miércoles, 3 de abril de 2019

LA HISTORIA DEL REY ARTURO

Eran unos días tristes para Britania, el Rey Uther, que tan sabiamente había
gobernado durante largos años, estaba agonizando. Y como, Uther no dejaba ningún
heredero del trono, todos temían que se produjera una mortífera guerra civil hasta que
el rey tuviera un sucesor, ya que eran muchos los Caballeros y Barones que
ambicionaban la corona.
Entonces se descubrió algo sorprendente. Cuando el Rey se sintió morir, mandó
llamar a su mejor amigo, el Mago Merlín, y le pidió que reuniera a todos los
Caballeros y Barones junto a su lecho de muerte.
Todos acudieron ilusionados a la cita, por que esperaban que Uther eligiera entre
ellos al nuevo Rey de Inglaterra. Por eso, todos se inclinaron ansiosos sobre el lecho
del moribundo que habló débilmente:
—Escuchadme, nobles Caballeros y Barones: mi última voluntad es que mi hijo
Arturo reine después de mí. Iodos los que me amen, acatarán este mi último deseo.
Los nobles salieron de la habitación sorprendidos por las palabras del Rey.
—Uther no tiene ningún hijo —dijo uno—: sólo delirando en su agonía pudo
decir tal disparate. ¿Quién es y dónde está ese tal Arturo, hijo de Uther, pregunto yo?
—Todo parece un nuevo truco del Mago Merlín —comentó otro caballero.
A la muerte del Rey, Merlín tuvo noticias que algunos nobles iban a causar
disturbios y arzobispo de Londirum para que los convocara a todos en la vieja iglesia
del apóstol Pablo donde podrían conocer al nuevo Rey.
Cuando todos estuvieron reunidos, Merlín les condujo detrás de la iglesia. Allí, en
el centro de una explanada, había una gran roca que nadie vio antes en aquel lugar;
haciendo cuerpo con la roca se veía un bloque de acero e, incrustado en él, había una
espada maravillosa: ¡era la espada «Excalibur»! Su mango estaba completamente
cuajado de piedras preciosas y en su hoja podía leerse la siguiente inscripción:
«Aquél que consiga extraer la espada “Excalibur”, será el Rey de Britania».
Uno por uno, fueron avanzando hacia la roca aquellos nobles, todos fuertes y
corpulentos; y, tomando en sus manos el mango de la espada, tiraron de ella con todas
sus fuerzas; pero ninguno logró moverla.
Cuando todos fracasaron en sus repetidos intentos, el Arzobispo les habló así:
—Ya habéis visto que no está aquí el que ha de regir los destinos de Britania.
Poco después, iba a celebrarse en un importante torneo y a él acudieron Sir
Héctor con su hijo Sir Kay y el hermanastro de éste, Arturo. Los dos caballeros lucían
brillantes armaduras, mientras el joven Arturo, de rubios cabellos y ojos azules, los
acompañaba sirviéndoles de escudero.
En uno de los entrenamientos previos al torneo, se partió en dos la espada de Sir
Kay y Arturo se dirigió al mesón en busca de una nueva espada para su hermanastro.
Al pasar cerca de la primitiva iglesia de San Pablo, quedó maravillado al
descubrir la extraordinaria espada «Excalibur» incrustada en su bloque de acero en la
roca viva. Arturo se dirigió hacia la roca y, tomando entre sus manos el mango de la
espada, la extrajo del bloque con toda suavidad.
—Kay quedará muy contento poseyendo una espada tan hermosa —iba pensando
Arturo mientras regresaba junto a su hermanastro.
Efectivamente; aquella espada produjo gran alegría a Sir Kay. Pero Sir Héctor la
reconoció en seguida y dijo:
—Hemos de ponerla otra vez donde estaba
Y fueron juntos hacia la iglesia del apóstol, colocando Arturo la espada en el
bloque de acero. Sir Héctor y su hijo intentaron con todas las fuerzas sacarla de
nuevo, pero ninguno de ellos consiguió moverla de su sitio.
—Ahora, prueba tú —dijo Sir Héctor a Arturo con voz emocionada.
Y Arturo empuñó la espada, sacándola del bloque casi sin esfuerzo. Entonces, Sir
Héctor y Kay se arrodillaron ante el joven inclinando, sus cabezas con respeto.
—Padre, hermano —exclamó Arturo, asomado de tal proceder—: ¿por qué obráis
así?
—Aunque te amamos sinceramente —explicar Héctor—, no somos ni tu padre ni
tu hermano. Cuando tú eras aún muy niño, Merlín te confió a mí para que vivieras a
salvo de los enemigos de tu padre. Nunca dijimos a nadie quién eras, pero es preciso
que todos te reconozcan como el nuevo Rey de los britones.
