lunes, 1 de abril de 2019

DIONISOS/BACO

El pobre Dionisos nace de mala manera y en un mal momento; desde
luego, como cualquier otro niño, debe ser considerado inocente de toda culpa,
pero resulta que Dionisos es uno de los muchos hijos bastardos de ese dios
máximo del Olimpo, pero grandísimo golfo celestial que es Zeus. Su madre es la
gentil Semele, la diosa de la tierra, la hija de Cadmo, rey de Tebas. Pero todo
esto sólo significa una cosa: es un hijo habido fuera de matrimonio, uno de esa
multitud de hijos que Zeus tiene fuera de su unión oficial y escasamente
respetada con Hera. Sabido es también que Hera, harta ya de tantas aventuras e
infidelidades de su esposo, persigue con saña a las mujeres que insisten en
ignorar cuál es su deber y cómo está la situación del poco respetado matrimonio
entre los dos dioses. Mujeres que no ponen reparos a esas relaciones ilícitas y
que ayudan de buen grado al adúltero Zeus a mantener la fama de amante
clandestino. Mujeres que parecen recrearse en fomentar la trayectoria libertina
del marido infiel. Lo que es peor es que Hera está dispuesta a todo y no se para a
pensar dos veces cuál es la pública respuesta que debe dar a las madres y a las
criaturas en cuestión. Por tanto, no es de extrañar que tampoco se detenga en
consideraciones cuando decide cortar de raíz la descendencia bastarda, ya que su
ensañamiento también se dirige, de vez en cuando hacia los hijos ilegítimos. Por
estas tan aviesas razones, resulta lógico que Hera decida tomar represalias con el
pobre recién nacido, con Dionisos, y se ponga en contacto con los Titanes y les
ordene que den un implacable escarmiento, eligiendo esta vez como víctima del
exigido sacrificio a la criatura, para que el cruel ejemplo sirva de advertencia a
cualquier otra diosa o mujer que quiera repetir la dudosa hazaña de tratar de
compartir con Hera el disfrute del cuerpo y la pasión de su Zeus.
EL CASTIGO SE CUMPLE
Los Titanes, acostumbrados a vencer, matar, despedazar, aniquilar, o llevar
al cautiverio sucesivamente a los enemigos de los dioses, a los mismos dioses, a
los dioses padres caídos en desgracia de los dioses, y a todos y cada uno de los
habitantes del Olimpo y sus inmediaciones, siempre que así se lo ordene la
autoridad competente (que es mucha y variada, a juzgar por lo amplio de su
actuación en la parte más violenta de la historia celestial) llevan a cabo su tarea
con eficacia y presteza. Este encargo de Hera, como es natural, es prioritario,
dada la categoría mandataria, y se cumple inmediatamente. Los Titanes se ponen
en marcha y van hacia los aposentos donde reposa la extraña criatura, el niño
con cuernos que está adornado con una corona de serpiente. Se llegan hasta él y
terminan con esa primera parte de su misión pronto, muy pronto, raptando a la
criatura de su cuna y despedazándolo; los pedazos se ponen en una olla al fuego,
como si se tratase de un guiso más, y se dejan hervir en un macabro proceso
durante todo el tiempo que se quiso, para que fuera total la destrucción de los
restos del niño, de manera que nadie pudiera encontrar parte sana del crío
asesinado, ni obrar con sus desaparecidos trozos ningún prodigioso milagroso
que permitiese su reconstrucción. Todo lo que iba a quedar era un granado que
brotó al pie del lugar en donde fue desmenuzado el cadáver, un granado que
había germinado con la sangre inocente que regó el suelo. Ya parecía que todo
ese terrible proceso criminal iba a ser tal y como se había pensado en el siniestro
plan pergeñado por Hera. Al menos ni Zeus ni nadie había interrumpido el
siniestro plan, o se había opuesto a la conspiración.
