En 994, cuando Almanzor gobernaba de hecho Al Ándalus, nació una niña rubia, con
vetas pelirrojas, bellísima, de ojos azules y piel muy blanca. Le pusieron Wallada por
nombre. Su padre Mohamed, bisnieto del gran Abderramán III, llegaría a ser califa
durante dos años, mientras que su madre fue la esclava cristiana Aminam.
Su infancia transcurrió tranquila en una almunia palaciega que la familia poseía
en las cercanías de Córdoba. Activa y muy curiosa, Wallada se aficionó desde
pequeña a actividades tradicionalmente masculinas, como montar a caballo o la
cetrería. A medida que crecía su belleza se incrementaba y a su padre comenzó a
preocuparle el que se exhibiera en público de manera tan desinhibida.
—Wallada, hija, ya vas siendo mayorcita y pronto serás mujer, no es bueno que
juegues con niños y practiques ejercicios violentos. Ya debes quedarte en el harén,
con el resto de niñas, aprendiendo a bordar y a cantar.
—Pero padre, a mí me gusta jugar al aire libre, en el harén me aburro mucho.
—Ya te acostumbrarás. Si sigues en la calle, no podremos encontrarte un marido.
—No quiero marido, padre, no me quiero casar para estar todo el día encerrada.
—¡Qué potrillo más salvaje eres, Wallada! No sé si podremos hacer carrera de ti.
Pero a Mohamed, en el fondo, le hacía gracia la forma de ser de la niña, a la que
idolatraba y consentía. Era su única hija y, al no tener varones, hizo que le
acompañara a algunos viajes de caza e, incluso, a ciertos actos oficiales. Wallada
nunca olvidaría la visita que hicieron a la gran ciudad de Medina Azahara, en una de
las escasas ocasiones que el extraño y misterioso califa Hixam II concedió una
recepción para los familiares omeyas y para los altos cargos del reino. Los jardines
maravillosos, las fuentes de mármol y alabastro que cantaban las glorias de Alá, los
palacios que glorificaban los sentidos, todo le pareció pura poesía. Jamás había visto
nada tan hermoso, y en su mente infantil ya quedó grabada para siempre como la
imagen del mismo Paraíso, allá donde decían los ulemas que iban las personas buenas
después de morir. Agrupada junto a otros niños, pudo observar al califa desde lejos,
mientras los trasladaban solemnemente hasta el rico Salón del Trono. Le pareció
débil y tambaleante, una imagen muy alejada de la que ella tenía del poder, que
imaginaba fuerte y espléndido. El califa llevaba media cara cubierta por una gasa, por
lo que apenas pudo verle el rostro.
—Padre —le preguntó cuando regresaban a su almunia—. ¿Por qué llevaba el
califa la cara tapada?
—De vez en cuando su rostro tiembla, y no le gusta que le vean así.
—Parecía enfermo y débil. ¿Es un buen califa?
—Es una simple marioneta, el desprestigio de los omeyas. En verdad quien
manda es su madre Subh y su amante Almanzor, que Dios lo envíe pronto a lo más
profundo del infierno.
—Padre, no entiendo lo que dices, ¿por qué no me lo explicas mejor?
—Déjalo, eres demasiado joven para entenderlo. Y lo mejor que puedes hacer en
Córdoba es no hablar de política, si no quieres que tu cabeza termine sobre una
bandeja.
Ni siquiera en la adolescencia y primera juventud lograron sus padres recluir a
Wallada en la discreción del harén, ya que siguió disfrutando de la libertad del campo
y de sus aficiones. Pronto la poesía ocupó un lugar muy destacado entre ellas. Leyó
cuantos libros disponía la nutrida biblioteca de su padre y comenzó a frecuentar las
veladas musicales y poéticas que organizaban en los jardines de la almunia durante
las olorosas noches de verano. En una de ellas conoció a un joven llamado Ibn
Abdus, que no le quitó ojo de encima, sonriéndole estúpidamente. Wallada recitó esa
noche tiernos versos de amor, que sin duda traspasaron de por vida el corazón de
aquel joven inteligente y ambicioso.
