conquistas americanas. Al despuntar el XVII, quedaron apenas dos grandes doradistas,
aunque de gran categoría, como fueron los caballeros Berrío y Raleigh. Luego dejó
de tentar a los hombres, pese a que El Dorado siguió apareciendo en los mapas con
una ubicación geográfica concreta, aunque móvil. Finalmente, resucitó en el Siglo de
las Luces y en la cabeza del mejor gobernador que tuvo la Guayana, que fue don
Manuel Centurión, quien mandó buscarlo. Después, desapareció sin dejar rastro.
Para sistematizar el estudio de los muchos peregrinos doradistas que en el mundo
han sido, podemos partir de los poblamientos iniciales del Orinoco, Coro, Santa
Marta y Quito, desde donde se intentó su abordaje, pasar luego a las posteriores
penetraciones realizadas desde Bogotá y Coro por Hernán Pérez de Quesada y
Hutten, y concluir con el gran Jiménez de Quesada, que buscó el mito hasta su
muerte. El le contagió su fiebre a su heredero, don Antonio de Berrío, y éste a
Raleigh, que puso fin a la época.
Los marañones, tras el mito del Meta
La obsesión ordasiana de llegar al Meta se contagió al gobernador de Trinidad,
don Antonio Sedeño. Destruida la fortaleza que fundó en la desembocadura del
Orinoco, y tras un intento frustrado de colonización en Trinidad, decidió probar
fortuna con la jornada del Meta, y por la vía que Ordás había proyectado: desde la
costa de Paria. Siguiendo las indicaciones de una india que conoció en Puerto Rico,
entró con su gente, como nos refiere el cronista fray Pedro de Aguado, se metió la
tierra adentro, obra de sesenta leguas, comenzando ya a proseguir su derrota en
demanda de los nacimientos de Meta, que era la noticia que en Puerto Rico le había
dado la india esclava… Tras muchos incidentes, ocurrió que después de haber
caminado con su campo y gente algunos días en demanda de su noticia de Meta,
permitió Dios que muriese hinchado de ciertas hierbas ponzoñosas que una esclava
suya le había dado. Murió en el llamado Valle de los Tiznados, y su hueste quedó
bajo el mando del capitán Reynoso y del Maese de campo Losada, quienes
continuaron la jornada. Cruzaron los llanos hasta encontrar el rastro de la hueste de
Nicolás de Federmann, pero se apartaron del mismo, volviendo a deambular por los
llanos. Cansados, finalmente, de no hallar más que penalidades, se dividieron en dos
grupos. Uno, con Reinoso, fue a parar a Barquisimeto, y el otro, con Losada, regresó
a Maracapana.
El antiguo tesorero de Ordás, Gerónimo de Ortal (o Dortal) capituló la
gobernación de Paria en 1533 con la misma idea de encontrar el Meta fabuloso. Se
asoció con Antonio de Herrera, antiguo lugarteniente de Ordás, y juntos planearon la
jornada. Herrera saldría en vanguardia hasta alcanzar el pueblo de Uraparí, donde
esperaría la llegada de Dortal con refuerzos. Herrera cumplió sólo la primera parte de
lo pactado, pues una vez en Urapari decidió seguir adelante para encontrar el oro del
Meta. Descubrió el río de este nombre, el verdadero Meta, y continuó a los llanos,
donde murió a causa de un combate con los naturales. Sus hombres deliberaron
entonces sobre qué hacer, y decidieron volver a la costa.
En cuanto a Dortal, tuvo un sinfín de problemas, que no son del caso relatar aquí
y, al final, se dirigió al Meta con 150 hombres. Alcanzó el sitio donde había muerto
Herrera, pero ni rastro de la riqueza. Las muchas penalidades originaron un motín de
la hueste, que depuso al gobernador y le mandó regresar a Paria. El resto de los
hombres, bajo el mando de los capitanes Alderete y Nieto, vagaron por los llanos
hasta alcanzar El Tocuyo, donde se toparon con soldados de Coro, bajo el mando del
capitán Martinez. Este sospechó que eran gente alzada, ya que no se explicaba que
hubieran llegado hasta allí desde Paria, y los remitió a Coro, donde fueron recibidos
por Federmann, que se disponía a realizar su nueva salida a los llanos. Muchos de los
hombres de Dortal figuraron luego en la hueste de Federmann, quien buscó el mito
del Meta y llegó al Nuevo Reino de Granada.
Los alemanes, tras el espejismo del Meta
No era privativo de los españoles esto de buscar mitos, pues los alemanes de
Venezuela pecaron de lo mismo y con alevosía. Ambrosio Alfinger, el primer
gobernador alemán, hizo dos expediciones, una a la culata de Maracaibo y otra hasta
el río Magdalena, cruzando por Valledupar. Su lugarteniente, Federmann, penetró en
los llanos en 1530, donde creyó descubrir la Mar del Sur (el océano Pacífico).
