viernes, 5 de abril de 2019

El mito de El Dorado El mito original

Realmente, el mito de El Dorado embarcó con Colón y sus compañeros en 1492,
cuando empezaron a buscar el Ophir, pero no nació oficialmente a la Historia hasta el
año de gracia de 1534 y en el reino de Quito, que por entonces se conquistaba. Su
partida de bautismo nos la transcribe el cronista fray Pedro Simón de esta manera: El
fundamento, pues, que hubo, de donde se han levantado estas polvaredas del Dorado
fue de esta suerte: recién poblada la ciudad de San Francisco de Quito por el capitán
Sebastián de Benalcázar, el año de mil quinientos treinta y cuatro…
El historiador Herrera ratifica la fecha de nacimiento anterior (1534), y nos da
unos datos preciosos sobre quién fue el primer informante del mito. Se trataba de un
indio chibcha que vivía en Latacunga y que fue capturado por el capitán Luis Daza,
de la hueste de Benalcázar. He aquí su relato: En la Tacunga tomó Luis Daza un indio
extranjero, que dijo ser de una gran provincia, llamada Cundirumarca, sujeta a un
poderoso señor que tuvo los años pasados una gran batalla con ciertos vecinos suyos
muy valientes, llamados ghicas, que, por haberle puesto en mucho aprieto, había
enviado a éste y a otros mensajeros a pedir ayuda a Atahualpa, a tiempo que andaba
en la guerra con Guáscar, y que había respondido que lo haría en desembarcándose
de ella, y que entretanto anduviesen con él, y que de todos sus compañeros sólo éste
escapó en Caxamalea, y se había ido al Quito con Yrruminavi, y preguntándole
diversas cosas de su tierra, decía la mucha riqueza de oro que en ella había y otras
grandezas que han sido causa de haber muchos emprendido aquel descubrimiento
del Dorado, que hasta ahora parece encantamento.
Cuesta trabajo creer toda esta historia de que el Zipa de Bogotá (Cundinamarca)
le pidiera ayuda a Atahualpa por medio de unos mensajeros, pues, en el hipotético
caso de que conociera la existencia de la confederación incaica, es dudoso que le
pidiese auxilio para resolver su conflicto con los vecinos, pero es posible que,
efectivamente, hubiera algún chibcha en el reino quiteño, habida cuenta de lo
andariegos que siempre fueron los indios, y que le contara a Daza y a Benalcázar
maravillas doradas de su tierra. Desde luego, el cronista Castellanos coincide en que
dicho mito lo puso en marcha un indio chibcha de Cundinamarca que vivía en Quito,
aunque no es tan prolijo en los datos de que fuera enviado como emisario a
Atahualpa, ni que viviera en Latacunga. También Fernández de Oviedo coincide en
señalar que la noticia de El Dorado la obtuvo Benalcázar en Quito. Fijado ya cuándo,
dónde y de labios de quién nació El Dorado, veamos ahora en qué consistía.

Pectoral de estilo mwiska realizado por el sistema de fundición a la cera perdida
(Museo del Oro, Bogotá)


El indio dorado
Coinciden bastante los dos cronistas del siglo XVI, Fernández de Oviedo y
Castellanos, en la leyenda que dio origen al mito. El tercer y restante cronista de esta
centuria, Cieza, no entró en pormenores de la leyenda, limitándose a decirnos que
también Gonzalo Pizarro codició descubrir el valle del Dorado, que era la mesma
noticia que habían llevado el capitán Pedro de Añasco y Benalcázar, y lo que dicen
de la canela.
Fernández de Oviedo obtuvo su información de labios de antiguos soldados de la
conquista de Quito, que fueron luego a residir a Santo Domingo. Según su versión, el
mito se fundamenta en la leyenda de que existía un gran señor o cacique que tenía la
costumbre diaria de recubrirse el cuerpo con polvo de oro a modo de vestido, lo cual
le pareció cosa peregrina, inusitada, nueva y más costosa, pues lo que se pone un día
por la mañana, se lo quita e lava en la noche, e se echa e pierde por tierra; e esto
hace todos los días del mundo. El polvo de oro se lo ponía recubriendo previamente
su cuerpo con una resina olorosa, a la que quedaba adherida el metal precioso. Añade
el cronista que dicho cacique, en decir de los indios, era muy riquísimo e grand señor
y concluye para su coleto creo yo que si ese cacique aqueso usa, que debe tener muy
ricas minas de semejante calidad de oro, cosa que debía ser también la opinión de los
españoles de entonces, que escucharon semejante maravilla.
Castellanos nos cuenta, a grandes rasgos, la versión que luego siguieron casi
todos los cronistas neogranadinos. Asegura que el indio que le narró la leyenda a
Benalcázar en Quito era forastero, pues era vecino de Bogotá. En cuanto al cacique
dorado, queda transformado en rey. Acepta que iba desnudo y se ponía trementina en
el cuerpo para que se le pegase el oro molido, con lo cual parecía como rayo del sol
resplandeciente. Añade algo importante, y es que iba a hacer oblación en una balsa a
una laguna, que llama piscina, lo cual nos enfrenta ya a una ceremonia ritual,
esporádica, por tanto. También señala que continuamente se hacían ofrendas a la

