sábado, 16 de marzo de 2019

Tepozton, hijo de un dios, matador del gigante

Los dioses que viven sobre las nubes tienen muchas cosas que hacer.
Se ocupan de mandar lluvia sobre la Tierra cuando concierne, para que
crezcan las cosechas, administran los vientos, y, cuando hacen algún
descubrimiento, se lo enseñan a los hombres. Los dioses han enseñado
al pueblo mexicano a tejer sus trajes, a hacer carreteras y otras muchas
cosas más.
Cuando no tienen nada que hacer, los dioses juegan a la pelota sobre
las nubes, o se tumban para fumar sus pipas.
Hace muchos años, un dios de los más jóvenes se aburrió de hacer
lo de costumbre. Andaba triste y meditabundo. Al preguntarle uno de
los dioses por qué estaba tan aburrido, contestó que era porque deseaba
tener un hijito.
Un buen día bajó a la Tierra y empezó a vagar por ella. Nadie sabía
que era un dios, porque su aspecto era el corriente de un hombre vulgar.
En sus correrías llegó a un arroyo y allí conoció a una muchacha muy
bella que iba a llenar su cántaro de agua. Pronto se enamoraron el uno
del otro y tuvieron un hijo. El dios se sintió muy feliz con su pequeño y
su querida esposa; pero tuvo que abandonarles, porque tenía mucho que
hacer en el cielo; debía ayudar a regular las lluvias y el viento, pues si no,
se hubieran secado las cosechas y su familia hubiera muerto de hambre.
Se despidió cariñosamente de ellos y desapareció.
La joven vio que en el lugar donde se habían despedido, sobre el
suelo, había una hermosísima piedra verde. Cogiéndola, la agujereó y
se la colgó al niño del cuello.
Entonces, al hallarse sola, decidió volver a casa de sus padres. Estos
la recibieron muy mal. Querían matar al niño, pues decían que un niño
sin padre debía morir.
Entonces la muchacha huyó de su casa; vagó por el campo, y al
anochecer decidió dejar al niño sobre una frondosa planta y volvió a su
casa llorando. Sus padres pensaron que lo había matado.
Al día siguiente corrió a ver a su pequeño y lo encontró rodeado
de carnosas hojas que la planta había curvado sobre él para que no le
molestase el sol. Dormía profundamente y goteaba sobre su boquita un
líquido lechoso, dulce y caliente, que manaba de las hojas.
La madre pasó el día con él, muy feliz; pero al anochecer hubo
de dejarlo de nuevo en el campo, pues sus padres deseaban perderlo.
Aquella noche lo dejó sobre un hormiguero.
A la mañana siguiente lo encontró cubierto de pétalos de rosa, sonriente
y tranquilo. Unas hormigas le llevaban los pétalos, mientras otras
traían miel, que depositaban cuidadosamente en los labios del niño. La
doncella tenía mucho miedo de que sus padres descubrieran el paradero
del niño, y por esto decidió meterlo en una cajita y echarlo al río.
Así lo hizo, y pronto desapareció la caja, empujada por la corriente.
Junto a la orilla del río vivían unos pescadores que deseaban tener
un hijo. Cuando el pescador encontró la caja en el río y vio que tenía
dentro un precioso niño, se lo llevó a su mujer. Ésta, loca de alegría, le
hizo trajes y zapatos para abrigarlo.
-¿Cómo le llamaremos?
-Tiene una piedra verde colgada de su cuello; como esta piedra sólo
se encuentra en las montañas, le llamaremos Tepozton (el Niño de la
Montaña) -dijo el pescador.
El niño creció y fue muy feliz con sus padres adoptivos. Cuando
tuvo siete años, el pescador le hizo un arco y unas flechas para que se
entretuviera cazando.
Todos los días venía a casa cargado de animales. Unos días eran codornices;
otros, ardillas. Pero siempre traía algo para la cena.
-¿Qué haces todos los días por el bosque? -le preguntó la mujer del
pescador.
-Tengo muchas cosas que hacer -le contestaba el muchacho.
Pero ella sospechaba que el chico debía tener algún poder mágico
y que no era un niño corriente. Tenía una puntería tan certera que no
le fallaba ninguna flecha que disparaba, y esto era extraño en los niños
de su edad. Cuando se le habló del gigante devorador, nunca demostró