LA BUENA ABUELA REA
Pero sí había alguien que pudo ser testigo del crimen y obrar a tiempo,
impidiendo que el destino quedara sellado: la abuela Rea, la madre de la
vengadora Hera, y también la madre del inconstante Zeus. La abuela Rea fue
quien acudió rápidamente al lugar de los pavorosos hechos, una vez que los
Titanes lo abandonaron, considerando que ya el trabajo estaba rematado. Y la
buena de Rea se puso de lleno a recuperar los fragmentos de su nieto, y con ellos
logró darle una forma aproximada a la que en vida había tenido. A partir de esa
masa de despojos, Rea recuperó a su nieto vivo y llamó después al padre del
niño resucitado, a su hijo Zeus, para que acudiese en su ayuda; él se ocupó de
poner al renacido Dionisos a buen recaudo, en manos de Perséfone, la moradora
de las tinieblas subterráneas, la misma que había recibido ya otras encomiendas
parecidas, como aquel encargo de ocultar y cuidar al niño Adonis, tarea que tan
problemática había resultado ser al final, cuando el adolescente Adonis despertó
pasiones que le condujeron a su destrucción. Pero éste es otro caso, y Perséfone
pasó la responsabilidad a la reina Ino y al rey Atamas o Atamante, para que ellos
se encargaran de cuidar sigilosamente al niño Dionisos, en su reino de
Orcomenes, escondiéndolo entre las niñas, tratando así de no despertar las
sospechas de Hera, que ya estaba al tanto de la salvación y persistía en encontrar
a la criatura, para terminar totalmente su empeño.
Efectivamente, la airada Hera persistió en su obcecación y trasladó el
castigo a la real pareja, haciendo que Atamante enloqueciera y diese caza y
muerte a un supuesto ciervo, que no era sino su propio hijo Learco, o que Ino
tuviera que salir huyendo de su marido, llevando a Learco en brazos, hasta que
llegó al borde del mar y en él se zambulló, salvando un delfín al desventurado
Learco y quedando la blanca madre como patrona de los marinos ante las
tormentas, instalada por voluntad del Olimpo en un nuevo puesto muy diferente
del que ocupaba en su vida terrenal. Sea cual sea la versión que se elija, lo que sí
es cierto, es que Hera no es una divinidad a la que sea fácil convencer o detener,
una vez que se haya propuesto llevar a cabo cualquiera de sus complicadas y
aviesas acciones de represalia, aunque a veces la voluntad de los otros pares
pueda detener sus maquinaciones, como pasó con el primer intento de hacer
desaparecer a Dionisos, o como ya tendremos ocasión de ver en la historia de
Ino y Atamante, cuando otra vez más, la diosa no llegó a satisfacer sus malsanos
deseos de venganza.
¡POBRE SEMELE ENAMORADA DE ZEUS!
Digamos que el mito de Dionisos se abre a muchos significados. Hasta
ahora hemos dado una de las versiones, pero también goza de prestigio la
historia siguiente: Semele, enamorada de Zeus y, tal vez, manipulada en sus
anhelos por la cruel Hera, le pidió que fuera realidad un deseo muy especial.
Semele quería contemplar a su enamorado en su máximo esplendor, esto es en la
forma de rey de todas las fuerzas de la eternidad. Zeus había prometido atender
sus deseos, fueran los que fueran, y cumplió la promesa al pie de la letra. Se
apareció magnífico, entre los rayos y los truenos de su poder; sin lugar a dudas,
la visión era impresionante, única, pero también mortal. La infeliz Semele cayó
en la trampa, astutamente introducida en su voluntad por la celosa esposa de
Zeus, y su magnífica visión divina fue también la última. La diosa de la tierra,
tras haber visto a Zeus, cayó envuelta en las llamas que él provocaba con su
terrible presencia. Zeus, abandonando rápidamente la representación del poder,
sin poder remediar la triste suerte de su amada, había rescatado a Dionisos del
vientre de su madre Semele, antes de que ésta muriese. Después de fallecida la
madre, Zeus había llevado al nonato dentro de su muslo, al que configuró como
un extraordinario seno materno, para que completase los tres meses que faltaban
y fuera posible su total desarrollo. También se ha dicho que Hefesto, señor del
fuego y avisado por Zeus, sacó a Dionisos del vientre de la madre Semele, que
estaba siendo devorada por las llamas y lo llevó a la seguridad del mundo de las
Ninfas.