—Hija —le comentó su madre pasados unos días—. Parece que el prometedor
joven Ibn Abdus está loquito de amor por ti.
—¿Ibn Abdus? —disimuló Wallada—. ¿Quién es?
—¡Lo conoces, no intentes disimular! ¡Si estuvo babeando contigo toda la noche!
—No me gustó.
—A mí tampoco me gusta para ti, es demasiado joven y su familia tiene menos
rango que la tuya. Sin embargo es guapo, trabajador y con aspiraciones. Se rumorea
que podría llegar a ser alguien importante.
—No me importa lo que sea o lo que deje de ser.
En efecto, Ibn Abdus quedó profundamente enamorado de ella, aunque su familia
le impidió pedir la mano de Wallada, que se convirtió en su obsesión a partir de ese
día. Wallada era de sangre omeya e Ibn Abdas simplemente era hijo de un plebeyo
dignatario. El joven se juró que dedicaría su vida a conquistarla, por lo que redobló su
trabajo y estudio, pues tenía necesidad de ascender con rapidez para poder optar a la
mano de su amada Wallada.
Tras la caída de Hixam y su asesinato por Suleymán, la política cordobesa fue
haciéndose más y más convulsa, con continuos golpes de estado y cambios de califas.
Pero lo que más afectó a Wallada fue la noticia de que Medina Azahara había sido
destruida. Esa noche lloró largamente por la desaparición de lo que había creído el
paraíso. Al día siguiente, acompañada por dos guardianes, cabalgó precipitada hasta
la ciudad califal. Cuando llegó no pudo dar crédito a la devastación que sus ojos
apreciaron. Todo se había hundido. Las ruinas aún humeaban, cuatro días después del
asalto de los bereberes de Suleymán. Lo maldijo en silencio: ¿cómo alguien podía ser
tan ruin, tan bárbaro, tan miserable, como para destruir una joya como Medina
Azahara levantada por sus antepasados? Y recordó las proféticas palabras de su padre
en torno a los riesgos de la política que podía hacer caer incluso al mismísimo califa.
Durante una semana apenas si probó bocado, melancólica y ausente. Compuso
algunos poemas que irremediablemente terminaba destruyendo, por parecerles
insuficiente glosa para algo tan hermoso como la ciudad devastada.
—No se puede ser débil, hija —le comentó su padre—. Si no, tus enemigos te
destrozarán. Procura aprender esta lección y no la olvides nunca.
Tras la destrucción de Medina Azahara la inestabilidad se acentúo de manera
grave. Su padre reforzó la seguridad de la almunia, temeroso del posible ataque de
cualquier facción disidente. Mientras tanto, Wallada rechazaba a uno y otro
pretendiente, pues no deseaba casarse. Su padre no quiso obligarla a contraer
matrimonio con ninguno de sus compromisos.
—Padre, prométeme que nunca me forzarás a casarme con quién no quiera.
—Te lo prometo, hija. Tienes sangre califal y debes de ser libre. Pero espero que
pronto aceptes marido, porque algún día quiero ser abuelo.
Inmiscuido en las cosas de la política, su padre comenzó a ausentarse de la
almunia, para así poder asistir a diversos actos civiles y religiosos en la Córdoba
capital. Una noche, tras su regreso, le comentó a Wallada.
—Hija, vamos a trasladarnos a Córdoba. La situación política se complica y
quiero estar cerca de los cenáculos. Son muchas las voces que apuestan por un
cambio en la situación actual, que precisa de un hombre fuerte al frente del califato.
Y no te debo ocultar que mi nombre sale cada día con mayor frecuencia.
—Padre, por favor, no lo hagas, no te metas en líos, puede ser muy peligroso…
—El destino está en manos de Alá, sólo Él sabe. Pero mientras tanto, quiero
pedirte un favor. Yo tengo que partir ahora en un viaje hacia el norte. Estaré unas
semanas fuera y quiero que mires algunos palacios que han seleccionado para
nosotros. Me gustaría comprar algo para trasladarnos. No tiene por qué ser demasiado
grande, pero me gustaría que fuese hermoso.