Jorge Hohermuth, natural de Spira, o Jorge Espira para los españoles, sucedió a
Alfinger y organizó una expedición para alcanzar el fabuloso Meta. Entró hasta el
Acarigua y el Apure y luego cruzó los llanos hasta llegar al Casanare, donde los
indios guaipies le informaron del mito del Meta. Fernández de Oviedo, que tuvo en
sus manos el informe que Spira presentó en la Audiencia de Santo Domingo, escribe
acerca de esto: Llegados a esta nación y teniendo noticia que desta parte de las
sierras estaba el nascimiento de Meta e que allí había mucha riqueza, y que Meta es
la demanda en que anduvieron los otros gobernadores Diego de Ordás, Hierónimo
Dortal y Antonio Sedeño, e aún tras ella se perdieron…, determinó el gobernador de
llegar al nascimiento de Meta y ver que cosa es esta Meta que tanta fama ha andado
en estas partes.
Los guaipies indicaron a los españoles que la riqueza estaba en el oriente, y hacia
allí enderezó Spira sus pasos, dando en los contrafuertes de la cordillera andina (si la
hubiera trasmontado habría llegado al territorio mwiska). No halló ningún paso y
siguió hacia el sur, realizando una marcha inverosímil hasta la misma cuenca
amazónica, que recorrió hasta el río Yari, desde donde regresó a Coro. Volvió en
mayo de 1538 (tres años después de haber partido de allí) y con sólo 150 hombres de
los 490 con que había salido.
A finales de 1537 partió de Coro Nicolás de Federmann, dispuesto a alcanzar el
mítico Meta. Algunos de sus hombres pertenecían a la hueste de Alderete y Nieto,
que habían vagabundeado por los llanos tras la muerte de Dortal. Fue al Tocuyo y
penetró luego en los llanos, aproximándose a la cordillera, donde encontró el rastro
de Spira. No quiso seguirlo, bien por no dar explicaciones a su jefe o por tener
mejores posibilidades de alimentos. Prosiguió hasta el río Meta, que no pudo vadear,
y volvió a la cordillera, entrando en territorio de los indios guahivo. Desde Aracheta
(donde luego se fundaría la población de San Juan de los Llanos) continuó al Alto
Guaviare (actualmente el río Arlare) hallando algunos objetos de oro. Al preguntar
por su procedencia se le dijo que venían de la otra banda de la cordillera. Federmann
siguió la ruta que le indicaron y ascendió a la montaña por el páramo de Sumapaz, de
donde bajó al valle de Fosca. Allí encontró el país del Meta, el territorio mwiska,
pero también encontró a los españoles acampados en él bajo las órdenes del
licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada, que se había anticipado.
Santa Marta fue otra de las retortas donde se fabricaron mitos y creencias
descabelladas. Inauguró la serie el gobernador interino Rodrigo Álvarez Palomino, el
año 1528, cuando pretendió penetrar por
el río Magdalena para alcanzar las
espaldas del Perú (donde todos suponían
que estaban las minas de oro) antes que
Francisco Pizarro. No encontró sino la
muerte, al cruzar el río que aún lleva su
nombre. Le sucedió en el gobierno
samario, y como titular, García de
Lerma, quien concibió un disparate aún
mayor, como fue que subiendo el río
Magdalena 150 leguas se atravesaba el
ecuador terrestre y se alcanzaban las
espaldas del Perú (donde por supuesto,
estaban las minas), pero siguiendo más
adelante dicho río se desviaba hacia el
oriente, llegando hasta la tierra más rica
descubierta hasta entonces, que era la
del Río de la Plata, donde Caboto y
García de Moguer habían ubicado otro
mito, el de la Sierra de la Plata, reflejo
de la riqueza del Perú. García de Lerma
falleció haciendo preparativos para su gran expedición y el gobierno pasó entonces a
don Pedro Fernández de Lugo (1534). Desembarcó en Santa Marta en 1536, y
preparó la jornada a las cabeceras del río Magdalena, que puso en manos de su
lugarteniente don Gonzalo Jiménez de Quesada. Para entonces sabían ya los
españoles lo que era el Perú y los esfuerzos de los marañones y venezolanos por
encontrar el mito del Meta, motivo por el cual este último figuró como su objetivo.
Jiménez de Quesada partió hacia el río Grande de la Magdalena el 5 de abril de
1536. En su Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada, que escribió
luego, puntualizó claramente que en las cabeceras de dicho río era donde samarios,
cartageneros y venezolanos situaban la provincia de Meta: Una provincia poderosa y
rica que se llama Metha, que por la derrota que los indios mostraban, venía ahora
hacia el nacimiento de dicho Río Grande.
Quesada subió el Magdalena hasta donde
pudo y encontró unos panes de sal, cuya
pista le condujo hasta el mismo territorio
mwiska, que descubrió y conquistó
Encontró las minas de sal y halló bastante
oro, pero ni rastro de las minas de este
metal. Convencido de que aquello no era
el mítico país del Metha, si guió
buscando. Primero, enviando al capitán
San Martín a los llanos, don de siempre
se había ubicado el mito. La expedición
fue un fracaso. Luego, fue personalmente
hacia otros llanos que le indicaron los
indios, y que fueron los de Neiva, donde
tampoco apare ció. Todavía alcanzó a
enviar a su hermano Gonzalo a una
misteriosa expedición hacia un país que
llamaban la Provincia de las Amazonas, y
que resultó otro nuevo descalabro.
