OTORONGO era mucho más grande que un gato, pero de tamaño
dos veces menor que un ¡aguar. Su rostro redondo, con
paradas orejas
y largos bigotes,
tenía una expresión
feroz y llena
de crueldad
cuando miraba
a algún animal
débil y pequeño
pero, en cambio,
se volvía todo
sonrisas si se encontraba
con
otro más fuerte
que él.
Por las mañanas,
se lavaba
cuidadosamente
• la cara, como lo
hacen los gatos,
peinaba sus bigotes,
se miraba en las aguas de la laguna, como en un espejo y decía
Soy idéntico a mi primo el jaguar. Si midiera yo, un metro
más, me confundirían con él.
Todo el día se peleaba con las loras, que le gritaban desde lo
alto de los árboles:
—¡Otorongo, eres un orgulloso y un palangana!
Y él, furioso, les contestaba:
—Pobres loras, habéis de saber que en mi familia no hay
animales ordinarios ni cobardes como vosotras. Yo soy primo de'
¡aguar, que es el rey de la selva.
Nunca se había visto ¡unios, a Otorongo y a su ilustre pariente,
pero todos creían que el monarca del bosque profesaba gran
cariño al orgulloso y nadie se atrevía a dudar de aquellas palabras.
Una tarde apareció el ¡aguar por entre la espesura, con los
ojos brillantes como focos de luz y la boca abierta, mostrando enormes
dientes. Felizmente, un añuje lo advirtió y lanzó la voz de alarma:
—El jaguar, el jaguar!
Al escuchar este grito, todos corrieron a ocultarse, no quedando
bicho viviente, en el claro del bosque y, naturalmente, en esos
momentos de angustia, nadie se fijó dónde estaba Otorongo ni si
conversaba con su pariente o no.
Cuando la fiera se hubo marchado ya, reuniéronse de nuevo
y entonces el orgulloso dijo:
—¡Qué gusto he tenido de ver a mi primo! Charlamos mucho
rato, detrás de aquel árbol de nogal. Me ha invitado a almorzar
mañana con él. Me va a convidar un venado entero, una docena
de garzas rosadas y cien pajaritos.
Todos le escucharon con atención y envidiaron el suculento
banquete que iba a tener en casa del jaguar.
Al día siguiente, muy temprano, cuando habían comenzado
a cantar las aves, los habitantes del bosque vieron pasar a
Otorongo hacia su madriguera, llevando entre los dientes un cutpe
muerto, que acababa de cazar. Todos los animales miraron llenos de
ira a aquel perverso, pues el cutpe era muy querido en el bosque,
donde había vivido durante varios años, sin hacer daño a nadie.
Al cabo de un rato, el malvado salió de su cueva, relamiéndose
y alisándose los bigotes.
—¡Otorongo; gritóle con voz chillona, una cucarachita blanca,-
quisiera saber por qué has dado muerte al cutpe, hoy que vas a almorzar
con tu primo!
—¿Y quién te manda a ti, meterte en mis asuntos, miserable
cucaracha?, respondió la fierecilla, lanzándose sobre ella. Pero el
insecto escondióse rápidamente, dentro de su casa abierta en la
tierra.
Otorongo gruñó de cólera al ver que su presa se le había
escapado, y se indignó aún más, al escuchar que una lora cantaba
desde un árbol:
"Orgulloso,
anda a ponerte buenmozo.
¡Ja ja ¡a!"
Y que otra lora añadía:
"De una vez, anda a almorzar
con tu primita, el ¡aguar.
¡Ja ¡a jal"
Entonces una tortuga dijo:
—¿Por qué será que lo que dice Otorongo me parece
mentira y que, en realidad, no hay tal invitación de su primo? Jamás,
en todo el tiempo de vida que tengo, he visto conversar a un otorongo
con un jaguar.
No bien había acabado de pronunciar estas palabras, cuando
dos venados que comían hierba, tranquilamente, dieron un brinco y
perdiéronse en la espesura. La cucarachita blanca que había vuelto
a salir de su casa, chilló en seguida:
—¡Cuidado, el jaguar!; y se escondió debajo de una piedra.
Al escucharla, Otorongo fue a parar, de un enorme salto, sobre
unas hojas de plátano que había en el suelo,- pero, en el instante
mismo, las ramas se hundieron, dejando ver un hueco profundo,
y el orgulloso desapareció en un santiamén, dentro del oscuro
agujero. Había caído en una de las trampas que acostumbran preparar
los chunchos en la selva, para cazar animales.
En ese momento apareció la fiera detrás de un árbol, mirando
a todas partes con sus ojos brillantes. No pudo ver a nadie, pues todo
el mundo había huido, pero escuchó el ruido que hacía Otorongo
dentro del hoyo, del que no lograba salir, por más vueltas que daba.
—Aja, pensó el ¡aguar. En ese hueco debe haber algo. Veamos
si es una buena presa para el almuerzo. Y empezó a avanzar
lentamente hacia la trampa.
—¡Ay; dijo un pishtaco que miraba todo desde un árbol, con
las plumas erizadas de espanto; menos mal que es su primo el que
ha caído ahí, porque si hubiera sido cualquier otro, pobre de él!
El ¡aguar, entre tanto, se acercaba al hoyo, paso a paso y al
llegar al borde, observó el fondo.
—Ahora va a ayudarlo a salir; dijo un violinista, y luego lo
llevará a su casa, para almorzar con él, los cien pajaritos que ha cazado.
¡Pobres hermanitos míos!; y se puso a llorar amargamente.
El jaguar volvió a mirar dentro de la trampa y vio a Otorongo
que saltaba sin lograr escapar. Entonces, ante el asombro de los
animales que contemplaban aquello desde los árboles, lanzóse al
interior del hueco y, en vez de ayudar a salir, a su pariente, lo devoró
en un abrir y cerrar de ojos. Luego dio un brinco y salió relamiéndose,
fue hasta el arroyo y bebió en él cuanto quiso. En seguida miróse
en las aguas, como en un espejo, peinóse los bigotes cuidadosamente,
alisóse el pelo que se le había revuelto y, muy satisfecho, emprendió
el camino hacia la cueva donde vivía.
Cuando los animales del bosque fueron a mirar dentro de la
trampa, no hallaron en ella sino los huesos del orgulloso Otorongo.
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