viernes, 1 de marzo de 2019

Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia:Prácticas funerarias

Idea que tienen los indios y cholos del alma y de la muerte; ciertas creencias referentes a los difuntos, a los que han sido victimados y el culto de los muertos

La muerte entre los indios, ya lo hemos dicho, es la separación del último resto, sin duda resto de suma importancia, del ser que animó la materia que va reunirse con las otras partes que se le adelantaron; porque el alma indígena o ajayu, tal como la concibe el aborigen, es un ente plástico, susceptible de dilatarse, esparcirse en todo lo que se desprende o ha usado el organismo humano al que pertenece, para después de la descomposición de éste, contraerse y condensarse en un conjunto invisible, misterioso y sutil, que vuelve cuantas veces lo requieren las circunstancias, al cuerpo de donde se desligó, dándole nuevamente movimiento y existencia, aunque transitoria y visible sólo para quienes debe serlo. A este aparecido le atribuyen que discurre, come, bebe, habla, llora, canta, ríe, visita a los suyos, se lleva al otro mundo a los que conceptúa necesario arrebatarlos de la tierra; frecuenta los sitios a que solía asistir habitualmente en su vida mortal; vela por sus parientes y por su comunidad, ahuyentando las desgracias que pueden sobrevenirles, conjurando los males que les amenazan y oponiéndose en toda ocasión a la nefasta obra de los espíritus adversos a sus protegidos. A eso se debe que antiguamente acostumbrasen embalsamar los cadáveres con esmero, arropándolos con vendas y envolturas tejidas de paja y acomodarlos sentados en túmulos de fácil acceso, con sus útiles, alimentos y bebidas, para cuando el ajayu regresase a su cuerpo no sufriera la falta de nada, ni nada dificultase sus andadas y acciones póstumas.
 Alguna vez, cuando el indio cree sentir el eco débil de un suspiro, gemido, llanto en el silencio de la noche, supone que proviene del muerto o muertos que se lamentan por los infortunios que sufren sus parientes o su ayllu; si es de risa, que se alegran de sus dichas. Se halla convencido de que los muertos nunca abandonan a los vivos, ni les hacen faltar su sombra protectora o sus castigos si los merecen; y de que aquellos son los verdaderos vengadores de las injusticias que cometen con los suyos.
En concepto de que el alma se halla siempre alerta, la persona que habla mal de un finado dice en seguida, por vía de satisfacción: que no la ofenda mis palabras ni le proporcione disgustos que la hagan penar.
Si a continuación o a poco tiempo del fallecimiento de una persona, muere algún caballo suyo, dicen que necesitaba de esa bestia para atravesar rápido el fúnebre camino que conduce a la otra vida y volver en él, cual negro y sombrío centauro, cuantas veces lo quiera; si es animal de carga, para trasportar sus cosas; si un buey, llama o cordero para dar banquete de llegada a sus amigos que le antecedieron y salen a su encuentro.
El ajayu, cree, que puede separarse del cuerpo aun en vida del individuo, mientras éste duerme o se halle distraido. Así cuando éste atraviesa a prisa y sin fatigarse una larga distancia, supone que su alma viajó antes por ese camino, allanando de antemano cualquier obstáculo o dificultad que pudiere quebrantar sus fuerzas o debilitar la actividad de sus músculos.
La leche se corta, cuando el alma de la cocinera la enturbia o descompone.
El indio abriga la idea de que en la conmemoración de los difuntos vienen las almas del otro mundo a ocupar transitoriamente sus cuerpos y contemplar, una vez más, con sus ojos a los suyos. Si el día llovizna o se presenta con fuerte aguacero, dice, que vienen llorando; si hace buen tiempo, bastante sol y la atmósfera se encuentra diáfana y el cielo azul, que están alegres y contentas. Entonces los vivos participan con gusto de la alegría de los muertos y sus ofrendas se las dedican satisfechos.