EN LA DULCE COMPAÑIA DE LAS NINFAS
Siguiendo con la primera de las leyendas, con la de Dionisos puesto al
cuidado de Ino y Atamante en su palacio; digamos, para completarla, que el niño
fue sacado de allí por Zeus, al levantarse la ira de Hera hacia los dos soberanos,
ira que convirtió a los reyes protectores en presas de la locura y teniendo que
buscar un nuevo y más seguro refugio, Zeus terminó esta parte de su cometido
paterno, volando con el niño a un mítico lugar, situado en cualquiera de los tres
continentes conocidos, para ponerlo en las protectoras manos de cinco Ninfas
del hermoso y legendario país de Nisa, las buenas y adorables Bromia, Baque,
Erato, Macris y Nisa, las hijas de Atlas que se ocuparon de que Dionisos creciera
en un ambiente de felicidad y tranquilidad que compensara de las pasadas
calamidades. Allí, en Nisa, el joven descubrió la vid y de ella supo extraer el
primer vino. Las Ninfas se ganaron el reconocimiento de Zeus, quien les aseguró
un puesto en el firmamento como prueba visible de su agradecimiento, la
constelación de las Híadas.
HERA CUMPLE LA AMENAZA PENDIENTE
Aunque parecía que Hera había cejado en su empeño de perturbar la
biografía de Dionisos, todo lo que había sucedido era que había perdido su pista,
pero cuando el mozo terminó su dulce estancia con la tropilla de Ninfas se había
convertido en un ser adulto, con un parecido innegable a su padre. Hera
comprendió entonces que aquel muchacho, de ademanes un poco excesivamente
delicados, era su objetivo durante tanto tiempo oculto. Reconocido por la diosa,
fue otra vez el blanco de su rencor. Si había vivido esos años tan felizmente,
ahora nada iba a salvarlo de su destino; llegada era la hora de convertir su
refinamiento en barbarie y su delicadeza en desmán. Por deseo de Hera, la
locura se apoderó de él. Era una demencia que iba a invertir el retrato del
personaje, transformándolo en el terrible capitán de una escuadra de
aterrorizadores sátiros y ménades. Con ellos comienza Dionisos un nuevo
capítulo de su muy ajetreada existencia: la venganza. Y su plan empieza por la
destrucción de sus primeros enemigos por delegación, los Titanes que habían
obedecido la primera orden de Hera, la de darle muerte junto a su cuna, y que
habían fracasado en su cumplimiento. Dionisos, bien armado y más decidido por
el empuje de la febril locura, parte a la conquista del mundo. Sin darse cuenta de
ello, Hera había lanzado a la fama a su enemigo, convirtiéndole en un verdadero
y terrible dios, en alguien tan inhumano y desmesurado como el resto de los
extraños pobladores de las alturas, seres que acostumbraban a navegar a
bandazos entre la magnanimidad y la más despreciable ruindad, como espejo
que todo dios es de los humanos que lo han pensado.
LA CAMPAÑA DE EGIPTO
El ejército de Dionisos llega frente a la costa de Egipto, y se instala en la
corte de Proteo de Faros. Al rey le lleva el vino como obsequio y, aprovechando
su situación, se pone a trabajar desde Faros en la preparación de su primera
campaña. Reedita para su causa a las amazonas de Egipto, amazonas combativas
por naturaleza, que van a servirle de espléndida fuerza de choque.
Con ellas y con la furia de la venganza, se lanza a la batalla contra los
Titanes. La victoria le llega pronto, es la confirmación de su poder y categoría.
