espíritu de la vida, y a quien las diosas llenarían de toda suerte de
encantos y gracia. La muñeca de aspecto humano se llamó Pandora y fue
enviada bajo la custodia de Hermes al infeliz Titán; como todavía Prometeo no
había sido castigado por Zeus, pudo advertir a Epimeteo que la supuesta
generosidad del dios encerraba algún tipo de daño secreto, en especial una caja
que acompañaba a la vacía y necia dama, de la que nada bueno podía salir. El
hermano, que ya tenía fehacientes pruebas de la sensatez de Prometeo, tomó
buena nota del consejo y rechazó con excelentes modales y corteses excusas el
atractivo regalo, haciendo ver que no lo tomaba porque no se consideraba
merecedor de tan magnánima esplendidez, para no aumentar la aversión de Zeus
hacia los Titanes amigos, ni su encono con una negativa tajante. Al oír la
respuesta y comprobar que —por mediación de Prometeo— fallaba su perversa
estrategia, el airado dios supremo se decidió a atacar a Prometeo, ahora ya
directamente, encadenándole a perpetuidad en las inhóspitas y remotas alturas
del Cáucaso, y sometiéndole allí a esa eterna tortura de la que acabamos de
hablar.
Epimeteo, más asustado que nunca, pensó que no podía permitirse el lujo
de enfadar a Zeus y le hizo saber que estaría encantado de recibir a Pandora a su
lado, tomándola como su esposa, para que se cumpliera plenamente la voluntad
expresa de Zeus. Así se hizo, Epimeteo casó con la indescriptiblemente bella y
totalmente inútil mujer, dejó que ella abriese su maldita caja, en la que se habían
encerrado todos los males conocidos, y, como ya sabemos, los males se
extendieron inmediatamente por todo el planeta, llevando a la humanidad al
borde de la desesperación, casi al suicidio. Afortunadamente, la Esperanza, que
se había quedado en el fondo de la caja de Pandora, pidió a los humanos que
recapacitaran y mantuvieran viva su fe en un futuro mejor.
FINALMENTE, HERCULES
Prometeo había ganado la inmortalidad en el canje de su vida mortal por la
inmortalidad del centauro Quirón, que sólo deseaba poner fin al insufrible dolor
ocasionado por el veneno de las flechas de Hércules, con las que sin querer se
había herido. Ahora, anclado con cadenas a su tormento eterno, debía estar
añorando la muerte, como lo había hecho Quirón con él, pero no existía
posibilidad visible de obtener esa gracia, menos aún estando en medio Zeus, el
origen de toda su desgracia. Desde luego, lo que no podía imaginar era que las
flechas de Hércules, causa involuntaria de su inmortalidad, iban a poner fin a su
infortunio. Ocurrió de la siguiente manera: Hércules, que pasaba por el Cáucaso,
vio el siniestro espectáculo del ave devoradora, tomó arco y flecha, apuntó
cuidadosamente y, ¡zas!, el maldito pájaro se desplomó al abismo, herido de
muerte por el certero disparo del héroe. Cuando Prometeo miró en la dirección
en la que había volado la flecha salvadora, vio a Hércules avanzando hacia él,
como una visión de ensueño. Pero era cierto, Hércules subía por los riscos y se
acercó a él, rompió las cadenas y le dejó en libertad. Zeus supo al instante lo
ocurrido, pero Hércules era su hijo y nada podía hacer en contra de su acción,
así que se limitó a tratar de salvar su amor propio con una última nimiedad.
Como había condenado a Prometeo a estar sujeto por el hierro de las cadenas,
hizo prometer al Titán que éste llevaría una sortija, cuando menos, hecha de ese
hierro, para que nadie pudiera poner en duda que el reo había roto la condena
por su voluntad. Prometeo, más que feliz, cumplió lo pactado y rápidamente se
hizo una sortija con el hierro de uno de los inútiles eslabones; ahora ya no le
preocupaba en absoluto quedar metafóricamente aherrojado hasta el fin de la
eternidad con el material de la cadena.
PROMETEO, AGRADECIDO A HERCULES
Como era de esperar, el gesto de Hércules no pasó sin su merecida
recompensa, máxime cuando de todos es sabida la generosidad de Prometeo y su
afán por atender a todas las causas nobles, y más aún cuando su liberación no
sólo fue un acto de valor, al enfrentarse el bravo con tan terrorífica ave de presa,
sino una rebelión abierta hacia el Zeus condenador. Por tanto, y siendo como era
un ser capaz de conocer los secretos del Universo, reveló a Hércules la forma
única de acercarse a su próximo objetivo y el undécimo de sus trabajos, el
mítico jardín de las tres Hespérides, Aiglé, Eriteia y Hesperatusa, en un lugar
paradisíaco situado hacia el Poniente, no se sabe bien si cerca de Italia o más
allá de las columnas también atribuidas al héroe Hércules. Estuviese donde
estuviera, había en el jardín en el que vivían estas divinidades unas manzanas
que él debía aportar como prueba de su capacidad, pero tenía Hércules que
burlar la vigilancia de las Atlántidas, llamadas así también por ser hijas de Atlas
el Titán y Hésperis, y ellas cuidaban muy atentamente que nadie desconocido
pudiera acercarse al huerto y, menos aún, tocar o tomar una sola de las
manzanas, puesto que las jóvenes debían rendir cuenta de los árboles y sus
frutos a su propietaria, Hera, que nunca fue una diosa con la que se pudiera
eludir responsabilidades. Los árboles, ya lo hemos comentado, daban frutas de
oro y eran tan valiosos que su tutela se complementaba con la continua
presencia de un monstruoso dragón de cien cabezas, Ladón, un peculiar hijo de
Tifón y Echidna. Para no extendemos en el terreno mitológico que ahora no nos
compete, digamos tan sólo que Prometeo le dijo a su salvador que la solución
estribaba en reclamar la ayuda de su hermano Atlas, condenado a sostener el
Universo sobre sus espaldas, y que Hércules siguió su prudente consejo.

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