Desde el momento que la mujer del pueblo o india se compromete a ser concubina o se matrimonia con un hombre, cree que éste no sólo dispone de su persona sino también de su existencia. La chola y la india son por lo regular sobrias, laboriosas y económicas; se absorven en los quehaceres de la casa y cuando el hombre descuida el sostenimiento de la familia, ellas se arbitran recursos y con su diligencia, evitan que sus hijos perezcan de hambre; no se abaten en los trances más difíciles; miden las dificultades y las vencen mediante los esfuerzos de su poderosa voluntad. Sabia y previsora se muestra la Providencia al haber dado por compañera a un ser tan defectuoso como el cholo, una criatura abnegada y hacendosa como la chola, sin cuya cooperación sería imposible la subsistencia de la familia en esta clase.
Admirable es la resignación de la mujer plebeya para soportar las privaciones, causadas por la conducta disipada de su hombre, y las violencias y malos tratos que la prodiga, y cuanto más vicioso y violento es, mayor apego manifiesta por él. La chola prefiere siempre al peor entre los que se presentan a ser sus concubinarios; está en su naturaleza decidirse por quien no merece la pena de sacrificarse. Ella se compromete gustosa, con el mal entretenido, con el petardista, con el matón, y el soldado, por lo menos si produce en su ánimo la ilusión de la fuerza, del abuso y del mayor encanto masculino, antes que con el hombre de bien; prefiere una vida desordenada a las ventajas de un hogar normal. Es partidaria convencida de la unión libre, y cuando alguien le pregunta, por que no se casa, responde risueña: porque es mejor estar unida al hombre que se quiere por su propia voluntad y no por haberlo dispuesto el cura... De cien cholas, son casadas cuando más cuarenta, y de estas viven separadas de sus esposos la mitad. No dan gran importancia al matrimonio ni las atrae. El concubinato tiene entre las cholas mayor fuerza de vinculación, porque les representa la poesía de la vida, el triunfo del amor, causándoles por lo mismo, más respeto que el contrato establecido con arreglo a los ritos eclesiásticos o leyes civiles. Los casados se separan fácilmente, porque pronto se hastían con la rigidez moral, con el monótono cumplimiento de sus deberes y el prosaísmo de este estado, pero los amancebados con mucha dificultad. Están convencidas de que sus hombres tienen derecho de pegarlas, de darles malos tratos y de que las puñadas y puntapies, hacen parte de las caricias del amor. Después de una pelea, exclaman conformes: soy su chola: tiene mi amante derecho de pegarme, porque me quiere me pega, y condensan esa conducta brutal, en el conocido adagio: donde no hay makacu, no hay munacu, es decir: donde no hay palos, no hay amor. Lo raro en la chola y en la india es que las palizas producen el efecto de infundir en ellas un profundo cariño al esposo o al amante que las prodiga y hacerlas preferir cualquier sufrimiento antes que la separación.
Nacida la chola de la promiscuidad del blanco con la india, en esos momentos libres en que la fuerza de transformación étnica de la especie, hace olvidar toda distinción y miramientos impuestos por la cultura y triunfar los instintos animales, se distingue en sus ideas por la ausencia de concepciones morales, en sus sentimientos por el apasionamiento, en sus juicios por la parcialidad y en sus caprichos por el ardimiento con que los hacen triunfar a todo trance.
Ha heredado de la india su fortaleza y del blanco su audacia. Desempeña en la casa y fuera de ella, cuantas ocupaciones se le ofrezcan, sin arredrarse ante ninguna labor ardua, con tal de aliviar sus necesidades o las de su prole y ganar dinero. Ella es vivandera, mercachifle, tejedora, cocinera, lavandera, etc., etc., parece llevar sobre sus espaldas la carga de todo un pueblo, como dice un escritor chileno. Es por lo común de facciones toscas, aunque no faltan bonitas. Estos tipos agraciados suelen resultar de un feliz cruzamiento.
