lunes, 1 de abril de 2019

PAN. EL HIJO DE HERMES

Hermes era el dios de los agricultores y de los pastores en el tiempo en el
que su hijo Pan vino al mundo con ayuda de alguna imprecisa madre, de alguna
mujer que hubiera tenido amores con el dios, pero que no estuviera muy
dispuesta a soportar las consecuencias. Entre las muchas que se citan, podría
creerse que la madre del niño con rasgos entremezclados de hombre y de cabra,
bien pudiera haber sido la buena de Amaltea, la misma que amamantó a Zeus, ya
fuera como mujer o como cabra. Pero cuesta mucho creer que quien tan
abnegadamente se entregó al arriesgado cuidado de una criatura perseguida,
pudiera luego desentenderse de su propio hijo, por feo que le saliera; también se
cuenta que fue Pan hijo de la bella Ninfa Dríope, ella misma la hija de esa otra
Ninfa del mismo nombre y que tanto amó a Apolo. Esta madre se quedó tan
espantada con la aparición de su mixturado retoño, que no reparó en su estado y
salió corriendo en sentido opuesto, dejando a Hermes a cargo de la extraña cría,
a quien envolvió en una piel de animal a su tamaño y llevó al Olimpo, para ver
de lograr un buen lugar en el que educarlo; o de otra hermosa Ninfa,
denominada Enoe; incluso hay muchos que afirman calumniosamente que pudo
haber sido también concebido por Penélope, la fiel mujer de Ulises, y en la larga
ausencia de éste, si se quiere atender a los rumores que tratan de sacarle de su
papel de esposa modélica y convertirla en una promiscua dama, que entretuvo la
espera con desenfado notable. Pero ésa ya es una historia mucho más
complicada y menos ajustada al resto del mito: incluso pudo creerse que era hijo
de otra pareja de padres cualquiera. El caso es que Pan nació poco afortunado,
por no decir bastante feo y ninguna madre quiso quedarse junto a la criatura,
para que no se le achacara tal fealdad en su cuenta de errores. Sin poderse
precisar, por falta absoluta de datos, la identidad de la insensible, si no
irresponsable madre, lo único que se puede asegurar es que el feo, simpático e
infortunado niño, tuvo sólo la magnifica compañía, entre ejemplar y estoica, de
su buen padre verdadero o adoptivo, del buen Hermes, el benéfico dios de la
Arcadia.
SU VOCACION PASTORIL
Nacido de un padre pastor (o superpastor) y tal vez por ello, nacido con los
elementos y atributos mezclados y contrarios de los seres humanos y de las
cabras apacentadas por Hermes en el rebaño de Dríope, nuestro Pan se ve
abandonado por su madre, a pesar de que —desde el mismo momento de su
salida al mundo— sólo sabe demostrar la alegría de estar vivo, la felicidad de
poder comunicar su ansia de gozo. En el Olimpo, de la mano de su padre, el
joven Pan divierte a todos y allí sí que es querido y apreciado sin vacilaciones y,
mucho menos aún, sin ninguna clase de rechazo. En las alturas celestiales, a
nadie le asusta que el hijo de un dios tenga o deje de tener cualquier forma
caprichosa; al fin y al cabo, ellos mismos no son otra cosa sino los hijos de los
caprichos de los hombres, o de sus temores. También hay que señalar que el
joven no sólo hizo gracias con sus travesuras y diversiones, sino que llegó a
conseguir que allí arriba, en el Olimpo, Zeus se encariñase de tal modo con Pan,
que le llegara a distinguir con el muy honroso título de hermano adoptivo, lo que
significa el mayor reconocimiento posible para una deidad menor como era él,
dios de la Naturaleza en toda su extensión y pastor divino de todos los rebaños
de animales domésticos, muy en particular. Y no solamente se fijó en su encanto
el buen Zeus, quien le estaba también agradecido por haber recibido la oportuna
ayuda de Hermes y Pan cuando el dios supremo estaba a punto de perder su
combate, tras haberse metido en líos con el furioso Tifón, Dionisos le hizo el
compañero predilecto en sus correrías y con él Pan saltó de un lugar a otro de
Grecia, animando a los dioses y a los hombres con su alegría imparable y con la
incomparable música de su flauta, su muy especial flauta de cañas, la que
terminó por recibir su nombre, flauta de Pan, como recuerdo y agradecimiento
de los humanos a su inventor.