Quesada se dedicó entonces a completar
su conquista, que concluyó el 6 de agosto
de 1538 con la fundación de Santa Fe de Bogotá.
Jiménez se disponía a marchar a España para informar de su descubrimiento y
conquista, cuando en marzo de 1539 supo que una hueste castellana venía avanzando
desde el oriente hasta el territorio donde estaba Se trataba de soldados de Coro,
mandados por Federmann, que venían buscando el país del Meta. El licenciado
mandó emisarios al capitán Federmann para establecer unas negociaciones amistosas.
En plenas conversaciones sobre el diferendo le llegaron a Quesada noticias de que
otra hueste castellana venía avanzando por el río Magdalena. Se trataba de la hueste
de Benalcázar, que andaba buceando el país de El Dorado. Negoció también con el
perderá convencido ya de que el mítico país del Meta y El Dorado no eran otra cosa
que la tierra que tenían bajo sus pies y que, como escribió, tan levantados traían los
pies a todos los de la mar del Norte por aquella costa, según después ha parecido,
era una mesma cosa que era este Nuevo Reino de Granada.
¿Estaba totalmente convencido Quesada? Sabemos que no. Hasta el fin de sus
días anduvo buscando el mítico Meta por los llanos, como luego tendremos ocasión
de comprobar.
Los quiteños
Los quiteños fueron los doradistas por antonomasia. Ya dijimos que Benalcázar
escuchó la leyenda sobre el indio dorado durante la conquista de Quito, y decidió
encontrar aquel fabuloso país sirviéndose del guía Muequetá. En avanzadilla envió al
capitán Añasco, reforzado luego con Ampudia y otros 80 soldados. Esta vanguardia
alcanzó el territorio quillacinga y el nudo de Pasto, donde se abrían los tres ramales
de la cordillera andina, que más adelante se distancian por las cuencas profundas de
los ríos Magdalena y Cauca. Los españoles no pudieron encontrar el paso por los
páramos hacia la cordillera oriental, donde estaba el país del indio Dorado, y
anduvieron perdidos varios días, derivando hacia occidente. Esto alarmó al indio
Muequetá, como nos dice Castellanos, pues su país caía hacia el oriente, hacia la
derecha, y no hacia el occidente, hacia la izquierda (recuérdese que venían del sur e
iban al norte):
a todos pareció que convenía
ir declinando hacia la siniestra
mano; mas aquel bárbaro (el indio) porfía
que su Dorado deján a la diestra.
Los españoles llegaron al valle de Sibundoy, donde hallaron alimentos en
abundancia. Desde aquí enviaron varias patrullas de exploración, y una de ellas
encontró el valle de Patía, entre las cordilleras Occidental y Central, que marcó ya el
destino de la hueste hacia Popayán.
Benalcázar marchó tras la pista de sus capitanes y llegó también a Popayán.
Volvió luego a Quito, aprestó otra fuerza, y regresó a Popayán, desde donde decidió
dirigirse hacia el oriente, hacia la diestra que decía el indio forastero, quien, por
cierto, había muerto ya. Subió la Cordillera Central con mucha dificultad y arribó al
valle del Magdalena, que siguió hasta Neiva, donde vio huellas de pisadas de
caballos, signo inequívoco de la presencia española.
Los emisarios de Jiménez de Quesada no tardaron mucho en entrar en contacto
con él. Hernán Pérez de Quesada, hermano del conquistador, le informó de lo
descubierto y ganado por los samarios. Benalcázar enfiló entonces hacia el territorio
mwiska y llegó a la sabana, pidiendo paso franco.
En marzo de 1539, se produjo el encuentro de los tres conquistadores venidos de
Coro, Santa Marta y Quito tras el mismo espejismo. La negociación fue difícil, y lo
que pasó luego no atañe ahora a nuestra historia. Baste decir que los tres regresaron a
España para dirimir sus diferencias, y que de allí vinieron luego Jiménez de Quesada,
con el nombramiento de mariscal del Nuevo Reino de Granada, y Sebastián de
Benalcázar, con el de gobernador de Popayán.
La romería a los llanos y a la Amazonia
El descubrimiento y conquista del país de los mwiska no terminó con el mito.
Muy por el contrario, lo incentivó. Cuando los españoles vieron que allí no había
ninguna mina de oro y que la propia Guatavita no era más que un poblacho
insignificante de naturales, concluyeron que El Dorado estaba, naturalmente, donde
antes lo habían buscado, en los llanos, lindando con la Amazonia. Hacia allí se
dirigieron en verdadera romería numerosas expediciones de impenitentes peregrinos
de la fantasía.
