martes, 2 de abril de 2019

De un abad de San Pantaleón, que entregaba a su hermano dinero del convento

Herman Hesse

En el convento del santo Pantaleón en Colonia había cierto abad que tenía un
hermano carnal, un ciudadano de precisamente esa ciudad. Como le profesaba un
amor terrenal, a menudo y en secreto le entregaba dinero del convento. El hermano
agregaba este dinero al suyo propio, comerciaba con él y lo malograba, emprendiera
lo que emprendiere. Sin que supiera cómo el dinero del convento parecía
convertírsele en fuego y el suyo en paja. Y puesto que estaba bastante versado en
negocios y era más prudente que sus colegas, no podía sino sorprenderse en gran
modo del florecimiento de aquéllos y de su propio fracaso. Como el abad, movido
por la compasión, le daba dinero una y otra vez, y el hermano, en vez de progresar,
sufría pérdidas cada vez mayores, el propio abad comenzó a empobrecerse y le dijo:
—Hermano, ¿qué haces, por qué malgastas así tu fortuna en perjuicio tuyo y mío?
Aquél respondió:
—Vivo muy modestamente, comercio con la mayor prudencia. No puedo
entender qué sucede conmigo.
Por fin se arrepintió y se apresuró a ver a un clérigo, a quien en la confesión le
contó lo que le había ocurrido. El clérigo le dijo:
—Atente a mi consejo, y pronto te enriquecerás. El dinero de tu hermano es
dinero robado, por lo cual ha devorado el tuyo. En el futuro no aceptes nada más de
él; por el contrario, comercia con lo poco que te queda, y verás que te protege la
mano bondadosa de Dios. Pero de todo lo que ganes, devuélvele la mitad a tu
hermano y vive del resto, hasta que hayas devuelto todo el dinero que habías recibido
del convento.
¡Maravillosa es la gracia de Dios! El hombre siguió el consejo de su padre
confesor y al poco tiempo se había enriquecido tanto, que no sólo tenía él mismo más
que suficiente, sino que incluso pudo devolverle a su hermano lo que éste le había
dado. Cuando el abad le preguntó:
—¿De dónde te viene esta riqueza, hermano?
Éste le contestó:
—Mientras cogía del dinero de tus hermanos del convento, siempre fui pobre y
miserable, y tú cometías un grave pecado dándome lo que no era tuyo, y yo actuaba
con la misma maldad al aceptar lo que era de otros. Desde que me arrepentí y
abominé del latrocinio, la bendición de Dios me ha dado la abundancia.
Tan valioso es el buen consejo en la confesión.

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