miércoles, 3 de abril de 2019

APOLO, el dios del arco y la lira.

Escribió el neoclásico
Winckelmann que describir a Apolo exige un estilo muy sublime.
Conviene tener en cuenta el consejo y comenzar estas líneas
con un tono elevado.
Por ejemplo, con una cita de W. F. Otto (en Los dioses de
Grecia, Buenos Aires, 1973, pp. 49 y ss.):
Apolo es, después de Zeus, el dios griego más importante. Ya en Homero
era esa creencia indudable, y su sola aparición demostraba superioridad.
Es más: sus manifestaciones son realmente grandiosas en
muchos casos. La voz suena con la majestad del trueno cuando impide
seguir al bravo Diomedes (Iliada, V, 440). Sus encuentros con poderosos
e insolentes reflejan como en un símbolo de la caducidad de
todo ser terrenal, aun de los más grandes, ante el rostro de la divinidad.
Mientras la humanidad mantenga el sentido de lo divino no se
podrá leer sin un estremecimiento cómo se puso delante de Patroclo
y lo dejó pasmado en medio del asalto (litada, XVI, 788 y ss.). Tenemos
el presentimiento de que es él ante quien el más brillante de los
héroes, Aquiles, va a caer por tierra. «El más poderoso de los dioses»
lo llama el caballo parlante, Janto, al referirse al destino del héroe
{Iliada,XIX, 413).
La grandeza del Apolo homérico se ennoblece por la sublimidad
espiritual. Los artistas de los siglos poshoméricos han rivalizado en
demostrar en su imagen lo más excelso, triunfante y a la vez luminoso.
El Apolo del templo de Zeus en Olimpia es inolvidable para todos
aquellos que lo vieron una vez. El artista ha captado un momento de
imponente grandeza: en medio del más rudo tumulto aparece repentinamente
el dios, y su brazo extendido ordena silencio. En su rostro,
donde grandes ojos mandan con la supremacía de la mirada, resplandece
la nobleza. Un fino, casi melancólico rasgo de profunda sabiduría,
se dibuja en sus firmes y nobles labios. La apariencia de lo divino
en medio de la brutalidad y confusión de este mundo no se puede
imaginar en otra forma tan admirable. Sus otras imágenes lo caracterizan
también por la grandeza de su porte y movimiento, por el poder
de su mirada, por lo luminoso y libre de su presencia. En los rasgos
de su rostro, el vigor masculino y la claridad se unen al esplendor de
lo sublime. Él es la juventud en su más fresca flor y pureza. La poesía
elogia su cabellera ondeante que la lírica más antigua califica de áurea.
El arte lo representa casi siempre sin barba, erguido o caminante.
Sereno, distante, avanza el dios del arco y la lira, «el que
hiere de lejos», el que aparece majestuoso y radiante en la lejanía.
Su música es tan certera como sus flechas y sus palabras
proféticas. Representa un modo singular de ver el mundo: ese
aspecto que llamamos «lo apolíneo» y contraponemos, desde
Nietzsche al menos, a «lo dionisíaco». Dejemos unas líneas más
de comentario a ese rotundo estilo de Otto para dibujar esa
divina lejanía, serena y sabia:
¿Qué puede haber significado la lejanía presente desde un principio y
para la cual el arco es un símbolo, tan expresivo en un sentido superior?
Apolo es el más griego de todos los dioses. Si el espíritu griego encontró
su primer cuño en la religión olímpica, es Apolo quien lo manifiesta
de forma más clara. Aunque el entusiasmo dionisíaco fue un
poder importante, no caben dudas de que el destino del helenismo
era superar esa y todas las desmesuras, y sus grandes representantes
profesan el espíritu y la esencia apolínea con toda decisión. El carácter
dionisíaco quiere el éxtasis, por lo tanto proximidad; pero el apolíneo,
en cambio, claridad y forma, en consecuencia, distancia. Esta
palabra contiene un elemento negativo, detrás del cual está lo positivo:
la actitud del conocedor.