El primero de la nueva oleada fue Hernán Pérez de Quesada, hermano de don
Gonzalo. Dejó el gobierno de Santa Fe en manos del capitán Suárez Rendón, y partió
el 1 de septiembre de 1541 al frente de 280 soldados y cerca de 10.000 indios
mwiska. Su rumbo, según nos dice Aguado, era a los llanos deshaciendo el itinerario
de Federmann, de Nuestra Señora al Nuevo Reino. Cruzó la cordillera por los
páramos de Pasea y bajó hasta el mismo río Guaviare, donde encontró las huellas de
la expedición de Spira, que siguió hasta el río Papamene. Las penalidades fueron
infinitas, pues la tierra estaba inundada, pero siguieron adelante. Penetraron en la
Amazonia y dieron con la nación de los indios choques (de lengua karib), que nadaba
en la riqueza, según los informes de la gente de Spira. No había nada de lo que
buscaban y prosiguieron hacia la montaña. En el río Bagre encontraron la canela que
había traído de cabeza a Gonzalo Pizarro. Continuaron hasta el río de la Fragua y
dieron en un pueblo que llamaron Valladolid, en tierra de Andaki, probablemente
Descubrieron el valle de Sibundoy, en la actual comisaria colombiana del Putumayo,
y desde aquí fueron a Pasto, Popayán, Cali y finalmente, el Nueyo Reino, a donde
entraron en 1543.
Itinerario de la expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada (1536-1538).
El mismo año 1541 salió de Coro otra expedición tras el mítico Meta, que dirigía
el capitán Felipe Himen. Siguió el rastro de Spira y llegó hasta Nuestra Señora, donde
halló las huellas de la expedición de Hernán Pérez de Quesada, quien había pasado
hacía poco. Tras invernar en dicho lugar, prosiguieron hasta el río Papamene, donde
un indio le aconsejó volverse a su tierra para no pasar las mismas penalidades
sufridas por los es pañoles que pasaron antes (los de Hernán Pérez de Quesada).
Hutten no hizo caso y prosiguió su marcha, 91 bien abandonó el rastro de los
neogranadinos enrumbando hacia el este En Punta de los Pardaos tuvo que volver a
invernar.
Volvió luego a Nuestra Señora, por otra ruta, un año después de haber partido de ella
y con los mismos bríos de antes de salir a descubrir el paraíso del oro. Tuvo entonces
noticia de un rico territorio llamado Omagua, a donde se dirigió de inmediato. En el
Guaviare, los indios, esta vez de Macatoa, le confirmaron que en Omagua había
mucho oro y plata, que los indios usaban vestidos como los españoles y que, además,
tenían unos animales para el transpone, que los castellanos dedujeron eran los
mismos carneros del Perú o llamas. En sólo cinco días cubrieron la distancia que les
separaba del primer pueblo Omagua, que vieron al fin. He aquí lo que vieron y
escucharon, en palabras del cronista Lucas Fernández de Piedrahita: Tenían las calles
derechas, las casas muy juntas y sobresalía entre todas una, que estaba en medio, de
tan elevada y anchurosa fábrica que preguntaron al cacique quia qué casa señalada
cacique Curiaca, señor de aquella
ciudad, que le servía de morada y
templo para muchos ídolos que tenla de
oro macizo de la estatura de niños de a
cincuenta lunas, entre los cuales estaba
el de una diosa de estatura de una mujer
perfecta, y otras grandes riquezas suyas
y de sus vasallos, que allí se
depositaban. Y más adelante (dijo) hay
otros pueblos y caciques principales que
exceden a éste incomparablemente en
vasallos, riquezas y ganados y a este
paso se van acrecentando hasta los fines
de aquellos dilatados reinos.
Asombrados, los españoles
decidieron entrar de inmediato en aquel
maravilloso poblado. Hutten iba delante,
espoleando el caballo para llegar el
primero. Se le cruzó un indio que le tiró
una lanza y le hirió gravemente en el
pecho. Cundió el desconcierto y los soldados se retiraron para cuidar a su jefe. Luego
vino una ofensiva de los indígenas y los soldados se retiraron. Primero a Macatoa,
luego a Nuestra Señora y, final mente, a Coro, donde pasaron muchas cosas, entre
ellas el ajusticiamiento, o el asesinato, según se vea, de Hutten por el gobernador
intruso Carvajal. Este último intentó entonces movilizar una hueste para ir al
maravilloso reino de los Omagua, pero los soldados de Venezuela estaban hartos de
perseguir dorados fantasmas y exigieron a Carvajal que les poblara. Así nació el
Tocuyo, primera población importante de la colonización en Venezuela, que barrió las
fantasías de las mentes y las sustituyó por la realidad de la agricultura y la ganadería,
Únicas y verdaderas fuentes de riqueza de los hombres de bien.
La fama de Omagua voló por la
Amazonia y la sierra, y llegó a Lima,
donde el virrey, Luis Hurtado de
Mendoza, decidió enviar una expedición
a buscar dicha provincia, y con un doble
objetivo: librar al Perú de aventureros,
que los había en demasía, y tentar a la
fortuna. Nombró a don Pedro de Ursúa
gobernador de los Omaguas y de El
Dorado, y le envió a la Amazonia bien
pertrechado de gente; toda la que le
sobraba. Escogió bien al capitán, pues
ya había buscado un quimérico río de oro
en la Sierra Nevada.
Ursúa salió del Perú con unos 300
hombres en 1559, para descanso de las
autoridades españolas, que no las tenían
todas consigo pues, como señaló Aguado,
quedaron con alguna sospecha de que
algunos belicosos y facinerosos soldados
que consigo llevaba, no le indujesen y persuadiesen a que se alzase contra el servicio
de Su Majestad…, y volviese sobre el Pirú.
