En la configuración de la figura
medieval del rey Arturo, idealizada por unos cuantos escritores
europeos de la Alta Edad Media, se superponen al menos tres
imágenes literarias. La primera corresponde a su representación
como caudillo heroico, un dux bellorum, símbolo de la resistencia
de los britanos frente a los invasores sajones a fines del
siglo V y comienzos del VI. Pero los doctos historiadores anglosajones
de los siglos siguientes, como Gildas (mediados
del Vi) y Beda (VII-VIII) no lo mencionan. Aparece citado por
vez primera en un breve pasaje de la Historia Britonum de
Nennio (siglo ix) y en otro de los sucintos Annales Cambriae
(siglo x) sólo como dux bellorum, es decir, un jefe guerrero que
obtuvo algunos triunfos al frente de sus jinetes.
Probable es que ahí se refleje un eco de la imagen de un notable
guerrero, último paladín de los celtas británicos, sometidos
por los invasores sajones. (Acaso un noble de ilustre familia
romana, de una gen s Artoria, enraizada en la Bretaña
insular.) Quizá eso indica que se desarrolla ya por entonces en
la fantasía popular de los vencidos la leyenda oral de un caudillo
invicto que se ha retirado malherido a un retiro misterioso,
la isla de Avalon, un más allá misterioso y feérico, donde aguarda
tiempos futuros para volver como redentor a liberar a su
pueblo del yugo opresor. Es la leyenda que luego se llamó «la
esperanza bretona», en la que Arturo está albergado al margen
de la Historia y aguarda su momento oportuno como un
redentor fatídico; es «el rey que fue y que ha de venir».
Una segunda imagen de Arturo nos lo presenta como un
rey magnífico, conquistador de vastas regiones de Inglaterra y
luego de Europa central, rodeado de una espléndida corte, con
una aureola imperial y un trágico ocaso. Así aparece de pronto
en una obra en prosa latina muy singular, la Historia Regum
Britanniae de Geoffrey de Monmouth, compuesta hacia 1135.
Este fabuloso «historiador» de origen galés glorificó con suma
fantasía el pasado céltico de Gran Bretaña, que ahora estaba
dominada por la dinastía normanda de los Plantagenet. El rey
Enrique II, esposo de la radiante Leonor de Aquitania, padre
de Ricardo Corazón de León, estaba interesado al parecer en
difundir la leyenda artúrica, para un mayor prestigio de su monarquía,
en cuyas gestas reverberaba la gloria de Arturo. Fue el
mismo Enrique quien apoyó la búsqueda de las reliquias del
rey Arturo. Pronto (hacia 1190), aunque ya había muerto el inquieto
monarca, los sagaces monjes de Glastonbury hallaron,
conviene decir que muy oportunamente, en el recinto de su
monasterio las tumbas de Arturo y su esposa Ginebra. (Con la
aparición del tenaz esqueleto del rey Arturo quedaba descartada
la esperanza bretona. El rey no se había ido con las hadas de
Morgana a Avalon, sino que se quedó, con su espada enorme y
una cruz con su nombre, muerto y enterrado en la famosa abadía
donde podían admirarse sus reliquias.)
En tercer lugar, Arturo destella como el radiante soberano
feudal de un reino un tanto fantástico, Camelot, en medio de
una corte lujosa y ejemplar, en las novelas corteses de la segunda
mitad del siglo XII y todo el XIII. Esa literatura novelesca,
primero en francés, a partir de Chrétien de Troyes sobre todo,
lo presenta como un paradigma del perfecto monarca cortés,
espléndido en sus gestos y justiciero según un ideal caballeresco.
Como los novelistas componían sus obras para sus señores
feudales, como Chrétien en la corte de Champaña, dejan en un
segundo plano el talante belicoso del rey, mientras que subrayan
qué bien sabía tratar con su ejemplar generosidad y cortesía
a sus leales caballeros dejándoles mucho margen para sus
aventuras personales y provechosas. Arturo preside la Tabla
Redonda acompañado por la bella reina Ginebra. Allí, a su alrededor
se reúnen, en asientos iguales, los valerosos y fieles caballeros,
como si fueran pares del reino, en un mundo ideal de esplendor
y etiqueta refinada. Sabe tratar a sus caballeros de la
Tabla Redonda con singular cortesía y generosidad. Obtuvo el
trono ayudado por el mago Merlin, pero lo mantiene por su
sentido de la justicia, y está flanqueado en la corte por su fiel
senescal Cai (Keu) y su ejemplar sobrino Galván (Gawaiñ o
Gauvain). Las hazañas, aventuras y prodigios de ese maravilloso
universo novelesco no están protagonizadas por el rey,
sino por sus ilustres caballeros. Arturo sólo preside, a veces
casi como un roi fainéant, «un rey desocupado», esas solemnes
sesiones y esas alegres fiestas, como el solemne y lento rey del
tablero del ajedrez, un juego muy medieval.
Quizá debemos agregar una cuarta imagen, más trágica: la
del viejo rey que debe vengar su honor maltrecho por el adulterio
de Ginebra y Lanzarote, del que se entera con muchos años
de retraso, ya en el crepúsculo de la caballería, y que luego es
traicionado por su sobrino (o acaso, según algún texto, su hijo
incestuoso), el felón de Mordred, y así acaba combatiendo entre
montones de cadáveres en la última y fatídica batalla, en los
llanos de Salisbury. Ese ocaso trágico del buen rey se cuenta en
la novela en prosa La muerte d el rey Arturo. (Compuesta hacia
1230, es decir, un siglo después de la Historia de los reyes de
Britania de Geoffrey de Monmouth.) La muerte del rey Arturo
significa el final sangriento de la caballería, que se destruye en
empresas heroicas como la búsqueda del Santo Grial y en batallas
fratricidas como esa última.
La fama de Arturo, el gran rey de la espada fulgurante Excalibur,
el magnífico monarca de una corte fastuosa, dedicada a
celebrar las proezas de los nobles y los amores al gusto cortés
de las bellas damas, ese rey Arturo, empeñado en conservar las
leyes de una cortesía caballeresca, en un mundo de prodigios y
de magos como Merlín y magas como Morgana, perdura en la
fantasía popular y en muchas novelas posteriores, como un
magnánimo monarca de un reino fantástico e ideal, un monarca
que impulsó la justicia caballeresca y defendió la cortesía
refinada, un rey magnánimo de un universo hermoso, que tal
vez no fue, pero debió haber sido.
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