viernes, 1 de marzo de 2019

Lu-san, hija del cielo

Lu-san se fue a la cama sin cenar, pero su pequeño corazón estaba hambriento de algo más que comida. Se acurrucó cerca de sus hermanos, que ya dormían, pero incluso en sueños parecían negarle el amor que anhelaba. El suave vaivén del agua bajo la casa flotante, la nana que tan a menudo la acompañaba a la tierra de los sueños, no conseguía tranquilizarla. Toda la familia la despreciaba y maltrataba; su corta vida había estado llena de dolor y vergüenza.

    El padre de Lu-san era un pescador cuya vida había sido una larga lucha contra la pobreza. También era ignorante y malvado. No sentía más amor por su esposa y sus cinco hijos que por los perros de la calle de su ciudad natal. Una y otra vez había amenazado con ahogarlos a todos, y solo había evitado que lo hiciera su miedo al nuevo mandarín. Golpeaba a los niños hasta que caían al suelo, medio muertos, pero su esposa no intentaba detenerlo. De hecho, ella también era cruel con ellos, y a menudo daba el último golpe a Lu-san, su única hija. La pequeña no recordaba ni un solo día en el que hubiera escapado de aquel martirio.

    La noche en la que empieza este relato, sin saber que Lu-san estaba escuchando, sus padres estaban planeando cómo librarse de ella.

    —Al mandarín solo le importan los chicos —dijo el padre bruscamente—. Podría matar a una docena de niñas y él no diría una palabra.

    —De todos modos, Lu-san no nos sirve de nada —añadió la madre—. Nuestra casa es pequeña y ella siempre está estorbando.

    —Sí, y se necesita tanto para alimentarla como si fuera un niño. Si te parece bien, lo haré esta misma noche.

    —De acuerdo —le respondió la mujer—, pero será mejor que esperes hasta que la luna se esconda.

    —Muy bien, dejaremos que la luna baje antes de ocuparnos de la niña.

    No era de extrañar que el corazoncito de Lu-san latiera aterrado, porque no había duda sobre el significado de las palabras de sus padres.

    Al final, cuando los oyó roncar y supo que ambos estaban profundamente dormidos, se levantó sin hacer ruido, se vistió y subió la escalera que conducía a la cubierta. Solo tenía un pensamiento en su corazón: salvarse huyendo. No tenía otras mudas de ropa ni un bocado que llevarse consigo. Además de los harapos que llevaba, solo había otra cosa a la que pudiera llamar suya: una diminuta imagen tallada en jabón de la diosa Kwan-yin que había encontrado un día mientras paseaba por la playa. Aquel era el único tesoro y juguete de su infancia y, si no hubiera tenido cuidado, su madre le habría arrebatado incluso eso. Oh, ¡cuánto quería a aquella estatuilla y con cuánta atención había escuchado las historias que un viejo sacerdote le había contado sobre Kwan-yin, la Diosa de la Misericordia, la mejor amiga de las mujeres y los niños, a quien siempre podían rezar en épocas de penalidad!

    Cuando Lu-san levantó la trampilla y miró el exterior, estaba muy oscuro. La luna acababa de ocultarse y las ranas croaban junto a la orilla. Empujó la puerta lentamente y con cuidado, porque temía que el viento entrara de repente y despertara a los que dormían o, peor aún, que provocara que la trampilla se cerrara de golpe. Al final se puso en pie sobre la cubierta; estaba sola y preparada para salir al gran mundo. Cuando bajó de la casa flotante, las aguas negras no le dieron miedo y se dirigió a la orilla sin el más mínimo temblor.

    Corrió rápidamente junto a la orilla, escondiéndose en las sombras siempre que oía ruido de pasos para que los transeúntes no la vieran. Solo una vez se estremeció su corazón, lleno de miedo: un enorme perro corrió hacia ella ladrando ferozmente. Pero la bestia, aunque gruñía, no era peligrosa; cuando vio a la temblorosa niña de diez años, olfateó el aire, disgustado por haberse alarmado por alguien tan pequeño, y reanudó la vigilancia de su puerta.