Reunidos nuevamente los nobles, Sir Héctor a conocer la verdadera personalidad
de Arturo, que, después de repetir ante todos la prueba de la espada, fue coronado
Rey. Fue siempre un Rey sabio y bueno, que gobernó a su pueblo con justicia y amor,
eligiendo no consejeros a los Caballeros más notables su bravura y bondad.
Hizo construir una mesa completamente redonda, que fue colocada en la sala del
Consejo; como la mesa no tenía cabecera, todos los que se sentaban ante ella parecían
iguales y nadie más importante que otro.
Y fue en aquella mesa, alrededor de la cual se sentaba el Rey Arturo con sus
Caballeros, donde se fijaron las leyes que tanto habían de beneficiar a todo el reino.
La paz reinó en el país y hasta los ciudadanos más humildes sabían que
obtendrían justicia y favor del Rey y de sus Caballeros, puesa tanto Arturo como sus
consejeros eran tan bondadosos y generosos con sus súbditos como temibles en el
campo de batalla.
Porque Arturo fue un Rey muy valeroso que obtuvo sobre sus enemigos victorias
sin cuento con su famosa espada «Excalibur».
Un día, ya al final de su largo y feliz reinado, el Rey Arturo recibió una petición
de ayuda del soberano de un país del continente europeo. Arturo embarcó con sus
tropas para socorrer al monarca amigo, pero antes nombró Regente a un noble
llamado Sir Mordred para que gobernase Britania durante su ausencia.
Pero Sir Mordred no era digno de la confianza en él depositada; hombre de pocos
escrúpulos, su mayor ambición era ocupar definitivamente el trono y, en lugar de
gobernar justamente, revocó muchas de las sabias leyes del Rey Arturo, haciéndolas
mucho más fáciles de cumplir, a fin de conquistarse a las gentes y hacer; que todos
creyesen que era mucho mejor gobernante que el propio Rey.
Unos meses más tarde, y cuando creyó que había llegado el momento oportuno,
anunció a sus súbditos que el Rey Arturo había muerto en una batalla al otro lado del
mar.
Muchos recibieron con gran pesar la falsa noticia; pero hubo otros que,
acariciando la esperanza de una vida más fácil, se regocijaron cuando Sir Mordred
fue coronado Rey.
No transcurrió mucho tiempo sin que la traición de Sir Mordred fuese conocida
por el Rey Arturo, que embarcó con sus Caballeros, emprendiendo el regreso a
Inglaterra.
Al saber Sir Mordred que se aproximaba la flota del Rey Arturo, se dirigió a la
costa al frente de su ejército, con el fin de evitar el desembarco del legítimo soberano.
Pero los Caballeros del Rey Arturo pelearon bravamente por su amado Rey y, tras
una dura batalla, el ejército del usurpador fue vencido y puesto en vergonzosa fuga
Sin embargo, Sir Mordred no aceptó su derrota y viajó por todo el país incitando
a la gente para que se levantara contra el Rey Arturo; y lo hizo con tanta habilidad
que logró convencer a muchos necios, con los que formó un ejército muy poderoso.
El Rey Arturo se sintió profundamente apenado al conocer todas las
maquinaciones del hombre en quien había confiado.
—Lucharemos si es necesario —comentó el Rey Arturo a sus Caballeros—; pero
antes deseo hablar a solas con Sir Mordred. Espero que, cuando le recuerde las
promesas de fidelidad que me hizo, se sentirá avergonzado y el reino volverá a
disfrutar de paz.
Cuando Sir Mordred recibió el mensaje de que el Rey deseaba hablarle a solas,
desconfió de Arturo, pues juzgaba a los demás tan traidores como lo era él mismo.
Así, dijo a su lugarteniente antes de dirigirse al campamento del Rey Arturo:
—Vigila atentamente: y, si ves alzarse una sola espada, da la señal de ataque.
Sir Mordred se reunió con el Rey Arturo y comenzaron sus conversaciones con
toda normalidad. Pero, de pronto, una víbora mordió a uno de los Caballeros del Rey
Arturo, que, al sentirse herido, sacó su espada para matar al reptil.
El lugarteniente de Sir Mordred, que vio alzarse la espada, dio la señal de ataque
y todo el ejército de Sir Mordred, oculto tras unas colinas cercanas, se lanzó al ataque
del campamento real.
La lucha duró todo el día y en ella pereció Sir Mordred, resultando el Rey Arturo
gravísimamente herido a la orilla de un lago. El Rey Arturo sabía que no viviría ya
mucho tiempo y pensaba con tristeza que sus mejores Caballeros habían perecido.
Entonces se acercó a él uno de sus más fieles amigos, Sir Bedivere, ofreciéndose
para cualquier cosa que se le ordenara.
—Gracias, Sir Bedivere —le dijo el Rey—. Si quieres prestarme un último
servicio, toma mi espada «Excalibur» y arrójala al lago. Después, cuéntame lo que
haya sucedido.