—Sí —se entusiasmó Wallada—. Y que tenga un patio con una fuente, y un
mirador sobre ella. No te preocupes padre. Los visitaré y a tu vuelta ya estará
decidido adónde nos trasladaremos a vivir.
Wallada, que ya pasaba de los veinte, tenía una vida sorprendentemente libre para
lo que era habitual en las mujeres de su época. No se cubría ni el rostro ni el cabello,
que llevaba libre y resplandeciente para escándalo de los más puritanos y estrictos.
Salía y entraba de su casa a voluntad y pasaba temporadas en casa de familiares y
amigas, al tiempo que asistía a frecuentes veladas literarias y poéticas en la que
participaban pocas mujeres libres.
Wallada no dudó qué palacio elegir. Lo reconoció apenas cruzó la penumbra de su
zaguán y la luminosidad de su patio regó de alegría su mirada. No quiso seguir
mirando más casas. Ese era el palacio que su padre debía adquirir. Dos meses
después, la familia se trasladaba a su nueva residencia urbana, aunque también
mantuvieron la almunia a la que se mudaban durante los calurosos meses de verano.
Wallada animaba a su padre a participar en veladas poéticas y le desaconsejaba seguir
inmiscuyéndose en aquellas intrigas y conjuras palaciegas en las que cada vez se
encontraba más implicado. Y así pasaron varios años en la vida de Wallada, que
siguió soltera por libre voluntad y cuya fama de poetisa y de mujer libertina
comenzaron a extenderse por toda la ciudad.
La existencia de Wallada cambiaría radicalmente a principios de 1024. Su padre,
tras liderar una conjura y asesinar al anterior rey Abderramán V, fue proclamado
califa como Mohamed III. Wallada, que por entonces ya tenía treinta años, ascendió
al honor de princesa, como hija única del califa que era y fue sumamente solicitada,
pero ella no se sintió feliz durante ese tiempo. Su padre se trasladó al Alcázar califal,
pero ella prefirió quedarse en el palacio familiar con su servicio más cercano.
Algunas semanas se trasladaba al Alcázar, para estar más cerca de él. Sufría por las
continuas críticas que su padre recibía, al tiempo que temía por su vida. Muchos
califas habían finalizado sus días asesinados y su padre podría ser el siguiente.
—Padre —le comentó en uno de los encuentros que mantuvieron durante ese
periodo—. La gente murmura continuamente, se queja de la crueldad de tu gobierno
y de lo arbitrario de tus decisiones. Estoy muy preocupada, cualquier cosa mala
puede pasar.
—No te preocupes, hija. Desde la muerte del infame Almanzor, el reino vive
sumido en una inestabilidad suicida. Sólo una mano firme puede enderezar este
caballo desbocado.
—Padre, ten cuidado, por favor.
—Pronto te sentirás orgullosa de mí. Restauraré el gran poder de los omeyas
sobre este Al Ándalus que agoniza.
—Alá te oiga, padre, ojalá escuche tus plegarias.
Wallada se quedó intranquila tras el encuentro de su padre. Lo había notado
desmejorado, nervioso y fuera de sí. Pronto el devenir de los acontecimientos
justificó sus temores. Otros candidatos al califato comenzaban a organizar sus
ejércitos para luchar contra Mohamed III, al que acusaban de déspota y cruel.
Asustada, procuraba enterarse por gente de su confianza de las cosas de palacio y de
la marcha de la política, pero lo que escuchaba no le gustaba nada. Su padre se iba
quedando solo, mientras que las fuerzas de su oponente y pariente Yahya crecían cada
día. Ella misma lo fue notando en la disminución de las visitas de los cortesanos
arribistas, temerosos, quizás, de que su nombre quedara vinculado al de un califa que
comenzaban a ver débil.