Ursúa siguió a Topesana, Caperuzos, isla de García…, río Napo y, finalmente,
Amazonas. Al llegar a Machifaro, en la noche del 1 de enero de 1551, fue asesinado
por varios de sus hombres, mientras descansaba en una hamaca. Y hecho esto escribe
Aguado— saliéronse fuera del bohío todos, alzó la voz uno de ellos, y dijo: libertad,
libertad, viva el rey: muerto es el tirano. La jornada de El Dorado había creado un
verdadero tirano, llamado Lope de Aguirre, Aguirre el loco o el rebelde. Su historia
no nos corresponde aquí.
Otro visionario doradista fue el hermano de Santa Teresa de jesús, don Agustín de
Ahumada, vecino de Quito, quien escribió al Rey en 1582 explicándole que estaba
intentando obtener permiso de la Audiencia para penetrar con 100 hombres en
demanda de la más rica gente y oro que se ha visto, que según lo que de ella cuentan
y señas que dan, se cree sin duda debe ser El Dorado. No hay constancia de que
lograse su propósito.
Pero los más empedernidos doradistas fueron, sin duda, Benalcázar y Jiménez de
Quesada, que persiguieron el mito hasta que les llegó la hora de morirse. El primero
estaba convencido de que la población de Guacacallo (Timaná), que había fundado,
era la vía de penetración hacia El Dorado, ubicado, según suponía, hacia el oriente de
dicha villa. Varias veces organizó tropas para ir a su jornada, pero las circunstancias
lo impidieron. En cuanto a Quesada, solicitó a la Audiencia de Santa Fe la jornada de
El Dorado a los cincuenta y cuatro años. Su petición reza: se me dé la jornada que
llaman de El Dorado que es en los llanos, pasada la cordillera de las sierras de este
Reino, hacia levante. La Audiencia se la autorizó a los nueve años más tarde (1569) y
el enloquecido Mariscal se montó en su caballo, cumplidos ya los sesenta y cuatro, y
ordenó la partida hacia El Dorado a una hueste de 300 soldados y 1.500 indios. Bajó
al Airari y se metió luego en los llanos, donde encontró los indios cuivas, piapocos,
sálivas y guahivos. Eran ya los hijos de los que vieron desfilar a Aideretes,
Federmanes, Spiras y otros. Los llanos habían cambiado poco, y menos aún el
licenciado, que seguía con su quimera de hacía…, ¡treinta y cuatro años! Anduvo
perdido dos años y medio, viendo morir y desertar a sus hombres, y regresó, al fin, a
mediados de 1572 con los 25 soldados que le quedaban. Lo increíble es que Jiménez
de Quesada regresó convencido de que el desastre se debió a haber equivocado el
camino de entrada y que, por consiguiente, tenía que buscar otro mejor para intentar
nuevamente la jornada. Dos años después, el 6 de mayo de 1574, escribía al Rey
comunicándole que quería volver por otra parte a la misma gobernación (de El
Dorado) a acabar de descubrirla toda y poblarla, pues no se había topado la tierra
por la otra banda donde anduve para hacerlo. En 1579 —tenía ya setenta y tres años
y un pie en la sepultura— volvió a la carga con la jornada de El Dorado. Como se
sentía ya algo mayor para tales trotes se la cometió al capitán Alonso de Olalla, a
quien le dio un plazo de un año para salir a la expedición y cinco años para conquistar
y poblar la provincia de El Dorado. Don Gonzalo se murió a poco, llevándose al otro
mundo la amargura de no haber encontrado lo que siempre buscó.
Otros peregrinos del mito fueron Pedro Malaver de Silva y Diego Fernández de
Serpa, que deambularon por los llanos después de haber capitulado las gobernaciones
de Nueva Extremadura y Nueva Andalucía, en 1568, pasando también fatigas y
penalidades con los hombres que les siguieron.
La ciudad de Manoa y la laguna de Parime
Don Gonzalo Jiménez de Quesada no sólo entregó su alma a perseguir el mítico
dorado, sino que además cometió el pecado de transmitirle la obsesión a su heredero.
Afortunadamente, se fue de este mundo sin dejar ningún hijo. De haberlo tenido
habría sido otro vagabundo de los llanos. Pero a quien Dios no le da hijos, el diablo le
da sobrinos. Y esto fue lo que pasó. En este caso, sobrina. Tal fue doña María de
Oruño, hija de Andrea, hermana de don Gonzalo. Estaba doña María casada con don
Antonio de Berrío, sobre quien recayó la herencia del conquistador de la gobernación
de El Dorado (territorios del Pauto y Papamene) con toda su consiguiente maldición.
Era don Antonio de Berrío un afamado soldado de la época, con servicios en
Italia, Alemania y Flandes, además de capitán de la guerra de la Alpujarra. La
persona apropiada, por ello, para encontrar El Dorado que Quesada había buscado
infructuosamente. Levantó su casa y familia y se trasladó al Nuevo Reino de Granada
hacia 1580. Se posesionó de bienes y encomiendas y en 1584 llegó a Chita, una
encomienda de Quesada desde la que siempre perfiló la posibilidad de alcanzar El
Dorado. Chita distaba 55 leguas de Tunja y 75 de Santa Fe, y estaba relativamente
cerca de la cabecera del río Pauto y a unas 50 leguas de las cabeceras del río
Casanare, ambos afluentes del río Meta. Debía seguir así el proyecto de Quesada.