    Lu-san no había hecho planes. Pensaba que, si conseguía escapar de la muerte que sus padres habían planeado, estarían encantados de que se hubiera marchado y no la buscarían. Por tanto, no era a los suyos a los que temía cuando pasó junto a las hileras de casas oscuras que bordeaban la costa. A menudo había oído hablar a su padre de las horribles cosas que se hacían en muchas de esas casas flotantes. El recuerdo más oscuro de su niñez era de la noche en la que estuvo a punto de venderla como esclava al propietario de uno de esos locales. Su madre sugirió que esperaran hasta que Lu-san fuera un poco mayor, porque entonces valdría más dinero, así que su padre no la vendió. Era posible que lo hubiera intentado más tarde y no lo hubiera conseguido.

    Esa era la razón por la que odiaba a los que vivían junto al río, y por la que estaba ansiosa por dejar atrás sus casas. Corrió tan rápido como sus pequeñas piernas podían llevarla. Huiría lejos de las oscuras aguas, porque adoraba el sol resplandeciente de las regiones de interior.

    Cuando dejó atrás la última casa flotante, emitió un suspiro de alivio y un minuto después cayó en un pequeño montón sobre la arena. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo sola que estaba. Más allá estaría la gran ciudad, donde dormían miles de personas, pero ninguna de ellas era amiga suya. Ella no sabía nada de amistad, porque no había tenido compañeros de juegos. Más allá estaban también los campos, las aldeas, el mundo que desconocía. ¡Ah, qué cansada estaba! ¡Cuánto había corrido! Pronto, sosteniendo la querida estatuilla en su manita y susurrando una infantil oración a Kwan-yin, se quedó dormida.

    Despertó con un escalofrío; inclinada sobre ella había una persona desconocida. Descubrió, con sorpresa, que se trataba de una mujer vestida con ropas tan hermosas como las de las princesas. La niña no había visto nunca unos rasgos tan perfectos ni un rostro tan bello. Al principio retrocedió con temor, avergonzada por sus sucios harapos y preguntándose qué ocurriría si aquel hermoso ser la tocaba y se ensuciaba sus dedos delgados y blancos. Se quedó en el suelo, temblando, aunque deseaba saltar a los brazos de la mujer y suplicarle piedad. Solo el miedo a que desapareciera evitaba que lo hiciera. Al final, incapaz de contenerse más, la pequeña se inclinó hacia delante, extendió la mano hacia la mujer y exclamó:

    —Oh, ¡eres tan hermosa! Toma esto, porque debiste ser tú quien lo perdió en la arena.

    La princesa cogió la figurilla de jabón, la miró con curiosidad y dijo con sorpresa:

    —¿Y sabes, pequeña criatura, a quién entregas tu tesoro?

    —No —respondió la niña con sencillez—. Es lo único que tengo en el mundo, pero eres tan adorable que sé que te pertenece. La encontré en la orilla del río.

    Entonces ocurrió algo extraño. La elegante y regia mujer se inclinó y extendió los brazos hacia la sucia y andrajosa niña. La pequeña saltó hacia ella con un grito de alegría: había encontrado el amor que había buscado durante tanto tiempo.

    —Mi querida niña, esta pequeña estatuilla que has guardado con tanto amor y que desinteresadamente me has entregado… ¿Sabes a quién representa?

    —Sí —le respondió Lu-san, que se había acurrucado en los cálidos brazos de su nueva amiga y había recuperado el color de las mejillas—. Es mi querida diosa Kwan-yin, la que hace felices a los niños.

    —¿Y esa gentil diosa ha llevado la dicha a tu vida, preciosa? —preguntó la mujer. Las palabras inocentes de la pobre niña habían cubierto sus mejillas pálidas con un ligero rubor.

    —Oh, sí, por supuesto; de no haber sido por ella no habría escapado esta noche. Mi padre iba a matarme, pero la buena dama del cielo escuchó mi oración y me mantuvo despierta. Ella me dijo que esperara hasta que él se durmiera, y que después me levantara y abandonara la casa.

    —¿Y a dónde vas a ir, Lu-san, ahora que has dejado a tu padre? ¿No te da miedo pasar aquí la noche, en la orilla de este enorme río?

    —¡Oh, no! Porque la bendita madre me protege. Ella ha oído mis oraciones y sé que me indicará a dónde ir.

    La dama abrazó con fuerza a Lu-san y algo brilló en sus ojos. Una lágrima rodó por su mejilla y cayó sobre la cabeza de la niña, pero Lu-san no la vio, porque se había quedado dormida en sus protectores brazos.