Apolo rechaza lo demasiado cercano, el apocamiento en los objetos,
la mirada desfalleciente, y también la unión anímica, la embriaguez
mística y el sueño extático. No quiere al alma, sino al espíritu. Es
decir: libertad de la proximidad con su pesadez, abulia y estrechez,
noble distancia y mirada amplia.
Apolo se enfrenta con el ideal de la distancia a la exaltación dionisíaca.
Para nosotros es de lo más significativo esa protesta suya contra
lo que iba a llegar posteriormente a los más altos honores con el cristianismo.
En Apolo nos saluda el espíritu del conocimiento contemplativo
que está frente a la existencia y al mundo, con una libertad sin par. Es
el genuino espíritu griego destinado a producir tanto las artes como
las ciencias. Era capaz de contemplar el mundo y la existencia como
forma, con una mirada libre de deseo y ansia de redención. En la forma
lo elemental, momentáneo e individual del mundo está guardado,
pero en su ser, reconocido y confirmado. Encontrarse con este mun
o exige una distancia de la que cualquier negación del mundo no era
capaz (W. Otto, id., pp. 63 y 64).
Es justo comenzar la evocación de Apolo con estas palabras
que recuerdan cuán grande y cuán significativo de la Grecia
clásica fue el dios de Délos y Delfos. Advierte la oposición entre
lo «apolíneo» y lo «dionisíaco», que nos resulta tan útil para
penetrar en la dialéctica de la religiosidad y la espiritualidad
griega. Luego podemos señalar que ese dios tan helénico vino
tal vez de Asia algo después que otros olímpicos, y que el puro
y sereno Apolo resulta a veces sanguinario en exceso. (Como
M. Detienne ha mostrado, hay algunos aspectos oscuros en el
luminoso dios de la profecía y la purificación.) Lo que Apolo
significa en el panteón olímpico, en ese juego de poderes y
dominios del politeísmo heleno, está claro ahí. Y éste es un
dios de la claridad, en un principio, en oposición al nocturno y
enmascarado Dioniso.
Pero Apolo es una deidad de origen probablemente asiático.
No aparece nombrado en las tablillas micénicas. Tal vez
en su origen fue un dios de los rebaños —en el Himno a Herm
es se menciona que era dueño de una numerosa vacada,
como la que tiene Helios en la Odisea—. En la litada Apolo
está a favor de los troyanos, tal vez por su relación con Licia.
(Pero su epíteto de Lycios puede ponerse en relación con el
nombre del «lobo», lykos.) Es un esbelto joven, ligero y rubio
como su hermana Artemis. No deja de ser paradójico que
Apolo, cuyo aspecto grácil y sereno parece encarnar mejor
que ningún otro la figura ideal de la serena belleza juvenil sea
quizá de origen oriental, un asiático adoptado y extremadamente
bien adaptado hasta el punto de constituirse en el canon
griego, modelo perfecto del kouros ideal de la estatuaria
arcaica.
Apolo es hijo de Zeus y de Leto, hermano gemelo de Artemis.
Los dio a luz Leto en la isla de Délos, que se ofreció a acoger
a su madre, perseguida por los celos de Hera. Por ello la
isla, antes errante, quedó fija y consagrada a Apolo, como una
isla santa donde no estaba permitido nacer ni morir. Artemis y
Apolo nacieron allí junto a una esbelta palmera. Se parecen
mucho ambos hermanos, ágiles, de rubios cabellos largos, amigos
del arco y de las flechas. Uno y otra están unidos a la juventud
y a la pureza.
Artemis es diosa de la virginidad y protege a las doncellas.
Y es también una deidad de las fieras y animales del bosque. Es
más cazadora que Apolo, y más montaraz, seguida de un cortejo
de gráciles ninfas. Gusta, en cambio, el dios de favorecer empresas
heroicas, civilizadoras, y, en definitiva, más vinculado a
las aventuras humanas. No sólo usa sus flechas para abatir enemigos
y castigar a blasfemos —como castigó con Artemis a los
hijos de Níobe, asaetándolos a todos—, sino también puede
enviar con ellas la enfermedad, como esa peste que ataca a los
aqueos al comienzo de la litada. Cuando dispara de lejos, no falla
su blanco, es Hekaergos, y su luminoso arco de plata es el
arma perfecta para esa actuación.