miedo. En México existía un monstruo que todas las primaveras exigía
devorar una vida humana. Cada año escogía una ciudad y en ella se
echaba a suerte. El pueblo había hecho un trato con el gigante: si se
le daba todos los años una vida humana, él no mataría a nadie en mil
leguas a la redonda.
Cuando Tepozton tenía nueve años, le tocó al pescador alimentar al
gigante, y decidió ser él mismo la víctima. Se despidió de su mujer e hijo
y se entregó a los soldados para que le llevasen al palacio del gigante.
Tepozton le suplicó al pescador que le dejara ir en su lugar. A él no
le ocurriría nada y quizá conseguiría dar muerte al gigante. Al fin, el
pescador consintió.
Tepozton hizo fuego en un rincón del patio y dijo a los pescadores:
-Vigilad el fuego. Si el humo es blanco, estaré sin peligro; si se
vuelve gris, estaré a punto de morir, y si se vuelve negro habré muerto.
Besó a sus padres adoptivos y se fue con los soldados.
Mientras caminaban, Tepozton iba cogiendo piedrecillas de cristal y
las iba poniendo en sus bolsillos. Estas piedras salían del volcán; eran
negruzcas y tenían un brillo extraño. Las gentes solían hacer con ellas
collares y pulseras.
Tepozton llenó de estas piedras todos sus bolsillos. Luego que llegaron
al palacio del gigante, presentaron al niño. El monstruo se encolerizó,
porque le pareció un insignificante bocado. Como tenía mucha
hambre, preparó una olla con agua hirviendo para guisarlo enseguida, y
cogiendo a Tepozton por un brazo, lo metió en ella para que se cociera.
Mientras tanto se dispuso a poner la mesa.
Cuando lo hubo preparado todo, levantó la tapa de la olla para ver
cómo iba su cena, y cuál sería su asombro al ver que había en vez de un
niño, un gran tigre. El tigre abrió la boca y dio tal rugido que el gigante,
horrorizado, se apresuró a poner la tapa de nuevo. Decidió esperar un
poco más.
Como estaba muy hambriento, cuidadosamente volvió a levantar
la tapa de la olla; pero enseguida la volvió a cerrar, porque esta vez
encontró, en vez del tigre, una horrible serpiente. Como el hambre le
acuciaba, decidió comerse la serpiente; pero al levantar la tapa se encontró
con que ésta había desaparecido y en su lugar estaba el muchacho,
completamente crudo y riéndose de él. Furioso, le cogió por los
pantalones y se lo metió en la boca. Entonces el humo del fuego de la
casa de los pescadores se volvió gris oscuro. Éstos, aterrorizados, se
echaron a llorar.
Pero Tepozton se escurrió hacia la garganta del gigante antes de ser
masticado. Una vez en ella, se dejó caer a su enorme estómago. Cuando
hubo llegado a aquella gran caverna, sacó las piedras cristalinas de su
bolsillo, comenzó a perforarla y logró abrir un gran agujero en el estómago
del gigante.
Mientras tanto, éste, destrozado por aquel extraordinario dolor,
mandó llamar a un médico.
-¡Este muchacho me ha envenenado! -gritaba martirizado por aquellos
dolores.
Tepozton cortaba y cortaba, y el agujero era tan grande, que ya empezaba
a filtrarse la luz del exterior. Logró hacer tan gran cavidad que
el gigante murió. Entonces él saltó alegremente hacia afuera por el agujero
que había hecho.
El humo del fuego de la casa de los pescadores se volvió completamente
blanco, y el pescador y su esposa lloraron de alegría.
Después de esto, el pueblo, agradecido a Tepozton por la muerte
del gigante, lo nombró rey. Vivió en el palacio del coloso y enseñó a
su pueblo muchas cosas útiles. Cuando tenía tiempo jugaba a la pelota
con su padre, el más joven de los dioses, sobre las nubes. Otras veces
marchaba por su reino, como un hombre cualquiera, para ayudar a las
gentes.
Algunos dicen que ahora vive con su padre en el cielo; sin embargo,
otros aseguran que sigue en la Tierra ayudando a los hombres, pero que
no se le reconoce, porque parece un hombre vulgar y corriente.

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