    Cuando Lu-san despertó, estaba tumbada en la cama de su casa flotante pero, por extraño que parezca, no se asustó al encontrarse de nuevo cerca de sus padres. Un rayo de sol atravesó la ventana, iluminando el rostro de la niña y diciéndole que el nuevo día había amanecido. Escuchaba voces hablando en susurros, pero no sabía quiénes eran. Cuando levantaron la voz, supo que sus padres estaban hablando. Sus palabras, sin embargo, parecían menos duras de lo habitual, como si estuvieran cerca de la cama de alguien a quien no desearan despertar.

    —Vaya —dijo su padre—, cuando me acerqué para sacarla de la cama, tenía una extraña luz en el rostro. Le toqué el brazo y de inmediato mi mano se quedó sin fuerzas, como si me hubieran disparado. Entonces escuché una voz que susurraba a mi oído: «¿Cómo? ¿Posas tus malvadas manos sobre alguien que ha hecho fluir las lágrimas de Kwan-yin? ¿No sabes que, cuando ella llora, los dioses también lo hacen?».

    —Yo también oí esa voz —replicó la madre con voz temblorosa—. La escuché y sentí que un centenar de malvados diablillos me pinchaban con sus lanzas, y con cada pinchazo repetían estas terribles palabras: «¿Vas a matar a una hija de los dioses?».

    —Es extraño pensar cuánto odiábamos a una niña —añadió él—, que ha resultado pertenecer a un mundo que no es el nuestro. Qué malvados debíamos ser, ya que no veíamos su bondad.

    —Sí, y sin duda Yama nos dará un millar de golpes por cada vez que la hemos maltratado, porque ha sido un insulto a los dioses.

    Lu-san no esperó más y se levantó para vestirse. El corazón le ardía de amor por todo lo que la rodeaba. Les diría a sus padres que los perdonaba, y que los quería a pesar de su maldad. Para su sorpresa, ya no llevaba sus ropas harapientas. En lugar de eso descubrió unos hermosos vestidos de seda con alegres flores (tan bonitas que imaginaba que debían haberlas cogido del jardín de los dioses) a cada lado de su cama, preparados para que se los pusiera. Mientras se vestía, vio con sorpresa que sus dedos estaban bien formados, que su piel era suave y delicada. El día antes sus manos habían estado ásperas y agrietadas por el trabajo duro y el frío del invierno. Cada vez más sorprendida, se levantó para ponerse los zapatos. En lugar de los sucios zapatos desgastados del día anterior, unas bonitas zapatillas de raso esperaban a sus diminutos pies.

Mientras se vestía, vio con sorpresa que sus dedos estaban bien formados.

   

    Por fin subió la tosca escalera y, ¡menuda sorpresa!, todo lo que tocaba parecía cambiar como por arte de magia, igual que había ocurrido con su vestido. Los estrechos peldaños de la escalera se convirtieron en amplios escalones de madera pulida; parecía estar subiendo la barnizada escalera de una pagoda construida por los dioses. Cuando llegó a la parte superior, todo había cambiado. La andrajosa tela de retales que usaban como vela se había convertido en una hermosa extensión de lona que ondeaba y flotaba orgullosa en la brisa del río. Debajo debía estar el sucio bote de pesca donde Lu-san acostumbraba a vivir, pero en su lugar había un majestuoso barco, más grande y bonito de lo que jamás había soñado, un barco que parecía haber surgido bajo sus pies.

    Después de buscar a sus padres durante varios minutos, los encontró temblando en una esquina con una expresión de gran temor en sus rostros. Estaban envueltos en harapos, como siempre; no había cambiado nada, aunque su feroz expresión parecía un poco más suave. Lu-san se acercó a la desdichada pareja e hizo una reverencia ante ellos.

    Su madre intentó hablar; sus labios se movieron pero no hicieron sonido alguno. Estaba muda de miedo.

    —¡Una diosa, una diosa! —murmuró el padre, y se inclinó tres veces para golpearse la cabeza contra la cubierta. Sus hermanos, por su parte, escondieron la cara en las manos como si los cegara un repentino resplandor.

    Lu-san se detuvo un instante. A continuación extendió la mano y tocó el hombro de su padre.

    —¿No me conoces, padre? Soy Lu-san, tu hija pequeña.