«Visten ordinariamente una falda roja, azul, verde o café, superpuesta sobre otras muchas que le hacen verse como si llevara bajo su ropa una crinolina. Estas faldas son cortas, llegan poco más abajo de la rodilla y dejan ver las piernas bien torneadas cubiertas por botas de caña muy larga y pretenciosa. El pie es breve, gordo, de empeine eminente. Sobre la cabeza llevan un minúsculo sombrero de pita, muy blanco y revestido de cierta materia que lo hace brillante. Dos trenzas descienden bajo de él, hasta las espaldas. Toda chola luce hermosos pendientes, joyas antiguas y rudas, en las cuales, viejas perlas albean con raros orientes. Sobre sus hombros ostentan chales multicolores, los unos rojos, o azules, los otros verdes o amarillos, los más de simple dibujo escocés, semejantes a los rebozos de nuestras mujeres del pueblo...
«En los días de fiesta su tocado es muy primoroso. Para entonces los chales de seda bordados de color celeste, lila o azul, las joyas macizas, las botas de seda rosa, las enaguas con encajes prolijos y costosos, y el jubón de felpa... Ella cree que el summum de la elegancia es vestir faldas abultadas, de colores fuertes y tan cortas que dejan ver la caña entera de las botas caladas y aún un poco de la media rosada o celeste».[33]
En su traje, que es una transición entre el vestido de la blanca y el de la india, descubre la chola su gracia decorativa, su amor a atavíos polícromos, que hagan más atrayentes las exuberancias de sus carnes sensuales y llenas de vida. Es coqueta por inclinación natural y frágil por temperamento; gusta agradar y ser cortejada, y cuando alguna vez ama de veras es de pasiones ardientes. Nada le importa atropellar con tal de poseer y vivir con el bien amado de su corazón. A sus hijos consagra los cariños más vehementes, y ninguna fatiga ahorra para criarlos y darles educación, por que después no se avergüencen de su origen.
Las cholas sobresalen, además, por su decir sin trabas ni pelos en la lengua. En las riñas tienen particular gracia para insultar a su contrincante en lenguaje pintoresco, recargado de figuras retóricas e ingeniosas que mueven más a risa que a disgusto cuando se las escucha.
La mujer en la familia india, sin embargo de que trabaja a la par de su marido, ocupa un lugar secundario, sin derecho para observar los contratos, o lo que hace éste. Supone que la intervención de la mujer hace que cualquier negocio salga mal. En una hacienda, cuando muere el propietario y queda el fundo a cargo de su viuda, los colonos comienzan a desalentarse y todos piensan, que se harán bajo ese dominio afeminados y cobardes. A la mujer no le conceden capacidad para dar un buen consejo, ni realizar con acierto ninguna cosa, y cuando notan que merced a ella han salido bien en un asunto, se desentienden y es imposible que el indio reconozca esa verdad. Más que compañera, sirve a su marido, como esclava; cultiva sus campos, mientras él pasa la vida entregado a indolente ociosidad o se alquila como jornalero; le prepara la comida y cría a los hijos. Cuando viaja, ella es quien va a pie, tras de su marido, caballero en el asno. Al incesante trabajo con que abruma a su mujer, se agrega el trato brutal que le da pegándola cada vez y con mayor rigor cuando está borracho, en cuyo estado la empeña de los cabellos, la golpea de la cara y cuerpo con mucha rudeza. Esta falta de benevolencia, lejos de entibiar el afecto de la mujer hacia su hombre, la hace encariñarse más de él, como se ha dicho, porque supone que los maltratos son manifestaciones del profundo amor que le profesa. El que no es celoso y no pega no tiene cariño, por su mujer, dicen, y temen más la indiferencia, que la consideran precursora del desapego y olvido que las zurras cuando alguien la favorece el momento que la está pegando su marido o concubinario, se molesta contra éste y generalmente le reprocha por su intervención.