El alma del que ha sido victimado por alguien, suponen que persigue siempre a su matador: lo empuja hacia sus vengadores; lo atrae al lugar del teatro del crimen, si se ha alejado. El criminal está condenado a expiar su delito donde lo ha cometido. El cuerpo permanece inerte pero el ajayu es imposible que en ese caso quede tranquilo, cuando fué expulsado violentamente de él y clama venganza. El indio y el cholo, que han perpetrado un crimen, creen ver a cada momento y en cualquier incidente casual el tétrico espectro de su víctima, lo que suele tenerlos tan desazonados y violentos, que terminan por suicidarse; enviciarse al alcohol o repetir otros crímenes o entregarse a la justicia. La creencia popular mantiene la convicción de que el ajayu de la víctima no abandona a su matador y condensa esta idea en la frase alma huatan, o sea agarrando o apresado por el alma del occiso.
El indio que quita la vida a un semejante suyo, para librarse de esos inconvenientes, hace todo lo posible por extraer la grasa de la barriga del cadáver, untarse con ella las manos y llevar consigo un pedazo, creyendo que con eso evitará que el alma de su víctima venga a inquietar su sueño y a turbar su conciencia, fuera de que mientras permanezca el ingrediente en su poder nunca caerá en manos de la justicia. A la grasa humana le concede la virtud de resguardar al delincuente contra todo peligro. Otras veces, cuando la muerte que se ha dado a la víctima ha sido muy rápida, le cortan la cabeza, para que el alma aletargada, que no ha tenido tiempo para apartarse del cuerpo, permanezca en él y no condenándose se convierta el difunto en aparecido que persiguiera a su victamador por siempre. El indio entiende por condenarse el vagar furiosa y sin descanso por la tierra hasta conseguir su venganza. El condenado, tal como lo concibe un católico no tiene cabida en su imaginación. El alma para él, permanece en el mundo y no en el infierno.
El cuerpo del individuo destinado a fallecer pronto desprende olores en la habitación donde tiene su morada: desagradables si es de avanzada edad; soportables si es joven y aromáticos si es niño.
Siente percibir olor a sangre humana el individuo que está próximo a perpetrar algún homicidio o asesinato.
Para que muera una persona reunen sus cabellos con incienso y copal y poniéndolos sobre brasas los ofrecen al rayo.
El alma del que muere ahogado en algún río, lago o corriente de agua, sigue vagando indefinidamente por sus orillas y sitios próximos, o hasta que la deidad acuática compadecida se la lleva lejos.
Si del alma mantenían y siguen abrigando tales preocupaciones, el cuerpo del muerto era entre los antiguos indios, objeto de profunda veneración y en su homenaje se estableció un culto solemne, rendido constantemente por sus deudos, un verdadero y ceremonioso culto de familia. No tenían miedo ni deseo de alejarse de los cadáveres de sus antepasados; vivían junto con ellos, les llevaban en sus fiestas, viandas y chicha. En las vasijas y utensilios, con los que se habían inhumado se renovaban las provisiones y, en la piedra, que en forma de asiento se les había erigido, se hacían sacrificios propiciatorios. Los muertos se convertían en dioses lares de su familia.
A medida que avanzaba el tiempo, constituían esos restos reliquias sagradas; se les llamaba malquis y se les tenía como encargados de velar por el bienestar de su descendencia y por el progreso y acrecentamiento de su ayllu. Cuando por la acción de los años, se reducían en polvo y desaparecían, terminaban por adorar el cerro o sitio en el que habían acostumbrado acatarlos, creyendo que se habían transformado en ese cerro, piedra o río, los cuales se tornaban en Achachilas. «Tienen estos Malquis, dice Oliva, sus particulares sacerdotes y ministros y les ofrecen los mismos sacrificios y hacen las mismas fiestas que a a las Huacas y suelen tener con ellos los instrumentos de que ellos usaban en vida, las mujeres, usos y mazorcas de algodón hilado y los hombres, las tacllas o lampas con que labraban el campo, o las armas con que peleaban. En estos Malquis y Huacas hay su vajilla para darles de comer y beber que son mates y vasos; unos de barro, otros de madera y algunas veces de plata, pero para los yncas eran siempre de este metal y de oro»[45].
El indio tenía en vida una constante preocupación para que su eterna morada fuese construída de la mejor manera posible y recomendaba a sus parientes que pudieran sobrevenirle que nada faltase en ella después de su muerte.

