miércoles, 3 de abril de 2019

INTENTO DE UNA MITOLOGÍA HISPÁNICA PRIMITIVA

Es muy difícil bosquejar un esquema claro de la mitología de la España primitiva.
Causas: a) el período es tan amplio, pues sus inicios podemos situarlos a partir del
Paleolítico Superior y la cueva de Altamira (provincia de Santander), entre los quince
y los diecisiete mil años antes de Cristo (pasado el oscuro y larguísimo tiempo del
Paleolítico Inferior o primera Edad de la Piedra), y llevarlos hasta la finalización de la
conquista de Hispania por Roma; b) los pueblos protagonistas de esta larga época son
muy variados, desde las hordas prehistóricas hasta las diferentes tribus de iberos,
celtas, celtíberos, etc.; c) finalmente, las fuentes y datos documentales son abundantes
y de diversas procedencias: griegas, romanas, tradiciones, etcétera.
El primer testimonio sobre ciencias sobrenaturales y mitología hispánica
primitiva parece encontrarse en las pinturas rupestres, tanto las franco-cantábricas y
la citada de Altamira y la del Castillo (Santander) como las denominadas de estilo
levantino. Al lado de las representaciones de animales de carácter mágico y de las
escenas en que aparece la figura humana, para que la caza resultara propicia, existen
otras, mucho más enigmáticas, que los prehistoriadores interpretan otorgándoles un
significado mítico y relacionándolo con el culto a los muertos y las ideas totémicas de
los pueblos primitivos.
En las pinturas levantinas se representan figuras mitad humanas y mitad de
animales, especie de demonios, fantasmas y hechiceros cubiertos con máscaras que se
relacionan con la fecundidad y acompañados de atributos que rayan con lo obsceno;
así en la cueva de Minateda, provincia de Albacete. En la cueva denominada de los
Letreros, del extremo sudeste de la Península, se ha descubierto una interesante
pintura que parece no poder disimular su intención mítica. Se trata de una figura
humana con cornamenta y con cola, portadora de algo que parecen ser dos hoces. De
los cuernos salen unas flores y frutos que ha hecho pensar en un espíritu vegetal o
ídolo pictórico, adorado en determinadas épocas del año.
De la zona asturiana llama poderosamente la atención la roca grabada en Peña Tu,
quizá otro ídolo. En la parte sur de la Península, y ya de la época neolítica y Edad del
Bronce, se deduce por los objetos hallados la veneración de una gran madre, quizá la
Tierra, y a otra divinidad celeste cuyo emblema es el hacha.
MITOS IBÉRICOS, CELTAS Y CELTÍBEROS
Los iberos, según las fuentes de los historiadores clásicos, adoraban a una divinidad
solar a la que llamaban Neto y que los romanos identificaron con Marte; se la
representaba con rayos en la cabeza y se le sacrificaban machos cabríos, caballos y
hasta prisioneros. La Luna era también venerada y parece ser que ambas divinidades
se confundieron y relacionaron con el mito de Astarté y de la Venus clásica. Sabemos
que en las noches de plenilunio algunas tribus tenían fiestas y danzas que duraban
hasta el nuevo día. El historiador romano Appiano refiere que la tribu de los vaceos
dejó de perseguir a los romanos a causa de un eclipse lunar, creyendo así interpretar
los deseos de la divinidad. También eran objeto de veneración los ríos, las fuentes y
las cumbres de las montañas. La más célebre de estas cumbres fue la del Promontorio
Sacro, localizado en Sagres, cabo de San Vicente.
Conocemos actualmente los nombres de los primitivos dioses ibéricos por medio
de las inscripciones latinas que han llegado hasta nosotros, ya que la veneración de
estas divinidades continuó bajo la dominación romana. Uno de estos dioses que tuvo
un mayor culto fue Endovelico, venerado en la Lusitania (Portugal). Era una especie
de divinidad médica que para comunicarse se valía de un oráculo al modo clásico, o
simplemente manifestándose en sueños; se le honraba con sacrificios de puercos.
Compañera de Endovelico en Lusitania y también adorada en la Bética (Andalucía),
se hallaba la diosa Ataecina con carácter médico e infernal; al mismo tiempo, su
origen parece ser celta y se la representaba con flores y frutos.