Wallada, a finales de 1025 enfermó y tuvo que acostarse aquejada de altas fiebres
e inapetencia. Durante quince días sufrió alucinaciones y delirios y fue atendida por
los médicos califales. Una tarde, recibió en sus aposentos del Alcázar la inesperada
visita de su padre el califa.
—Hija, he venido a despedirme.
—¿Despedirte? ¿Adónde vas?
—Mis enemigos se acercan y la corte es un nido de víboras traidoras. No puedo
fiarme de nadie, y por eso he venido a pedirte ayuda.
—¿Mi ayuda? Estoy enferma, ¿cómo podría ayudarte?
—Tengo que salir esta misma noche. Sólo te pido que me ayudes a vestirme de
mujer y que me prestes a dos de tus criadas de mayor confianza.
—¿Vestirte de mujer? Pero ¿qué dices, padre?
—Yahya se acerca con un poderoso ejército a Córdoba, donde tiene muchos
seguidores. Incluso mis visires ya trabajan en secreto para él y mi harén está infestado
de espías a su servicio. No puedo fiarme de nadie, ya que han pensado asesinarme en
estos próximos días. No me queda más remedio que huir hasta alcanzar Zaragoza,
donde tengo aún ciertas personas de mi confianza.
—¡Padre, te prenderán, es imposible que escapes con una treta tan burda! ¿No es
mejor que te quedes al frente de tu ejército y luches contra el usurpador?
—No tengo ejército, mis generales traidores se han pasado al enemigo. Sólo me
queda huir e intentar recomponer fuerzas. Marcharé con tus dos criadas y uno de mis
servidores, que me esperará mañana a cierta distancia con un carro. Creo que mi plan
funcionará.
Wallada lo vio salir con su patético disfraz, indigno de un califa. Nada le dijo, por
no avergonzarlo aún más. Supo que por siempre guardaría esa imagen demudada de
su progenitor. Intuyó que no saldría vivo de su intento de fuga y pensó que si tenía
que morir, mejor lo hubiera hecho de pie, al frente de sus ejércitos, como un auténtico
califa. Pero huyó como un cobarde hacia un destino incierto sin gloria ni honor. Sólo
le quedaba ya esperar el desenlace fatal. Wallada recogió algunas joyas y enseres de
valor de su padre y regresó a su palacio, temerosa de la reacción política ante la
desaparición califal. La trágica noticia no tardó en llegar hasta Wallada, apenas
pasada una semana: su padre había sido asesinado, envenenado, por su criado a la
altura de Uclés. Yahya sería nombrado nuevo califa.
Wallada, aún no del todo recuperada de su enfermedad, lloró por la muerte de su
padre, al que no pudo dar ni siquiera un entierro digno. A pesar de haber caído en
desgracia, salió orgullosa y con la cara descubierta bien alta hacia la mezquita.
—Señora —le recomendaban sus criadas—. No debe salir a la calle, es peligroso,
los partidarios de Yahya han tomado la ciudad.
—Soy princesa omeya, hija de califa, y no me amedrentaré ante nadie. Nunca,
jamás, agacharé la cabeza, que tome nota toda Córdoba.
El nuevo califa no tomó represalias contra ella, admirado por su gallardía:
—Mohamed fue indigno de su hija. Huyó como un cobarde disfrazado de mujer,
mientras que Wallada se comporta con la dignidad del más valiente de mis generales.
Wallada vendió sus derechos de sucesión real y diversas propiedades familiares
para conseguir así su independencia económica. Fue entonces cuando comenzó a
organizar sus veladas literarias en su palacio remozado. Pronto, su fama se extendió
por todo Al Ándalus y los poetas de las distintas regiones del reino suspiraban por
asistir al más reputado de los salones poéticos. Wallada era la princesa poetisa que
reunía en su casa a lo más granado del arte y del poder andalusí.
La princesa gustaba mostrar su independencia y carácter, y paseaba con el rostro
descubierto por las calles de Córdoba, acompañada, en muchas ocasiones, por poetas
y artistas. Y decían las malas lenguas que llevaba bordado en sus ricos trajes los
siguientes versos provocadores:
Por Alá que merezco cualquier grandeza.