Los conquistadores fueron los que trastornaron esas ideas y prácticas funerarias con su pronunciado temor a los cadáveres y su afán de enterrarlos lo más presto, en sepulturas abiertas en cementerios destinados a ese objeto. Sin embargo, al establecer la iglesia la conmemoración de los santos difuntos y rogar por las almas del purgatorio, ha contribuido para que el indio crea que se trata del culto de sus venerados muertos y por ello, sin omitir ningún sacrificio, manifiesta en todas esas fiestas o ceremonias, fervor y fanatismo por celebrarlas. Rogar por las almas del purgatorio y conmemorar a los muertos importan para el indio el restablecimiento, aunque de extraño modo, del culto a sus malquis.

Deferencias al moribundo; velorio, entierro, los últimos gastos y los ocho días

El momento en que el enfermo se pone mal, los brujos y curanderos menean tristemente la cabeza y se declaran impotentes para salvarlo. «La enfermedad—dicen—ha penetrado hasta la médula de los huesos y es ya imposible arrancarla.» Las mujeres principian a llorar en silencio, los hombres quedan estupefactos y callados, y todos cuando andan lo hacen con la punta de los pies, cuidando de no producir ruido. Desde ese instante una tensión dolorosa se apodera del espíritu de los concurrentes, quienes ponen las caras compungidas, las miradas vagas y no cesan de repetir; «qué desgracia, qué fatalidad, tan bueno él...»
Cada uno comunica que la noche anterior hubo ruido en su casa, lo que quiere decir que el alma o ajayu del enfermo cumplió con la obligación de despedirse personalmente de los suyos, antes de apartarse de la compañía de los vivos para habitar con los muertos. Ya nadie confía, entonces, en que pueda vivir un día más.
Comienza la agonía, que para el indio significa la postrer lucha que el alma vencida por la enfermedad sostiene con el cuerpo, que trata de retenerla y correr con ella la misma suerte que le espera. El estertor del moribundo es el ruego ronco, triste y sollozante que le hace para que no le abandone a merced de la victoriosa, que libre de cortapisas y poseída de satánica alegría, le dejará en su ausencia la maldita simiente de gusanos que se propaguen en sus carnes inertes, con la pasmosa fecundidad que poseen y las destruyen. Más antes, cuando la agonía se prolongaba mucho, ahorcaban al paciente, con objeto de salvar el alma y que no se descomponga con el cuerpo, ni sufra mancilla ni desmedro, poniendo término a esa supuesta lucha, con la estrangulación. Este procedimiento considerado necesario y eficaz llamaban despenar al enfermo. Para expulsar la simiente de los muy prolíficos, y horribles gusanos y evitar que el cadáver se deshaga por completo lo embalsamaban y lo colocaban en actitud de descansar y ponerse en acción cualquier momento, con la mira de que estando así neutralizados los efectos póstumos de la dolencia, volvería su ajayu a ocuparlo cuantas veces quiera sacudir su inercia y darle movimiento. Ambas operaciones, fuertemente combatidas por los sacerdotes católicos y autoridades civiles, han caído en desuso. Al presente, los indios inhuman sus muertos, confiados en que la Pacha Mama, los recibirá en su seno generoso, para devolverlos al mundo, las ocasiones en que las almas tengan necesidad de cubrirse con su antigua envoltura.
Acaecida la muerte, rodean el cadáver los deudos y amigos, llorando de voz en grito y relatando en medio de lágrimas sus buenas acciones, para que su ajayu que se halla presente les oiga. Las mujeres se cubren inmediatamente la cabeza con mantos negros, los hombres se ponen ponchos del mismo color y tapan el cadáver con un lienzo ceñido en la parte del cuello.
Es imposible que el mismo día lo entierren, por más que haya ocurrido el fallecimiento en la mañana y la enfermedad que ha causado el hecho sea contagiosa. El cadáver deberá permanecer expuesto en la noche, rodeado de ceras ardientes, de su familia, amigos y personas pobres que acuden al recinto fúnebre con ánimo de rezar por el difunto en cambio de alguna retribución. Los veladores como se llama a los asistentes, beben tazas de té con abundante alcohol y mastican coca durante las pesadas horas de aquella fúnebre noche, llegando muchos a embriagarse y hacerse impertinentes, exigiendo más de lo necesario, a pretexto de que es el último gasto que se hace por el extinto. Con la palabra de «último gasto», repetida a menudo, son capaces de consumir con todos los bienes dejados por el muerto.