laguna de joyas de oro y esmeraldas finas.
La mejor versión legendaria
La mejor versión es indudablemente la de fray Pedro Simón, que la escribió a
principios del siglo XVII, recurriendo, quién sabe a qué fuentes. Desde luego, fray
Pedro consultó mucha documentación original de la centuria anterior, que ha
desaparecido, y estuvo en Guatavita.
Según Simón, Benalcázar andaba averiguando noticias sobre las riquezas de las
tierras de los indios, después de conquistar Quito, cosa que es muy creíble. Le dijeron
que había un indio forastero y decidió interrogarle. Se llamaba Muequetá y era del
cacicazgo de Bogotá. Al preguntarle si en su tierra había oro, contestó
afirmativamente, y añadió que también esmeraldas. Incluso había una laguna donde
el cacique entraba algunas veces al año en unas balsas bien hechas al medio de
ellas, yendo en cueros, pero todo el cuerpo lleno, desde la cabeza a los pies y manos,
de una trementina muy pegajosa y sobre ella echado mucho oro en polvo fino, de
suerte que cuajando el oro, toda aquella trementina se hacía todo una capa o
segundo pellejo de oro, que dándole el sol por la mañana, que era cuando se hacia
este sacrificio, y en día claro, daba grandes resplandores, y entrando así hasta el
medio de la laguna, allí hacia sacrificio y ofrenda arrojando a la agua algunas
piezas de oro y esmeraldas, con ciertas palabras que decía, y haciéndose lavar con
ciertas hierbas como jaboneras todo el cuerpo, cala todo el oro que traía a cuestas
en el agua, con que se acababa el sacrificio y se salla de la laguna y vestía sus
mantas.
Desde el punto de vista etnográfico, es una descripción perfecta de una ceremonia
de purificación entre los mwiska de lengua chibcha. Sabido es que esta comunidad
indígena, como otras de su misma familia lingüística (estamos pensando
concretamente en los ijka de la Sierra Nevada de Santa Mar ta o en sus vecinos los
kougi), consideraban las lagunas como lugares sagrados y su agua como elemento de
purificación para limpiar las culpas contraídas. La eliminación de la culpabilidad se
lograba mediante un sacrificio de algo valioso (y el oro lo era) y lavándose con agua
purificadora y esas hierbas, a modo de jabón, que seguramente eran trailejones,
elemento de carácter sacro. También encaja bien la idea de que la ceremonia se
hiciera en días claros, que es cuando el sol podía verla, y al amanecer, que es cuando
nace.
Simón hizo una consideración, en el sentido de que las lagunas y algunas partes
significativas de los ríos eran siempre lugares sagrados y de purificación para los
chibchas, ocupando, entre todos, un lugar preeminente la laguna de Guatavita, en
razón del paraje donde se encuentra, porque según dice está en la cumbre de unos
muy altos cerros, a la parte del norte, caúsase de unas fuentezuelas o manantiales
que salen de lo alto del cerro que la sobrepuja, que mana ron por todos como un
brazo de agua, que es la que de ordinario sale de la laguna o poca más, por ser tan
profunda. La cual no tiene de ancho en redondo, aunque un poco aovada, mas de un
tiro de largo de piedra; a la redonda subirá por partes del cerro des de la agua otro
tiro por lo más alto, porque no están parejas las cumbres que la cercan: algunos
árboles bajos como los consiente la frialdad del páramo donde están, cercan sus
riberas de sus aguas claras, aunque no gustosas, por picar un poco su sabor de agua
de bomba.
La laguna de Guatavita en un dibujo del siglo XIX
Vemos así, que el cronista no sólo vio y describió la laguna, sino que hasta
incluso probó sus aguas. Simón agrega que en sus aguas vivía un dragón
(probablemente una serpiente de agua) a la que los indios reverenciaban y hacían
ofrendas de algún oro y esmeraldas.
Esta situación, que era la normal, cambió de pronto con un suceso extraordinario
del que vino a resultar la gran ceremonia de purificación que los caciques de
Guatavita hicieron desde entonces, con el paseo en balsa y el lavado ritual de polvo
de oro. ¿Cuál fue la culpa o pecado que exigió semejante rito? Pues también nos la
explica fray Pedro, quien, como vemos, tenía unas cualidades de historiador que para
sí las quisieran muchos de nuestros contemporáneos.

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