Y sigo con orgullo mi camino.
En una de esas veladas, Wallada conoció al hombre que marcaría el resto de sus
días. Le fue presentado Ibn Zaydún, un joven prometedor en la poesía y la política.
Hasta la medianoche, compitieron recitando versos improvisados, en un duelo
galante. Sus corazones quedaron unidos desde ese momento. Ibn Abdas, su eterno
pretendiente, que también asistía a la velada notó, celoso, la galante conexión entre
ambos.
—Ten cuidado con Ibn Zaydún —le susurró a Wallada—. Apoya al bando
enemigo y no te conviene que te relacionen con él. Podría ser peligroso para ti.
—Nadie me tiene que decir con quién tengo que ir o con quién no, Ibn Abdas,
deberías saberlo a estas alturas.
—Disculpa si te he molestado, creía que era mi deber advertirte. No volveré a
hacerlo nunca más.
Dicho esto, se retiró lamentando su impertinencia. Seguía enamorado de Wallada
y no podía soportar sus juegos de seducción con el que consideraba rival. Pero sus
celos estuvieron fundados en esa ocasión: Wallada e Ibn Zaydún cayeron
profundamente enamorados a partir de esa noche y pronto comenzaron a
intercambiarse cartas de amor encendido. Decidieron tener sus encuentros en el más
absoluto secreto, ya que Ibn Zaydún trabajaba para una estirpe enemiga de los
omeyas que acababa de alzarse con el poder. Ni a él le convenía que le relacionaran
con Wallada ni a la princesa con el poeta cortesano, así que nadie supo de sus citas
furtivas en las que se besaban, se buscaban y gozaban con todo tipo de caricias y
deleites. Y durante ese romance apasionado siempre giró la poesía, poeta ella, poeta
él. Para su primera cita, Wallada depositó discretamente sobre la mano de su amor
unos versos que comenzaban:
Espera mi visita cuando las sombras sean oscuras,
pues la noche será el mejor aliado para nuestro secreto.
Tras la cita, al día siguiente Ibn Zaydún le hizo llegar un poema en el que podía
leerse:
Cuando la noche nos cubrió con sus velos,
bebimos, gozosos, el néctar de nuestros labios.
Y así transcurrió el tiempo hermoso de su amor, entre encuentros furtivos,
poemas y besos. Y mientras, el salón literario de Wallada seguía resplandeciendo
sobre las artes de toda Al Ándalus. Pronto, la princesa comenzó a recibir e instruir a
sus propias alumnas, entre las que destacó Muhya, una muchacha de origen humilde,
de chispeante inteligencia y especial sensibilidad artística. La princesa omeya se
encariñó con ella y la invitaba a pasar largas temporadas en su palacio.
En ocasiones, Wallada e Ibn Zaydún coincidían en las veladas poéticas, en las que
se retaban con versos de amor y pasión para el deleite de los asistentes. Pero además
del amor, solían componer versos a la más hermosa de las ciudades, aquella cercana
Medina Azahara ya convertida en ruinas por la estupidez humana.
Aquella noche, fue Ibn Zaydún quién comenzó con los versos nostálgicos:
¡Medina Azahara, con que ansia te recuerdo!
Eran así nuestros días pasados cuando,
gozando el sueño del destino,
fuimos ladrones de placeres.
Wallada, con la añoranza de las grandezas perdidas de su familia, le respondió
con sentimiento:
—¡Oh, Medina Azahara!, he dicho ¡vuelve!, y ella me ha contestado:
¿Es que acaso vuelve lo que está muerto?
Durante su idilio, Wallada fue feliz. El amor la hermoseaba, le hacía apurar con
placer cada pequeño detalle de su existencia. Y sumergida en las cálidas aguas del
amor, no percibió que las visitas de Ibn Zaydún se espaciaron, ni que sus encuentros
disminuían, ni que las evasivas anidaban en sus conversaciones. No vio o no quiso
ver lo que para Muhya iba siendo una evidencia.
—Lo hermoso siempre es breve —le comentó un día su discípula—. Como la
flor, como la gota del rocío… como Medina Azahara.