Son muchos los epítetos de Apolo. Junto al de Licio, el más
frecuente es el de Febo {Phoibos, «el Puro», «el Luminoso») y
luego el de Peán, Patán, (probablemente «el Curador»), que es
también el nombre del canto de victoria celebrado en su honor.
(.Paiawon, «Curador» sí está atestiguado en las tablillas micénicas,
pero no sabemos si se refiere a un dios menor luego asimilado
a Apolo.) Hay epítetos más raros, como el de Smintheus,
en el canto I de la Iliada, que seguramente significa «Ratonero»
(el que ahuyenta las ratas de la peste).
Apolo es todo un arquetipo del joven bello, atlético y muy
masculino, lleno de la gracia de la edad y de vigor floreciente.
Su aparición está siempre rodeada de fulgor. Aunque cuando
se enfurece cruza negro los cielos; «iba semejante a la noche»
dice Homero. Avanza a grandes zancadas cuando cruza los espacios
más diversos. Pero entra con solemnidad, rodeado de
luz y música, en la asamblea olímpica de los dioses, como relata
el Himno homérico de su nombre. Los demás dioses, a excepción
de Zeus y de Leto, se levantan de sus asientos admirando
su figura y su noble presencia, cuando entra en la gran sala,
acompañado de su lira.
Es el patrón de las colonizaciones que los griegos dirigen,
tras consultar su oráculo, a las costas mediterráneas. Desde su
santuario de Delfos, en los repliegues del monte Parnaso el dios
profético ofrece indicaciones a los navegantes y colonos audaces
que parten a la aventura de fundar nuevos asentamientos en
otras tierras. Es no sólo profeta, sino sabio, es patrón de la música
y otras artes, y es el jefe y guía del coro de las Musas.
La isla de Délos, isla pedregosa y santa en medio del Egeo,
es venerada como la cuna del dios, pero Delfos es su santuario
más frecuentado y famoso. Allí en ese espléndido marco montañoso,
abierto sobre el mar corintio como un semicírculo teatral,
se yergue el templo de Apolo, y a él acuden riadas de suplicantes
para preguntar sus cuestiones a la Pitia. Delfos es el
ombligo del mundo, según la expresión griega. Allí, en el
abrupto valle, Apolo derrotó en combate duro a la dragona
autóctona, la sierpe Pitón, y sobre sus restos mantuvo el oráculo.
Allí reside la Pitonisa que, inspirada por el dios, sentada sobre
un sacro trípode en una gruta bajo el templo, emite süs vaticinios,
un tanto ambiguos en general. Apolo es llamado Loxias,
«el Torcido», porque sus mensajes son enigmáticos, tan profunda
es su expresión que desafía el talento del intérprete a
menudo. Como bien dijo el filósofo Heráclito en una rotunda
sentencia: «El dios, cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni
oculta, sino que indica» (frag. 93 B, Ho ánax, hoú to manteion
estito en Delphots oute lég eio u te kryptei, allá semaínei).
Tiene el dios otros santuarios, como los de Claros y Efeso
en la costa jonia, pero ninguno puede rivalizar en éxito y fama
con el de Delfos, centro de atracción para todos los griegos e
incluso para algunos piadosos bárbaros (como el rey Creso de
Lidia). Al matar a la serpiente local, Apolo se apropió el oráculo
pítico que antes fuera de la Tierra, Gea. Allí se celebraban en
su honor los Juegos Píticos cada cuatro años.