SUS PASEOS CON DIONISOS
Con Dionisos, y por entre los muchos cerros y colinas de la montañosa
Grecia, Pan iba como su compañero predilecto. Juntos cazaban animales
salvajes o se dedicaban a buscar Ninfas para sus correrías amorosas. Ante sus
apariciones, los seres humanos no sabían nunca si unirse a ellos o echarse a
temblar. A los ejércitos armados, la presencia de Pan producía ese pánico tan
peculiar, a los hombres pacíficos también les estremecía su presencia, pero el
caso era bastante diferente según se tratase de unos u otros. Ni el terrible
Dionisos, una vez pasada su locura juvenil, fue tan gran atemorizador de
humanos como lo era Pan cuando hacía crujir las entrañas de la tierra. No, al
buen dios sólo le quedaban ganas de fiesta y a Pan nunca le atrajo la lucha ni el
poder, su papel estaba bien claro: él era la alegría y el placer sencillo. Tal vez su
aspecto, con ese cuerpo compuesto por un torso, cabeza y brazos de hombre,
aunque exhibiera cuernecillos, y esas patas de macho cabrío, fueran razón
suficiente para sufrir un ata que de terror si es que no se conocía al personaje,
pero resulta muy difícil pensar que alguien en la antigua Grecia pudiera
desconocer el famoso nombre y asombrarse ante la muy comentada apariencia
física de nuestro buen Pan. Bien está que los animales se asustaran ante esa
extraña presencia, tan cercana y tan lejana a ellos, pero no cuadra el pánico con
la costumbre de los humanos de aquellos tiempos de ver pasar a las divinidades
por su lado. Sobre todo no parece que sea un dios tan temible, si se le observa
cuando baila al son de su propia música y, además, lo hace rodeado de Sátiros y
Silenos, de Ninfas y Ménades, y no deja tampoco en ningún momento de
perseguir a las más que hermosas y deseables doncellas de todo tipo que se
presentan al alcance de su vista, aunque el éxito no le acompañe en muchas de
esas expediciones apasionadamente amorosas, o sencillamente eróticas.
SU TRABAJO
En la retirada Arcadia natal, cuando no estaba acompañando a Dionisos y
su corte, Pan se encargaba del pastoreo, contento de tener sus animales y
suficientemente preocupado con sus rebaños, feliz por poder ocuparse de
atender a las abejas y vigilar la producción y la calidad de su miel y de su cera.
Siempre fue Pan un dios ejemplarmente cariñoso con sus patrocinados y muy
atento con sus cofrades los cazadores, ya que también compartía con ellos el
gusto por alcanzar a los animales de pluma y pelo y atraparlos con sus prestas
armas. Fuera de estas plácidas actividades, a Pan le gustaba que le dejasen en
paz a la hora de reposar, sobre todo cuando el calor subía en la primavera y el
verano y a se dejaba llevar por el sopor de la tarde, soñando con una nueva
aventura romántica. Era una deidad perfectamente encajada en su territorio, tan
feliz con su papel como lo era Artemis también con sus montes y sus animales,
su caza y su arco, pero habría que comparar a Pan con una Artemis reducida a la
más humana dimensión, a la menor escala divina, ya que el simpático dios no
tenía, en absoluto, su costumbre de proteger la integridad y el respeto a las
Ninfas, ni mucho menos aún, la obsesión de exigirles la celosa salvaguarda de
su castidad, como la diosa mencionada; bien al contrario, además de cumplir con
rigor su misión de primer protector de la Naturaleza y ser un excelente cazador,
y amigo leal de los otros cazadores, su única preocupación con respecto a las
Ninfas era la más lógica de verlas como lo que eran, hermosísimas jóvenes, y
querer constantemente hacerse con alguna de ellas, para disfrutar de sus muchos
y tiernos encantos, y saborear la muy cantada y prometedora juventud,
suponiendo su castidad un aliciente sabiamente añadido por las circunstancias de
la vida, o por la sabiduría del destino, para llegar a hacerlas aún más anheladas
como compañeras ideales para el supremo placer orgíastico. Por esa misma
razón, a Pan nadie puede acusarle de haber castigado a una joven, a una
matrona, o la mujer más vieja y achacosa, por sorprenderle desnudo en su
intimidad, como haría Artemis en tal caso. A Pan le importaba nada el pudor, y
menos aún el estúpido sentido del honor de sus grandes y terribles compañeras.