A la media noche, cuando ni un leve soplo del viento interrumpe el sosiego y serenidad del ambiente, los veladores salen de la habitación mortuoria, encabezados por el brujo y se dirigen callados, con paso suave y sin hacer el más ligero ruido, fuera de la casa, a un lugar desierto, para escuchar el tenue y débil acento o sonido que desprenden las almas de quienes vienen a visitar el cadáver, comprometerse con su alma, que ronda alrededor de sus restos, mientras estos se entierren, para abandonar pronto la sociedad de los vivos, e irse con ella. El brujo impone absoluto silencio y aguzando el oído un momento, dice despacio, he escuchado la voz de fulano o el llanto de zutano o el suspiro de mengano, y recomienda que a estos no se les deje ponerse de acuerdo con el alma del difunto, a fin de impedir que se vayan prestos a hacerle compañía en la eternidad. Los presentes, sugestionados por aquél, creen también escuchar el mismo eco y predicen el tiempo de la muerte del aludido, según la distancia en que la sienten producirse el ruido: pronto si se ha escuchado cerca, tarde si es distante. Para evitar esa sombría charla y que sellen el fúnebre pacto, se arman de hondas y descargándolas, exclaman: a que vienes alma de tal o cual persona?; ándate, vuelve a tu casa: tienes mujer, tienes hijos que vestir y mantenerlos. Si los tiene. En caso de ser soltero y vivir con sus padres, agregan: Tus padres han de llorar, tu hogar quedará desierto, tu has venido al mundo para trabajar y tener descendencia y no puedes abandonarlo sin cumplir tu misión y, siguen los hondazos, las súplicas y las imprecaciones o el llanto de las mujeres. Cuando ya nada se supone percibir, vuelven junto al cadáver y el dueño de la casa les sirve una comida condimentada con bastante ají, por lo que llaman el acto huaykca urasa, o sea la hora del ají.
Terminada la comida y cuando ya nadie debe salir fuera, ni pasar por la puerta, esparcen ceniza en el suelo, a la entrada de la habitación mortuoria y continúan los veladores con la vigilancia del cadáver, compungidos, cuchicheándose y consumiendo siempre tazas de agua caliente alcoholizada. No falta alguno que rompe el silencio con la narración de las virtudes y buenas acciones del muerto, o llora increpándole por su fallecimiento. ¿Por qué nos dejas en la orfandad? pregunta y continúa lamentándose: «mientras tú tranquilo descansas, flojo, nosotros quedamos a sufrir. La carga de tus obligaciones que has abandonado en el camino de la vida, tenemos sólo nosotros que continuar llevándola. Con tu muerte has puesto término a tus cotidianos empeños y ha cesado todo padecimiento para tí; en tanto que tu casa quedará sin quien la vele y proteja como tú lo hacías y a tu viuda y a tus hijos ya no habrá quién les de sustento. Ingrato, cruel, no debías haberte muerto...»
Unos escuchan esos acentos de amargura y desolación con los ojos enturbiados por el alcohol, otros dormitan con los rostros abotagados, los cuerpos temblorosos y los belfos caídos. Cuando algún borracho quiere perturbar la solemnidad de aquellas horas sombrías, lo sacan afuera a rastras, arreglando después la ceniza esparcida y lo echan al granero, para que duerma.
Al día siguiente del velorio y antes de que ninguna persona transite, examinan la ceniza colocada la noche anterior, para observar las huellas de las pisadas que pudieran encontrarse; la edad y el sexo a que pertenecen, y, por ellas, predicen quienes morirán tras del finado. Suponen que, sin embargo de los ruegos y de los incidentes de la noche anterior, han logrado entrevistarse algunas almas de individuos vivos con el difunto y de seguro que se han comprometido a seguirle. Los investigadores hacen una mueca de desagrado y quedan conformes con la suerte que espera a los sindicados.