—No siempre es así, Muhya —le respondió Wallada pensando que su amor sería
eterno—. También está el sol, la luna, los astros, que son hermosos y permanecen.
—El sol quema y mata. Y la luna muere cada mes. Sigo pensando que lo hermoso
tiene esencia de fugacidad, de efímero.
—¿Por qué dices eso?
—Por nada, por nada…
Esa misma tarde, Wallada descubrió como el desamor, los celos y el engaño
muerden con más dolor y saña que el perro más rabioso. Aunque en principio había
decidido permanecer esa tarde en casa, finalmente cambió de parecer y llamó a su
esclava negra para que le ayudara a arreglarse. Al no encontrarla, preguntó por ella y
todo su servicio le respondió con evasivas y con la mirada baja. Extrañada tanto por
la ausencia de su esclava como por el extraño comportamiento de las criadas también
le preguntó a Muhya que atravesaba en ese momento uno de los patios.
—¿Has visto a Malinka? La necesito y no logro encontrarla.
—¿Cómo vas a encontrarla si no está aquí?
—¿Sabes dónde está?
—Creo que donde ha estado durante estos últimos días…
—¿Dónde? ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué me ocultáis?
—Estás ciega y no quieres ver —Wallada creyó apreciar una sonrisa maliciosa en
los labios de su discípula—. No seré yo quien te quite el velo de tus ojos.
—Pero, Muhya, ¿qué quieres decir? ¿Qué estás insinuando?
Su discípula no le respondió y, de manera precipitada, abandonó el patio. Wallada
quedó paralizada, mientras que la realidad comenzaba a mostrársele lentamente ante
sus ojos. Y el tormento de las dudas primero dio paso al suplicio de la sospecha. Le
vinieron entonces a la memoria miradas furtivas, sonrisas, coqueteos, escapadas,
excusas y evasivas, hasta que lo comprendió todo. Ibn Zaydún la engañaba con su
propia esclava. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida, tan crédula, tan imbécil? ¿Es
que el amor hace necio al inteligente o ciego al que ve? A punto estaba de caer al
suelo, desmayada por la conmoción, cuando entró en el patio la maldita esclava. Traía
el pelo alborotado y las ropas revueltas, caminaba nerviosa y envuelta en el olor
varonil de narciso y jazmín que ella tan bien conociera. Pero lo peor fue su mirada
esquiva. Apenas si la cruzaron durante un instante, pero Wallada leyó toda la traición
que encerraban. Si poderlo evitar, la abofeteó con ira incontrolada, fuera de sí:
—¿Qué has hecho? ¿Cómo has podido hacerme esto?
—Perdón, perdón, yo…
Wallada cesó de golpearla, no tenía ningún sentido, no era más que una pobre
desgraciada que sería enviada al día siguiente al mercado de esclavos y malvendida al
más vicioso, viejo y malformado comprador que encontraran.
Ibn Zaydún, profundamente avergonzado y arrepentido de su aventura con la
esclava, quiso obtener el perdón de su amada. Pidió verla, pero Wallada se negó a
recibirle, enviándole un poema de desdén y rechazo.
Sabes que soy la luna de los cielos,
luz blanca y hermosa.
Pero, para tu desgracia, has preferido la oscuridad y la miseria.
Sumérgete en el pozo negro de las cloacas,
porque nunca entrarás de nuevo en mi paraíso.
Pero aún Wallada tendría que probar el escozor de una nueva traición. Muhya, su
discípula preferida, aquella humilde niña hija del vendedor de higos que un día llamó
a su casa, aquella joven que crió y enseñó en su casa, se marchó de repente, sin un
adiós, sin una explicación, sin un agradecimiento. Y recordó la sonrisa maliciosa en
su rostro cuando buscaba a la maldita esclava negra. Wallada llegó a temer que
también estuviera enamorada del adúltero Ibn Zaydún. Las sospechas y los celos
hirvieron en su alma al punto de volverse loca. ¿Habrían sido también amantes? En
los harenes siempre se repetía aquello de que la mejor amiga es siempre la que va a
intentar quitarte a tu amor. Que la amistad femenina siempre enmascara una rivalidad
encubierta. ¡No! ¡Eso no podía cierto, no eran sino maledicencias de esclavas y
concubinas! Tenía que sacarse esas amargas dudas de su cabeza, si no quería
enloquecer.