Emulando a Alejandro, el dios se pone en marcha hacia el corazón del este,
cruza la Mesopotamia, derrotando a todos sus adversarios, y llega hasta la Indias
sometiendo la península a su poder, pero no sin haber dejado antes el recuerdo
de su presencia, con el cultivo de la vid y el secreto del vino. Terminado su
camino en los confines del este, decide el triunfal Dionisos regresar a Grecia, al
centro del mundo. Pero el retorno no iba a ser tan rápido y sencillo como se
pensaba en un principio, pues su ejército va a tener que luchar ahora contra sus
antiguas aliadas amazonas, que esperaban dispuestas para el combate en el Asia
Menor, sin que se sepa bien por que las guerreras han querido hacerlo. Se acepta
el reto de las amazonas y se da comienzo a la sangrienta e insensata batalla.
Dionisos da la orden de que sea ésta una guerra sin cuartel, en la que sus huestes
van a terminar exhaustas de perseguir y matar a las amazonas, que pronto se ven
vencidas y de las cuales sólo un puñado consigue huir y encontrar refugio
seguro en Efeso, pues el temible Dionisos enfurecido no sabe perdonar el
insensato y orgulloso ataque inicial de que ha sido objeto, y se afana en lograr el
total exterminio de sus ex aliadas, para que sirva su muerte de inolvidable
escarmiento al osado que piense en enfrentarse a su voluntad.
LICURGO NO ES TAN FACIL ENEMIGO
En Tracia, pisando ya el suelo de Europa, y tras haber recuperado la lucidez
arrebatada por Hera en manos de la abuela Rea, Dionisos empieza a comprender
la razón de sus actos y el origen de toda su desenfrenada aventura militar. Pero
en esa tierra el ejército de Dionisos se iba a topar con un enemigo muy
peligroso, con Licurgo, el poco amado rey de esa tierra tan dura y hostil. Licurgo
supo engañar a la curtida tropa, haciéndola caer en una emboscada, dejando a
Dionisos solo y sin defensa posible ante él, que le atacaba con su hacha de doble
hoja, dispuesto a acabar con su aventura militar. Dionisos se dio cuenta de que
habían cambiado las tornas y ya no podía contar con sus huestes de sátiros y
ménades y no tuvo más remedio que abandonar el campo de batalla y huir hacia
el mar para salvarse, como fuera, del que podía ser el último ataque de su
peligroso y astuto enemigo. En la morada de Tetis halló escondite el asombrado
Dionisos, todavía sin reponerse de la sorpresa dada por Licurgo a su tropa. De
nuevo, la buena abuela Rea llegó en ayuda de su nieto y consiguió liberar a sus
originales soldados, al tiempo que ponía al rey Licurgo en el temible territorio
de la locura, con esa repetida manipulación que los dioses hacen de las mentes
de los mortales. El rey perdida la razón, utilizó la terrible hacha contra su hijo,
tomándole por una cepa, por esa planta representativa de Dionisos, y como tal,
fue podando los miembros de su hijo Driante, como una burla de su afán por
acabar con el dios, Dionisos salió de su escondite marino y se encontró con la
liberación de sus gentes, con la muerte cruel del hijo del loco rey y con una
tierra maldita por la inocente sangre vertida en la muerte de Driante. Ante la
desesperación de los tracios, el dios se apiadó de su desventura, y les prometió
que se repararía el daño causado por Licurgo con la maldición de las diosas.
Bastaba, para que la tierra volviera a ser fértil, que se lavase con la sangre
culpable de Licurgo.
LAS DOS MUERTES DE LICURGO
Se cuenta que los tracios, que como ya se ha dicho, nunca tuvieron motivos
racionales para querer a su soberano, aprovecharon el consejo divino y
decidieron darle una muerte terrible. Arrojaron al demente entre los caballos
salvajes y las bestias tardaron poco en descuartizar al reo loco en la cumbre del
monte Pangeo.
Se cumplió el deseo del joven dios, restableciendo su sangre el poder
germinativo de las tierras de cultivo y se quitó el pueblo de encima al insano rey,
quien poca oposición podía ya presentar al rencor de sus hastiados súbditos.