 El cortejo fúnebre es encabezado por la viuda que marcha desolada por detrás de los conductores del cadáver del que fué su esposo, lamentándose, entre sollozos de su suerte y del abandono en que la deja. Cuando ella no asiste personalmente al entierro, dicen, que el cadáver se hace pesado y se resiste a ser conducido al cementerio.
Al franquear la puerta de la morada de los que dejaron de ser, nadie quiere atravesar primero el umbral, porque temen que aquel será el que le siga. Para evitar los malos presagios, entran todos de golpe o por lo menos los que conducen la carga fúnebre.
Antes de hacer descender a la sepultura, la viuda coloca junto al cadáver un atadito de coca y un pedacito del lujta, y después, cuando se halla en el fondo, le arroja unos puñados de tierra y en seguida lo cubren los sepultureros.
De vuelta al hogar continúan las velas ardiendo sobre la cama vacía del finado, no debiendo apagarse ellas durante los ocho días siguientes, ni en ese tiempo descubrirse la cabeza la viuda e hijas de aquél. Comen y beben ese día en la casa de la doliente los del cortejo fúnebre y varios de ellos acompañan a velar a la viuda en las noches, porque no debe enfriarse el calor de la habitación en esos días.
La víspera del octavo día, los parientes compadres y amigos, van al río a lavar la ropa y camas del difunto. De regreso y en la noche, se reunen a velar en la habitación en la que falleció aquel. A la media noche, salen a las afueras del pueblo, regularmente al paraje por donde corre algún riachuelo, que por este motivo suele llamarse ijmaj ahuira o sea río de la viuda. En este sitio cambian el vestido de la viuda o viudo, la entregan al oreo del viento; azotan su cuerpo con ramas de ortiga, para que las aflicciones huyan con el castigo: mastica cada uno tres hojas de coca, lo que llaman qquihinto; beben aguardiente y chicha, que llevan en pequeños cantaritos, arrojándolos lejos cuando ya están vacíos. Después los hombres se ponen los ponchos al revés y las mujeres hacen lo mismo con sus sayas, y apoderándose dos jóvenes solteros del viudo o dos solteras, si es viuda, parten a la carrera, sin mirar atrás, seguidos de los presentes. En la puerta de la casa arde una fogata por encima de la cual deben saltar para introducirse a su interior. Este acto tiene por objeto quemar las desgracias que pudieran haberse prendido en los vestidos.
En la habitación invita el doliente, asado, con panecillos de harina de quinua, conocidos, con el nombre de aquispiña, y chuño cocido. Traen la sartén con manteca tibia para que cada concurrente, se pase con ella la palma de la mano, a fin de que las penas sean ahuyentadas. Permanecen hasta el amanecer, teniendo los compadres la obligación de doblar las campanas en la noche.
Al día siguiente a la hora señalada asisten al templo a oír la misa de requiem, celebrada en sufragio de la alma del extinto, y de vuelta de ella, convida a los que le acompañaron la noche anterior a celebrar los ocho días, siendo práctica establecida de comenzar la fiesta, tomando cada cual tres hojas de coca del montoncito que ponen en el centro del cuarto.
En medio festín, cuando los ánimos exaltados por las bebidas alcohólicas han desterrado la pesadez del duelo y se ha hecho imposible la gravedad, de improviso cesan los lloros, y las fisonomías se tornan de tristes y serias en risueñas, apenas uno de los asistentes, que hace de faraute, toma un instrumento músico, que en esas circunstancias suele estar siempre a la mano, y exclama con autoridad: el finado era alegre y hay que recordarlo ahora, como a él le gustaría si estuviera vivo y comienza a tocar y cantar, invitando a los presentes a que bailen. Desde este momento la danza y los cantares reemplazan al llanto de la viuda y de los hijos, cuyos ayes sólo se escuchan de cuando en cuando y en los instantes de silencio, pero proferidos más por fórmula que por verdadero dolor. En estas gentes la muerte no les impresiona y la conformidad muy pronto ahuyenta el pesar que pudieran sentir. «¿Acaso—dicen—los que quedamos no hemos de seguir el mismo camino? ¿Por qué suicidarse con lloros si se puede aprovechar de la ocasión para hacer grata, siquiera un momento, la amarga vida? El que muere descansa, mientras que el vivo se queda a sufrir y es él verdadero digno de compasión...»