Desde Chita, y hacia 1584, efectuó Berrío su primera entrada a El Dorado. Bajó
posiblemente por el Casanare hasta el Meta donde acampó en un lugar que denominó
Nuestra Señora de la Candelaria. Allí escribió a la audiencia pidiendo refuerzos y con
noticias alentadoras sobre la región. No fue reforzado y regresó después de haber
invertido 17.000 pesos en aquella aventura.
La segunda entrada la hizo en 1587 y con 250 hombres. Llegó a la alta orinoquia
y deambuló por lo llanos durante dos años y medio. Esta vez obtuvo noticias seguras
de que las ricas regiones de El Dorado comenzaban desde la laguna de Manoa, que
figuró ya como su próximo objetivo. El cronista Simón nos dice movió los ánimos
dichos, las valientes noticias de la gran laguna Manoa en la cual, según algunos
dicen, entraba a sacrificar aquel gran cacique todo planchado de oro, por donde
vino a nombrarse provincia de El Dorado, aunque yo por mas cierto tengo, si es que
le hubo, que fue en la laguna de Guatavita, como dejamos dicho.
De este segundo viaje sacó además Berrío la conclusión de que su gobernación
era la Guayana, en la desembocadura del Orinoco, y no en la zona de los ríos Pauto y
Papamene.
La tercera y última salida la realizó en 1590, acompañado de su hijo Fernando.
Esta vez llevaba la idea de llegar a las bocas del Orinoco. Por eso, al ver que decaía el
ánimo de sus soldados en los llanos, mandó matar los caballos y construir unas
embarcaciones para navegar los ríos. Bajó por el Casanare, Meta y Orinoco, y llegó al
océano, pasando luego a Trinidad. Berrío fundó San José de Oruña en dicha isla y
Santo Tomé en la Guayana, a orillas del Orinoco. Mandó también a España a su
lugarteniente Vera para que trajera pobladores a la gobernación de El Dorado, como
ya se la conocía en todos sitios. Y los trajo, pero después de que viniera a Trinidad sir
Walter Raleigh, atraído por aquella riqueza que todos pregonaban. El corsario inglés
arribó a dicha isla en 1595. Apresó a Berrío y le sometió a interrogatorio sobre lo que
sabía de El Dorado. Preguntarle esto a don Antonio debió ser como a un pescador si
hay pesca en un banco. Berrío se deshizo en detalles. Había una laguna enorme donde
nacía el río Orinoco y un cacique dorado tiraba al agua enormes cantidades de piezas
de oro. La laguna se llamaba Parime y a sus orillas había una ciudad toda de oro, que
se llamaba Mama. En sus proximidades estaban las minas de oro.
El corsario inglés se quedó boquiabierto y decidió hacer una descubierta por la
desembocadura del Orinoco, donde encontró algunos indios que le contaron mayores
fantasías. Convencido al fin de que el asunto merecía la pena y de que no venía
preparado para semejante empresa, le dijo a los indios que volvería. Mandó izar velas
y continuó navegando hasta Margarita y Cumaná, donde decidió desembarcar a
Berrío. Raleigh puso proa a Inglaterra y Berrío hacia la vida eterna, ya que murió en
1597, cuando expiraba el siglo de las aventuras y las fantasías.
Raleigh, el último caballero pirata
Era sir Walter Raleigh el último de los corsarios honorables que produjo
Inglaterra. Tan honorable que cometió bellaquería de piratear, y esto le costó la horca.
A partir de él, la profesión degradaría enormemente, hasta terminar en bucaneros y
filibusteros de poca monta y peores modales. Sir Walter los tenía exquisitos, pues no
en vano era favorito de una reina virgen. Llevó su delicadeza hasta el extremo de
bautizar a una tierra americana con el atributo de virginidad de su amada reina. Buen
cortesano, gran marino, mediano poeta, buen escritor, voraz lector, empedernido
fumador, buen «gourmet»… Lo tenía todo. Nada tiene de particular, por consiguiente,
que creyera en mitos dorados, como buen caballero que era.
Sir Walter escribió en 1595 su famoso Discovery… o El descubrimiento del vasto,
rico y hermoso imperio de la Guayana, con un relato de la poderosa y dorada ciudad
de Manoa (que los españoles llaman El Dorado). Es una obra extraordinaria donde
explica su pasada aventura en la Guayana.
Colgante de oro procedente de la cultura tolima.
Figura votiva de estilo mwiska
(ambas del Museo del Oro, Bogotá)
¿De quién adquirió Raleigh la idea de la existencia del mito de El Dorado? Nos lo
dice en su conocida obra: del propio don Antonio del Berrío, quien a su vez la había
obtenido de un capitán llamado Martínez. El capitán Martínez fue miembro de la
expedición de Ordás, y por un descuido suyo se incendió un polvorín, motivo por el
cual le castigaron a quedar abandonado en una canoa. Fue recogido por unos indios
guayaneses y conducido hasta la ciudad dorada de Mama, donde vivió siete meses.