Por cierto, es bueno recordar que el divertido dios Pan mantenía excelentes
relaciones con Artemis, ya que cuando se dejó caer la diosa en la Arcadia, en
ocasión de su primera incursión cinegética sobre la tierra de los humanos, fue
Pan quien le regaló seis hermosos y fieros lebreles, capaces de dar caza a los
leones, según unos autores, o diez sabuesos de raza, según otros cronistas de lo
divino, para que su caza fuera más provechosa, y tener la gentileza de hacer a
Artemis ese tipo de presentes debía ser una atención de las que una diosa de su
categoría no se puede olvidar tan fácilmente.
LAS PASIONES DE PAN
Como buen mediterráneo, Pan solía presumir ante su público de los éxitos
logrados en sus seducciones y conquistas, incluso gozaba alardeando de las
artimañas utilizadas en esas aventuras, y también disfrutaba revelando lo que
podía haber sido un secreto entre amantes; hasta tal punto le gustaba la
exhibición de sus triunfos, que llegó a afirmar que ni una sola de las licenciosas
y lujuriosas Ménades que figuraban en la comitiva de Dionisos había quedado
fuera de su alcance. Las Ménades no eran una presa difícil; precisamente les
distinguía su frenética entrega total en las orgías dionisíacas, y el vino era su
más representativo signo visible en ese desenfrenado culto y la mejor bandera
para reconocerlas desde lejos, sin temor a equivocarse en tales ocasiones.
Teniendo las citadas bacantes tales características, que Pan presumiera de haber
dispuesto de todas y cada una de sus compañeras de fiesta, no era motivo de
especial celebración. Pero, más que ningunas otras mujeres, las Ninfas fueron su
gran pasión, casi su deporte, pues esas vírgenes tan hermosas se constituyeron
en la obsesión máxima del fogoso Pan, siempre dispuesto a ejercer esa
impresionante potencia sexual de la que está dotado, especialmente con las
elusivas Ninfas, a las que persigue con toda clase de tretas de mayor o menor
virtud, dispuesto a conseguirlas del modo que sea, sin renunciar al juego sucio, o
descartar ni siquiera la violencia, puesto que lo único que valía era obtenerlas,
no conseguir su amor. Tampoco parece ser que Pan fuera indiferente a la
presencia de los jóvenes pastores que se encontrasen en los campos y montes
por los que pasaba la comitiva dionisíaca. Y disfrutaba a fondo de esos efebos
que le pudieran salir al paso, puesto que su entrega le era más que grata
apetecible. Diríase, pues, que lo que más le atraía del amor, era la juventud de la
que pudiera disfrutar en ese momento, dado que el sexo de sus oponentes o
compañeros era una cuestión secundaria, un detalle adicional que podía dar más
o menos encanto a la narración destinada a sus amigos.
