El indio que abandona su traje para vestir a la moda de los blancos, se convierte en enemigo de su raza.
El indio no cree que el acto se reduce a una simple alteración del indumento, sino que, en el alma de que lo ha efectuado cambian por completo, desde ese momento, las ideas y sentimientos que abrigaba referentes a su raza, a la vez, que abandona sus ocupaciones habituales. El labrador, dice, desaparece con el vestido. Y, así es. Apenas el aborigen se trajea a la moda europea, huye de las labores agrícolas, desconoce a sus padres, reniega de su raza y se pone frente a ella; obedece las sugestiones de los mestizos y blancos para ultrajarla y perseguir a sus miembros, toda vez, que se le presentan ocasiones de hacerlo. El indio trasfigurado es el peor verdugo de los suyos.
Los padres del niño, que ha experimentado esa mudanza de traje, apenas lo ven vestido a la manera del blanco, se conmueven hondamente aún lloran; pero después se consuelan con la esperanza de que para él ha concluído el porvenir de sufrimientos, de angustias y de melancolía que pesa sobre los naturales, y de que su vida gozará de garantías que ellos no tuvieron.
El campo ya no retiene al indio; la ilusión de vivir mejor y más tranquilo en las ciudades influye para que huya de su casa y cambie de ocupaciones. Los labradores disminuyen visiblemente y aumentan los cholos, que adquieren cualquier profesión o se dedican a cualquier labor que no sea la agricultura. El aborigen cesa de ser labrador apenas cubre sus carnes con telas cortadas y confeccionadas a la usanza de sus opresores, adquiere con prontitud costumbres y maneras exóticas, detestando las suyas; pero su cambio, por muchos que sean sus esfuerzos se reduce a exterioridades, porque en el fondo permanece siempre indígena. ¿Acaso no vemos a diario mostrarse al indio letrado con todos los caracteres de su raza? El hecho mismo de compartir con el mestizo y aplaudir la destrucción de cuanta huella pudiera quedar, en las costumbres populares que le recuerden su origen y a sus progenitores, es propio de su índole presuntuosa, que le hace renegar de su pasado, por temor, sólo por temor, de que lo pudiese avergonzar ante el extranjero, cuando éste, si se preocupa de él es para estudiarlo etnográficamente o para explotar su ignorancia y vanidad. El vestido hace del indio, cholo, y lo aparta del hogar paterno y del cultivo de la tierra, que para sus mayores constituyó la única delicia apetecible en este mundo; y de cholo a titularse caballero, no hay sino un paso, que el indio lo salta con rapidez, cuando es industrioso, económico y aspirante. Muchos descendientes de estos indios metamorfoseados suelen ocupar puestos públicos, ya de jueces, diputados, o de funcionarios administrativos, desempeñando los cargos con acierto, brillo y competencia. El indio posee aptitudes singulares para la abogacía e intriga política, que favorecen sus aspiraciones.
¡Raro destino de una raza, cuya evolución social depende, en gran parte, de la tijera de un sastre!
El que estrena vestido, debe festejarse invitando aguardiente a sus amigos, si quiere, que su ropa dure. Este acto se conoce con el nombre vulgar de remojo y se halla muy generalizado.
El hombre no debe abrigarse con la falda o zagalejo de la mujer, porque se afemina.
La ropa no hay que tratar con torpeza, porque no sabe comer para que tenga resistencia.
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