La leyenda de Jasón podría bien
dividirse en dos partes: la primera trata de cómo en la famosa
nave Argo fue a la Cólquide y volvió victorioso con el Vellocino
de Oro, y la segunda de cómo sufrió la venganza de Medea
cuando quiso dejarla. Es un gran héroe aventurero que, como
Teseo o Heracles, emprende un largo viaje para luchar contra
los monstruos y obtener un espléndido botín de su aventura,
pero luego las cosas se le complican al héroe que pierde el habitual
final feliz de los cuentos. Analicemos el relato.
De muy antiguo viene la saga de los intrépidos héroes que,
guiados por Jasón, en la nave Argo salieron de la costa de Yolco
en Tesalia, surcaron el peligroso espacio marino y penetraron
en el mar Negro a través de las Rocas Oscuras, para rescatar
del fondo de la Cólquide el Vellocino de Oro. Ya Homero
recordaba en la Odisea (XII, 69-70), con una rápida alusión, a
«la nave Argo que cruzó el alta mar, celebrada por todos». Pero
la fabulosa gesta de los Argonautas nos ha llegado contada en
extenso en un poema épico del helenístico Apolonio de Rodas
(siglo III a. de C.). Antes cuentan algunos episodios de la historia
de Jasón, Píndaro en su Pítica IV y Eurípides en su Medea.
Los demás poemas antiguos sobre esta estupenda aventura
heroica se nos han perdido. Aunque no dudamos de que era
una saga mítica muy antigua, difundida ya antes de Homero.
La saga de los Argonautas estaba, en efecto, aureolada del
prestigio de muchos héroes de noble abolengo y de muchos
avatares resonantes en la tradición. El viaje de los Argonautas
de Apolonio quiere recobrar la antigua epopeya con nuevo fervor
poético. De nuevo en sus versos encontramos las olas odiseicas
chasqueando sobre la nave de los héroes griégos ante
costas lejanas, de nuevo hallamos a los prodigios peligrosos y
las magas enamoradizas; de nuevo una geografía que invita a
los héroes al avance intrépido y, al fondo, los toros de aliento
de fuego, un dragón enorme que guarda el tesoro, un rey feroz
y una bella princesa, y luego el azaroso regreso al hogar.
Probablemente, como ya apuntó Robert Graves, podríamos
deslindar en el entramado mítico dos ejes temáticos. De
un lado la expedición de un grupo de aventureros heroicos
—con algún eco histórico en su trasfondo— a las comarcas
nórdicas del oro y del ámbar (el noreste del mar Negro y el
norte del Adriático). Los expedicionarios son los llamados
Minias Eólidas, héroes en buena parte tesalios y de otras varias
regiones, que se lanzan a explorar un lejano confín del mar cruzando
el Helesponto. (El famoso estrecho tiene ese nombre
desde que allí se cayó a las aguas Hele del lomo del mágico carnero
áureo, cuando cruzaba por el aire, junto con su hermano
Frixo. Y él fue quien luego sacrificó el animal extraordinario y
dejó en el bosque su áureo pellejo al cuidado de un dragón.)
Los héroes griegos son cincuenta y seis en el catálogo de Apolonio,
un buen número para el barco de cincuenta remos.
Por otro lado está la iniciación y la gloria personal del capitán
de la. empresa que triunfa de una serie de pruebas en las
que deja de manifiesto su condición de protagonista de las
hazañas, en una aristía singular. Debe Jasón domar unos toros
fogosos y arar con ellos un campo, segar a los guerreros que
surgen como espigas de la tierra labrada, reconquistar el Vellocino
áureo que vigila un insomne dragón, y regresar a la patria
en un periplo muy arriesgado. A las pruebas heroicas y atléticas,
los aethla típicos, se añade otro botín: la princesa que, enamorada
del héroe, colabora con él y se fuga con él.
La estructura del mito parece comportar esa combinación
de motivos, los de la expedición colectiva y los de la iniciación
heroica. Así vemos que Jasón está prácticamente ausente en
los lances de las aventuras marinas (con una excepción muy
importante; la del encuentro con las Lemnias, donde el seductor
Jasón tiene un claro amorío con la reina Hipsípila), mientras
que los demás héroes no resultan de utilidad ninguna para
obtener el famoso Vellocino, una vez varada su nave en la Cólquide.
Entre esos acompañantes de Jasón figuran personajes muy
ilustres, como Heracles y Peleo y Telamón (que fueron padres
respectivamente de Aquiles y Ayante, los mejores guerreros
frente a Troya), y una serie de especialistas heroicos: dos excelentes
adivinos (Mopso e Idmón) junto al magnánimo Orfeo,
sin rival en el canto con lira; un excelente timonel, Tifis; un corredor
tan veloz que puede ir sobre las olas del mar, Eufemo;
dos héroes alados, Zetes y Calais, hijos del dios del viento Bóreas;
Polideuces, boxeador invicto, y Cástor; Linceo, de vista
agudísima; Periclímeno, con sus mágicos poderes de transformista,
etc. No es mucho, sin embargo, el partido que en la expedición
saca Jasón de tantos auxiliares prodigiosos. Tan sólo
Orfeo (que compite con las Sirenas) y Polideuces (que aporrea
en un duro match al brutal Amico) y los dos hijos voladores de
Bóreas (que persiguen a las Harpías) rinden buen provecho en
el viaje.