Sir Bedivere tomó la espada y se acercó al lago; pero cuando la fue a arrojar sobre
las oscuras aguas, las piedras preciosas de la empuñadura brillaron a la luz de la luna
y le dio pena tirarla, escondiéndola entre unos arbustos.
—¿Qué es lo que has visto? —le preguntó el Rey cuando volvió a su lado.
—Solamente las olas rompiendo en las orillas —contestó Sir Bedivere.
—No me has obedecido —dijo el Rey—. Ahora, regresa al lago y arroja la
espada.
Sir Bedivere amaba mucho a su Rey y habría dado su vida por salvarle; pero
cuando fue al lago por segunda vez, no tuvo fuerzas para cumplir el último deseo del
monarca, deslumhrado por la espada maravillosa.
—Sería un error sepultar bajo las aguas esta joya inigualable —pensó, mientras
volvía a esconder la espada bajo unas matas que crecían a la orilla del lago.
Cuando se reunió nuevamente con su Rey, éste volvió a preguntarle:
—¿Qué es lo que has visto después de arrojarla espada al lago?
—Solamente las olas rompiendo contra las orillas, Majestad —volvió a mentir Sir
Bedivere, sin valor para confesar la verdad.
—Siempre has sido un leal amigo —le dijo entonces el Rey—. Pero ¿por qué no
haces lo que te pido? Vuelve de nuevo al lago y arroja la espada al agua; y ten en
cuenta que yo sabré si me has obedecido.
Esta vez, Sir Bedivere obedeció puntualmente los deseos de su Rey y, tomando la
espada en sus manos, la contempló amorosamente un instante y la arrojó con toda su
fuerza en el centro del lago. Un momento después, sobre las aguas aparecieron un
brazo y una mano; la mano empuñó la espada «Excalibur», la blandió por tres veces y
luego desapareció bajo la superficie.
Lleno de temor ante aquel suceso incomprensible, Sir Bedivere volvió junto al
Rey y le contó cuanto había visto.
—Por fin —habló el Rey sin mostrarse sorprendido—; ya veo que en esta ocasión
te has portado como un amigo leal. Ahora, Sir Bedivere, llévame hasta el lago.
Sir Bedivere cargó cuidadosamente sobre sus hombros a su amado Rey y lo llevó
a la orilla del lago. No tardó en acercarse una extraña embarcación movida por dos
remeros de blancas túnicas y en la que aparecían sentadas tres enlutadas Reinas.
Cuando vieron el cuerpo moribundo del Rey Arturo, las tres Reinas se pusieron
en pie y comenzaron a llorar con amargura. Pero el Soberano las consoló diciendo:
—No debéis llorar por mí: he servido a mi Dios y a mi país durante muchos años
y ahora debo descansar.
Y añadió dirigiéndose a Sir Bedivere:
—Tiéndeme en la barca… Así: gracias, amigo. El Señor os recompensará a totlos
por vuestra lealtad, pues yo no podré hacerlo ya.
Luego, la barca fue alejándose majestuosamente y en silencio, mientras, en la
orilla, Sir Bedivere lloraba desconsolado porque sabía que Inglaterra había perdido
para siempre a aquel Rey magnífico e inolvidable. Sir Bedivere se retiró a la soledad,
viviendo el resto de sus días como un ermitaño y recordando los días gloriosos en que
sirvió a aquel Rey único.
Nadie volvió a ver al Rey Arturo, pero sus súbditos no le olvidarían jamás; nobles
y plebeyos le recordarán siempre con amor y, de generación en generación, fue
transmitiéndose la leyenda del Rey Arturo y de los Caballeros de la Mesa Redonda.
Leyenda que se completaba con la historia de la bellísima reina Ginebra, mujer de
Arturo, que había sido amada apasionadamente por Sir Lancelot y ésta había
correspondido a ese amor en igual medida (¿amor tan sólo platónico o también
físico?). Ambos habían tenido que vencer las intrigas de Sir Mordred que había
revelado el idilio a Arturo, mas para sembrar cizaña y conseguir beneficio que en aras
de una auténtica fidelidad. Intrigas en las que había entretenido la malvada Morgana,
hermana de Arturo y experta en brujería que aspiraba a vencer a Merlín en las
ciencias ocultas.
La Corte de Arturo vivía junto a su Rey en el fabuloso castillo de Camelot,
auténtica escuela de caballeros. Uno de ellos, el más humilde, partiría en busca del
Santo Grial, el Cáliz de la última Cena del Maestro que sólo encontraría el más
insignificante, pero a la vez más puro de los seres humanos: Gaalad o Perceval.
Los historiadores han pretendido identificar al mítico Arturo o Artús como un jefe
de los bretones que venció a los entonces sajones paganos, en Badon Hill (516 d. C.).

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