Pero también se dice que el rey Licurgo no se enfrentó con el poderoso general
victorioso y el dios enloquecido, sino que intentó matarle a él y a sus gentiles
protectoras, cuando no era más que un niño, cuando todavía estaba en manos de
esas bondadosas Ninfas, de las Híades. La criatura salió corriendo hacia el mar,
para refugiarse también en esta ocasión en la gruta de Tetis. En esta versión del
mito, Licurgo también era un ser odiado, pero no sólo por el pueblo llano e
impotente, sino por el Olimpo en pleno y no es de extrañar que Zeus,
defendiendo de nuevo a su hijo y a las cinco maternales Ninfas, haga uso de las
armas de su panoplia divina y lance con mano certera el rayo a los ojos del
cobarde rey. Ese divino rayo de Zeus dejó ciego instantáneamente al monarca,
iniciándose desde ese momento su terrible e irremediable agonía. Mientras
Dionisos quedaba a salvo y podía volver junto a sus queridas Ninfas, a seguir
libando el delicioso manjar de mieles que le servía de alimento exclusivo, para
continuar con su ciclo de paso de la niñez a la adolescencia divina, otra vez
milagrosamente a salvo de la sucesión de asechanzas que sobre él se habían
abatido desde el mismo momento de su concepción.
EL VINO EN ICARIA
Tras el incidente con Licurgo, el sosegado Dionisos, ahora ya más
tranquilo, al haber recuperado la cordura, convertido en un joven madurado a la
fuerza, pasó a recorrer su mundo, la Grecia clásica, con una misión muy
diferente de la guerrera que le había llevado hasta las Indias. Se trataba de hacer
conocer a todos los buenos hombres la existencia de la vid y la bendición del
vino, y con ese bagaje de felicidad agrícola, se llegó hasta las tierras de Icaria. A
su soberano le enseñó Dionisos el cultivo de la uva y la elaboración de los vinos,
con tan buen resultado que su rey Icario logró el primer vino producido por los
seres humanos. Entusiasmado por el éxito de la cosecha y el excelente sabor de
sus caldos, Icario se fue por todo el reino invitando generosamente a sus
súbditos a disfrutar del vino reciente. Bebieron los lugareños en abundancia, y al
poco se sintieron sorprendidos por los extraños efectos que aquel vino les
producía. Estaban alegres y confusos; sentían al mismo tiempo el terror del
mareo creciente y la pérdida de la visión, pero su euforia y la pérdida de la
conciencia también aumentaba con el vino. Para explicarse esas desconocidas
sensaciones, se dijeron poseídos por algún poder desconocido y quisieron creer
que habían sido envenenados por Icario, sin poder ni siquiera llegar a sospechar
que eran ellos los primeros seres embriagados del Mediterráneo. Su reacción fue
expeditiva: matar a quien les había embrujado de tal modo, al buen rey Icario.
Tras asesinarlo, los campesinos decidieron sepultar su cuerpo al pie de un pino,
para ocultar el hecho, del cual ahora, una vez pasados los efectos del vino,
empezaban a asustarse y avergonzarse. Así lo hicieron, creyendo haber
encontrado la fórmula de ponerse a salvo de su responsabilidad, y después se
fueron hacia la orilla del mar, para aumentar la distancia al lugar del crimen.
LA DESESPERACION DE ERIGONE
Maira, la fiel perra del rey Icario, asistió impotente a todo el macabro
proceso y, al ver al amo enterrado, corrió en busca de su hija, a quien arrastró,
tirando a mordiscos de su túnica, hasta la tumba de su padre. Allí comenzó la
perra con sus patas a excavar la tierra recién apilada, hasta que apareció ante los
ojos de la hija con brutal claridad, la razón de la desaparición de su pobre padre.