Como subrayó un buen comentarista (K. Meuli), tal vez en
una versión más amplia y antigua estos héroes con dones extraordinarios
tuvieran papeles más destacados. Recuerdan e\ folk tale
arquetípico del héroe con auxiliares mágicos. Aquí se han
quedado un tanto superfluos en su mayoría y en general. Incluso
Heracles, «cuyo peso excesivo hacía peligrar la embarcación
» (según un escoliasta antiguo) abandona la expedición a
la mitad, en un lance curioso y muy sintomático. (Los demás lo
dejan en tierra mientras él anda buscando a su amado Hilas,
raptado por una náyade o ninfa acuática encaprichada con el
jovencito.) Está claro en el poema que Heracles, con su enorme
fuerza y arrogancia, podía dejar en sombra a Jasón, que tiene
dificultades a veces para mostrar su protagonismo en las aventuras
previas.
En cambio, apenas arriban a la Cólquide, él se las entiende
solo con su aventura. Cierto es que ya cuenta con otra colaboración
mucho más valiosa: la de Medea. Con ayuda de la princesa
maga y enamorada, Jasón vence las pruebas y recobra el
toisón de oro, y con ella emprende el viaje de regreso, en una
acelerada fuga y perseguido por las naves de los furiosos Coicos.
Recorre una largo camino de regreso —ya que sale del mar
Negro, no por el Bosforo, sino remontando el curso fluvial del
Istro (es decir, el Danubio) para desembocar en el Adriático
por el Po, y luego de darse la vuelta (para escapar al asedio de
la flota de los Coicos), ascender por el Po hasta el Rhin, y pasando
de éste al Ródano bajar de nuevo al Mediterráneo, costear
Italia y cruzar por delante de Sicilia y penetrar en los arenales
de Libia, en el norte de África, para luego, al fin con buen
rumbo, subir hacia su patria pasando de largo Creta y las costas
griegas.
No es difícil advertir que bajo el esquema del mito podemos
rastrear el de un cuento popular, un folktale de episodios
muy tópicos. Del tipo del que suelen llamar los folkloristas «de
la hija del gigante». En él el héroe se pone en camino para conquistar
en tierras lejanas un botín imposible y cumplir unas
pruebas de susto. Es el padre de la princesa, una maligno rey o
un temible gigante, quien le impone tan terrible tarea. Pero el
protagonista cuenta con la ayuda de auxiliares mágicos, que le
facilitan el triunfo. Con ellos logra cumplir el desafío y concluir
con éxito sus hazañas y casarse a la postre con la bella deseada.
(No es raro encontrar realizaciones literarias de este modelo en
varios géneros. Por ejemplo, en la novela galesa del siglo XII
Culhwuch y Olw en )
En la leyenda en torno a Jasón hallamos un esquema arquetípico
de un cuento maravilloso, al que el mito ha aportado
memorables nombres: El héroe se ha criado lejos de su patria
(con un educador de héroes, el centauro Quirón) regresa convertido
en un apuesto guerrero a su país (Yolco). Su padre
(Esón) está exiliado por el usurpador, su despótico tío (Pelias).
Ya ha sido prevenido el fiero monarca por el oráculo
(«¡Guárdate del hombre de una sola sandalia!») y no tarda en
reconocer al joven forastero como el esperado enemigo. Pero
no se atreve a matarlo directamente, por ser su sobrino, y lo
envía a una empresa imposible (a traerle el Vellocino de Oro).
El héroe reúne a sus colaboradores (los Argonautas) y emprende
su gran viaje hasta el fin del mundo (la Cólquide o Ea,
al pie del Cáucaso). Allí se guarda el áureo toisón, vigilado por
un dragón y bajo el poder de otro terrible monarca (el rey
Eetes, hijo de Helios).
Ahora bien, la hija más joven de Eetes se enamora del extranjero
y —ella es perita en artes mágicas— decide ayudarle a
superar las pruebas terribles (domar unos toros que vomitan
fuego, arar y sembrar un campo con los dientes de un dragón, y
exterminar luego a los guerreros que nacen como espigas de la
tierra sembrada, en un solo día) y a recobrar el Vellocino en el
bosque donde vela el insomne dragón (que Medea logra encantar
y adormecer). Toma consigo Jasón el áureo pellejo mágico
y ambos se reúnen con los demás Argonautas y salen rumbo a
su hogar común. En la fuga van perseguidos por el enfurecido
Eetes con sus barcos de guerra. La fuga es más enrevesada
geográficamente de lo esperado, lo que demora el final. Pero se
casan y llegan felices a él. *
A partir de aquí ya no encontramos la secuencia final del
cuento maravilloso. Porque no se casaron y reinaron felices, ni
comieron perdices, como esperábamos, el príncipe y la princesa.