Débese a que profesan esta filosofía que no cause extrañeza a nadie tal proceder y que sea, por el contrario, aplaudida la conducta de los dolientes, por haber fomentado esa fiesta, que para los clases populares significa comenzar a ejecutar bien los deberes con el difunto, empleando los dineros correspondientes al fondo llamado de los últimos gastos, que muchas veces suele consumir la herencia de los vivos, quienes se conforman del resultado con repetir el dicho vulgar, de que la plata se hizo para gastarla.


Deberes que se tiene con los muertos. La fiesta de los difuntos. Los columpios de Cochabamba; sinceridad de estos regocijos



La familia en cuyo seno ha fallecido alguno de los suyos, que por sus méritos y edad merecía respeto y consideraciones y que se la designa con el calificativo de junttu amayani, o sea con cadáver caliente, está obligada a erogar los últimos gastos a su memoria durante tres años el día de la conmemoración de los difuntos; sobre todo, el primer año debe ser el más solemne y costoso. Esta costumbre llamada de hacer rezar, constituye una obligación rigurosa, de la que nadie puede prescindir, sin dar lugar a las acervas censuras y aversión de cuantos se encuentran al cabo del asunto.
Desde meses antes al dos de noviembre se preparan los dolientes para celebrar dignamente su fiesta fúnebre. Acopian víveres, se proveen de licores y mandan a trabajar panecillos de maíz y trigo, que tienen figura de aves, animales y niños, dando preferencia a todo aquello que era del agrado del finado, para que su alma esté contenta al ver que se le hace rezar con lo que le gustaba en vida. Compran abundante fruta y llegado el día esperado, se dirigen al cementerio llevando gran parte de las provisiones. Colocan cerca a la tumba de su difunto una mesa cubierta con un lienzo negro, encima unas cuantas ceras que arden, un crucifijo, y llaman a cuantos pasan, para que recen por su finado, alcanzándoles antes en un platillo, algunos panecillos con una copa de vino al centro, o sólo fruta; como son tantos los invitados apenas tienen estos tiempo para beberse el vino y vaciar en sus bolsillos los objetos servidos, y después de mascujar rápidamente alguna oración, siguen su camino, a fin de dar campo a otros. Iguales ceremonias se efectúan en la multitud de mesas esparcidas en toda la superficie del cementerio, de tal suerte, que el murmullo de los rezadores, se asemeja al ruido de un avispero, en el cual, los responsos cantados por los sacerdotes, son las únicas voces que sobresalen en aquel bullicio.
Los indios practican la conmemoración de de sus difuntos en dos ocasiones; la primera en octubre, presidida por un párroco. La fiesta es costeada por los indios destinados al efecto, que son los amaya huaraninakas, es decir, que tienen la vara de autoridad para festejar a los muertos. Estos se encargan pagar las misas dedicadas a los difuntos, en general, y antes de que se celebren ellas se constituyen a primera hora del día señalado, en el lugar del cementerio donde está la fosa común y extraen de ella una media docena de cráneos, que son luego adornados, con pan de oro o plata, o con papeles dorados y puestos en la capilla en lugar adecuado y preferente. Terminada la misa en la que las calaveras reciben especiales atenciones del oficiante, son conducidas en andas y paseados en procesión. Pasadas estas ceremonias religiosas y la tanda de responsos los cráneos son colocados en la casa del huarani principal y festejados en medio de una gran borrachera, y al día siguiente restituidos al lugar que ocupaban en el cementerio. Vueltos de aquí, se entregan al baile durante el día y el siguiente lo convierten en una desenfrenada orgía. Este día que es el tercero de la fiesta, despiden a las almas, que han venido a presenciar los homenajes que les tributan y alentar a los vivos para que se reproduzcan y hagan que la raza no se extinga, como dicen los indios, terminando ella con una excursión al campo a distancia de la capilla, donde cometen mayores excesos que en los anteriores.