LA INFELIZ NINFA ECO
Otro de sus amores más sonados fue el de la Ninfa Eco, una joven que no
iba a conocer más que desgracias en su vida. Eco tuvo un fugaz romance con
Pan, del que nació una niña, Iambe, que tampoco iba a tener una vida muy feliz,
sobre todo tras su aventura con la sacerdotisa Io, por amor del hechizo realizado
por Iambe (o Iinge, que los nombres mitológicos siempre se transcriben de mil y
una maneras) sobre ella, y el castigo que luego —por tal acción— le infligió el
irritado amante de Io, Zeus: pero; Eco sería bastante más conocida por su
frustrado amor posterior por el bello Narciso, que por la maternidad de esta hija
Iinge y su romance con el insaciable Pan. El amor sentido hacia Narciso tenía
que ser, a la fuerza, un romance desdichado, ya que éste no podía prestar
atención a nadie que no fuera él mismo. La pobre Eco había sido castigada por
Hera, por su connivencia con Zeus, ya que éste, para tener las manos libres en
sus amoríos, había convencido a la buena de Eco para que entretuviese a la
celosa Hera con sus historias. Cuando Hera se enteró de la artimaña, hizo que la
Ninfa quedase convertida para la eternidad en lo que su nombre nos hace
suponer, en el Eco que repite las palabras y los gritos de los viajeros que
pasaban por su lado. Más tarde, como tal eco, ella se enamoró perdidamente de
Narciso, como lo hicieran otras tantas Ninfas con la misma falta de éxito,
cuando él pasaba junto a la roca en la que estaba enclavada, pero el engreído ni
siquiera dejó que la enamorada se acercara, y la dejó allí, doblemente
desconsolada. Otro de los amores triunfantes de Pan fue el habido con Eufema,
la dulce y maternal cuidadora de las nueve Musas y con quien Pan tuvo a Croto,
que sería más tarde el Arquero, considerado por las Musas como un hermano
más, y que ocupa un lugar de importancia en el firmamento, en la constelación
llamada del Sagitario, justo en el punto tras el cual se esconde —precisamente—
el para nosotros invisible y denso centro de nuestra galaxia.
EL FRACASO EN SU AMOR POR PITIS
Que Pan estuvo enamorado de la Ninfa Pitis, es un hecho tan cierto como
que hay dioses; también es cierto que no pudo llegar a consumar su amor por
ella; pero también debemos decir que hay cuando me nos, dos formas de
explicar el porqué de ese fracaso sentimental. Empezaremos por el relato menos
optimista, el que hace Luciano en sus "Diálogos de los Dioses". Allí se cuenta
que el obsesionado Pan vio, un día luminoso y primaveral, a la virgen y casta
Pitis. Sin pensarlo más, Pan se lanzó sobre ella y estaba dispuesto a quebrar su
voluntad de doncella, cuando la Ninfa consiguió zafarse para siempre de su
potencial violador, mediante la mágica transformación de su persona en un
abeto. Pan quedó chasqueado, pero supo aceptar con gracia la derrota y se limitó
a romper una ramita del recién nacido abeto, poniéndose la verde rama sobre la
cabeza, a modo de respetuoso homenaje, como corona de laurel. La historia
cambia sustancialmente cuando la escuchamos de otra forma: pues bien,
también se cuenta que Pan estaba enamorado de Pitis, pero no estaba sólo en el
amor; Boreas, el dios del viento frío del norte, estaba tan enamorado como el
mismo Pan de la Ninfa Pitis, y ésta, ante la gracia y alegría del buen dios de la
Naturaleza, eligió a Pan como pareja, sin dudarlo ni un segundo. Pero la
elección irritó sobremanera a Boreas. El amor pasó instantáneamente a ser un
odio cerval y el viento enfurecido lanzó a la gentil virgen contra el suelo y
terminó por arrojarla por el abismo. Los dioses se apiadaron de ella y detuvieron
su caída, transformándola en un abeto que prendió en la ladera del monte. Pan se
acercó al abeto y tomó unas ramas, como recuerdo de su amada; las trenzó, y
desde entonces las lleva en su cabeza, como corona de amor. Se dice que cuando
Boreas, todavía enfurecido por el desplante de Pitis, sacude el abeto, este gime
lastimosamente, pero ya nada puede hacer el dios malvado del viento contra ella,
más que zarandearla sin objeto. Como se puede ver, las dos versiones, aunque
terminan con el recuerdo perenne del abeto que fue Pitis, no tienen en común
más que disparidades esenciales, en una el deseo es el motor de la acción; en la
otra es el amor el que no puede triunfar, por el odio del rival.