Erígone viendo aquello, cayó en la desesperación. En las ramas del mismo pino
que daba sombra a la descubierta tumba se ahorcó la joven. Al expirar Erígone,
quisieron los dioses que su misma muerte se extendiera por Atenas como aviso
del crimen que había quedado sin castigo. Por esa voluntad divina, otras muchas
jóvenes, sin llegar ellas mismas a saber por que lo hacían, se quitaban la vida
simultáneamente, ahorcándose sin razón conocida en muy distintos lugares de la
ciudad, hasta que los dioses hicieron saber a los hombres, a través de las
revelaciones del oráculo de Delfos, que Icaro y su hija Erígone habían muerto
por la injusticia de los campesinos, y que era necesario que la venganza cayera
sobre los culpables. Una vez que se pusiera al descubierto la razón de aquella
ola de aparente locura suicida, que hasta entonces se había abatido
misteriosamente sobre las doncellas, los ejecutores atenienses se llegaron a las
tierras de Icaria y dieron muerte a los que habían cobardemente asesinado a su
rey Icario. Tras el castigo a los culpables, se instituyeron las fiestas en honor de
Erígone, en las que se conmemorarían para siempre las bondades del vino de
Dionisos, el sacrificio de Erígone y el martirio de Icario, colgándose las jóvenes
celebrantes simbólicamente de las ramas de los pinos, o de cualquier otro árbol
robusto que hubiera en el lugar, como una festiva e incruenta rememoración del
suceso que fue causa de esas fiestas dionisíacas, de la obtención de la primera
cosecha de vino y del estupor de los hombres ante sus poderes.
EN MANOS DE LOS PIRATAS
Según nos cuenta Homero, estaba Dionisos navegando por entre las
docenas de islas del Egeo, y se encontraba a la sazón descansando sobre las
rocas de la costa, cuando fue divisado por unos marineros que acertaron a pasar
por las proximidades. Los marineros, que no eran sino traficantes de esclavos,
vieron en el bello joven una presa de gran valor y decidieron su captura.
Fondean allí mismo, se dirigen al lugar donde está plácidamente tumbado
Dionisos y le someten por la fuerza, llevándole prisionero a bordo. El piloto de
la nave pirata advierte que está ante un dios y se lo hace saber a sus compañeros.
Los piratas se burlan del consejo y largan anclas, contando ya con los beneficios
que les va a reportar la venta de tan bellísimo esclavo. Dionisos observa
divertido la escena de la burla de los marineros hacia las palabras del asustado
piloto y deja tranquilamente que pase el tiempo. Después, con la ironía de un
dios, obra algunos prodigios muy suyos sobre la nave. En primer lugar hace que
el mejor de los vinos se derrame sobre la cubierta de la pequeña embarcación y
la recorra de un lado a otro, como si el mismo mar se hubiera transformado en
vino y cubriera la embarcación. El palo mayor de la embarcación se cubre de
hojas de parra y de ramas de hiedra y ya no queda duda, los horrorizados piratas
comprenden al punto que el piloto no había hablado en vano, que aquel joven
maravilloso era un verdadero dios y ellos se habían equivocado totalmente en su
propósito de apoderarse de él, ahora eran ellos los que estaban en sus manos y
nada podían hacer ni para huir de la embarcación, transformada en trampa
mortal. Quieren regresar a tierra firme, pero ya no hay tiempo. Dionisos se
convierte en una fiera tras otra, hasta lanzarse sobre el capitán de los piratas y
destrozarle a la vista de sus secuaces. Ya parece que sólo les queda tratar de
ponerse a salvo en el mar y al mar se arrojan; pero Dionisos no va a dejar que se
salgan con la suya, tan pronto tocan el agua, los piratas se convierten en delfines
y quedan para siempre allí atrapados. Tan sólo el piloto, el único que supo ver al
dios como tal, queda fuera del castigo del divertido Dionisos, quien deja
marchar en paz al pobre hombre, para que sea él quien cuente a los hombres
todo lo que ha visto y vivido, cómo el dios supo vencer a unos enemigos tan
necios y cómo se rió de ellos y su maldad. Pero Dionisos también aprovecha la
travesía y desembarca en la isla de Nexos, en donde va a encontrarse ante un
hecho de suma importancia en la última parte de su historia como dios sobre la
tierra.