Aunque el cruel usurpador Pelias tuvo su merecido castigo, tal
vez la forma refinada de su muerte resultó demasiado comprometedora
para los nuevos esposos.
Porque a Pelias lo cocieron en un caldero sus propias hijas,
convencidas por Medea de que el baño en un caldero mágico
era un buen medio para restaurar la vitalidad del anciano. Medea
mostró a las Peliades el ejemplo a seguir, con un carnero
descuartizado, que salió resucitado y vigoroso del hirviente caldero
mágico. El experimento con Pelias no tuvo el mismo éxito.
Y Jasón y Medea acusados del crimen tuvieron que exiliarse
de Coico. Pasaron así algunos años errantes y fueron acogidos
en Corinto, donde el rey propuso a Jasón una nueva boda con
su hija, a condición naturalmente, de que abandonara a la extranjera.
Entonces Medea trazó su terrible venganza: mató a
los hijos que había tenido con Jasón y también, mediante unos
regalos ponzoñosos, al rey y a su hija, la destinada a segunda esposa
de su marido. Luego se fugó, con la ayuda del carro de su
abuelo Helios, a Atenas, donde fue acogida por el rey Egeo.
Así acaba el mito, con la feroz venganza de Medea. Con un
desenlace muy diferente al del cuento maravilloso. Podemos
advertir aquí el recelo de los griegos hacia esas princesas que
por amor traicionan a los suyos y se fugan con el bello extranjero,
aunque éste tenga el mérito de ser griego y ella sea de origen
bárbaro. Todas esas princesas que traicionan a padres y hermanos
por amor al héroe visitante son muy peligrosas. (Otros casos
son el de Cometo que por amor a Anfitrión le cortó a su padre
Pterelao su vital cabellera, o Escila que traicionó a Niso por
amor a Minos y, sobe todo, Ariadna, hermana del Minotauro,
que salvó a Teseo del laberinto de Cnosos.) El caso de Ariadna,
prima de Medea, puesto que su madre Pasífae, de amores no
menos fogosos, era hija de Helios y hermana, por tanto de
Eetes y de Circe, es el más parecido. (Jasón evoca el nombre
de Ariadna, pero no su final, para seducir a Medea, prometiéndole
ilustre fama en Grecia si le ayuda, como aquélla ayudó a
Teseo.) Pero mientras que Teseo, sagaz y oportuno, abandonó
a Ariadna por el camino de vuelta, en la isla de Día o de Naxos,
Jasón no consigue librarse a tiempo de su amante. Medea cobra
luego aires de «mujer fatal», en su rencor vengativo,
Jasón no logró un final feliz. Por dos veces estuvo a punto
de ser rey, pero falló en el último momento. Arriesguemos una
explicación, un tanto moralista. Tal vez se merecía el infortunio
por haber cedido demasiado el papel de protagonista a su ayudante
femenino. Siempre tuvo mucho encanto para atraerse los
favores de las mujeres —como los de Hipsípila antes de Medea—
y de las diosas (tuvo a Atenea, Hera y Afrodita de su
lado), pero a la postre eso hipotecó su papel heroico. En la interpretación
psicoanalítica de Paul Diel, un psicólogo moderno
muy habilidoso en su exégesis mítica, Jasón es el prototipo
del « h ér o e banalizado». Subraya en su comentario que los
triunfos de Jasón deben demasiado a las artes mágicas de Medea
y que sus hazañas quedan inconclusas (no mató al dragón,
sino que lo dejó dormido por el filtro hipnótico). Esa falta de
remate para sus acciones es muy expresiva del valor renqueante
del héroe, según esta interpretación suspicaz.
Cuenta una versión tardía sobre su muerte, que Jasón se
había sentado a la sombra de la nave Argo, varada como monumento
de gloria en una colina, cuando el mástil de la nave ya
muy envejecido se desprendió y le cayó encima, aplastándolo.
Y el psicólogo aficionado a la hermenéutica mítica le saca mucha
punta a este mazazo. «La Argo —comenta Diel— es el símbolo
de las promesas juveniles de su vida, de las hazañas de
apariencia heroica que le han valido la gloria. Ha querido descansar
a la sombra de su gloria, creyendo que bastaba para justificar
su vida entera. Al caer en ruinas la Argo, símbolo de su
juventud, se convierte en el símbolo de la ruina final de su vida.
El madero es una transformación de la maza. Es el aplastamiento
bajo el peso muerto, el castigo de la banalización.»
De todos modos, conviene desconfiar de las interpretaciones
psicoanalíticas. El poeta Apolonio de Rodas no nos cuenta
el final de la vida de Jasón, sino que lo deja en el momento de
máxima gloria, cuando entra con su barco alegre, al ritmo de
los ágiles remos de sus esforzados y fuertes camaradas, en el
puerto de Págasas, en Yolco. En el momento final del espléndido
y memorable viaje de la Argo, auténtico prodigio de los mares,
pionera en la singladura del mar Negro, fabulosa surcadora
de los grandes ríos de Europa, nave diseñada bajo los
cuidados de Atenea y protegida por las diosas.
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