Pero en Delfos se rinde también culto a Dioniso, en los meses
en que Apolo se ausenta para visitar a los piadosos Hiperbóreos,
viajando hacia el Norte. También Dioniso tiene algunas
fiestas en lo alto de los picachos que rodean el santuario y
un templo menor en el recinto sacro. Es aquél un santo lugar,
donde corretean las Musas de Pieria en alegre cortejo. Como
ninfas memoriosas y danzarinas, están siempre prestas a seguir
las indicaciones del Musageta, Apolo, maestro del ritmo y la
palabra pautada por los sones cristalinos de la lira. (Son esas
mismas Musas las que pueden en un día señalado acudir festivas
a saludar, en una comarca vecina, a un poeta pastor como
Hesíodo para hacer de él un vate inspirado y regalarle como
símbolo un buen báculo poético.) Allí fluye la famosa fuente
Castalia, de aguas puras, que frecuentan las Musas y los peregrinos.
Apolo es un dios de múltiples amoríos, algunos desdichados.
De entre sus hijos, el predilecto y más famoso es Asclepio,
que heredó de él su habilidad para curar. Pero llegó tan lejos en
su arte médico que resucitó a un muerto y fue castigado por
Zeus, que lo fulminó de un rayo, por transgredir los límites
humanos. Apolo se enfureció tanto por la muerte de su hijo,
que se vengó matando a los cíclopes que habían forjado el arma
flamígera de Zeus. Luego tuvo que expiar esa muerte mediante
una purificación de algunos años guardando rebaños como
siervo de Admeto, rey tesalio. El adivino Mopso es también
hijo suyo, y de él ha heredado su don profético.
Es curioso que el bello dios haya tenido bastantes aventuras
amorosas fallidas. Persiguió en vano a la ninfa Dafne, que prefirió
una metamorfosis en laurel a ser apresada por su abrazo
erótico. También la doncella Castalia prefirió despeñarse desde
las alturas del Parnaso por donde luego surgió la fuente que
lleva su nombre para huir de su acoso. Casandra, después de
haber obtenido el don de la profecía, se negó a otorgarle sus
favores y eligió permanecer doncella, a pesar de la maldición
de Apolo. Marpesa prefirió tener amores con un mortal, Idas.
Corónide, que ya estaba encinta de Apolo, lo traicionó con un
humano, Isquis de Arcadia. (El dios la mató y, ya en la pira, extrajo
del vientre femenino a su hijo Asclepio.) También acabó
mal su amor con Jacinto, al que mató por accidente con el disco
en un certamen atlético. (De la sangre del joven amado por
Apolo surgió la flor de su nombre.)
Apolo es feroz en sus venganzas, como su hermana Artemis.
Junto con ella mató a flechazos a los gigantes Oto y Eialtes,
que habían atacado a Hera, y al violento Ticio, que intentó
violar a Leto. También en compañía de su hermana asaeteó a
los catorce hijos de Níobe, que se había jactado de ser más prolífica
que Leto. Despellejó al sátiro Marsias que se atrevió a
competir con él, con su vulgar flauta contra la noble lira, y premió
con orejas de asno a Midas que prefería la flauta de Pan a
la lira de Apolo.
Febo es el dios de la claridad y de la forma dibujada en la
luz diáfana. Fue adorado como dios del sol, y como Sol divino,
desplazando al antiguo Helios (como Artemis desplazó a Selene,
como diosa de la Luna). Es el dios de las purificaciones,
Phoibos, Febo, y él mismo tuvo que purificarse de sus crímenes
alguna vez. En su enfrentamiento a su hermano Dioniso se percibe
lo que lo distingue entre todos los dioses: su serena actitud,
su distanciarse para iluminar y conocer, el estar al servicio
de los hombres como dios civilizador, curador y organizador
del mundo claro. Lo apolíneo se opone a lo dionisíaco, pero lo
característico del pensamiento griego es advertir cómo esa tensión
es vivificante y dialéctica. Frente al patetismo y el frenesí
de Dioniso, Apolo es un dios distante, aunque ya dijimos que
también él aparece alguna vez, en rituales de purificación,
cruel y sanguinolento. (Sobre el enfrentamiento de lo apolíneo
y lo dionisíaco se ha escrito mucho, desde que F. Nietzsche introdujera
tan sugestiva oposición. H. Fraenkel, K. Reinhardt,
B. Vickers, y otros, han tratado el tema con una hondura y
amplitud que no podemos ni siquiera resumir aquí.)

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