ARIADNA, LA PERFECTA ESPOSA
Ariadna, la hija del rey Minos de Creta y también nieta de Zeus, había
ayudado a Teseo a encontrar la salida del laberinto del Minotauro, con la
inestimable ayuda de su hilo. Pero este héroe legendario y desagradecido la
abandonó a su suerte en la isla de Nexos. Allí, en esa isla de vides y vinos,
Dionisos se encontró, al desembarcar de su aventura con los malhadados piratas,
con la presencia inolvidable de la bella Ariadna, dormida sobre las arenas de la
playa, tan bella que encargó al herrero olímpico, a Hefesto, una corona de oro
que fuera parecida a su belleza. Despertó el enamorado Dionisos a Ariadna y,
entregándola la diadema, la hizo su esposa. Su matrimonio fue feliz y se tradujo
en la culminación de su complicada vida sobre la faz de la tierra. Con ella,
Dionisos tuvo a sus seis hijos, a Enopión, que sería rey de Chío; a Toante, más
tarde rey de la Táurida; a Estáfilo; a Latramis; a Evantes; y a Taurópolo. Ya
estaba terminada, pues, la aventura del dios y podía ocupar su puesto en el
Olimpo. Hestia le cedió para siempre el suyo, en aquel círculo restringido de los
doce grandes dioses. Ya confirmado como divinidad de primera línea, Dionisos
demostró que no había olvidado a su pobre madre, a la infeliz Semele, y
descendió en su busca a los infiernos, para rescatarla de manos de Hades y
hacerla disfrutar en la eternidad de lo que en vida se le había negado. Con ella
volvió Dionisos del Tártaro, tras haber conseguido de la esposa del rey de los
infiernos, de Perséfone, que le fuera concedida la libertad. Regresó, pues, a la
gloria divina el hijo y su madre, no teniendo Hera más remedio que reconocer y
soportar la derrota final, aceptando la presencia triunfal de Semele a su lado,
puesto que ya Dionisos estaba a su misma altura, en la cima del Olimpo.
LOS ROMANOS Y BACO
Para los romanos Dionisos fue Baco desde sus primeros contactos con la
cultura y la mitología helena, ya que por la causa que se prefiera, eligieron su
apellido griego en lugar de su nombre de pila y de ahí se quedó en "Bacus", o
"Baco", como nosotros le conoceríamos muchos siglos más tarde. Con él
llegaron el vino y las fiestas religiosas, que convertidas en una desenfrenada
excusa para llevar su celebración al extremo, se transformaron en las bacanales,
fiestas privadas que se convirtieron pronto en un punto escandaloso, a pesar de
que Roma ya conocía muy bien los excesos de los poderosos y también su fácil
contagio entre las clases menos pudientes, enriquecidas con el creciente auge del
imperio y deseosas siempre de poder gozar de su adquirido poder de ciudadanos
de la primera potencia del orbe. En el año 186 a. C el Senado romano promulgó
una ley que prohibía la celebración de las bacanales y trataba de remitir el culto
de Baco a su entorno sagrado. En algo se redujo la publicidad de las fiestas, pero
la idea básica ya había calado profundamente en las ciudades y en los campos
inmediatos y el antiguo sentido agrícola se olvidó totalmente. Rodeado de los
atributos báquicos por excelencia, uvas y vino, el festejo más bien impío de
Baco, centrado en la imitación del desenfreno adolescente del dios, con el alibí
de ser recuerdo a sus sátiros, a sus ménades y a las alegres correrías sensuales y
sexuales del dios enloquecido por el placer, siguió existiendo hasta los últimos
días de Roma, máxime cuando la cruenta sucesión de emperadores y las luchas
entre pretorianos, llevó a la descomposición del imperio, relajó las buenas
costumbres primitivas, haciendo que el escándalo inicial no tuviera el menor
sentido. Baco se hizo también con la parcela del hijo de Dionisos y Afrodita, de
Príapo, y los jóvenes se hacían públicamente adultos a la sombra del nuevo dios
fálico.
