Herman Hesse
En el convento del santo Pantaleón en Colonia había cierto abad que tenía un
hermano carnal, un ciudadano de precisamente esa ciudad. Como le profesaba un
amor terrenal, a menudo y en secreto le entregaba dinero del convento. El hermano
agregaba este dinero al suyo propio, comerciaba con él y lo malograba, emprendiera
lo que emprendiere. Sin que supiera cómo el dinero del convento parecía
convertírsele en fuego y el suyo en paja. Y puesto que estaba bastante versado en
negocios y era más prudente que sus colegas, no podía sino sorprenderse en gran
modo del florecimiento de aquéllos y de su propio fracaso. Como el abad, movido
por la compasión, le daba dinero una y otra vez, y el hermano, en vez de progresar,
sufría pérdidas cada vez mayores, el propio abad comenzó a empobrecerse y le dijo:
—Hermano, ¿qué haces, por qué malgastas así tu fortuna en perjuicio tuyo y mío?
Aquél respondió:
—Vivo muy modestamente, comercio con la mayor prudencia. No puedo
entender qué sucede conmigo.
Por fin se arrepintió y se apresuró a ver a un clérigo, a quien en la confesión le
contó lo que le había ocurrido. El clérigo le dijo:
—Atente a mi consejo, y pronto te enriquecerás. El dinero de tu hermano es
dinero robado, por lo cual ha devorado el tuyo. En el futuro no aceptes nada más de
él; por el contrario, comercia con lo poco que te queda, y verás que te protege la
mano bondadosa de Dios. Pero de todo lo que ganes, devuélvele la mitad a tu
hermano y vive del resto, hasta que hayas devuelto todo el dinero que habías recibido
del convento.
¡Maravillosa es la gracia de Dios! El hombre siguió el consejo de su padre
confesor y al poco tiempo se había enriquecido tanto, que no sólo tenía él mismo más
que suficiente, sino que incluso pudo devolverle a su hermano lo que éste le había
dado. Cuando el abad le preguntó:
—¿De dónde te viene esta riqueza, hermano?
Éste le contestó:
—Mientras cogía del dinero de tus hermanos del convento, siempre fui pobre y
miserable, y tú cometías un grave pecado dándome lo que no era tuyo, y yo actuaba
con la misma maldad al aceptar lo que era de otros. Desde que me arrepentí y
abominé del latrocinio, la bendición de Dios me ha dado la abundancia.
Tan valioso es el buen consejo en la confesión.
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