Además de los dioses mencionados, parece antiquísimo entre las tribus primitivas
hispánicas el culto al toro, así como al león y a la esfinge. Existen restos escultóricos
que parecen confirmarlo, tal como los leones de Nueva Carteya (Córdoba), Baena y
Osuna, y, sobre todo, la enigmática Bicha de Balazote (Albacete): toro con cabeza
humana de caracteres muy arcaicos. ¿Influencia helénica? En varias monedas
hispano-romanas se reproduce la esfinge de la que se cree que en Sierra Morena
había un santuario dedicado a este monstruo alado.
El roble y la encina eran objeto de veneración por parte de los celtíberos, siendo
considerados sagrados los bosques formados por este tipo de árboles. Lugoves es el
nombre conservado de un dios solar venerado también por los primitivos irlandeses,
de aquella raza.
INFLUENCIA DE LOS PUEBLOS COLONIZADORES EN LA ESPAÑA
ANTIGUA
Las divinidades fenicias tuvieron su culto en las colonias fundadas por éstos en el sur
de España, especialmente en Gadir (Cádiz), donde se veneró a Melkart, el Hércules
sirio, al que se erigió un templo, hoy perdido. No existen documentos que acrediten
se practicase el culto al cruel Moloch; por el contrario, Astarté, asimilada más tarde a
Afrodita o Venus, mencionada algunas veces con el nombre sirio de Salambó, se halla
en numerosas monedas béticas, alternando con su amado Adonis. Al parecer
existieron en la Bética unas célebres fiestas anuales oficiando sacerdotisas, en honor
de esta deidad femenina, que se prolongaron hasta la dominación romana. En las
Baleares se veneraba a las divinidades siderales, simbolizadas por los cabiros.
En las colonias griegas de España el culto principal era el de la diosa Artemisa,
protectora de la Jonia fócense. En la cerámica y numismática de Ampurias se
representan los más variados hijos del panteón helénico. Famosa es la estatua de
Esculapio, dios de la Medicina, encontrada en Ampurias, que se halla actualmente en
el Museo Arqueológico de Barcclona. El historiador y geógrafo Estrabón (siglo I a. C.
- siglo I d. C.) cuenta que los lusitanos sacrificaban a los prisioneros de guerra para
obtener ciertos augurios y noticias, mediante la observación de la forma de la caída
del cuerpo, al desplomarse herido por la mano del arúspice. Los galaicos observaban
con el mismo objeto el vuelo de las aves (ornitomancia) y la dirección de las llamas
(piromancia). Todas estas facetas de adivinación son de origen clásico,
indudablemente.
LOS NEGROIDES NEOLÍTICOS DE CATALUÑA
En las comarcas que rodean a Barcelona, hace unos 4000 o 5000 años, vivían unas
gentes que no pertenecían a la misma raza que sus vecinos, los almerienses, que eran
mediterráneos, de cultura también neolítica. Este pueblo, cuya clasificación racial era
desconocida hasta el estudio efectuado por el Dr. Fuster practicaba la agricultura,
cazaba pequeños animales y rendía culto a sus muertos, a los que enterraba en fosas o
pequeños hipogeos excavados en la tierra y cubiertos con losas. Las ofrendas
encontradas junto al cadáver consistían en cuchillos, núcleos para fabricarlos, flechas,
vasijas, y unos ricos collares de grandes perlas de calaíta, una piedra parecida a la
turquesa, a la que atribuían ciertas virtudes valoradas por encima de su belleza.
Lo sorprendente de estas tribus, que vivían en las onduladas llanuras de las
comarcas del Vallés, Penedés, Maresme y en el mismo llano de Barcelona, es su
constitución física, su raza. Los restos óseos encontrados principalmente en Sant
Quirze de Galliners, muy cerca de Sabadell, permiten deducir que eran gentes bajas,
de cráneo medianamente largo, que tenían la cara ancha, baja y aplanada, gran
desarrollo maxilar y acentuado prognatismo subnasal, esto es, prominencia de la
mandíbula superior, que en un caso va acompañada también de la inferior.
¿A qué raza humana actual se parecen más estos hombres de la cultura de los
sepulcros en fosa? A los koisánidos, la raza a la que pertenecen bosquimanes y
hotentotes, una de las razas en la que persisten, como en estos neolíticos, algunos
caracteres primitivos comunes a diversos grupos prehistóricos de «Homo sapiens».
Lo curioso es que a los neolíticos de Sabadell y a las poblaciones parecidas
encontradas en Egipto y el Sahara, Portugal, en el resto de España, Francia, Italia y
Suiza, principalmente, se les ha llamado «negroides» aunque se parezcan más a los
koisánidos. No se puede afirmar que tuvieran la piel negra ni oscura, pero sorprenden
estas semejanzas y la diferencia entre estos antiguos hispanos y los demás habitantes
del país que pertenecían ya a la raza mediterránea.