Luego le dejaron partir cargado de regalos de oro, que le quitaron otros indios (salvo
dos grandes vasijas). Martínez fue a parar a Puerto Rico, donde contó estas cosas
cuando estaba a punto de morir. Raleigh escribe: Berrío me informó de que este
Martynes fue quien bautizó a la ciudad de Manoa con el nombre de El Dorado.
Raleigh apoyó su tesis con las expediciones de todos los doradistas, con las noticias
que pudo adquirir durante su estancia en Guayana y con su propio hallazgo de la
madre del oro, con todo lo cual esperaba mover el corazón del rey inglés para
promover la conquista de la Guayana.
Las cosas fueron mal para Raleigh. Se murió su protectora, la reina, y entró a
reinar Jacobo I, que le encerró en la Torre de Londres, en 1603. Allí estuvo durante
varios años maquinando su viaje y fumándose unos excelentes tabacos que le
preparaba un criado indio al modo americano. Los años pasaron y Jacobo I trastocó
su hispanofilia en hispanofobia, después de que le negaran la mano de una princesaespañola. En 1616, el rey autorizó a Raleigh a marchar en busca de su Manoa y su
mina de oro, para terror del embajador español en Londres, que informó
inmediatamente a Madrid y protestó ante la corte inglesa. Jacobo I le dio garantías
absolutas de que Raleigh no cometería ningún acto de piratería, objeto principal de su
preocupación.
Sir Walter se hizo a la mar en 1617 con 14 naves, entre ellas la insignia The
Destinity. Se dirigió hacia Canarias capturando cuanto buque encontraba a su paso y,
finalmente, el 7 de noviembre arribó a América. Raleigh enfiló directamente a
Trinidad, donde dispuso el plan de operaciones: sir Lawrence Keymis y su hijo
marcharían a Santo Tomé con más de 700 hombres, mientras él, con el resto de los
hombres y seis navíos, atacaría San José de Oruña, en la isla. No vamos a narrar aquí
los incidentes de la acción. Baste decir que los españoles opusieron resistencia, que
los habitantes de Santo Tomé se marcharon a la selva cuando su ciudad fue ocupada y
que enviaron una petición de ayuda militar a Bogotá, de la que dependían, y a la
persona del capitán general, don juan de Borja. Los ingleses trataron de encontrar el
tesoro de los españoles y la mina de oro de los indios, sin éxito, y al fin decidieron
enterrar a su muertos, entre los que estaba el propio hijo de sir Walter, y retirarse,
Keymis informó a su jefe de la derrota y se dio luego un pistoletazo, ya que era
hombre de honor. En abril de 1618, Raleigh ordenó el regreso. Temía la llegada, y
con razón, pues los españoles habían demostrado que había hecho piratería. Nada
más desembarcar fue apresado, aunque logró que el rey les diese su hogar por cárcel,
ya que se encontraba muy enfermo. Esperó pacientemente hasta que se convenció de
que todo era inútil. Intentó entonces la fuga y su buque fue capturado. Nuevamente
fue conducido a la Torre de Londres, donde se le retuvo hasta el 29 de octubre de
1618, día en que se le mandó ahorcar.
Los doradistas ilustrados
Durante el resto del siglo XVII y dos tercios del siguiente, el mito de El Dorado
quedó como una reliquia curiosa de mapas e historias antiguas. Parecía relegado al
olvido mientras la Guayana se poblaba de centros de misión y hatos de ganado.
Franciscanos, capuchinos catalanes y jesuitas enviaron sus religiosos a los llanos y
repisaron las rutas de los aventureros doradistas con otros objetivos más espirituales.
Así llegó la época del gobernador de la Guayana, don Manuel Centurión, quien se
empeñó en hacer prosperar el territorio que administraba. Era ya la época de la
Ilustración, la de las luces y la de la razón. Entonces resurgió breve mente el último
destello de El Dorado para desaparecer ya del todo. Fue su canto del cisne.
En octubre de 1771, el gobernador Centurión recibió un indio llamado
Parauacare, de la tribu parucota, que vivía en el río Parime. El indio había ido por
regalos y decidió contarle una historia increíble al gobernador, que le escuchó
asombrado, pues vino a decirle que en su país estaba el cerro Dorado y que podía
llevarle hasta el mismo. Decía el indio —según escribió luego Centurión a don Julián
de Arriaga, el 28 de diciembre de 1771— que el Dorado es un cerro alto, sin más
planta que alguna paja, y que por todas partes en la superficie descubre unos conos
o pirámides de oro de una tercia de alto y media de diámetro, y otros pormenores;
que, cuando lo hiere el sol con sus rayos, relumbra tanto que no se le puede mirar sin
ofender la vista, y que los indios comarcanos lo guardan cuidadosamente con un
sigilo inviolable, para ocultarlo a los caribes y demás indios que tienen algún
comercio con holandeses y portugueses. Estaba, además, a unos tres meses de viaje.