No tardaría ni dos días en conocer la felonía de Muhya. Le llegaron en forma de
versos. Otra discípula se los trajo, avergonzada.
—Mira lo que Muhya escribe de ti, mientras te ridiculiza en público.
A punto estuvo de caérsele de las manos mientras leía aquellos versos que la
humillaban en su más íntima condición de mujer. Sólo alcanzó a leer los primeros
versos, incapaz de soportar el fuego candente de su hierro.
¡Oh, gran Wallada!
Al final te has convertido en una vieja solterona,
de vientre seco y sin marido alguno,
cuando por fin has descubierto lo que te ocultaban.
Su corazón se endureció y rechazó los amagos de arrepentimiento de su antiguo
amor. Le llegaron a los oídos que Ibn Zaydún lloraba en las noches su ausencia y que
sus esclavos le escuchaban deambular sin rumbo murmurando su nombre. El poeta
felón repetía que seguía enamorada de ella, y que esperaba obtener algún día su
perdón. Pero Wallada ya nunca le perdonaría. Una tarde, recibió uno de sus poemas
encendidos:
Desde que estás lejos de mí
mi corazón se desangra por volverte a ver,
y mis ojos son torrentes de lágrimas.
Ahora, sin ti, mis días son tristes y oscuros;
mientras que antes, contigo, mis noches eran blancas y luminosas.
Wallada, rompió en mil pedazos aquellos versos que ya nada significaban para
ella. Y no respondió. Su silencio, desprecio y desdén fueron el castigo más duro para
el traidor.
Para Ibn Zaydún las cosas discurrieron de mal en peor. Al intenso mal de amores
que sufrió con severidad extrema, se unió la caída en desgracia política de la familia
que él siempre había apoyado, lo que también le arrastró. Perdió salarios y honores,
pero no quiso marcharse de Córdoba, para seguir cerca de su amada Wallada, a la que
todavía esperaba poder recuperar. Una noche, conocedor de que la princesa omeya
celebraba una velada poética en su palacio, el poeta en desgracia se acercó hasta su
puerta, acicalado con sus mejores galas, con la esperanza de que lo dejaran entrar.
Enterada Wallada de su presencia, ordenó a voz en grito a sus criados, para que el
resto de invitados pudieran escucharla:
—¡Echad a la calle a puntapiés a ese perro bastardo! ¡No es digno de la poesía ni
belleza que habita en esta casa y en sus invitados!
Humillado, desesperado, Ibn Zaydún pareció enloquecer. Algunos testigos lo
vieron deambular sin rumbo durante toda la noche por las estrechas callejas
cordobesas mientras emitía sonidos ininteligibles. A partir de esa noche, muchos
fueron los que lo vieron caminar sobre las ruinas de Medina Azahara, sobre las que
pasaba la noche bajo la luz de la luna. Al principio, algunos pastores penaron que se
trataba del espectro de algún príncipe omeya, pero pronto advirtieron de que se
trataba de un demente excéntrico al que no convenía acercarse demasiado.
—Ten cuidado con él —le dijo una noche un pastor a su zagal—. No te acerques,
dicen que es un poeta que enloqueció de amor.
Durante varias semanas, Ibn Zaydún se convirtió en el único habitante de Medina
Azahara, hundido en negros presagios y cavilaciones. Mientras, los acontecimientos
políticos se precipitaban en Córdoba. La nueva situación política impulsó la carrera
del ambicioso e inteligente Ibn Abdas, que fue nombrado visir. Ibn Abdas, recién
nombrado, visitó a Wallada, orgulloso de su responsabilidad, para presentarle sus
respetos y ponerse a su disposición para cualquier cosa que pudiera desear.