La segunda vez festejan a los muertos el dos de noviembre, fecha en la que se reunen en el cementerio, los que tienen algún pariente muerto en el año trascurrido y ofrecen panes, granos, fruta, comida y demás ofrendas en cambio de una oración para su difunto. Al día siguiente, que es el más solemne, se repiten allí las ofertas, las oraciones y responsos en grande escala.
Del cementerio regresan los que fueron a hacer rezar, y los rezadores embriagados a continuar en sus casas la fiesta fúnebre con más calor y entusiasmo. En las noches, los mestizos formando pandillas de bailarines salen a divertirse en la plaza y calles. Al siguiente día de la conmemoración de los difuntos se dirigen a las afueras del pueblo a repetir en pleno campo el baile y holgar de la mejor manera posible. Una alegría frescosa, viva, natural e intensa se apodera de los corazones al traer a la memoria a los que dejaron de ser.
En los pueblos de Cochabamba, las comparsas que se constituyen en el campo, arman además un columpio o huay llunkca, cada una, asegurada a las ramas de árboles altos y firmes, al que suban las mujeres por turno, con preferencia las jóvenes, a mecerse veloces y a gran elevación. Con el raudo movimiento y gozo que experimentan con el aéreo ejercicio aparecen atacadas de inspiración poética-epigramática, pues, con rara facilidad e ingenio dan por describir en verso el traje, la traza, el porte, o mencionar las acciones íntimas de los concurrentes, espectadores o se dirigen a las que se encuentran en iguales situaciones en columpios próximos, con quienes se entablan un cambio de alusiones satíricas y de color subido, causando la hilaridad de los oyentes. Estas improvisaciones las hacen cantando y terminando cada dicho con la palabra expresiva y tonadeada de huipaylalita. Después de una actuación de cuarto de hora, más o menos, bajan a tomar chicha, bailar y recibir las felicitaciones de sus compañeras, si se han portado con lucidez, y suben otras a reemplazarlas, renovándose a menudo las columpiadoras. A la que no quiere improvisar coplas ni cantarlas la agitan con tanta violencia, que la obligan sin remedio a llenar su cometido de amenizar la diversión con tales actos. En la noche regresan en pandilla los grupos, al son de animadas orquestas, entonando siempre, cantares alusivos, que son actos lanzados rápidamente, contra los dueños o personas que viven en las casas por donde pasan bailando. Regocijos son estos, que los realizan en obsequio de las almas, con ánimo de despedirlas o de hacerles cacharpaya a fin de que se retiren satisfechas a la mansión eterna, y que suelen durar cinco o seis días, y aún más tiempo después del día de finados.
En la mayor parte de los pueblos de provincia de la República, la fiesta dedicada a los muertos es más celebrada y de mayor excitación que la del carnaval. De semejante costumbre no se excluye ninguna clase social provinciana, porque ella se encuentra muy generalizada entre blancos, mestizos e indígenas, aun de las ciudades. Estos factores étnicos, cuando se codean con los muertos; cuando junto a las sepulturas se alegran parecen hallarse en un centro conforme con su carácter sombrío y sus pensamientos, encaminados hacia lo tétrico y a las extrañas expansiones que guarden consonancia con su índole pesimista.