Centurión cumplió con su deber. Además de informar a España, organizó dos
expediciones para llegar al cerro Dorado, pues en tal se había transformado ahora la
laguna, y hasta la ciudad de Mama. La primera expedición mandada por don Nicolás
Martínez terminó mal y pronto, pero la segunda tuvo más ventura. La mandaba el
teniente don Vicente Diez de la Fuente, que marchó con 125 hombres hacia una ruta
perfectamente proyectada: río Caroní, hasta la boca del Paraná, donde estaba poblada
la Nueva Barceloneta. Luego proseguiría por los ríos Paraná, Paranamuxi,
Anocapora, Muniquiare y Curaricara, hasta alcanzar Parime.
La fuerza exploradora salió de la angostura del río Orinoco el 19 de marzo de
1773, y de la Barceloneta el 12 de marzo del mismo año. Siguió al Caroni Chico
hasta su boca, donde se fundó el pueblo de San josé. Desde este último, se destacó
una partida con el cadete de infantería don Antonio López y el cabo Isidoro Rondón,
que después de muchas incidencia llegó a Parime y al famoso cerro. Los españoles
miraron perplejos el cerro que no parecía tener nada de particular. Finalmente, varios
de ellos decidieron subir hasta su cima, acompañados de varios indios.
Los expedicionarios bajaron del cerro y emprendieron el camino de regreso,
siendo capturados por los portugueses. Un grupo de indios logró evadirse y llegar
hasta Guirior, donde estaba don Vicente Diez de la Fuente, a quien contaron toda la
odisea. Don Vicente la escuchó y redactó luego un informé a don Manuel Centurión,
fechado el 3 de julio de 1776. En el mismo dice que quien da más relación de esto
último (El cerro de El Dorado) es una india de las dichas, llamada Rosa, que subió a
examinarlo con los que subieron y añade que, según dicha india, el expresado cerro,
dice que lo alto es de sabana, y las faldas de sabana y monte. Esta carta, con las
afirmaciones de la india Rosa, fue el certificado de defunción del mito de El Dorado,
que pasó a mejor vida a la edad de doscientos cuarenta y dos años. Había nacido,
como dijimos, en el reino de Quito, el año de gracia de 1534, y vino a fallecer en el
fuerte de Guirior el año ilustrado de 1776. Desde entonces no ha vuelto a enloquecer
a los hombres. Descanse en paz.
Sir Walter Raleigh y su hijo en un retrato anónimo fechado en 1602
(Galería de Retratos, Londres)
La leyenda de El Dorado, un cacique que revestía su cuerpo con polvo de oro y sebañaba luego en una laguna, tiene un trasfondo de verosimilitud en las ceremonias
rituales de purificación que los indios de la cultura mwiska, de lengua chibcha,
realizaban en su lagunas. Dicha leyenda configuró el territorio de las confederaciones
de Bogotá y Hunza como muy ricos y fue comunicada a los españoles en dos puntos
tan distantes como Quito y el Orinoco medio. En este último lugar se elaboró un
mito, reflejo de la leyenda que fue el del Meta, un lugar inalcanzable, ya que se
encontraba más allá de los llanos, traspuesta la cordillera andina.
Los españoles persiguieron los objetivos donde pudieron originarse tales leyendas
y llegaron al país de los mwiska, comprobando que no había grandes cantidades de
oro, y mucho menos minas del metal precioso. Surgió entonces el mito en su
verdadera dimensión utópica, que fue colocado en los lugares más diversos de la
geografía septentrional de Suramérica, principalmente llanos y Amazonia, donde
incluso llegó a confundirse con el país de la canela.
Jiménez de Quesada revivió el mito dorado al solicitar una gobernación que tituló
precisamente El Dorado, situada entre los ríos Pauto y Papamene, en los llanos
orientales neogranadinos. Buscó incansable la riqueza dorada y luego transmitió a su
heredero Berrío la quimera. Antonio de Berrío recorrió los llanos y fue orillando el
mito hasta sus estribaciones, en la Guayana. Allí recogió algunas informaciones que
le permitieron remodelar el mito, era una ciudad dorada llamada Mama, a orillas de
una laguna llamada Parime. Allí se habían refugiado unos incas huyendo de la
conquista española del Perú. Raleigh creyó y buscó el mito, siendo el epílogo de los
doradistas del siglo XVI, ya entrada la centuria siguiente.
El Dorado se eclipsó luego siglo y medio y volvió a destellar sólo fugazmente,
frisando ya el último cuarto del siglo XVIII, en una información dada por un indio al
gobernador Centurión. Ya no era laguna ni ciudad dorada, sino un cerro de oro
situado al borde de una laguna. La verificación de que se trataba de un cerro vulgar
acabó con el mito.
El mito de El Dorado ha sido quizá el mayor experimento realizado para saber lo
que el hombre es capaz de realizar en una situación limite, cuando persigue un techo
inalcanzable. Su función histórica fue el descubrimiento y conquista de una gran
región de Sudamérica en un brevísimo lapso de tiempo. Sin el mito, la Historia no
tiene explicación posible, quizá porque la hicieron hombres que creían en tales
imposibles.
Recipiente ceremonial de estilo quimbaya realizado
por el sistema de fundición a la cera perdida
(Museo del Oro, Bogotá)
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