SELENE SE LE BRINDA DE BUENA GANA
Después de tantos desastres amorosos, o de tan poca satisfacción a sus
elevadas ansias pasionales, es bueno reconocer que, con la atractiva Selene,
diosa de la Luna y reina de la noche, la aventura romántica de Pan fue mucho
más gratificante de lo que solía ser usual. Para aproximarse a la diosa, Pan se
disfrazó con la blanca piel de un cordero, para no ahuyentar a la diosa con su
aspecto mitad macho cabrío, mitad ser humano y el truco funcionó, Selene, al
verlo tan blanco y tan manso, quiso montar sobre ese amistoso carnero y
corretear por el monte sobre su inesperada montura. El falso carnero pidió, a
cambio del paseo, que Selene accediera a un deseo suyo. En lugar de
sorprenderse por la petición del cordero parlante, Selene consintió en la insólita
demanda animal, y afirmó que estaba bien dispuesta a dejarse hacer lo que el
impulsivo carnero tuviera a bien desear de su persona, sabiendo ya muy bien
para entonces cuál podría ser la compensación buscada por el hábil simulador.
Terminado el paseo, Pan disfrutó plenamente de su diosa y el asunto quedó
registrado en los anales de la mitología. Los eruditos dicen que el amor que se
cuenta, el romance de Pan por Selene, es el deseo que siente el pastor por la
aparición de la Luna en el cielo nocturno, porque su presencia en el cielo se
traduce luego en unos campos verdeantes, llenos de frescos y jugosos pastos
para sus rebaños. Como suele pasar con frecuencia, otros tratadistas de las
actividades olímpicas dicen que el buen Pan era exageradamente sensual y que
la buena de Selene tampoco le iba a la zaga en asuntos de amores, y que ambos,
cuando se encontraban solos y en la noche no podían hacer otra cosa que no
fuera retozar apasionadamente sobre las cumbres, con gran escándalo (o
regocijo) de las estrellas que brillaban en la Arcadia, que —al fin y al cabo—
debían estar más que acostumbradas a ver a la pareja repitiendo la experiencia
nocturna al aire libre.
SIRINGA, LAS CAÑAS Y UNA FLAUTA
En otra ocasión, estando Pan espiando a posibles presas en los abruptos
terrenos del monte Liceo, o junto a la frondosa orilla del río Ladón, ya que no
hay unanimidad en el territorio sobre el cual se desarrolla la leyenda,
obsesionado el dios esta vez con una Ninfa, con la cual estaba decidido a
hacerse como fuera, con la también virgen Siringa, se lanzó por sorpresa sobre
ella; pero el ataque falló por completo, y el acoso no le valió para nada, ya que
su persecución terminó cuando la Ninfa decidió pasar a ser una caña más entre
las muchas de un cañaveral. Así transformada, Siringa se libró de Pan y éste,
desorientado, empezó a cortar las cañas para aplacar su rabia. Pero esta tarea
terminó con su agotamiento, sin haber conseguido romper el desesperante
encantamiento, ni dar con el escondite de la perseguida Ninfa. Con los trozos de
esas cañas que quedaron en sus manos, Pan construyó una flauta, flauta de
pastor de la cual se apoderó su padre Hermes, para después presumir de ser él el
inventor de tan melodioso y sencillo instrumento ante Apolo (quien sabía mucho
de música y tenía a gala ser el mejor ejecutor de cualquier melodía e
instrumento). La mentira funcionó, y Apolo quedó admirado ante el falso
hallazgo musical de su compañero, ofreciéndose a pagarle un buen precio por la
flauta que se llamó también "siringa", en recuerdo de otra Ninfa más que tuvo
que sacrificarse, por culpa de los amores del voluptuoso Pan. Pero también la
flauta, construida no de trozos de cañas tomadas al azar, sino exactamente con la
caña en la que se había transformado Siringa, siguió siendo propiedad de Pan,
que la depositó en la profundidad de una cueva que sólo él debía conocer, en las
cercanías de Efeso, y esa flauta y esa cueva se convirtieron, por voluntad de Pan,
en inanimado jurado para el veredicto de la virginidad de las jóvenes
presuntuosas, ya que si —una vez dentro de la cueva—seguían alegando su
condición, podía suceder que desaparecieran con el acompañamiento de terribles
sonidos para el resto de la eternidad —si no habían dicho verdad— o que
reaparecieran triunfales, coronadas de ramas tiernas de un pino, y al son de una
música inolvidable que interpretada el caramillo mágico de Pan.