El indio es implacable en sus celos y castiga duramente a su mujer cuando sospecha de ella. «Tienen sobre este punto, supersticiones singulares», dice Haenke. «Cuando van de viaje, curiosos de saber las ofensas que su mujer les hace, dejan en un paraje extraviado un montoncito de piedras, las que a la vuelta buscan con cuidado en el sitio que marcaron, cuentan las piedras y, si les faltan algunas, eso les indica otras tantas culpas en la consorte. Otros ponen, en algún agujero de pared o piedra un poco de coca mascada o trapo liado con ella, y si cuando vuelven hallan el trapillo fuera de su agujero y desatado es señal que les ha ofendido su mujer, y llueven palos y golpes sobre la desdichada».[34]
El indio es comúnmente monógamo, cuando tiene una mujer distinta de la propia, abandona a ésta o la mata, y vive con aquella. Los archivos judiciales registran frecuentes casos en este orden. Nunca cohabita con dos mujeres a la vez, ni sus facultades económicas le alcanzan para ello. Además, el indio que tal hace, es malmirado y aún repudiado por los de su clase.
El padre o jefe de la casa ejerce la patria potestad en una forma absoluta sobre los hijos, sin que la mujer tenga derecho para contrariar sus determinaciones. Los indios son tan apegados a su prole, que sólo se desprenden de ella, cuando no tienen con qué alimentarla, y mientras pasen los momentos de crisis, para después recogerla de cualquier modo. El hijo representa en la familia indígena un factor económico, ayudando a sus padres, desde tierna edad, en las faenas agrícolas y en apacentar el ganado, como en otra parte se dijo. Las viudas y solteras con hijos, se casan más pronto que las que no los tienen. Las mujeres que no conciben, son profundamente despreciadas por los hombres. La esterilidad constituye una verdadera desgracia en la india.
Entre las preocupaciones dominantes en los matrimonios indígenas, llama la atención la que tienen los recién casados, de no querer prestar dinero a intereses por más que lo tengan, bajo el pretexto de que siendo reciente su unión, apenas cuentan lo necesario para vivir. Mantienen la idea de que, dando ese capital a otros, lo que debían ganar los prestamistas en su nuevo estado, se los lleva un extraño. Al principio debe trabajarse, dicen, y sólo lo que se ha ganado debe darse a crédito.
Desgraciado del que quebranta este precepto: el marido se hará flojo y la fortuna se disipará sin saberse cómo.
A un hombre le duele la muela sin estar picada, cuando su esposa o concubina le es infiel.
El líquido proveniente de haberse hecho hervir un casco de mula, o que contiene raspaduras de este objeto, esteriliza a la mujer que lo bebe.
La mujer que acostumbra sentarse en las puertas hace mucho hablar mal de su persona.
No se debe prestar dinero, cobrar ni pagar deudas de noche, porque la fortuna huye del que lo hace.
Al hombre soltero que mantiene relaciones ilícitas con mujer casada o viceversa, les sale mal todo, porque se vuelven aciagos, o sea kchenchas.
La mujer que se amanceba con un sacerdote se convierte, en la otra vida, en mula, y en esta, cuando su alma se desprende del cuerpo, toma siempre la forma de mula, y la de sus hijos de candeleros, de los cuales el diablo se sirve para darse luz en sus fechorías.
El que causa un grave daño, es empujado por los espíritus vengadores, al encuentro del castigo en un momento denominado hora de burro, en que su entendimiento se ciega y obra en forma inexplicable para sí y para los que se interiorizan del hecho. La hora de burro persigue a los malafes.
[33] Párrafos tomados del artículo «La Chola» por Carlos Varas.—[Mont Calm].
[34] Descripción del Perú, pag. 101.—Esta obra se atribuye a Tadeo Haenke y bajo este concepto se la ha publicado en Lima. Groussac demuestra que no pertenece a Haenke, sino a Felipe Bauzá, uno de los oficiales que con Malaspina, realizó el viaje alrededor del mundo.
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