Motivos por los que se festejan a los que dejaron de ser

El segundo año, la fiesta es menos solemne y el tercero débil y poco entusiasta. Terminados los tres años quedan satisfechos los celebrantes, descansando con la conciencia tranquila de haber cumplido, sin omitir ningún sacrificio, las obligaciones que tenían con su difunto.
 En la mente popular, no tiene cabida la idea de que con esos actos, se profana la memoria de los muertos. Estos, dicen, siguieron en vida la misma costumbre con sus antepasados gozaron y bailaron al recordarlos. A su vez, los antecesores de aquellos, practicaron lo mismo, con los que les precedieron, y así ha sido y continúa siendo la humanidad. ¡Hipócritas son, repiten, los que no aceptan esa herencia ancestral y se escandalizan porque los vivos hagan fiesta a nombre de los muertos, estando el alma de estos presente en su conmemoración!...
La creencia en la supervivencia del alma y de que la vida vuelve a circular en esa ocasión bajo las mortajas de los muertos que se recuerdan, influye para que prosperen tales ideas. El cadáver nunca causa miedo ni es motivo de repulsión para el indio, quién sería capaz de dormir junto a él o encima de la fosa donde se halla sepultado sin temor alguno. Le tiene, sí, respeto y lo venera a su modo el día en que supone que ha vuelto su alma. Se alegra, porque, confía en que viene a visitarlo, a ver lo que hace y en qué condiciones de fortuna y bienestar se encuentra. ¿Cómo, exclama, recibirlo con lágrimas, cara triste y estúpida? Contrariamente a la religión católica, que conmemora a los muertos con misas vigiladas, con tétricos responsos, que adorna las tumbas con figuras de búhos, lechuzas y esqueletos, los indios proclaman en esas circunstancias el placer de vivir y, muéstranse contentos de que las almas de los suyos aporten a sus hogares.
Tal vez tengan razón. Si el ajayu del muerto, sigue viviendo en el eterno cosmos y volviendo, de cuando en cuando, como supone el indio, a ocupar la envoltura que abandonó en la tierra, ¿a qué desesperar y cubrir la cabeza de luto y el rostro de negra melancolía, la vez que viene y se le tiene presente? Las clases populares, particularmente las mujeres, concurren al cementerio ataviadas con sus mejores prendas de vestir y cubiertas de valiosas joyas, no para ostentar a los vivos, sino para que las almas de sus muertos, las vean y se convenzan de que la miseria no ha invadido los hogares que dejaron, y de que la dicha continúa teniendo sitio en sus corazones. La tristeza, piensan, apena más al que viene ese día que al que la sufre. Embriagadas, lloran no porque sienten de los difuntos, sino porque les viene a la mente las buenas acciones de estos en contraoposición a sus padecimientos y desgracias actuales, y entonces, les hacen cargos directos, diciendo: Desde que me falta tu presencia, querida, desde que no veo ya tu rostro inolvidable, ni siento tus pasos acostumbrados padezco sin consuelo las mayores amarguras. La vida contigo era feliz, sin tí sólo es de pesares... Dirigen reproches a los muertos, les hablan les ruegan, con palabras dulces y cariñosas, cual si realmente estuvieran presentes: es el aparente coloquio de los vivos con las almas sugerido por las costumbres y exteriorizado por la influencia alcohólica.

Es a cuanto se reduce la manera de pensar indígena sobre cuestiones de ultratumba.

Algunos dichos supersticiosos.
El titilar de los párpados se produce cuando algún pariente tiene que morir.
Amenaza por manía con viajes lejanos y mudar de domicilio, quien está próximo a morir.
El morderse involuntariamente la lengua anuncia la muerte de un pariente.
A una persona le invaden los piojos cuando está próxima su muerte, o la de alguno de sus padres o de uno de sus hijos.
Cuando inadvertidamente se reunen en algún acto social trece personas, denota que durante ese año morirá una de ellas.
El perro aúlla en las noches, cuando se le presenta el alma de alguna persona cuya muerte se halla próxima.
El gallo canta en las primeras horas de la noche cuando alguno de la casa tiene que dejar de existir.
El perro desconoce y ladra a su dueño, cuando su muerte esta cercana.
 Los cuys procrean con exceso cuando tiene que morir el dueño de la casa.
Hace ruido en una casa, cuando el que la habita debe morir o cuando hay en ella un tesoro oculto y el alma del dueño se encuentra vagando en torno de él, produciendo los ruidos que se sienten.
Cuatro velas encendidas sobre un lienzo negro y apagadas una a una, después de un credo rezado de cierta manera, producen la muerte del individuo que se quiere que muera.

Se rompe el tenedor o cuchara el momento de servir la comida para que muera una persona de la casa.


[45] Obra citada, pag. 134

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