LA MUERTE DE PAN
Plutarco cuenta en su obra "Por qué guardan silencio los oráculos" cómo se
dio a conocer al mundo la muerte de Pan, y es muy curioso ver cómo fue tal
suceso, cómo se produjo la importante y sorprendente noticia, de un modo tan
sencillo, y cómo se transmitió. Veamos: sucedió que llegó a los humanos, por
boca de un marinero del Mediterráneo, el buen Tamo, que se había producido
esa muerte de Pan. Al parecer, Tamo (tal vez un egipcio que hacía con
frecuencia esa línea), que estaba trabajando tranquilamente a bordo de su barco,
en una jornada de navegación habitual, con rumbo hacia la Magna Grecia, y en
las cercanías de la isla de Paxi, oyó una voz que parecía venir del agua,
seguramente una voz del reino de los cielos, a pesar de ser de indudable
procedencia marina, que le pedía que hiciera correr la noticia de que el dios Pan
había fallecido, puesto que los seres humanos también debían saber la triste
nueva. Y Tamos, llegado que fue a tierra firme, contó a cuantos le escucharon lo
que le había sido comunicado y su porqué. A pesar de lo prodigioso del mensaje
y de lo triste de su con tenido, nadie puso en duda la palabra de Tamo. Todos
creyeron en la palabra del marinero y la noticia, que corrió como el rayo,
alcanzó a todos los rincones de la tierra (es decir a todos los puntos de Grecia) y
a todos por igual, llenó de tristeza saber que ya nunca más podrían regocijarse (o
asustarse) con la presencia del dios travieso. Eso es lo que nos ha dicho Plutarco,
pero siguió el dios Pan siendo culto querido de los griegos y, muchos años más
tarde de su pretendida muerte se celebraba en Grecia su existencia divina y,
mucho más tarde todavía, los romanos adaptaron al dios griego a sus costumbres
y hábitos, hasta asimilarlo a su dios Faunus, también muy amado por nobles y
plebeyos del Imperio.
FAUNUS DE ROMA
Faunus era ya todo un personaje divino entre los romanos, una muy bien
establecida deidad agrícola y benefactora. Una deidad menor que existía desde
los primeros días de la historia romana y al cual se le dedicaban las fiestas
faunalias, el día 5 de diciembre; pero el culto de Pan llegó con fuerza a los
campos romanos, como llegó todo el prestigioso Panteón griego y, al igual que
el resto de los dioses helénicos importados, el nuevo dios híbrido terminó por
imponerse al original latino, a fuerza de robarle características propias de su
identidad inicial y de irle sumando nuevos datos y rasgos totalmente ajenos,
como aquella manía del dios de asustar a los viajeros con unas voces proféticas
que venían a ser, aproximadamente, remedos de los ruidos pánicos de su colega
griego. Lo que no llegó a heredar el dios Faunus fue el desmesurado apetito
sensual ni la impresionante capacidad sexual de Pan, y ello se debe a que la
sociedad romana era mucho menos permisiva (y divertida) que la griega; Roma
se constituyó como una empresa desde su inicio y, difícilmente se puede aceptar
la presencia de un tipo tan poco respetuoso como Pan, en el entorno rígido y
pragmático de un grupo humano que se consolida dictando leyes y haciéndolas
cumplir a rajatabla a sus miembros. Pero, fuera de este respetuoso tratamiento,
hasta tal punto se transformó el primer Faunus, que se confundió su
personalidad con la de los acompañantes pánicos, terminando por convertirse en
pluralidad, en Faunos los que antes fueran Sátiros griegos. Faunus era el marido,
o el padre, de la diosa Fauna pero, además, era un rey mítico de la antigüedad
italiana y nieto de Saturno. Siendo gobernante justo y prudente administrador de
su reino, se dedicó a enseñar a los suyos el cultivo de los campos y el cuidado de
los animales, lo que muestra la antigüedad de su invención, puesto que se le
hace predecesor de los primeros asentamientos sedentarios. Los romanos
presentaban a Faunus como un personaje rústico, que apenas se cubría con una
piel, al estilo de sus propios sacerdotes, que sólo utilizaban una piel de cabra
para el rito fáunico, pero un personaje que bien denotaba su alcurnia con la
presencia constante de una corona real sobre su potente cabeza, mientras que
mostraba su poder y generosidad, exhibiendo un cuerno de la abundancia, una
cornucopia de la que salían los frutos que la Naturaleza derramaba sobre los
hombres piadosos que le respetaban y adoraban.