No son raros los casos individuales o colectivos de pervivencia de antiguas razas
prácticamente extintas, como sucede, por ejemplo, con el hombre de Cro Magnon de
la última época glaciar, en las Canarias.
LOS VASCOS, UN PUEBLO DE TRADICIÓN MILENARIA
En Europa hay muchos rincones, penínsulas y especialmente montañas, en los que a
la par que la belleza del paisaje, podemos admirar a sus moradores, guardianes de
viejas costumbres, leyendas y tradiciones enraizadas en épocas remotas a las que casi
no llega no ya la cultura occidental, sino ni siquiera la propia historia. Cuando ni los
más avanzados europeos conocían aún la escritura, existía ya en el Pirineo occidental
un pueblo, al que con toda propiedad podemos llamar el antepasado directo de los
vascos actuales.
El monumento cultural vivo más antiguo que conserva Europa es la lengua vasca.
Las lenguas, este admirable vehículo del pensamiento individual y de la expresión
colectiva, son cambiantes, caducas y perecen con mayor facilidad de lo que
podríamos creer. Si en el siglo V le hubiéramos dicho a un gramático que al cabo de
diez siglos únicamente los eruditos hablarían un correcto latín, lengua muerta se
hubiera sorprendido tanto que no hubiera querido discutir siquiera nuestra afirmación.
Mayor es, pues, nuestra admiración 15 siglos después, cuando además de los eruditos
de tantos países, sencillos campesinos y hábiles y fuertes pastores, continúan
estudiando y manteniendo una lengua de indiscutible herencia prehistórica
Todo el pueblo vasco, con excepción de algunas ciudades, es, en conjunto, el
heredero de una antiquísima tradición de origen incierto, seguramente debida a un
pueblo de pastores que en el Neolítico se instaló con sus rebaños en el Pirineo. No
son los continuadores de la cultura de los cazadores, pintores de la Edad de la Piedra
tallada que vivieron en Francia y España, pero sí de la de los constructores de
dólmenes, estas mesas de piedra, en el interior de las cuales enterraban a sus muertos.
Los huesos encontrados en ellas no pertenecen a la raza de Cro-Magnon, sino a la
pirenaica occidental, nombre dado a esta variedad de la raza blanca en la que también
se incluyen los vascos actuales.
Más de 150 generaciones contemplan a los vascos de hoy día, en parte recios
campesinos, en parte financieros, navieros, capitanes de industria o intelectuares. En
cierta manera, los vascos son un gran experimento humano de pervivencia y a la vez
de renovación.
Las laminas y las brujas vascas
Entre las antiguas creencias que ha sido más difícil desarraigar del alma vasca,
figuran las de las lamiñas y las de las brujas. Según los campesinos, las primeras «no
son cristianas», o sea que no son personas, sino seres distintos con apariencia
humana; en cambio, las segundas sí. La mitología griega y romana tenía un personaje
de este nombre, que los vascos llamaron lamiak o lamiñak. Son seres medio mujer,
medio pez, o bien con patas o garras de ave. Las lamiñas aparecen en cuevas, fuentes
arroyos, piedras y chancales, y tienen un aire cautivador y a la vez maligno. Muchas
veces se presentan sentadas, peinándose los cabellos con un peine de oro y mirándose
en el espejo. Los mismos señores de Vizcaya descendían, según los escritores
medievales y renacentistas, de un caballero y una especie de lamiña, que tenía Patas
de cabra.
Las leyendas de las lamiñas, al paso de los años se han cristianizado un poco. Una
vez un estudiante se encontró en el monte con una lamiña, que se peinaba sus largos y
dorados cabellos y viéndola tan bella se enamoró. Al día siguiente volvió a
encontrarla y le declaró su amor, pidiéndole que se casara con él, pero sin saber que
fuera una lamiña. Ella aceptó, no sin dejar entrever un aire melancólico en su cara
feliz. Al darle la noticia a su padre, éste sospechó de quién se trataba y se lo dijo al
hijo recomendándole que procurara verle los pies. El desengaño fue terrible al verle
los pies… de ganso. La lamiña huyen ante el grito de angustia que se escapó del
pecho del enamorado.
La melancolía, el amor sin esperanzas, abatieron al mozo, que murió de amor.
