Por su belleza la hija de Príamo, el rey de Troya,
atrajo el amor del dios Apolo, que le otorgó el don de la
profecía. Pero ella se negó a los requerimientos amorosos del
dios y eligió permanecer virgen y profetisa. Apolo entonces la
castigó a no ser creída nunca por los demás, aunque supiera y
proclamara la verdad. Y así en Troya la bella Casandra, profetisa
inútil, quedó marginada con su saber estéril, previendo en
vano los desastres de su ciudad y las desdichas propias. Bajo
ese destino trágico, Casandra asiste a la guerra y la ruina de
Troya. En vano advierte a los suyos; de nada sirven sus profecías
tristes.
Cuando la ciudad es conquistada por los aqueos, Casandra,
que se ha refugiado en un templo junto a la estatua de Atenea,
es arrastrada y violada por Ayante Oileo —a quien más tarde
Atenea castigará por su sacrilegio con un naufragio mortal—, y
luego, en el reparto de las cautivas, elegida por Agamenón
como botín de guerra. El caudillo aqueo se apasiona por ella y
la convierte en su concubina. Luego la lleva consigo hasta su
palacio en Micenas. Allí la implacable Clitemnestra le dará
muerte, después de haber matado a su esposo Agamenón.
Casandra tiene un destino profundamente trágico, pues
conoce sus males sin que eso le sirva para evitarlos. Su saber
previo añade dolor a su amargo sino, y su palabra profética está
rodeada de una fatal impotencia. En el Agamenón de Esquilo,
Casandra protagoniza una escena inolvidable y de impresionante
patetismo: ante los muros de Micenas, antes de ser invitada
por Clitemnestra a entrar en palacio, prevé su muerte y la
de Agamenón, y lo proclama con inspirado frenesí. En las Troyanas
de Eurípides surge también sobre la escena con un tremendo
impulso: al saber que ha sido adjudicada como esclava a
Agamenón entona un cántico que es, al mismo tiempo, un epitalamio
y un treno fúnebre. Ante su madre Hécuba proclama su
gozo: ella será la vengadora de Troya y de su familia, pues sabe
que al marchar como compañera de lecho del rey Agamenón
asegura la muerte del adúltero a manos de Clitemnestra.
Es, en extremo, patético, el destino de esta princesa que,
por negarse a complacer al enamorado y rencoroso Apolo,
conserva la virginidad para ser al final violada por un brutal
guerrero y entregada como esclava al caudillo enemigo destructor
de su pueblo. Su condición de adivina increíble, que revela
verdades que nadie acepta, la margina de la ciudad y la
condena a un aparente delirio y una áspera soledad. (También
otros adivinos sienten su impotencia ante el poderoso que los
desprecia, pero ninguno llega al extremo de Casandra.) Primero
se ve marginada entre los suyos, luego arrastrada al exilio
como esclava del soberano aqueo. Y al cabo de tantos dolores
encuentra su triste final lejos, en el palacio sanguinolento de
Micenas, como una víctima sacrificial, como la compañera
obligada de Agamenón en la muerte bajo el hacha vengativa de
Clitemnestra.
De toda la larga cadena de desdichas que la han atormentado
pudo tener la culpa su rechazo a la pasión erótica de Apolo,
su afán de independencia personal, simbolizado en su decisión
de no entregarse al dios y de mantener su virginidad. En Casandra
nos conmueve su saber impotente y esa veracidad inútil,
bajo la crueldad de los desastres de la guerra y la violencia masculina.
Aunque ya aparece en la litada como una de las princesas
troyanas, Casandra es esencialmente una heroína trágica.
{Cfr. Ana Iriarte, Las redes d el enigma, 1990.)
Esquilo y Eurípides la presentaron en escenas inolvidables.
Más tarde, un poeta helenístico erudito y amanerado, Licofrón
la convirtió en la protagonista de un barroco monólogo, dándole
el nombre de Alejandra. Autores latinos y medievales retomaron
su figura, la combinaron con la de la Sibila, y añadieron
algunos detalles, de mucho menor interés, a su historia
patética.
En tiempos recientes, la novela Casandra (1983) de Christa
Wolf ha recreado su historia trágica. En un largo monólogo novelesco,
es Casandra misma quien, antes de entrar en el palacio
de Micenas, rememora todo su trágico destino. Es decir, la novelista
alemana ha alargado y novelado la escena del Agamenón
de Esquilo. Pero ha recargado la trama con nuevos tonos, en
una subversión de los valores épicos. En esta narración ya no
hay dioses (sólo en sueños ha visto Casandra a un dudoso Apolo)
y el amargo soliloquio de la profetisa es un terrible ¡alegato
contra los héroes que han destruido Troya, contra la guerra que
todo lo destruye y pervierte, y contra la política y la violencia
masculina, en un mundo de valores machistas.
Es, en mi opinión, una valiente visión crítica, feminista, del
mito de Troya, realizado con buen estilo y una acerada sensibilidad
contra los desastres de la guerra y la retórica que encubre
las matanzas con bellos tonos épicos. Casandra toma aquí la
palabra y la mantiene a lo largo de muchas páginas de monólogo
interior, al modo como proclamaba su queja profética en
Esquilo y en Eurípides, pero ya no se expresa en imágenes delirantes,
sino con una impresionante lucidez crítica. Habla contra
la crueldad de un destino que condena a una mujer veraz e
inteligente a la soledad, el sufrimiento y la muerte, por sentir
anhelos de independencia personal. Casandra ha perdido aquí
pronto su virginidad —que no es considerada un rasgo significativo
en esta novela sin dioses—, pero conservó su palabra
sincera y lúcida entre gentes necias, ilusas o engañadas. Justamente
por su afán de proclamar una verdad que la hace libre es
por lo que debe pagar con su terrible destino y su cruel muerte,
de un modo ejemplar. No hay un destino más trágico que el de
Casandra: ser mujer, joven, bella y con anhelo de libertad, y conocer
y decir la verdad, impotente e inútilmente, en un mundo
violento, patriarcal y machista. La guerra de Troya es un episodio
mítico, lejano y, sin embargo, con muchos reflejos actuales.
(Véase TROYANAS.)
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