EL CORTEJO DE PAN
Pan no estaba solo, al contrario, siempre llevaba una compañía de Sátiros y
Silenos, con los que engrosaba las ya nutridas filas del dios Dionisos. Ni unos ni
otros eran seres hermosos, pero su fealdad debía tener algún encanto
desconocido, pues a pesar de sus respectivos aspectos, los dos grupos también
disfrutaban sin complejos de los encantos de la vida, y eran felices haciendo de
las suyas entre las huestes femeninas de su tropel, o entre aquellas que se ponían
a tiro. Los Sátiros eran seres de características parecidas a las de su jefe y guía,
ya que también eran criaturas compuestas de partes de hombre y partes de
animal, con patas y cola de cabra, orejas apuntadas y cuernecillos pánicos, a los
que se les imagina siempre con un instrumento musical en la mano, como el
mismo Pan; los Silenos eran, por contra, de aspecto totalmente humano en unas
versiones, y compuestos de hombre y potro, en otras. Cuando se les hace
aparecer como hombres, no presentan una gran talla: son más bien regordetes y
grotescos, propensos a beber en exceso, lo que les llevaba a perder fácilmente el
control de sus actos, con bastante frecuencia, pero sin que su ebriedad mermase
ni un ápice su buen humor habitual. No se les puede, ni debe, condenar por el
abuso que hacen del vino, ya que la vid y su primer producto son unos atributos
básicamente religiosos del dios Dionisos, al cual dan escolta indirecta y con su
ingestión no hacen sino demostrar su pertenencia al mito, y su estricta
observancia del culto dionisíaco. Con mucha más frecuencia de la deseable, el
vulgo y los notables —por igual— se confunden al considerar a Sátiros y
Silenos como la misma cosa, envolviéndolos a todos bajo una sola categoría sin
importancia de geniecillos o diablillos, siempre rebajándoles en grado e interés
divino, como si fueran una comparsa sin frases, que se diría para hacer bulto en
las fiestas de los demás. Según Bergua, Pausanias consideraba a los Silenos
como Sátiros envejecidos, mientras que Platón tampoco llegaba a distinguir
unos de otros al mencionarlos como iguales en su Banquete.
LO QUE HACIAN ESTOS ELEMENTOS. LOS SATIROS.
Los Sátiros provenían de las zonas montañosas de Grecia, eran unos
demonios locales, nacidos del untador helénico, de la Naturaleza, mientras que
los Silenos habían llegado a la cultura griega poco a poco, infiltrándose a través
del Helesponto con los comerciantes que hacían la ruta, con los guerreros que
volvían de sus campañas y con los viajeros de todo tipo que hacían viajes entre
el Asia Menor y Grecia, la avanzada de Europa. Los Silenos trasplantados a
Frigia y a la Jonia seguían estando en el papel acostumbrado de padrinos de las
aguas interiores; provenían de las homólogas deidades asiáticas de las fuentes y
los manantiales, y continuaron después como tales protectores de los ganaderos
y agricultores, o, por lo menos, seres a los que había que tener contentos para
que no faltase el agua potable a los hombres, los campos y las bestias. Como se
puede ver, son dos grupos diferenciados, ya que los Sátiros eran unos entes nada
positivos, demonios lascivos e irrespetuosos en los que no se podía depositar la
confianza, ya que a nada representaban si no era a las pasiones primarias de los
seres humanos, y los Silenos, al contrario, venían a significar una esperanza
humana o, al menos, a tratar de paliar un temor justificado a la sequía, a la
posible escasez del agua esencial. Un Sileno famoso, del que ya hablamos al
contar la historia de las Musas, fue el pobre Marsias, aquel que se encontró la
flauta maldita y tuvo la desgracia de enfrentarse musicalmente al invencible
Apolo.