EL MISTERIO DIONISIACO
En otra zona muy remota del culto al dios, Baco permaneció también en
Roma ligado a los ritos mistéricos, como había sucedido desde Tracia con el
culto a Dionisos—Zagreo. Es la otra zona, la muy personal de la religión sentida
en profundidad y practicada con convencimiento, del culto realizado en privado
y acompañado de un deseo proselitista; es la zona delimitada por el anhelo de
establecer una moral de validez universal, dirigida a la consecución de los
valores prometidos desde el cielo, a través de la religión de la vida eterna, del
culto a la muerte y a la resurrección posterior. De ese culto a las almas
inmortales y de la asunción de la posibilidad última, para todos, de alcanzar la
eternidad, se va a derivar una liturgia intimista, una mística muy diferente de los
cultos abiertos y públicos, del panteísmo agrícola. Ahora se centra el culto y la
creencia, en la purificación constante, en las etapas sucesivas de una serie de
vidas, de reencarnaciones, que van a conseguir el sueño órfico de reunir el alma
liberada con Dionisos—Zagreo. Este culto órfico de la larga búsqueda de la
eternidad se sitúa en Roma junto a los de Deméter, Serapis, Cibeles, Mitra e Isis
y Osiris, dentro del enorme muestrario de la importancia espiritual que señala la
necesidad, que va creciendo entre los romanos, de encontrar una explicación al
misterio de la vida, un sentido a la existencia, en una sociedad que ha
conseguido un nivel cultural y material muy elevado y ha llegado a la crisis
moral, a la exploración de las soluciones a los misterios que la liturgia oficial,
pragmática, no ha podido o ha querido resolver más que en su aspecto exterior.
BACO EN EL ARTE
Pasado el período original, en el que Dionisos o Baco, aparte de las
bellísimas esculturas, tiene un tratamiento somero, ya que basta adornar el tocón
de un árbol para celebrar una fiesta a su alrededor, como dios que es de la
naturaleza, llega la tristeza del cristianismo y su obsesión por el milenio y el fin
del mundo. Hay que esperar a que surja, tras el mayor de los olvidos, el feliz
advenimiento de la frescura y permisividad en las artes, con la renovación del
Renacimiento y el estallido del Barroco, renace también la exaltación de lo
grato, de lo anhelado secretamente durante siglos y Baco es uno de los temas
rescatados del pasado para enriquecer la atmósfera artística del presente. Así
como los cultos y el prestigio de los grandes dioses clásicos sirven de pretexto
para glorificar a los estadistas y de ornato a las grandes mansiones cortesanas,
los relatos pictóricos de ese festivo dios Baco y de sus inseparables bacantes,
son un motivo alegre que pasa a formar parte de otra clase de estancias o de
mansiones. Las alegres pinturas y frescos, a todo color y con generosidad de
volúmenes desnudos, de improbables bacanales o de deseables e inspiradoras
orgías, son sólo una remota y envidiada forma de ver el placer desde lejos, desde
un presente que utiliza esos motivos con la excusa de la recuperación de la
cultura perdida, pero que gusta soñar con la perdida posibilidad de restablecer,
aunque sea sólo en un coto cerrado y a una muy menor escala, las inmensas
posibilidades de esas multitudes jugosas y sensuales. El vino, para mayor realce
de lo placentero y mayor abundamiento del abandono a los placeres carnales, es
el otro atributo que viene a completar el cuadro barroco de Dionisos, ahora
definitivamente transformado en su sucesor Baco, con la incomparable
comparsa de sátiros y ninfas, en una escenografía fresca y jugosa, orlada de
vides y pámpanos, llena de brillantes cuerpos juveniles, en plena exaltación de la
libertad formal y casi totalmente desenfrenada. Estas impensables fiestas
paganas, casi salvajes, que se incorporan con desenfado a las artes decorativas
domésticas, suponen también el primer paso hacia la permisividad de la
sociedad, aunque sea de mucha mayor magnitud la conseguida dentro del ámbito
reducido de las clases dominantes y sólo marginal la libertad transmitida, o la
tolerancia percibida entre la más numerosa y desposeída mayoría. Tras el
Barroco, el buen Baco termina por perder su atractivo y es uno de los dioses
mayores que antes desaparece, o casi, para permanecer como una alegoría
lejana, apenas mezclado con los tópicos del vino y la ebriedad, sin que ya se
recuerde más al gran dios Dionisos, al dios de las almas en paz y felicidad.

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