—Te agradezco mucho tu visita, Ibn Abdas. Y que te acuerdes de mí ahora que
eres visir todopoderoso.
—No soy todopoderoso. Si lo fuera, hubiera podido conquistar tu corazón… del
que sigo enamorado como el primer día, hace ya tantos años.
Todos los día, Ibn Abdas enviaba algún presente a la princesa, con la esperanza
de conquistarla. Después de un tiempo soportando los celos por su relación con Ibn
Zaydún, ahora le había llegado el dulce momento de la venganza.
—Prended Ibn Zaydún —ordenó al capitán de sus guardias—, por traidor y por
enemigo público. Lo encontraréis sin ninguna dificultad, pasa sus noches
deambulando como una alma en pena sobre las ruinas de Medina Azahara.
El poeta fue arrestado y conducido a prisión, desde donde aún intentó hacer llegar
a Wallada algunos de sus versos de amor desesperado.
¡Ay, qué cerca estuvimos y hoy qué lejos!
Al tiempo delicioso de nuestras citas,
la desunión más injusta y cruel le ha sucedido.
La princesa continuó con su desprecio y desdén hacia el poeta, mientras que
seguía con una intensa actividad en su salón literario, renovado con nuevos poetas y
músicos y la presencia habitual de Ibn Abdas, cada día más próximo a Wallada.
Aprovechando el traslado de varios presos, Ibn Zaydún logró fugarse de la cárcel
y esconderse durante varias semanas en casa de un amigo. Los hombres de Ibn Abdas
lo buscaron desesperada e infructuosamente, con orden expresa de asesinarlo si
volvía a intentar huir de nuevo. Pero el poeta logró escapar de sus perseguidores y
alcanzar Sevilla, por entonces ya independiente de Córdoba. En Sevilla fue acogido
en la corte del príncipe Almutamid, y pronto fue reconocido y alabado por sus dotes
poéticas. La vida volvía a sonreírle de nuevo, aunque su corazón aún sangraba por la
princesa cordobesa.
Enterado de la relación que mantenía Wallada con su odiado Ibn Abdas, escribió
un ácido poema satírico que enfurecieron a la princesa y al visir:
Mi enemigo me sucede,
en las caricias de aquella a la que amo;
mas no existe por ello infamia:
Se trataba de un manjar apetitoso,
del que yo me comí la mejor parte,
dejando las sobras a esa rata.
Ibn Abdas le enseñó esos versos a Wallada, encendido por la ira. La princesa, más
serena, le tranquilizó, mientras pedía papel y cálamo a sus criadas. Cuando lo tuvo
entre sus manos, lo alisó cuidadodamente y escribió con letra primorosa su respuesta
al miserable de Ibn Zaydún.
Y te han bautizado como el hexágono, un apodo que,
ya nunca, de por vida, te abandonará:
¡Sodomita, maricón, adúltero,
cabrón, cornudo, ladrón!
Ibn Zaydún prosperó en Sevilla, llegando a ser un poeta reconocido, con una gran
fortuna personal y alcanzando el honor de visir en la corte del rey poeta Almutamid.
Murió en 1070 sin haber conseguido reconquistar al gran amor de su vida.
Wallada, por su parte, brilló durante muchos años en su Córdoba natal, aunque,
arruinada después por los avatares de la vida, recorrió diversas taifas y cortes de
reinos cristianos, viviendo de su talento poético y sus encantos. A su regreso a
Córdoba se trasladó a residir al palacio de Ibn Abdas, con el que compartiría el resto
de su vida, serena y próspera.
La gran princesa omeya, poeta sensible, mujer libre y hermosa como la luna,
falleció el 26 de marzo de 1091, el mismo día que los rudos almorávides hacían su
entrada en la ciudad de Córdoba. Fue enterrada, por expresa petición suya, entre las
ruinas de Medina Azahara, la construcción que tanto amara en vida y a la que quiso
permanecer abrazada de por siempre tras su muerte.
Aún lloran los poetas andaluces su apasionada historia de amor.
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