    El hombre la miró con asombro. Se estremeció y le temblaron los labios; su tosco rostro tenía una extraña luz. De repente, se inclinó hacia delante y rozó sus pies con su frente. Su madre y sus hermanos siguieron su ejemplo. A continuación todos la miraron como si esperaran sus órdenes.

    —Habla, padre —dijo Lu-san—. Dime que me quieres, dime que no matarás a tu hija.

    —Eres hija de los dioses, no mía —murmuró su padre, y se detuvo como si temiera continuar.

    —¿Qué ocurre, padre? No tengas miedo.

    —Primero dime que me perdonas.

    La niña puso la mano izquierda sobre la frente de su padre y levantó la derecha sobre la cabeza de los demás.

    —Como la Diosa de la Misericordia me ha concedido su favor, en su nombre os otorgo el amor del cielo. Vivid en paz, padres, hermanos. No os enfadéis. Oh, queridos, que la dicha sea vuestra para siempre. Como solo el amor gobernará vuestras vidas, este barco es vuestro, y también todo lo que hay en él.

    De este modo, Lu-san cambió a sus seres queridos. La mezquina familia que había vivido en la pobreza comenzó a disfrutar de la paz y la felicidad. Al principio no sabían cómo vivir según las directrices de Lu-san. El padre a veces perdía los nervios y la madre hablaba con rencor, pero al ganar sabiduría y valor descubrieron que solo el amor debía regir sus vidas.

    Todo este tiempo, el gran barco subía y bajaba el río. Su tripulación obedecía todos los deseos de Lu-san. Cuando echaban sus redes por la borda siempre las sacaban llenas de los peces más grandes y exquisitos. Vendían este pescado en los mercados de la ciudad y la gente empezó a decir que Lu-san era la persona más rica de toda la región.

    Un hermoso día de la Segunda Luna, la familia acababa de volver del templo. Era el día conmemorativo de Kwan-yin y, conducidos por Lu-san, habían acudido a honrar a la diosa. Acababan de subir a la cubierta del navío cuando el padre de Lu-san, que había estado mirando hacia el oeste, llamó a la familia.

    —¡Mirad! —exclamó—. ¿Qué clase de pájaro es aquel del cielo?

    Descubrieron que la extraña visión, que se acercaba cada vez más, iba directa hacia el barco. Todos estaban nerviosos excepto Lu-san. Ella estaba tranquila, como si supiera que llegaba algo que esperaba desde hacía mucho.

    —Es una bandada de palomas —exclamó el padre, asombrado—, y parecen traer algo por el aire.

    Al final, los pájaros sobrevolaron el navío y los sorprendidos espectadores vieron que flotando bajo sus alas había una maravillosa silla, blanca y dorada, tan resplandeciente como la que imaginaban que usaba el emperador en el Trono del Dragón. Alrededor del cuello blanco como la nieve de cada paloma había atado un largo cordel de oro puro, y estos lazos de seda estaban anudados a la silla para transportarla por el aire.

    La silla bajó sobre el barco mágico y, al descender, una lluvia de lirios blancos cayó sobre los pies de Lu-san, hasta que ella, la reina de todas las flores, quedó casi enterrada. Las palomas se cernieron sobre su cabeza un instante y bajaron lentamente la silla para situarla ante ella.

    Lu-san se despidió con la mano de sus padres y subió a la silla mágica. Cuando los pájaros comenzaron a elevarse, una voz habló desde las nubes con un tono suave y musical: «De este modo Kwan-yin, Madre de la Misericordia, recompensa a Lu-san, Hija de la Tierra. Tal como las flores brotan de la tierra, así la bondad emerge del estiércol. ¡Lu-san! La lágrima que hiciste brotar en el ojo de Kwan-yin cayó sobre la tierra seca y la ablandó; rozó los corazones de aquellos que no te querían. Ya no eres Hija de la Tierra; sube al Cielo del Oeste y ocupa tu lugar entre los dioses, donde serás una estrella en los reinos celestes.

    Mientras las palomas de Lu-san desaparecían en la lejanía, una luz rosada rodeó su silla voladora. A los que la observaban, asombrados, les parecía que las puertas del cielo se estaban abriendo para recibirla. Al final, cuando desapareció de la vista, la oscuridad se cernió sobre la tierra y los ojos de todos se llenaron de lágrimas.

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