LA ENTRADA EN ATENAS
Al llegar conjuntamente el mito de Sátiros y Silenos a la muy poderosa y
culta Atenas, se les unificó en un único grupo, en el que iban dentro de la
comparsa dionisíaca. Pero poco después los Sátiros, como paladines del placer y
maestros en las artes del goce y disfrute de los sentidos, fueron elevados a una
categoría muy especial, ya que se les dedicó la importante parcela de la
comedia, recibieron el honor de ser patronos de la sátira. A partir de los Silenos
se realizó un proceso retroactivo: la invención de Sileno rey de Nisa e hijo de
Pan y una Ninfa, o de Pan y de la sangre de Urano, como contrapartida
masculina al mito del nacimiento necrófilo de Afrodita. Sileno, se dice, fue
puesto al cuidado de Dionisos, en otro sinsentido mitológico, ya que terminó por
ser tutor de un dios anterior a él, pero eso de poco importa ahora. Lo que sí
cuenta es que el rey fue un sabio, con capacidad para ver el ponen ir y para
sentenciar sobre lo que había de hacerse sin equivocarse jamás, y un ser
abstraído en el estudio y la reflexión. No le gustaba en absoluto presumir de sus
conocimientos y mucho había que bregar con él para que soltara prenda. En una
ocasión, capturado por el ambicioso rey Midas para hacerse con su tan
nombrado conocimiento de las cosas, Sileno fue interrogado sobre aquello que
fuera más deseable para el ser humano, y la sobria respuesta de Sileno fue: no
nacer y, en caso de nacer, morir pronto. Un verdadero filósofo cínico, como
puede verse por su sentencia. Pero también, con esa manía de los clásicos por
desdoblar los personajes, Sileno fue un bufón del Olimpo, un ser pequeño y
gordinflón, con rastros animales en su aspecto humanoide. También fue el padre
de un centauro, Folos, aquel que promovió sin querer la batalla entre Heracles y
los centauros. Sileno, el bufón borracho, no montaba sino en un humilde asno, y
llevaba un odre de vino a la espalda, por todo equipaje.
FAUNOS, SILVANOS Y OTROS COLABORADORES
Los romanos tomaron la leyenda de Sátiros y Silenos y la pasaron por su
tamiz cultural, para conseguir un producto más acorde con su tradición. Los
alegres griegos pasaron a llamarse Faunos y Silvanos, respectivamente, ahora a
cargo de papeles protectores de segunda fila, tan reducidos, que poco les faltó
para terminar como duendecillos mínimos, omnipresentes en todos los rincones
de campos duendecillos y bosques salvajes. En cada pago había una serie de
Silvanos con empleo fijo, adscritos a tareas protectoras especificas, dentro de la
concepción eminentemente agropecuaria de los romanos, que necesitaban
sentirse más tranquilos con la vigilancia precisa de todas y cada una de las
piezas de sus pertenencias. Junto a estos degradados diosecillos prácticos, los
romanos pusieron a disposición de la agricultura y la ganadería a otras deidades
de la tierra, como podían ser Carmenta (a cargo de los nacimientos), Vertumnus
(deidad de las estaciones y de la fruta), Pales (protector o protectora,
indistintamente, del ganado), Terminus (dios que vigilaba el respeto a las lindes
de las haciendas), Flora (diosa de la agricultura), Pomona (encargada de la
fertilidad de los frutales) y Juturna (responsable del agua amante enésima de
Júpiter), por no citar más que a unos cuantos dioses rurales con nombre y
festividades propios, entre la multitud de patronos paganos que el censo
religioso latino puso a disposición de sus ciudadanos.

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