Allá de vez en cuando se aparecía un amigo de mi
abuela Cesaria, llegaba y le decía:
— ¡Ideay Cesaria! ¿Cómo estás?
— ¡Eh! ¡Ideay Chicoyo!
Se llamaba Francisco, pero le decían Chicoyo, quien
sabe por qué.
—Aquí te traigo —le decía él. Eran unas frutas hermosas,
grandotas, unos grandes plátanos que nunca se
habían visto por estos lados, unos zapotes con bastante
comida grandotes también.
—Hombre, Chicoyo y vos ¿de dónde sacás todo esto,
estas frutas tan grandes? —le preguntaba mi abuela.
— ¡Ah! es que por ahí tengo unas tierritas muy buenas,
siempre tengo de todo, por hay te traigo más otro día
que pase —le decía.
Por allá a los días se aparece: Adiós Cesaria hay paso
de regreso dejándote frutas —le dijo.
Pero bueno, nunca faltan los curiosos, uno de los hermanos
de mi abuela, mi tío Isidoro, se va detrás del tal
Chicoyo.
Tengo que saber donde tiene éste esas tierras —decía—
y lo va siguiendo de larguito cuidando que no lo mirara,
él en sus caballo y mi tío a pies, luego ve que Chicoyo se
mete en la selva, ahí en El Chonco y se le pierde de vista,
él quiere entrar también, pero le sale un hombrecito, así
la mierdita, bien chiquito, si parecía un cipotito pero con
cara de viejo. Apues, se le aparece y todo odioso le dice:
—De aquí no pasás, devolvete.
—Cómo que devolvete ¿por qué no puedo pasar? —le
pregunta mi tío.
—Que no vas a pasar te digo y haceme caso.
Arrecho el hombrecito. Entonces le hace caso mi tío y
se regresa.
—Y éste jodidito ¿por qué no regresó a Chicoyo? ¿por
qué sólo a mí?
Bueno, y llegó a la casa, al rato llega Chicoyo:
—Cesaria ya voy de regreso tomá estas frutas, no traje
muchas pero aquí te dejo.
Cuando ya va de salida le dice mi tío:
— ¡Ajá Chicoyo! Ya sé que tenés un arreglo con esos
duendes del Chonco, andá hombre no seas malo y deciles
que me ayuden a mí también, no ves que tengo que dar
les de comer a una marimba de chavalos, con esas frutas
suficiente para todos, hasta podría sembrar las semillas.
—Está bien, vamos pues, te voy a llevar —le dijo y se
van.
Allá al rato llegan a una quebrada donde estaba, del
otro lado, un gran palo de jocote, entonces Chicoyo le
dice:
—Mirá Isidoro, yo me voy a ir al otro lado de la quebrada,
detrás de esa loma y vos quedate a este lado, no te
crucés —y se fue.
Mi tío se puso a recoger jocotes de unos palitos que
estaban allí. Como a la hora los recoge todos y dice:
—¡Eh! voy a recoger más del otro lado de la quebrada,
de ese gran palo que está allá, a mí nadie me va a decir
que es lo que tengo que hacer —y se cruzó, él que pone
un pies al otro lado de la quebrada y lo palmean, escucha
unas palmadas como cuando llaman la atención a un
niño.
— ¿Y eso? —dice él asombrado, pero no miraba a nadie
y sigue caminando, lo vuelven a palmear. Ya la cagaron
estos enanos —dijo y en ese momento aparece Chicoyo
con el caballo cargado de frutas, repletas las alforjas,
hasta que venía cansado y sudado el pobre animalito.
—¡Ideay! no te dije que no te cruzaras, vámonos que
aquí llevo bastante frutas para vos y tu familia —y se fueron
del lugar.
Así era Chicoyo ayudaba al que podía pero nunca supo
nadie que es lo que había hecho, qué trato tenía con los
duendes, dice la gente que esos duendecillos se robaban
a las muchachas cuando se enamoraban de ellas, pero tenían
que ser bonitas para que se la llevaran y la familia
recibía favores a cambio. Decían que Chicoyo tenía una
hija joven muy bonita y que ya hace tiempo no la veían.
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