Durante el velatorio, mientras las mujeres entonaban los cantos funerales, oyeron un
ruido extraño fuera de la casa. Salieron y vieron que unas doncellas bellísimas traían
una lujosa sábana bordada en oro. Comprendieron que eran lamiñas y dejaron que
entraran y cubrieran el cuerpo con la sábana, sorprendiéndose de la riqueza del
regalo. Antes de la madrugada las lamiñas volvieron para llevarse de nuevo la sábana.
Al día siguiente se hizo el entierro, y detrás del cortejo se pudo ver a la hermosa y
enamorada lamiña, que acompañó con grandes muestras de dolor el cuerpo de su
amado. Cuando lo entraron en la iglesia ella volvió sobre sus pasos, ya que no podía
entrar en el recinto sagrado.
Son algo parecido a las sirenas; melusinas y hadas, que de antiguas creencias han
pasado a la tradición y a la literatura.
El papel de las brujas, practicantes de la hechicería en el País Vasco, fue muy
notable en los inicios de la Edad Moderna. En el siglo XV, las luchas entre las familias
y las banderías eran muy feroces y ha quedado constancia que en algún caso usaron
de la magia, no sólo con exorcismos y conjuros, sino también con la fabricación y
administración de fuertes tóxicos.
A principios del siglo XVI, la Inquisición y los jueces laicos, humanistas con
formación jurídica y teológica, tomaron parte en la represión de la brujería vasca. Es
muy sintomático que los eclesiásticos medievales, que habían intervenido
anteriormente, no creyeran tanto en la brujería y fueran a la vez más comprensivos
con las decadentes supersticiones, tan difíciles de desarraigar del alma popular. En
cambio, los jueces de la época del Renacimiento afirman que a las brujas de la tierra
de Durango se les aparecía el diablo en forma de hombre o mulo con algún signo
extraño que demostraba su maldad y que los vuelos y metamorfosis de las brujas eran
verdad «porque los vio ejecutar con sus propios ojos».
El aquelarre es el acto brujeril más importante constatado en aquella época. Es
propiamente el conciliábulo de las brujas con el demonio. Esta palabra es vasca y
literalmente significa «prado del macho cabrío», alusión al lugar y a la presencia del
animal que se supone intervenía. El aquelarre se componía esquemáticamente, según
el inquisidor Avellaneda escribió en el año 1527, del acto de renegar de la fe
cristiana, la presentación al demonio del neófito, un banquete, una parodia de la
Comunión y la orgía final con desenfreno sexual. No obstante, seguramente en
muchos casos la aceptación de ciertas creencias tradicionales, de supersticiones
sencillas no llegaba a esto y la presentación al demonio no indicaba un culto de signo
contrario al cristiano, sino únicamente la aceptación de la existencia de los espíritus
tradicionales.
Prueba de que creer en las brujas, aunque superstición es en cierta manera,
compatible con la fe cristiana, lo encontramos en esta leyenda, que a pesar de ser de
tema medieval, ha perdurado hasta nuestros días. En las luchas que entre moros y
cristianos tuvieron lugar en el Sur de las Vascongadas, una vez sucedió que, a pesar
de vencer constantemente los cristianos, sus enemigos parecían tener siempre el
mismo número de soldados. Un vasco avispado vigiló de noche el campo de batalla y
descubrió a una bruja que con una olla llena de ungüento se acercaba a los cadáveres,
les untaba las heridas y los resucitaba. El soldado se acercó sigilosamente y atravesó
con su lanza a la bruja y al último resucitado. Entonces quiso probar la eficacia del
filtro y lo aplicó a la herida de la bruja. Al volver ésta a la vida pidió clemencia,
prometiéndole que le enseñaría a fabricar el ungüento prodigioso. El soldado no le
hizo caso y la mató, regresando contentísimo a su campamento, donde despertó a sus
compañeros y les explicó su descubrimiento. Para demostrárselo se hizo lancear y
resucitar. Después usaron la pócima para los guerreros muertos en el campo de
batalla y así terminaron la guerra triunfalmente.
Estas narraciones, a la par que atestiguan la práctica de la hechicería, muestran su
acercamiento a la fe cristiana y el paso final a la tradición narrativa. Los elementos
psíquicos que intervienen, como la sugestión y el subconsciente, se estudian cada día
con más interés, pues son imprescindibles para comprender el tema de la brujería.
Como bien manifestaba aquel gallego: «Yo no creo en las meigas (Brujas), pero
haberlas haylas»…

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